Em dejó su tenedor y la miró fijamente.
—¿Qué? —reaccionó Sarah.
—Sarah Bishop, si nos avergüenzas delante del hijo de Matthew, nunca te lo perdonaré.
Mis risitas disimuladas se convirtieron rápidamente en una carcajada en toda regla. Sarah fue la primera en seguirme, y luego Em. Matthew permaneció inmóvil y sonreía como si lo hubieran instalado en un manicomio, pero era demasiado educado como para hacerlo notar.
Cuando las risas se calmaron, se dirigió a Sarah:
—Me estaba preguntando si podrías prestarme tu despensa para analizar los colorantes usados en la ilustración de la boda química. Tal vez puedan decirnos dónde y cuándo fue hecha.
—No vas a sacar nada de esa ilustración. —La historiadora que había en mí se sublevó, horrorizada ante aquella idea.
—No le causaré daño alguno —replicó Matthew con suavidad—. Sé cómo analizar muestras de ínfimo tamaño.
—¡No! No debemos hacer nada con ella hasta que no sepamos a qué nos estamos enfrentando.
—No seas tan puntillosa, Diana. Además, es un poco tarde para eso cuando fuiste tú quien devolvió el libro. —Sarah se puso de pie y sus ojos se iluminaron—. Veamos si el libro de cocina puede ayudar.
—Bien, bien —dijo Em entre dientes—. Ya eres uno más de la familia, Matthew.
Sarah desapareció en la despensa y regresó con un libro encuadernado en cuero del tamaño de una Biblia familiar. Entre sus tapas estaba toda la sabiduría y la tradición de las Bishop, transmitida de bruja en bruja durante casi cuatrocientos años. El primer nombre que aparecía en el libro era Rebecca, acompañado por la fecha de 1617, escrita con letra ornamentada y redonda. Otros nombres seguían en la primera página ordenados en dos columnas, cada uno escrito con una tinta ligeramente distinta y una fecha diferente a su lado. Los nombres continuaban en la parte posterior de la hoja, con numerosas Susannah, Elizabeth, Margaret, Rebecca y Sarah dominando la lista. Mi tía nunca le había mostrado este libro a nadie, ni siquiera a otras brujas. Había que formar parte de la familia para ver su «libro de cocina».
—¿Qué es eso, Sarah? —Las aletas de la nariz de Matthew se dilataron con el olor a papel antiguo, hierbas y humo que desprendía cuando Sarah abrió las tapas.
—El grimorio Bishop. —Señaló el primer nombre—. Su primera dueña fue Rebecca Davies, la abuela de Bridget Bishop, quien lo recibió de su madre, Rebecca Playfer. Bridget le pasó el libro a su primera hija, nacida fuera del matrimonio en Inglaterra en 1650. Bridget todavía era adolescente en ese momento, y le puso a su hija el nombre de su madre y de su abuela. Como no podía ocuparse de la niña, Bridget se la entregó a una familia de Londres. —Sarah dejó escapar un suave sonido de disgusto—. Los rumores sobre su inmoralidad la persiguieron durante el resto de sus días. Después, su hija Rebecca volvió con su madre y trabajó con ella en la taberna que ésta tenía. Bridget iba por su segundo marido entonces, y tenía otra hija llamada Christian.
—¿Y tú desciendes de Christian Bishop? —preguntó Matthew.
Sarah sacudió la cabeza.
—Te refieres a Christian Oliver…, hija de Bridget en su segundo matrimonio. Edward Bishop fue el tercer marido de Bridget. No, nuestra antepasada es Rebecca. Después de que Bridget fuera ejecutada, Rebecca cambió su apellido por el de Bishop legalmente. Rebecca era viuda, sin ningún marido que discutiera esa decisión. Fue un acto de desafío.
Matthew me dirigió una larga mirada. El desafío, parecía decirme, era evidentemente un rasgo genético.
—Nadie recuerda todos los apellidos de Bridget Bishop… Estuvo casada tres veces — continuó Sarah—. El único que todos recuerdan es el que tenía cuando fue acusada de brujería y ejecutada. Desde entonces las mujeres de la familia han mantenido el apellido Bishop, sin tener en cuenta el matrimonio ni quién hubiera sido el padre.
—Leí sobre de la muerte de Bridget poco después de haberse producido —comentó Matthew en voz baja—. Fueron tiempos oscuros para las criaturas. Aunque la nueva ciencia parecía despojar al mundo de todos los misterios, los humanos todavía seguían convencidos de que estaban rodeados de fuerzas invisibles. Tenían razón, por supuesto.
—Claro, la tensión entre lo que la ciencia prometía y lo que su sentido común les decía que era lo verdadero llevó a la muerte a cientos de brujas. —Sarah empezó a recorrer las páginas del grimorio.
—¿Qué estás buscando? —pregunté con el ceño fruncido—. ¿Acaso alguna de las Bishop se ocupaba de la conservación de manuscritos? Si no es así, no vas a encontrar mucha ayuda en ese libro de hechizos.
—Tú no sabes qué hay en este libro de hechizos, señorita —dijo Sarah con tranquilidad—. Nunca mostraste el menor interés por él.
Apreté los labios en una línea fina.
—Nadie va a estropear ese manuscrito.
—Ah, aquí está. —Sarah señaló el grimorio con gesto de triunfo—. Uno de los hechizos de Margaret Bishop de la década de 1780. Era una bruja poderosa. «Mi método para percibir oscuridades en papel o tela». Por ahí es por donde vamos a empezar. —Se puso de pie y marcó el sitio con un dedo.
—Si manchas… —empecé.
—Ya te he oído las otras dos veces, Diana. Esto es un hechizo para un vapor. Sólo aire va a tocar tu querida página del manuscrito. Deja de preocuparte.
—Iré a buscarlo —se apresuró a decir Matthew. Le lancé una mirada siniestra.
Cuando regresó al comedor con la ilustración sostenida cuidadosamente en sus manos, él y Sarah se marcharon juntos a la despensa. Mi tía iba hablando a una velocidad endiablada mientras Matthew escuchaba atentamente.
—¿Quién lo habría imaginado? —comentó Em, sacudiendo la cabeza.
Em y yo fregamos los platos de la cena y habíamos empezado el proceso de ordenar la sala, que parecía el escenario de un crimen, cuando vimos un par de faros en el camino de entrada.
—Ya están aquí. —Sentí un nudo en el estómago.
—Todo saldrá bien, querida. Es la familia de Matthew. —Em me apretó el brazo, dándome coraje.
Cuando llegué a la puerta principal, Marcus y Miriam estaban bajando del coche. Miriam parecía incómoda y fuera de lugar con su jersey marrón ligero y las mangas enrolladas hasta los codos, minifalda y botines mientras recorría con sus ojos oscuros la granja y sus alrededores con una expresión de incredulidad. Marcus observaba la arquitectura de la casa y olfateaba la brisa, que indudablemente olía a café y a brujas, vestido con una camiseta de manga corta de una gira de conciertos de 1982 y un par de vaqueros.
Cuando la puerta se abrió, Marcus fijó sus ojos azules en los míos con un guiño.
—Hola, mamá, ¡estamos en casa!
—¿Te lo ha dicho? —pregunté, furiosa con Matthew por no obedecer mis deseos.
—¿Decirme qué? —Marcus arrugó la frente en un gesto de perplejidad.
—Nada —farfullé—. Hola, Marcus. Hola, Miriam.
—Diana… —Las facciones delicadas de Miriam estaban concentradas en su habitual expresión de desaprobación.
—Bonita casa. —Marcus subió las escaleras del porche. Tenía una botella marrón entre los dedos. Bajo las luces del porche, su pelo dorado y la piel blanca y suave brillaban.
—Adelante, bienvenidos. —Lo arrastré apresuradamente al interior, con la esperanza de que nadie que pasara cerca de la casa hubiera visto al vampiro en el porche.
—¿Cómo estás, Diana? —La expresión de sus ojos era de preocupación, y su nariz se abría para asimilar mi olor. Matthew le había contado lo ocurrido en La Pierre.
—Estoy bien. —Arriba, una puerta se cerró de golpe—. ¡Nada de tonterías! ¡Hablo en serio!
—¿Sobre qué? —Miriam se detuvo y sus rizos negros, estirados, se balancearon sobre sus hombros como serpientes.
—Nada. No te preocupes por eso. —Una vez que ambos vampiros estuvieron a salvo dentro de las paredes, la casa suspiró.
—¿Nada? —Miriam había escuchado el suspiro también, y enarcó sus cejas.
—La casa se pone un poco nerviosa cuando llegan visitas, eso es todo.
Miriam miró la escalera y olfateó.
—¿Cuántos habitantes tiene la casa?
Era una pregunta sencilla, para la cual no había una respuesta simple.
—No estoy segura —dije rápidamente, arrastrando una bolsa hacia las escaleras—. ¿Qué traes aquí?
—Es la bolsa de Miriam. Déjame a mí. —Marcus la levantó fácilmente enganchándola con su dedo índice.
Subimos para enseñarles sus habitaciones. Em le había preguntado a Matthew directamente si ambos iban a compartir cama. En un primer momento, él se mostró sorprendido ante la indiscreción de la pregunta, y luego estalló en una carcajada para asegurarle que si no estaban separados iba a haber un vampiro muerto antes del amanecer. De vez en cuando, a lo largo del día, se había reído entre dientes diciendo:
—¡Marcus y Miriam, qué ocurrencia!
Marcus iba a quedarse en el dormitorio de invitados que antes usaba Em, e instalaríamos a Miriam en mi vieja habitación del ático. Un montón de esponjosas toallas los esperaban sobre sus camas, y le mostré a cada uno de ellos dónde estaba el baño. No había mucho que hacer para que un invitado vampiro se sintiera cómodo…: no se le podía ofrecer comida, ni un sitio para dormir, ni ninguna de las habituales comodidades. Afortunadamente, no había habido ninguna aparición espectral ni había caído yeso para indicar que la casa estaba disgustada con su presencia.
Matthew sabía que su hijo y Miriam habían llegado, pero la despensa era un lugar bastante aislado, de modo que Sarah no se había dado cuenta. Cuando pasamos con los dos vampiros por el vestíbulo, Elizabeth espió desde una puerta, con los ojos enormes como los de un búho.
—Ve a buscar a la abuela. —Me volví hacia Marcus y Miriam—. Lo siento, tenemos fantasmas.
Marcus trató de disimular su risa con una tos.
—¿Todos tus antepasados viven contigo?
Pensando en mis padres, negué con la cabeza.
—Una lástima —murmuró.
Em estaba esperando en el recibidor con una sonrisa amplia y auténtica.
—Tú debes de ser Marcus —dijo, poniéndose de pie y dándole la mano—. Soy Emily Mather.
—Em, ésta es la colega de Matthew: Miriam Shephard.
Miriam se adelantó. Aunque ambas, ella y Em, tenían huesos delicados, Miriam parecía una muñeca de porcelana en comparación.
—Bienvenida, Miriam —dijo Em, mirándola con una sonrisa—. ¿Alguno de los dos quiere algo de beber? Matthew ha descorchado una botella de vino. —Su comportamiento era del todo natural, como si los vampiros visitaran constantemente la casa. Tanto Marcus como Miriam sacudieron la cabeza.
—¿Dónde está Matthew? —preguntó Miriam, mostrando claramente cuáles eran sus prioridades. Sus agudos sentidos absorbían todos los detalles de su nuevo ambiente—. Puedo oírlo.
Llevamos a los dos vampiros hacia la vieja puerta de madera que separaba el santuario privado de Sarah. Por el camino, Marcus y Miriam siguieron asimilando todos los olores de la casa Bishop: la comida, la ropa, las brujas, el café y el gato.
Tabitha
salió chillando de las sombras junto a la chimenea para ir directamente hacia Miriam, como si las dos fueran mortales enemigas.
Miriam siseó, y
Tabitha
se quedó paralizada a mitad de camino. Ambas se observaron mutuamente evaluándose, de depredador a depredador.
Tabitha
fue la primera en apartar los ojos cuando, al cabo de unos minutos, descubrió una necesidad urgente de lamerse el pelo. Fue un reconocimiento silencioso de que ya no era la única hembra importante en la casa.
—Ésa es
Tabitha
—dije débilmente—. Está muy encariñada con Matthew.
En la despensa, Matthew y Sarah estaban agachados, con una expresión embelesada en sus rostros, sobre una olla llena de algo, apoyada sobre un viejo calentador eléctrico. Ramilletes de hierbas secas colgaban de las vigas y los hornos originales estaban listos para ser usados, con sus ganchos de hierro y grúas a la espera de sostener pesados calderos sobre las brasas.
—El brillo de los ojos es crucial —le estaba explicando Sarah en tono de severa maestra—. Aclara la vista.
—Eso huele horrible —observó Miriam, arrugando su naricilla y acercándose.
El rostro de Matthew se ensombreció.
—Matthew… —saludó Marcus en tono inexpresivo.
—Marcus… —respondió su padre.
Sarah se puso de pie y examinó a los nuevos miembros de la familia, que parecían brillar. La tenue iluminación de la despensa no hacía más que acentuar su palidez poco natural, así como el efecto sorprendente de sus pupilas dilatadas.
—Que la diosa nos ayude. ¿Cómo es posible que alguien piense que vosotros sois humanos?
—Eso ha sido siempre un misterio para mí —replicó Miriam, estudiando a Sarah con el mismo interés—. Tampoco creo que sea usted precisamente alguien que pueda pasar inadvertida, con ese pelo rojo y el olor a beleño negro que sale en oleadas de su cuerpo. Soy Miriam Shephard.
Matthew y yo intercambiamos una larga mirada, preguntándonos cómo iban a cohabitar tranquilamente bajo el mismo techo Miriam y Sarah.
—Bienvenida a la casa Bishop, Miriam. —Sarah entrecerró los ojos, y Miriam respondió de la misma manera. Mi tía dirigió su atención a Marcus—. Así que tú eres su hijo. —Como de costumbre, ella no se detuvo con sutilezas sociales.
—Efectivamente, soy el hijo de Matthew. —Marcus, que tenía el aspecto de haber visto un fantasma, mostró lentamente una botella marrón—. Tu tocaya era una curandera, como tú. Aprendí de Sarah Bishop cómo curar una pierna fracturada después de la batalla de Bunker Hill. Todavía lo hago de la misma forma que ella me enseñó.
En el borde del altillo de la despensa colgaban dos pies rústicamente calzados.
«Esperemos que tenga ahora más fuerza de la que tenía entonces», dijo una mujer que era la viva imagen de Sarah.
—¡Whisky! —exclamó Sarah, pasando la mirada de la botella a mi hijo con una nueva y agradecida actitud.
—A ella le gustaban las bebidas fuertes. Pensé que tal vez a ti también podrían gustarte.
Las dos Sarah Bishop asintieron con la cabeza.
—Bien pensado —aprobó mi tía.
—¿Cómo va la poción? —pregunté, tratando de no estornudar en aquel ambiente tan cargado.
—Tiene que estar reposando durante nueve horas —explicó Sarah—. Luego la hervimos otra vez, pasamos el manuscrito por el vapor y veremos qué aparece. —Le echó una mirada al whisky.