—¿Por qué?
—Manifestó un talento asombroso para profundizar en ciertos aspectos…: por qué los lobos eligen ciertos lugares para vivir, cómo forman grupos sociales, cómo se aparean. Parecía como si él fuera también un lobo.
—Tal vez sea un lobo. —Traté de que mi voz sonara indiferente, pero algo amargo y envidioso floreció en mi boca y mis palabras sonaron ásperas.
Matthew Clairmont no tenía problemas en usar sus habilidades sobrenaturales y su sed de sangre para avanzar en su carrera. Si el vampiro hubiera necesitado tomar alguna decisión sobre el Ashmole 782 el viernes por la noche, habría tocado las ilustraciones del manuscrito. Yo no tenía ninguna duda sobre esta cuestión.
—Habría sido más fácil explicar la calidad de su trabajo si fuera en realidad un lobo — continuó Chris pacientemente, ignorando mi comentario—. Pero como no lo es, no tienes más remedio que admitir que es muy bueno. Fue elegido para formar parte de la Royal Society precisamente por eso, una vez que dieron a conocer sus conclusiones. La gente empezó a decir que era el próximo Attenborough. Después de eso, desapareció durante un tiempo.
«Seguro que desapareció», pensé. Y en voz alta dije:
—Luego apareció otra vez, dedicado a la evolución y a la química, ¿no?
—Sí, pero su interés por la evolución fue un desarrollo natural a partir de los lobos.
—¿Y qué es lo que te interesa de su trabajo en química?
La voz de Chris adquirió un tono vacilante:
—Bueno, está actuando como actúa un científico cuando ha descubierto algo grande.
—No comprendo. —Fruncí el ceño.
—Nos ponemos nerviosos y raros. Nos escondemos en nuestros laboratorios y no asistimos a ninguna conferencia por temor a llegar a decir algo que le sirva a otro para avanzar.
—Está actuando como un lobo. —Para entonces yo ya sabía mucho sobre lobos. Las conductas posesivas y cautelosas que Chris describía coincidían perfectamente con las de los lobos noruegos.
—Exactamente. —Chris se rió—. ¿Ha mordido a alguien?, ¿lo han sorprendido aullándole a la luna?
—No que yo sepa —susurré—. ¿Clairmont siempre ha sido tan solitario?
—No es a mí a quien hay que preguntarle —admitió Chris—. Tiene un título en Medicina, y debe de haber atendido a algunos pacientes, aunque nunca tuvo fama como médico. Y los lobos lo querían. Pero no ha asistido a ninguna de las conferencias sobre el tema en los tres últimos años. —Hizo una pausa—. Pero espera un minuto. Sucedió algo hace unos años.
—¿Qué?
—Presentó un trabajo…, no puedo recordar los detalles…, y una mujer le hizo una pregunta. Era una pregunta inteligente, pero él se mostró desdeñoso. Ella insistió. Él se irritó y luego se enfadó. Un amigo que estaba allí me contó que nunca había visto a alguien pasar de ser cortés a estar furioso con tanta rapidez.
Ya estaba yo tecleando, tratando de encontrar información sobre aquella controversia.
—Doctor Jekyll y míster Hyde, ¿eh? No hay ningún dato sobre ese episodio en la red.
—No me sorprende. Los químicos no ventilan la ropa sucia en público. Eso nos daña a todos a la hora de las subvenciones. No queremos que los burócratas piensen que somos unos tremendos megalómanos. Eso se lo dejamos a los físicos.
—¿Clairmont consigue subvenciones?
—Ajá. Sí. Siempre cuenta con fondos más que suficientes. No te preocupes por la carrera del profesor Clairmont. Puede que tenga fama de ser despectivo con las mujeres, pero no desperdicia el dinero. Su trabajo es demasiado bueno como para que pueda ser acusado de eso.
—¿Lo conoces personalmente? —pregunté, con la esperanza de que Chris me diera su opinión sobre Clairmont.
—No. Seguramente no encontrarás más que a unas cuantas docenas de personas que puedan decir que lo conocen. No da clases. Hay un montón de historias, sin embargo…: que no le gustan las mujeres, que es un esnob intelectual, no contesta el correo que le llega, no acepta estudiantes de investigación.
—Me da la impresión de que tú crees que todo eso son tonterías.
—No sé si se trata de tonterías —respondió Chris en tono pensativo—. Simplemente no estoy seguro de que eso sea importante, teniendo en cuenta que él podría ser quien revele los secretos de la evolución o cure la enfermedad de Parkinson.
—Haces que parezca un cruce entre Salk y Darwin.
—No es una mala analogía, por cierto.
—¿Tan bueno es? —Pensé en Clairmont estudiando los trabajos de Needham con feroz concentración y sospeché que era más que bueno.
—Sí. —Chris bajó la voz—: Si yo fuera un aficionado a las apuestas, apostaría cien dólares a que gana un premio Nobel antes de morir.
Chris era un genio, pero no sabía que Matthew Clairmont era un vampiro. No iba a haber ningún premio Nobel. El propio vampiro se aseguraría de que así fuera para mantener su anonimato. A los ganadores de los premios Nobel les sacan fotos.
—Acepto la apuesta —dije riéndome.
—Deberías empezar a ahorrar, Diana, porque esta vez vas a perder. —Chris se rió entre dientes.
Él había perdido nuestra última apuesta. Le había apostado cincuenta dólares a que iba a tener su titularidad antes que yo. Su dinero estaba en el mismo marco donde estaba su fotografía, sacada la mañana en que la fundación MacArthur lo llamó. En ella, Chris se estaba pasando las manos entre sus apretados rizos negros, con una sonrisa tímida iluminando su rostro oscuro. Su titularidad le llegó nueve meses después.
—Gracias, Chris. Has sido de gran ayuda —dije sinceramente—. Debes volver a los muchachos. Probablemente ya hayan hecho explotar alguna cosa.
—Sí, debo controlarlos. Las alarmas de incendios no han sonado, lo cual es una buena señal. —Vaciló—. Confiésalo, Diana. No estás preocupada por decir algo inadecuado si te encuentras con Matthew Clairmont en algún cóctel. Así es como actúas cuando estás trabajando en un problema de investigación. ¿Qué hay en él que ha encendido tu imaginación?
A veces Chris parecía sospechar que yo era diferente. Pero no había manera de decirle la verdad.
—Tengo debilidad por los hombres inteligentes.
Suspiró.
—Está bien, no me lo digas. No mientes muy bien, ¿lo sabías? Pero ten cuidado. Si te rompe el corazón, tendré que darle una paliza, y este semestre estoy demasiado ocupado.
—Matthew Clairmont no va a romperme el corazón —insistí—. Es un colega…, uno con amplios intereses intelectuales, eso es todo.
—Para ser tan lista, eres muy despistada. Te apuesto diez dólares a que te invita a salir antes de que termine esta semana.
Me eché a reír.
—Nunca aprenderás? Diez dólares entonces… o su equivalente en libras esterlinas británicas… cuando gane.
Nos despedimos. Todavía no sabía mucho sobre Matthew Clairmont, pero tenía una mejor perspectiva de las preguntas que quedaban por resolver, sobre todo de la más importante: por qué alguien que trabajaba en la investigación evolutiva estaba tan interesado en la alquimia del siglo XVII.
Navegué por Internet hasta que mis ojos estuvieron demasiado cansados como para continuar. Cuando los relojes dieron la medianoche, estaba rodeada de notas sobre lobos y genética, pero no había avanzado mucho a la hora de desentrañar el misterio del interés por el Ashmole 782 de Matthew Clairmont.
6
L
a mañana siguiente amaneció gris, como si fuera principios de otoño. Lo único que me apetecía hacer era acurrucarme envuelta en varios jerséis y quedarme en mis habitaciones.
Una mirada al exterior, con aquel tiempo tan poco apetecible, me convenció de no regresar al río. Me decidí en cambio por salir a correr. Saludé con la mano al guardián nocturno que estaba en la portería, quien me dirigió una mirada incrédula seguida de un gesto alentador con los pulgares hacia arriba.
Con cada pisada en la acera, algo de la rigidez de mi cuerpo iba desapareciendo. Cuando llegué a los senderos de grava del parque de la universidad, estaba respirando profundamente y me sentía relajada y lista para un largo día en la biblioteca, sin importarme cuántas criaturas no humanas estuvieran reunidas allí.
Al regresar, el portero me detuvo.
—Doctora Bishop…
—¿Sí?
—Lamento haber tenido que impedir el acceso a su visita de anoche, pero es la política de la universidad. La próxima vez que vaya a tener invitados, háganoslo saber y los enviaremos directamente arriba.
La claridad mental conseguida después de correr desapareció.
—¿Era un hombre o una mujer? —pregunté de manera brusca.
—Una mujer.
Relajé poco a poco mis hombros, que había alzado casi hasta la altura de mis orejas a causa de la tensión.
—Parecía muy agradable, y a mí siempre me han gustado los australianos. Son amistosos sin ser…, bueno… —El portero dejó la frase sin terminar, pero resultaba claro lo que quería decir. Los australianos eran como los norteamericanos…, pero no tan agresivos—. Llamamos por teléfono a sus habitaciones.
Fruncí el ceño. Yo había desconectado el teléfono porque Sarah nunca calculaba la diferencia horaria entre Madison y Oxford correctamente y siempre me llamaba en mitad de la noche. Ésa era la explicación.
—Gracias por hacérmelo saber. En el futuro no olvidaré informarle sobre cualquier visita — prometí.
De vuelta a mis habitaciones, encendí la luz del baño y vi que los dos días anteriores habían dejado sus huellas. Los círculos que habían aparecido debajo de mis ojos el día anterior se habían convertido en algo parecido a cardenales. Examiné también mi brazo en busca de algún hematoma y me sorprendí al no encontrar ninguno. La fuerza del vampiro al agarrarme había sido tal que estaba segura de que Clairmont me habría roto algunos vasos sanguíneos debajo de la piel.
Me duché y me puse unos pantalones flojos y un jersey de cuello alto. El negro intenso acentuaba mi altura y minimizaba mi constitución atlética, pero también hacía que me pareciera a un cadáver, de modo que até un suéter azul pálido alrededor de mis hombros. Eso hizo que mis ojeras parecieran más azules, pero por lo menos ya no tenía aspecto de muerta. Mi pelo amenazaba con erizarse directamente por encima de mi cabeza y crujía cada vez que me movía. La única solución era recogerlo hacia atrás con un moño en la nuca.
El carrito de Clairmont había sido llenado con manuscritos y me resigné a verlo en la sala de lectura Duke Humphrey. Me acerqué al mostrador de préstamos con los hombros muy rectos.
De nuevo el supervisor y los dos ayudantes daban vueltas por todos lados como aves nerviosas. Esta vez, sus movimientos se concentraban en el triángulo entre el mostrador de préstamos, los ficheros donde estaban catalogados los manuscritos y la oficina del supervisor. Llevaban pilas de cajas y empujaban carritos cargados de manuscritos hacia los primeros tres espacios debajo de los arcos con mesas antiguas bajo la atenta mirada de las gárgolas.
—Gracias, Sean. —La voz profunda y cortés de Clairmont flotó desde las profundidades.
La buena noticia era que ya no iba a tener que compartir un escritorio con un vampiro.
La mala noticia era que no iba a poder entrar o salir de la biblioteca —o pedir un libro o manuscrito— sin que Clairmont pudiera conocer cada uno de mis movimientos. Y ese día, además, contaba con apoyo.
Lo que me pareció una niña muy pequeña estaba amontonando papeles y archivadores en el espacio que había bajo el segundo arco. Iba vestida con un jersey marrón largo y holgado que le llegaba casi hasta las rodillas. Cuando se volvió, me sorprendí al ver a una mujer adulta. Tenía ojos color ámbar y negro, y tan fríos que congelaban.
Incluso sin estar en contacto con ella, su piel luminosa y pálida y el pelo anormalmente grueso y brillante la delataban: era una mujer vampiro. Mechones como ondas serpenteantes se enroscaban alrededor de su rostro y sobre sus hombros. Dio un paso hacia mí, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar sus movimientos rápidos y seguros, y me dirigió una mirada penetrante. Aquél no era, evidentemente, el lugar donde quería estar, y me culpaba a mí.
—Miriam —la llamó Clairmont en voz baja, saliendo al pasillo central. Se detuvo de golpe, y una cortés sonrisa apareció en sus labios.
—Doctora Bishop, buenos días. —Se pasó los dedos por el pelo, lo cual sólo sirvió para que todavía pareciera más despeinado. Toqué mi propio cabello un tanto cohibida y metí un mechón suelto detrás de la oreja.
—Buenos días, profesor Clairmont. Otra vez por aquí, por lo que veo.
—Sí. Pero hoy no estaré con usted en el ala Selden. Han podido acomodarnos aquí, donde no molestaremos a nadie.
El vampiro de sexo femenino puso bruscamente una pila de papeles encima de la mesa.
Clairmont sonrió.
—Permítame presentarle a mi colega de investigación, la doctora Miriam Shephard. Miriam, ésta es la doctora Diana Bishop.
—Doctora Bishop —saludó Miriam fríamente, tendiendo su mano hacia mí. La cogí y me sorprendí por el contraste entre su mano diminuta y fría y la mía, más grande y más cálida. Empecé a retirarla, pero su apretón se hizo más intenso provocando un crujido de mis huesos. Cuando finalmente me soltó, tuve que resistir el impulso de sacudir la mano.
—Doctora Shephard. —Allí estábamos los tres, sin saber qué hacer. ¿Qué debe uno preguntarle a un vampiro a primera hora de la mañana? Me refugié en las trivialidades humanas—. Bueno, tengo que ponerme a trabajar.
—Que tenga un día productivo —dijo Clairmont. Su gesto con la cabeza fue tan frío como el saludo de Miriam.
El señor Johnson apareció junto a mí acercándose desde atrás, con el pequeño montón de cajas grises de mis manuscritos esperándome en sus brazos.
—Hoy le hemos asignado el asiento A4, doctora Bishop —me informó, inflando las mejillas con satisfacción—. Yo llevaré todo esto a su sitio.
Los hombros de Clairmont eran tan anchos que no pude averiguar si había manuscritos encuadernados sobre su mesa. Contuve mi curiosidad y seguí al supervisor de la sala de lectura a mi habitual asiento en el ala Selden.
A pesar de no tener a Clairmont sentado delante de mí, sentí claramente su presencia cuando saqué mis bolígrafos y encendí mi ordenador. De espaldas a la sala vacía, cogí la primera caja, saqué el manuscrito encuadernado en cuero y lo puse en el soporte.
La familiar tarea de leer y tomar notas pronto absorbió toda mi atención, y terminé con el primer manuscrito en menos de dos horas. Mi reloj reveló que todavía no eran las once. Aún había tiempo para otro antes de almorzar.