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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (100 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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La voz fue haciéndose, más tenue, pero la película ya había cambiado. Era más superficial. Escena tras escena, se encendía, se apagaba; yo sabía que aquella breve «visita» al pasado era de aquel modo para que me acordara de que todavía tenía que trabajar en ello. Paul Tanner y Ella, Michael y Anna, Julia y Ella, Molly y Anna, Madre Azúcar, Tommy, Richard, el doctor West, toda esta gente apareció brevemente y volvió a desaparecer, y entonces la película se rompió o más bien se acabó, con una sacudida confusa. El proyeccionista dijo, rompiendo el silencio que siguió al fin de la película (y con una voz que me impresionó bastante, porque era una voz nueva, bastante jovial, práctica, sarcástica, una voz sensata):

—¿Y por qué crees que el énfasis que le has dado es el correcto?

La palabra
correcto
tenía un matiz de eco paródico. Era una burla de la palabra correcto del argot marxista. Lo había dicho además con cierta tirantez, como la de un maestro de escuela. Al oír la palabra «correcto», me invadió una sensación de náusea, y era una sensación bien conocida: era la náusea propia de cuando me sentía agotada, de cuando trataba de abrirme camino hasta un punto más allá de lo posible. Mareada, escuché a la voz que decía:

—¿Y por qué crees que el énfasis que le has dado es el correcto? Mientras, el proyeccionista empezaba a pasar de nuevo la película o, mejor dicho, las películas, pues había varias, y yo pude, a medida que pasaban delante de mí en la pantalla, irlas distinguiendo y «nombrarlas». La película de Mashopi; la película sobre Paul y Ella; la película sobre Michael y Anna; la película sobre Ella y Julia; la película sobre Amia y Molly. Todas eran, me di cuenta entonces, películas convencionalmente bien hechas, como si hubieran sido rodadas en un estudio; luego vi los titulares: aquellas películas, que me eran de lo más odioso, habían sido dirigidas por mí. El proyeccionista siguió pasándolas muy de prisa, y luego se paraba en los titulares, mientras yo oía su risa burlona cuando aparecía lo de
dirigida por Anna Wulf
. Luego pasaba unas cuantas escenas más, todas ellas bien acabadas, inauténticas, falsas y estúpidas. Le grité al proyeccionista:

—¡Pero si no son mías; no las he hecho yo!

A lo cual el proyeccionista, casi aburrido de tan seguro que estaba, hacía que desaparecieran las escenas y esperaba a que yo le probara que se había equivocado. Entonces fue terrible, porque me enfrenté con la carga de crear el orden dentro del caos en que se había convertido mi vida. El tiempo había desaparecido y mis recuerdos no existían. Yo era incapaz de distinguir entre lo que me había inventado y lo que había experimentado, si bien sabía que todo lo que me había inventado era falso. Era un remolino, una danza desordenada, como la danza de las mariposas blancas en el calor vibrante sobre el
vlei
arenoso y húmedo. El proyeccionista todavía esperaba, sardónico. Lo que él pensaba me entró en la cabeza. Pensaba que el material había sido ordenado por mí para que encajara con lo que conocía, y por esto era todo falso. De pronto, dijo en voz alta:

—¿Cómo vería esta época June Boothby? ¿A que no sabes representar a June Boothby?

Aquello hizo que mi mente empezara a funcionar a una marcha desconocida para mí. Comencé a escribir un cuento sobre June Boothby. Era incapaz de detener el fluir de las palabras, y lloraba de frustración mientras escribía en el estilo insípido de la revista femenina más cursi; pero lo que daba más miedo era que la insipidez se debía aun cambio muy pequeño en mi propio estilo. Se trataba sólo de una palabra de vez en cuando:

—June, una chica de dieciséis años recién cumplidos, estaba tumbada en una
chaise longue
en la terraza, mirando a través del frondoso follaje de lluvia dorada. Sabía que iba a suceder algo, cuando su madre entró en la habitación por detrás de ella y dijo: «June, ven a ayudarme a hacer la cena del hotel». Ella no se movió. Y su madre, después de un silencio, salió de la habitación sin hablar. June estaba convencida de que su madre también lo
sabía
. Pensaba: «Querida mamá, tú sabes lo que siento». Entonces sucedió. Un camión se detuvo frente al hotel, junto a las gasolineras, y
él
salió. June, sin prisas, suspiró y se puso de pie. Diríase que movida por una fuerza exterior, salió de la casa y avanzó por el camino donde había pasado hacía unos instantes su madre, hacia el hotel. El joven, parado junto a las gasolineras, parecía consciente de la chica que se acercaba. Se volvió. Sus ojos se encontraron...

Oí que el proyeccionista se reía. Estaba encantado porque era incapaz de evitar que me salieran estas palabras; estaba sádicamente encantado.

—Ya te lo dije —dijo con la mano ya alzada para volver a empezar la película—. Ya te dije que no lo podías hacer.

Me desperté en el cuarto oscuro y cerrado, iluminado en tres sitios por el resplandor del fuego. Me sentía agotada a causa del sueño. En seguida supe que me había despertado porque Saul estaba cerca. No sentía ningún movimiento, pero intuía su presencia. Incluso sabía el sitio exacto donde se encontraba, de pie, un poco retirado de la puerta del rellano. Le podía ver, en una actitud tensa e indecisa, tirándose del labio, no sabiendo si entrar. Le llamé:

—Saul, estoy despierta.

Entró y dijo con una voz falsamente cordial:

—Hola. Creía que estabas durmiendo.

Entonces supe quién había sido el proyeccionista de la película de mi sueño, y dije:

—¿Sabes que te has convertido en una especie de conciencia o crítico interior? Te acabo de soñar en este papel.

Me dirigió una mirada larga, fría y astuta.

—Si me he convertido en tu conciencia, vaya broma, porque no hay duda de que tú eres la mía.

—Saúl, nos hacemos mutuamente mucho daño.

Estuvo a punto de decir: «Puede que yo te haga daño a ti, pero a mí me haces mucho bien...».

Apareció en su cara la mirada de persona caprichosa y arrogante que era la máscara más apropiada para estas palabras. Le detuve, diciendo:

—Tendrás que acabarlo. Debiera hacerlo yo, pero no soy lo bastante fuerte.

Reconozco que tú eres mucho más fuerte que yo, aunque creí que era al revés.

Contemplé cómo la ira, la repugnancia y la sospecha pasaban por su rostro. Me vigilaba con los ojos agudizados. Sabía que iba a entablar una lucha que provendría de la personalidad que me odiaba, pues le estaba quitando algo. También sabía que cuando fuera «él mismo», reflexionaría sobre lo que había dicho y, como era una persona responsable, haría lo que yo le había pedido.

Mientras tanto, dijo con hosquedad:

—Así es que me echas de una patada.

—No es lo que he dicho. —Le hablaba al hombre responsable.

—Como no me someto a tus caprichos, me echas a patadas.

Sin saber que lo iba a hacer, me incorporé y le chillé:

—¡Por Dios, basta, basta, basta!

Retrocedió, instintivamente. Sabía que, para él, una mujer víctima de un ataque de histeria significaba que le iban a pegar. Pensé que era muy extraño que estuviéramos juntos, que hubiéramos llegado a intimar tanto, porque yo jamás le había pegado a nadie. Él llegó a trasladarse al otro extremo de la cama y se preparó a huir de una mujer que chillaba y repartía golpes. Yo dije, sin chillar y llorando:

—¿No te das cuenta de que es un ciclo, que vamos dando vueltas y más vueltas?

Tenía el gesto gris de hostilidad y me di cuenta de que iba a soportar su marcha. Me aparté de él, contuve el malestar de mi estómago con un esfuerzo.

—De todas formas, te irás cuando vuelva Janet —dije.

No sabía que iba a decirlo, ni que lo pensaba. Me tumbé, pensando sobre ello. Naturalmente, era verdad.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, interesado y sin hostilidad.

—Si tuviera un hijo, te quedarías, pues te hubieras identificado con él, al menos por una temporada. Pero, como tengo una niña, te irás porque nos verás como dos mujeres, como dos enemigos. —Hizo un gesto de afirmación con la cabeza—. Qué raro, constantemente me aflige una sensación de predestinación, fatalidad, inevitabilidad, pero por pura casualidad tuve una niña en lugar de un niño. Por pura casualidad. De modo que es por casualidad por lo que te marcharás, y así mi vida cambiará por completo a causa de ello. —Me sentí más ligera, menos encerrada, entregada a la casualidad—: Qué extraño; al tener un hijo las mujeres sienten que entran en un destino inasible. Nos sentimos más ligadas por simple casualidad. —Me miraba de reojo, sin hostilidad, con afecto. Añadí—: Al fin y al cabo, nadie en el mundo podría haber hecho que el que tuviera yo una niña en lugar de un niño, fuera otra cosa que una casualidad. Imagínate, Saul, si hubiera tenido un chico: hubiéramos tenido lo que vosotros los yanquis llamáis una relación. Una larga relación. Quizá se hubiera convertido en otra cosa, ¿quién sabe?

—Anna, ¿de verdad que te lo hago pasar tan mal?

Con la hosquedad que tanto le caracterizaba, tomada de su actitud en un momento en el que no la usaba, por así decirlo, pues se estaba comportando con dulzura y buen humor, le dije:

—No he perdido el tiempo con los curanderos, sin aprender que no son los otros los que me afectan, sino yo misma.

—Aparte los curanderos... —y me puso la mano sobre el hombro.

Sonreía, preocupado por mí. En aquel instante, estaba presente todo él, incluida la buena persona. Aunque se le veía ya la fuerza oscura detrás de la cara; le volvía a los ojos. Libraba una lucha consigo mismo. Reconocí la lucha como la lucha que había librado yo en sueños, cuando rechazaba que personalidades ajenas entraran dentro de mí. La lucha se hizo tan dura que se sentó con los ojos cerrados y la frente cubierta de sudor. Le tomé de la mano, y él me la apretó y dijo:

—De acuerdo, Anna, de acuerdo. No te preocupes, confía en mí. —Nos quedamos sentados en la cama, agarrados de la mano. Se secó el sudor de la frente, luego me besó y dijo—: Pon algo de
jazz
.

Puse un disco del Armstrong primitivo y me senté en el suelo. La habitación grande era un mundo, con el resplandor del fuego enjaulado, y con sus sombras. Saúl estaba echado en la cama, escuchando el
jazz
, con una expresión de satisfacción en el rostro.

Entonces no podía «acordarme» de la Anna enferma. Sabía que estaba entre bastidores, esperando a salir, al apretar un botón, pero nada más. Durante un largo rato estuvimos en silencio. Me preguntaba cuál de las dos personas sería la que hablara cuando nos pusiéramos a conversar. Pensaba que si existiera una grabación de las horas y horas que habíamos hablado en aquel cuarto, de lo que habíamos peleado y discutido y de nuestra enfermedad, sería la descripción de cien personas distintas vivas, en distintas partes del mundo, que hablarían, gritarían y se harían preguntas. Me incorporé, preguntándome cuál de aquellas personas empezaría a gritar cuando yo hablara, y dije:

—He estado pensando que será como una broma cuando uno de los dos diga: «He estado pensando...».

Él se rió.

—De modo que has estado pensando...

—Si una persona puede ser invadida por una personalidad que no es la suya, ¿por qué la gente, quiero decir la gente que forma las masas, no puede ser invadida por personalidades ajenas?

Estaba echado, siguiendo el ritmo del
jazz
con los labios, pulsando las cuerdas de una guitarra imaginaria. No contestó, se limitó a hacer una mueca que quería decir: «Te escucho».

—La cuestión es, camarada...

Me detuve, escuchando cómo había utilizado la palabra, con una nostalgia irónica. Pensé que era prima hermana de la voz burlona del proyeccionista. Era un aspecto del descreimiento y la destrucción.

Saul, dejando la guitarra imaginaria, dijo:

—Bueno, camarada, si lo que dices es que las masas están infectadas de emociones que vienen del exterior, me encanta entonces que, a pesar de todo, te atengas a los principios socialistas.

Había usado las palabras «camarada» y «masas» con ironía, pero entonces su voz adquirió un amargo matiz:

—En tal caso, lo único que tenemos que lograr, camarada, es que las masas se llenen, como si fueran recipientes vacíos, de emociones buenas, útiles, puras, afectuosas y pacíficas, lo mismo que nosotros.

Habló yendo más allá de la ironía, no con la voz del proyeccionista pero acercándose a ella.

—Éste es el tipo de cosas a que me refería, pero tú no te burlas así nunca.

—Cada vez que me burlo del revolucionario ciento por ciento, noto que caigo en aquello que más odio. Es porque nunca he vivido con la idea de que me iba a convertir en lo que se llama una persona madura. He pasado toda mi vida, hasta hace poco, preparándome para el momento en que uno me diga: «Toma este fusil». O bien: «Administra esta granja colectivizada». O: «Procura organizar este equipo de piquetes». Siempre he creído que me moriría a los treinta años.

—Todos los jóvenes creen que se morirán antes de los treinta. No pueden soportar el compromiso de hacerse viejos. ¿Y quién soy yo para decirles que están equivocados?

—Yo no soy
todos
los jóvenes. Soy Saul Green. No me extraña que me haya tenido que ir de América. No queda nadie que hable mi lengua. ¿Qué les habrá pasado a todos los que conocía antes? Éramos todos de los que íbamos a cambiar el mundo. Ahora atravieso el país visitando a mis antiguos amigos, y están casados o han hecho carrera, conversando privadamente con ellos mismos, borrachos, porque los
valores
americanos
están podridos.

Me reí por la manera hosca como dijo la palabra «casados». Levantó los ojos para ver de qué me reía, y aclaró:

—Ah, sí, sí; lo digo en serio. Entro en el hermoso piso nuevo de un viejo amigo y le pregunto: «Oye, ¿qué te propones con este trabajo? Tú sabes muy bien que está podrido, sabes muy bien que te estás destrozando». Y él me replica: «Pero ¿y la mujer y los hijos?». Y yo: «¿Es cierto lo que he oído, que has delatado a viejos amigos?». Traga rápidamente otra copa y se defiende: «Pero, Saul, tengo que pensar en la mujer y los niños». ¡Sí! ¡Por eso odio a la mujer y a los niños! Tengo mi razón para odiarlos. Muy bien, ríete; ¿habrá algo más divertido que mi idealismo? ¡Ya lo sé, está tan pasado de moda y es tan ingenuo! Hay una cosa que al parecer ya no se la puedes decir a nadie: que no debería vivir como lo hace. ¿Por qué lo haces? Ésta es la pregunta que no se puede hacer, si no quieres quedar como un mojigato. No sirve de nada decirlo, por otra parte, porque hay un tipo de coraje que la gente ha perdido. A principios de año debería haberme ido a Cuba con Castro para que me mataran.

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