Pero una suave sensación de presión en la parte posterior de mi cráneo hizo que me resultara imposible seguir leyendo. La presión se extendió hasta las orejas, aumentando en intensidad a medida que me envolvía la frente, y mi estómago se contrajo de pánico. Aquello ya no era un saludo silencioso, sino una amenaza. Pero ¿por qué otro brujo iba a estar amenazándome?
El brujo avanzó hacia mi mesa con aparente indiferencia. Mientras se acercaba, una voz susurró en mi cabeza, que en ese momento estaba latiendo. Era demasiado débil como para distinguir las palabras. Yo estaba segura de que provenían de aquel brujo, pero ¿de quién demonios se trataba?
Mi respiración se hizo poco profunda. «Sal de inmediato de mi cabeza», dije ferozmente sin abrir la boca, tocándome la frente.
Clairmont se movió con tal rapidez que no lo vi dar la vuelta a las mesas. En un instante estaba de pie con una mano sobre mi sillón y la otra apoyada en la superficie delante de mí. Sus anchos hombros estaban curvados en torno a mí, como las alas de un halcón que protege a su presa.
—¿Está usted bien? —preguntó.
—Estoy bien —respondí con voz temblorosa, totalmente confundida, sin comprender la razón por la que un vampiro tenía que protegerme de un brujo.
En la galería encima de nosotros, una lectora estiraba el cuello para ver qué estaba pasando. Permanecía allí, frunciendo el entrecejo. Era imposible que un brujo, una bruja y un vampiro pasaran inadvertidos a un humano.
—Aléjese. Los humanos nos han descubierto —dije con los dientes apretados.
Clairmont se enderezó hasta alcanzar su altura total, pero mantuvo la espalda vuelta hacia el brujo y su cuerpo en un ángulo entre nosotros como un ángel vengador.
—Ah, me he equivocado —murmuró el brujo detrás de Clairmont—. Creí que este asiento estaba libre. Discúlpeme. —Retrocedió, alejándose con pasos suaves, y la presión en mi cabeza poco a poco fue desapareciendo.
Se produjo una ligera brisa cuando la mano fría del vampiro llegó a mi hombro, se detuvo y regresó al respaldo del sillón. Clairmont se inclinó hacia mí.
—Se ha puesto muy pálida —dijo suavemente en voz baja—. ¿Quiere que la lleve a su casa?
—No. —Sacudí la cabeza, con la esperanza de que volviera a sentarse para que yo pudiera recuperar la serenidad. En la galería, la lectora humana seguía mirándonos con preocupación.
—Doctora Bishop, realmente creo que debe permitirme que la lleve a su casa.
—¡No! —Mi voz salió más fuerte de lo que yo había previsto. La convertí en un susurro—: Nadie me va a obligar a salir de esta biblioteca…, ni usted ni nadie.
El rostro de Clairmont estaba inquietantemente cerca. Lentamente, respiró hondo, y otra vez percibí un fuerte olor a canela y a clavo. Algo en mis ojos lo convenció de que yo hablaba en serio, y se alejó. Estiró la boca hasta convertirla en una severa línea y regresó a su asiento.
Pasamos lo que quedaba de la tarde en un estado de incomodidad. Traté de leer más allá del segundo folio de mi primer manuscrito, y Clairmont revisó sus papeles sueltos y sus cuadernos de notas escritas con apretada letra con la concentración de un juez que decide una pena capital.
Hacia las tres mis nervios estaban tan deshechos que ya no podía concentrarme. Había perdido el día.
Recogí mis dispersas pertenencias y volví a colocar el manuscrito en su caja.
Clairmont levantó la vista.
—¿Se va a su casa, doctora Bishop? —El tono de su voz era amable, pero sus ojos emitían destellos.
—Sí —repliqué con brusquedad.
La cara del vampiro se volvió cuidadosamente inexpresiva.
Todas las criaturas no humanas de la biblioteca me miraron al salir: el amenazante brujo, Gillian, el monje vampiro, incluso el daimón. No conocía al encargado de la tarde que estaba en el mostrador de devoluciones, ya que no solía marcharme a esa hora del día. El señor Johnson echó un poco hacia atrás su silla, vio que era yo, y miró su reloj con sorpresa.
En el patio cerrado empujé las puertas de cristal de la biblioteca para abrirlas y aspiré una bocanada de aire fresco. Pero iba a necesitar más que aire fresco para poder terminar el día.
Quince minutos después estaba con un par de pantalones de deporte ajustados en la pantorrilla que se estiraban en seis direcciones diferentes, una desteñida camiseta sin mangas del Club de Remo del New College y un jersey de lana. Después de atarme los cordones de las zapatillas deportivas, me puse a correr en dirección al río.
Cuando llegué, algo de mi tensión ya había desaparecido. «Envenenamiento por adrenalina», así era como uno de mis médicos había llamado a esas oleadas de ansiedad que me perturbaban desde la infancia. Los médicos explicaron que, por razones que no podían comprender, mi cuerpo parecía pensar que estaba en una constante situación de peligro. Uno de los especialistas a los que mi tía consultó le explicó con toda seriedad que se trataba de un resto bioquímico de las épocas en que los humanos eran cazadores. Podía solucionarlo simplemente corriendo para eliminar la carga de adrenalina de mi flujo sanguíneo, tal como hacen las gacelas al escapar de un león.
Desgraciadamente para ese médico, cuando viajé de niña al Serengueti con mis padres, fui testigo de una de esas persecuciones. La gacela perdió, lo cual me produjo una fuerte impresión.
Desde entonces, he probado tanto medicación como meditación, pero nada me ha resultado tan efectivo para controlar el pánico como la actividad física. En Oxford eso significaba remar todas las mañanas antes de que los equipos de remeros de la universidad convirtieran el angosto río en una ajetreada calle en hora punta. Pero todavía no habían empezado las clases en la universidad y no habría demasiado movimiento en el río esa tarde.
Mis pies hicieron crujir la grava triturada de los senderos que conducían al lugar donde se guardaban los botes. Saludé con la mano a Pete, el barquero que andaba por allí con llaves inglesas y latas de grasa tratando de arreglar lo que los estudiantes destrozaban durante los entrenamientos. Me detuve en el séptimo cobertizo y me incliné para aliviar una punzada en un costado antes de coger la llave sobre el farol que había delante de la puerta.
Botes blancos y amarillos alineados en sus soportes me dieron la bienvenida al entrar. Había botes grandes de ocho puestos para el primer equipo masculino, botes ligeramente más pequeños para las mujeres, y otros de menor calidad y tamaño. Un cartel colgado de la proa de un brillante bote nuevo que no había sido todavía aparejado informaba a los visitantes de que NADIE PUEDE SACAR
LA MUJER DEL TENIENTE FRANCÉS
DE ESTE COBERTIZO SIN PERMISO DEL PRESIDENTE DEL CLUB. El nombre del bote estaba recién pintado con letras de estilo victoriano sobre un costado, en honor al graduado del New College que había creado ese personaje.
En la parte posterior del cobertizo había una embarcación ligera de menos de treinta centímetros de ancho y más de siete metros de largo suspendida de una serie de eslingas ubicadas a la altura de la cadera. «Bendito seas, Pete», pensé. Había empezado a dejar el bote de regatas en el suelo del cobertizo. Sobre el asiento se veía una nota que decía: «El
college
entrena el próximo lunes. El bote volverá a su soporte».
Me quité las zapatillas empujándolas con los pies, cogí dos remos con palas curvas del almacén junto a las puertas y los llevé hasta el embarcadero. Luego volví a buscar el bote individual.
Dejé deslizar con suavidad la embarcación de remos en el agua y puse un pie sobre el asiento para evitar que se alejara flotando mientras colocaba los remos en los escalamos. Sostuve ambos remos en una mano como un par de palillos chinos gigantescos, con cuidado subí al bote y lo aparté del embarcadero empujando con la mano izquierda. El bote se alejó flotando por el río.
Remar era como una religión para mí, una religión que se practicaba con una serie de rituales y movimientos repetidos hasta que se convertían en una meditación. El ritual empezaba en el momento en que me ponía en contacto con el equipo, pero su verdadera magia se producía con la combinación de precisión, ritmo y fuerza que requería el hecho de remar. Desde mis días de estudiante universitaria, el remo insuflaba en mí una sensación de tranquilidad como no lo conseguía hacer ninguna otra cosa.
Mis remos se hundían en el agua, para luego rozar la superficie al avanzar. Cogí el ritmo, impulsando cada movimiento de los remos con mis piernas y sintiendo la resistencia del agua cuando la paleta del remo iba hacia atrás deslizándose por debajo de las ondas. El viento era frío y afilado y atravesaba mi ropa con cada movimiento que hacía.
Mientras me iba desplazando con una cadencia perfecta, tenía la sensación de ir volando. Durante estos momentos dichosos, estaba suspendida en el tiempo y el espacio, era un cuerpo ingrávido sobre un río en movimiento. Mi pequeño y rápido bote avanzaba veloz, y yo me movía en perfecta unión con él. Cerré los ojos y sonreí. Los acontecimientos del día fueron perdiendo importancia.
El cielo se oscureció detrás de mis párpados cerrados, y el retumbar de los ruidos del tráfico me indicó que estaba pasando por debajo del puente Donnington. Al volver a la luz del sol al otro lado, abrí los ojos… y sentí el frío toque de la mirada de un vampiro sobre mi esternón.
Una figura estaba de pie en el puente con un abrigo largo que flameaba alrededor de sus rodillas. Aunque no podía ver su cara con claridad, la considerable altura del vampiro y el tamaño de su cuerpo sugerían que podía tratarse de Matthew Clairmont. Otra vez.
Lancé algunas maldiciones y a punto estuve de perder un remo. El muelle de la ciudad de Oxford estaba cerca. La idea de hacer una maniobra ilegal y cruzar el río para poder pegarle al vampiro en su hermosa cabeza con cualquier instrumento del equipo de remo que tuviera a mano era muy tentadora. Mientras elaboraba mi plan, descubrí a una mujer flaca de pie en el embarcadero. Vestía un mono manchado de pintura. Fumaba un cigarrillo al tiempo que hablaba por un teléfono móvil.
Aquélla no era una imagen típica en los cobertizos de Oxford.
Levantó la mirada, sus ojos golpearon mi piel. Un daimón de sexo femenino. Retorció la boca en una sonrisa de lobo y continuó hablando por teléfono.
Aquello era sencillamente demasiado raro. Primero Clairmont y ahora un montón de criaturas que aparecían cada vez que él lo hacía. Abandoné mi plan y volqué toda mi inquietud en el remo.
Aunque logré continuar por el río, la serenidad de la excursión había desaparecido. Dirigí el bote hacia el frente de la Taberna de Isis y allí descubrí a Clairmont, que estaba de pie al lado de una de las mesas del pub. Se las había arreglado para llegar allí desde el puente de Donnington —a pie— en menos tiempo de lo que yo había necesitado con un bote de remos de competición.
Tiré con fuerza de ambos remos, los levanté sesenta centímetros sobre el agua, como las alas de un ave enorme, y me deslicé directamente al destartalado muelle de madera de la taberna. Cuando salí del bote, Clairmont ya había cruzado los seis o siete metros de césped que había entre nosotros. Su peso hundió un poco la plataforma flotante en el agua, y el bote se cabeceó para adaptarse a ella.
—¿Qué diablos piensa usted que está haciendo? —le pregunté, apartándome de los remos y subiendo por la rampa de maderas desiguales hacia donde estaba el vampiro en ese momento. Respiraba agitada por el esfuerzo, con las mejillas enrojecidas—. ¿Usted y sus amigos están siguiéndome?
Clairmont frunció el ceño.
—No son mis amigos, doctora Bishop.
—¿No? No he visto tantos vampiros, brujas y daimones en un mismo sitio desde que mis tías me arrastraron a un festival pagano de verano cuando tenía trece años. Si no son sus amigos, ¿por qué están siempre dando vueltas cerca de usted? —Me sequé la frente con el dorso de la mano y eché hacia atrás el pelo húmedo apartándolo de mi cara.
—¡Santo cielo —exclamó incrédulo el vampiro en voz baja—, los rumores son ciertos!
—¿Qué rumores? —pregunté impaciente.
—Usted cree que… esos especímenes quieren pasar el tiempo conmigo? —La voz de Clairmont transmitía desprecio y un cierto tono que sonaba a sorpresa—. Increíble.
Me quité el jersey de lana por encima de los hombros. Clairmont dirigió con rapidez la mirada a mis clavículas, recorrió mis brazos desnudos y bajó hasta la punta de mis dedos. Me sentía inusitadamente desnuda con mi ropa habitual de remo.
—Sí —repliqué—. He vivido en Oxford. Visito la ciudad todos los años. Lo único que ha sido diferente esta vez es usted. Desde que apareció anoche, he perdido mi sitio habitual en la biblioteca, me he sentido observada por extraños vampiros y daimones, y he sido amenazada por brujos desconocidos.
Clairmont alzó un poco los brazos, como si fuera a cogerme por los hombros para zarandearme. Aunque yo no era precisamente de baja estatura, con algo más de un metro setenta, él era tan alto que tenía que inclinar la cabeza bastante hacia atrás para poder mirarlo a los ojos. Claramente consciente de su tamaño y su fuerza en comparación conmigo, retrocedí y me crucé de brazos, recurriendo a mi imagen profesional para mostrar fortaleza.
—Ellos no están interesados en mí, doctora Bishop. Están interesados en usted.
—¿Por qué? ¿Qué podrían querer de mí?
—¿De verdad que no sabe por qué todo daimón, bruja y vampiro al sur de las Midlands la sigue? —Había un cierto tono de incredulidad en su voz, y por su expresión parecía como si me viera por primera vez.
—No —respondí, posando mis ojos sobre dos hombres que disfrutaban de su jarra de cerveza en una mesa cercana. Afortunadamente, estaban absortos en su propia conversación—. No he hecho otra cosa en Oxford que leer antiguos manuscritos, remar en el río y preparar mi conferencia sin hacer vida social. Eso es lo único que hago siempre aquí. No hay razón alguna para que ninguna criatura me preste tanta atención.
—Piensa, Diana. —La voz de Clairmont era intensa. Una oleada de algo que no era miedo me recorrió la piel cuando me tuteó—. ¿Qué has estado leyendo?
Cerró rápidamente los párpados sobre sus extraños ojos, pero no antes de que yo viera la avidez reflejada en ellos.
Mis tías me habían advertido de que Matthew Clairmont quería algo. Tenían razón.
Clavó sus increíbles ojos negros, con un halo gris, otra vez en mí.
—Te están siguiendo porque creen que has encontrado algo perdido hace muchos años —explicó de mala gana—. Quieren recuperarlo y creen que tú puedes conseguírselo.