El manuscrito que había en la siguiente caja era más pequeño que el anterior, pero contenía interesantes dibujos de instrumentos alquímicos y fragmentos de procedimientos químicos que podían leerse como una combinación profana de
La alegría de cocinar
y el cuaderno de notas de un envenenador. «Tome la olla de mercurio y colóquela sobre una llama durante tres horas —comenzaba diciendo una serie de instrucciones— y cuando se haya unido al Hijo Filosófico, retírela y deje que se pudra hasta que el Cuervo Negro lo conduzca a su muerte». Mis dedos volaban sobre el teclado, acelerándose a medida que pasaban los minutos.
Ese día me había preparado para ser blanco de las miradas de toda criatura imaginable no humana. Pero cuando el reloj dio la una, yo seguía estando prácticamente sola en el ala Selden. El único lector que había era un estudiante de posgrado que llevaba una bufanda a rayas rojas, blancas y azules del Keble College. Miraba detenidamente una pila de libros raros con aire taciturno sin leerlos mientras se mordía las uñas con ocasionales ruidos muy audibles.
Después de llenar dos nuevos formularios de préstamo y volver a poner en sus cajas mis manuscritos, abandoné mi asiento para ir a comer, satisfecha con lo que había conseguido esa mañana. Cuando pasé cerca de Gillian Chamberlain, me dirigió una malévola mirada desde un asiento de aspecto incómodo cerca del antiguo reloj; los dos vampiros de sexo femenino del día anterior clavaron helados carámbanos en mi piel, y el daimón de la sala de consulta de música estaba con otros dos daimones. Los tres estaban desmontando un lector de microfilm, y las piezas estaban a su alrededor y un rollo de película yacía en su carrete olvidado en el suelo, a sus pies.
Clairmont y su ayudante seguían en su sitio cerca del mostrador de préstamos de la sala de lectura. El vampiro aseguraba que las criaturas no humanas andaban detrás de mí, no de él. Pero el comportamiento de todas ellas ese día indicaba otra cosa, pensé con sensación de triunfo.
Mientras yo devolvía mis manuscritos, Matthew Clairmont me miró con frialdad. Tuve que hacer un gran esfuerzo, pero logré no devolverle la mirada.
—¿Has terminado con éstos? —preguntó Sean.
—Sí. Quedan dos más sobre mi mesa. Si pudieras darme también éstos, sería estupendo. —Le entregué los formularios—. ¿Quieres que comamos juntos?
—Valerie acaba de salir. Me temo que voy a tener que quedarme aquí durante un rato —dijo apesadumbrado.
—Otra vez será. —Cogí mi bolso y me volví para salir.
La voz grave de Clairmont me detuvo:
—Miriam, es la hora de comer.
—No tengo hambre —respondió ella con una voz clara y melódica de soprano, que incluía un cierto tono de irritación.
—El aire fresco mejorará tu concentración. —El tono tajante en la voz de Clairmont resultó indiscutible. Miriam suspiró con fuerza, rompió el lápiz sobre su mesa, y salió de las sombras para seguirme.
Mi comida habitual consistía en una pausa de veinte minutos en el café del segundo piso de la librería vecina. Sonreí al imaginar a Miriam, en ese mismo momento, atrapada en Blackwell’s, donde los turistas se reunían para mirar postales, metida entre las guías de Oxford y la sección de novela negra.
Conseguí un sándwich y un poco de té y me metí en el rincón más alejado del local lleno de gente, entre un profesor de historia que me resultaba vagamente familiar, que leía el periódico, y un estudiante que dividía su atención entre un reproductor de MP3, un teléfono móvil y un ordenador.
Después de terminar mi sándwich, cogí la taza de té entre mis manos y miré por las ventanas. Fruncí el ceño. Uno de los daimones desconocidos que había visto en la sala Duke Humphrey estaba apoyado en los portones de la biblioteca, observando las vidrieras de Blackwell’s.
Recibí dos ligeros toquecitos en los pómulos, suaves y fugaces como un beso. Levanté la vista hacia el rostro de otro daimón de sexo femenino. Era muy hermosa, con facciones despampanantes y contradictorias: su boca era demasiado ancha para su cara delicada, sus ojos marrón chocolate estaban demasiado juntos teniendo en cuenta su gran tamaño, el pelo era demasiado rubio para su piel color miel.
—¿Doctora Bishop? —El acento australiano de la mujer me envió dedos helados que recorrieron la base de mi columna vertebral.
—Sí —susurré, mirando hacia las escaleras. La oscura cabeza de Miriam no apareció desde abajo—. Yo soy Diana Bishop.
Sonrió.
—Soy Agatha Wilson. Y su amiga de ahí abajo no sabe que estoy aquí.
Era un nombre incongruentemente pasado de moda para alguien que era apenas unos diez años mayor que yo, y mucho más elegante. Su nombre me resultó vagamente familiar, y me pareció recordar haberla visto en una revista de moda.
—¿Puedo sentarme? —preguntó, señalando el asiento que el historiador acababa de dejar libre.
—Por supuesto —respondí en un susurro.
El lunes había conocido a un vampiro. El martes un brujo había tratado de meterse dentro de mi cabeza. El miércoles, al parecer, era el día de los daimones.
Aunque me habían seguido por toda la universidad, yo sabía todavía menos sobre los daimones que sobre los vampiros. Pocos parecían comprender a aquellas criaturas, y Sarah nunca había podido responder completamente a las preguntas que le había formulado sobre ellos. Según lo que ella me había contado, los daimones constituían una subclase criminal. Su exceso de inteligencia y creatividad los llevaba a mentir, robar, hacer trampas e incluso matar, porque sentían que podían salirse siempre con la suya. Y algo todavía más preocupante, por lo que me había contado Sarah, eran las condiciones de su nacimiento. No había manera de saber dónde o cuándo iba a aparecer un daimón, ya que era frecuente que nacieran de padres humanos. Para mi tía, esto no hacía más que agravar su posición, ya marginal, en la jerarquía de los seres. Ella valoraba las costumbres de familia y los linajes de una bruja, y no aprobaba semejante imprevisibilidad daimónica.
Agatha Wilson se conformó, en un primer momento, con permanecer sentada a mi lado en silencio, observándome a mí, con mi taza de té en la mano. Luego empezó a hablar con un desconcertante remolino de palabras. Sarah decía que era imposible mantener una conversación con los daimones, porque siempre empezaban por la mitad.
—Tanta energía no puede menos que atraernos —dijo con total naturalidad, como si le hubiera hecho una pregunta—. Las brujas estaban en Oxford para celebrar Mabon, y parloteaban como si el mundo no estuviera lleno de vampiros que lo escuchan todo. —Guardó un instante de silencio—. No sabíamos si lo volveríamos a ver otra vez.
—¿Volver a ver qué? —pregunté en voz baja.
—El libro —dijo en tono confidencial.
—El libro —repetí, con voz inexpresiva.
—Sí. Después de lo que las brujas le hicieron, nunca imaginamos que podríamos llegar a verlo de nuevo.
Los ojos de la mujer daimón se concentraban en un lugar en medio de la habitación.
—Por supuesto, usted también es una bruja. Tal vez sea un error hablar con usted. Sin embargo, pensé que, entre todas las brujas, podría saber cómo lo hicieron. Y ahora aparece esto — dijo con tristeza, y cogió el periódico abandonado para alcanzármelo.
El titular sensacionalista atrajo mi atención de inmediato: «Vampiro suelto en Londres». Leí apresuradamente el artículo.
La policía metropolitana no tiene ninguna pista nueva en el desconcertante asesinato de dos hombres en Westminster. Los cuerpos de Daniel Bennett, de veintidós años, y Jason Enright, de veintiséis, fueron encontrados en un callejón detrás del pub White Hart, en la calle St. Alban, el domingo por la mañana temprano por el propietario del establecimiento, Reg Scott. Ambos hombres tenían las carótidas seccionadas y laceraciones múltiples en el cuello, los brazos y el pecho. Las autopsias revelaron que la gran pérdida de sangre fue la causa de la muerte, aunque no se encontró en el lugar ningún rastro de sangre.
Las autoridades que investigan los «asesinatos del vampiro», como los llama la gente del lugar, pidieron consejo a Peter Knox, famoso autor de
best sellers
sobre ocultismo moderno, entre ellos
Materia oscura, El diablo en tiempos modernos y el renacimiento de la magia
y
La necesidad de misterio en la era de la ciencia
. Knox ha sido consultado por instituciones de todo el mundo en casos en los que se sospecha de asesinatos satánicos o asesinatos en serie.
«No hay pruebas de que éstos sean homicidios rituales —declaró Knox a los reporteros en una conferencia de prensa—. Ni tampoco parece que se trate del trabajo de un asesino en serie», concluyó, a pesar de los homicidios similares de Christiana Nilsson en Copenhague el verano anterior y de Sergei Morozov en San Petersburgo en el otoño de 2007. Cuando se insistió en el tema, Knox reconoció que en el caso de Londres podrían estar implicados uno o varios asesinos por imitación.
Los preocupados vecinos han organizado patrullas de vigilancia, y la policía local inició una campaña de seguridad puerta a puerta para responder preguntas y ofrecer apoyo y orientación. Los funcionarios recomiendan a los habitantes de Londres que tomen precauciones adicionales para su seguridad, sobre todo por la noche.
—Esto es sólo el trabajo del director de un periódico en busca de una buena historia —dije mientras devolvía el diario a la daimón—. La prensa siempre se aprovecha de los temores humanos.
—¿Usted cree? —preguntó, mirando alrededor de la habitación—. No estoy tan segura. Creo que se trata de mucho más que eso. Con los vampiros nunca se sabe. Están apenas a un paso de los animales. —Agatha Wilson endureció los labios en un amargo rictus—. Y usted cree que somos nosotros los inestables. De todas formas, es peligroso para cualquiera de nuestro mundo atraer la atención humana.
Para ser un lugar público ya había hablado demasiado de brujas y vampiros, aunque el estudiante seguía con los auriculares puestos y el resto de los clientes estaban inmersos en sus propios pensamientos o tenían la cabeza junto a la de sus compañeros de almuerzo.
—No sé nada sobre el manuscrito ni lo que las brujas hicieron con él, señorita Wilson. Y tampoco está en mi poder —me apresuré a añadir, por si acaso ella también pensara que yo podría haberlo robado.
—Prefiero que me tutees. Llámame Agatha. —Se concentró en el dibujo de la alfombra—. Ahora está en la biblioteca. ¿Alguien te dijo que lo devolvieras?
¿Se refería a las brujas? ¿A los vampiros? ¿A los bibliotecarios? Escogí a los culpables más probables.
—¿Las brujas? —susurré.
Agatha asintió con la cabeza, mientras recorría todo el salón con la mirada.
—No. Cuando acabé de utilizarlo, simplemente lo volví a colocar en su sitio con los demás.
—Ah, los demás —dijo ella, confirmándolo—. Todo el mundo piensa que la biblioteca es sólo un edificio, pero no es así.
Recordé de nuevo la inquietante sensación que me dominó cuando Sean colocó el manuscrito en la cinta transportadora.
—La biblioteca es cualquier cosa que las brujas quieran que sea —continuó—. Pero el libro no les pertenece. No deberían ser las brujas quienes decidan dónde hay que guardarlo y quién puede verlo.
—¿Qué es lo que tiene de especial ese manuscrito?
—El libro explica por qué estamos aquí —dijo con una voz que revelaba una cierta desesperación—. Cuenta nuestra historia…: origen, desarrollo e incluso el final. Nosotros, los daimones, tenemos que comprender nuestro lugar en el mundo. Nuestra necesidad es más grande que la de las brujas o la de los vampiros. —En ese momento no había nada confuso en ella. Era como una cámara que había estado siempre desenfocada hasta que alguien había llegado a mover las lentes para dejarlas en la posición correcta.
—Vosotros sabéis cuál es vuestro lugar en el mundo —repliqué—. Hay cuatro clases de criaturas: humanos, daimones, vampiros y brujas.
—¿Y de dónde vienen los daimones? ¿Cómo fuimos creados? ¿Por qué estamos aquí? — Movió sus ojos castaños con rapidez—. Vosotros sabéis de dónde viene vuestro poder, ¿no?
—No —susurré, sacudiendo la cabeza.
—Nadie lo sabe —dijo con cierta melancolía—. Todos los días nos lo preguntamos. Los humanos al principio pensaban que los daimones eran ángeles de la guarda. Luego creyeron que éramos dioses atados a la tierra y víctimas de nuestras propias pasiones. Los humanos nos odiaban porque éramos diferentes y abandonaban a sus hijos si resultaban ser daimones. Nos acusaron de apoderarnos de sus almas y de volverlos locos. Los daimones somos brillantes, pero no somos crueles…, no como los vampiros. —En su voz había un cierto tono de irritación en ese instante, aunque en ningún momento alzó el volumen por encima del murmullo—. Nunca haríamos que alguien se volviera loco. Aún más que las brujas, somos víctimas del miedo y la envidia de los humanos.
—Las brujas también tienen desagradables leyendas con las cuales lidiar —dije, pensando en las cazas de brujas y ejecuciones a las que habían sido sometidas.
—Las brujas nacen brujas. Los vampiros hacen que otros se vuelvan vampiros. Vosotros tenéis historias de familia y recuerdos que os consuelan cuando os sentís solos o confundidos. Nosotros no tenemos nada más que los relatos que cuentan los humanos. No resulta sorprendente que haya tantos daimones con el espíritu destrozado. Nuestra única esperanza es confiar en encontrarnos algún día con otro daimón y saber que somos semejantes. Mi hijo fue uno de los afortunados. Nathaniel tuvo una madre que era daimón, alguien que vio las señales y pudo ayudarle a comprender. —Apartó la mirada por un momento, tratando de recuperar la serenidad. Cuando sus ojos se cruzaron con los míos otra vez, estaban tristes—. Tal vez los humanos tengan razón. Tal vez estemos poseídos. Veo cosas, Diana. Cosas que no debería ver.
Los daimones podían ser clarividentes. Nadie sabía si sus visiones eran fiables, como las que tenían las brujas.
—Veo sangre y miedo. Te veo a ti —dijo. Su mirada se perdió de nuevo en el vacío—. A veces veo al vampiro. Él busca este libro desde hace mucho tiempo. En cambio, te ha encontrado a ti. ¡Qué curioso!
—¿Por qué quiere el libro Matthew Clairmont?
Agatha se encogió de hombros.
—Los vampiros y las brujas no comparten sus ideas con nosotros. Ni siquiera tu vampiro nos dice lo que sabe, aunque demuestra un poco más de cariño por los daimones que la mayoría de los de su clase. ¡Hay tantos secretos, y tantos seres humanos inteligentes en estos tiempos! Lo descubrirá si no tenemos cuidado. A los humanos les gusta el poder…, y también los secretos.