La habitación quedó en silencio.
—Toca las palabras —sugirió finalmente Sarah—. A ver qué otra cosa dicen.
Pasé suavemente los dedos sobre las letras escritas con lápiz. Surgieron imágenes de la página, de mi padre vestido con levita oscura de solapas anchas y una larga corbata negra, inclinado sobre un escritorio cubierto de libros. También había otras imágenes de él en su estudio en casa, con su habitual chaqueta de pana, garabateando una nota con un lápiz del número dos mientras mi madre miraba por encima de su hombro, llorando.
—Fue él. —Aparté los dedos de la página con un visible temblor.
Matthew tomó mi mano en la suya.
—Ya has sido bastante valiente por un día,
ma lionne
.
—Pero tu padre no sacó la boda química del libro de la Bodleiana —reflexionó Em—, entonces ¿qué estaba haciendo allí?
—Stephen Proctor estaba hechizando el Ashmole 782 para que nadie, excepto su hija, pudiera pedirlo y hacerlo salir del depósito. —Matthew se mostraba seguro.
—Entonces por eso fue por lo que el hechizo me reconoció. Pero ¿por qué no actuó del mismo modo cuando volví a pedirlo?
—No lo necesitabas. Sí, querías tenerlo —dijo Matthew con una sonrisa tensa cuando abrí la boca para protestar—, pero eso es diferente. Recuerda que tus padres aseguraron tu magia para que tu poder no pudiera serte sacado por la fuerza. El hechizo en el manuscrito no es diferente.
—Cuando pedí el Ashmole 782 la primera vez, lo único que necesitaba era tachar el siguiente punto en mi lista de cosas que tenía que hacer. Es difícil creer que algo tan insignificante pudiera provocar semejante reacción.
—Tu madre y tu padre no podían preverlo todo, como el hecho de que ibas a ser una historiadora de la alquimia y trabajarías en la Bodleiana con regularidad. ¿Podía Rebecca viajar en el tiempo también? —le preguntó Matthew a Sarah.
—No. Es poco frecuente, por supuesto, y los viajeros en el tiempo más experimentados son también muy versados en brujería. Sin los hechizos apropiados y las precauciones adecuadas, uno puede terminar en algún lugar no deseado, sin importar el poder que tenga.
—Sí —dijo Matthew secamente—. Puedo pensar en un buen número de épocas y lugares que tú querrías evitar.
—Rebecca a veces iba con Stephen, pero él tenía que cargar con ella. —Sarah le sonrío a Em—. ¿Recuerdas Viena? Stephen decidió que iba a llevarla a bailar el vals. Él pasó todo un año viendo qué sombrero llevaría ella para el viaje.
—Se necesitan tres objetos de la época y el lugar en particular al que uno quiere regresar. Eso evita que uno se pierda —continuó Em—. Si uno quiere ir al futuro, hay que usar brujería, porque es la única manera de encontrar el camino.
Sarah recogió la ilustración de la boda química, poco interesada por los viajeros en el tiempo.
—¿Para qué es el unicornio?
—Olvida el unicornio, Sarah —repliqué impaciente—. Mi padre no puede haber querido que yo regresara al pasado a buscar el manuscrito. ¿Acaso quería que viajara en el tiempo y me apoderara de él antes de que fuera hechizado? ¿Qué ocurriría si me encontraba con Matthew por accidente? Seguro que eso hubiera provocado un desastre en el contínuum del espacio-tiempo.
—Bah, la relatividad. —El tono de Sarah era desdeñoso—. Como explicación, eso sirve sólo hasta cierto punto.
—Stephen siempre decía que viajar en el tiempo era como cambiar de trenes —intervino Em— . Uno se baja de un tren, luego espera en la estación hasta que haya sitio para él en un tren diferente. Cuando se viaja en el tiempo, se parte del aquí y ahora y el viajero queda detenido fuera del tiempo, hasta que haya un sitio para él en algún otro tiempo.
—Eso es similar a la forma en que los vampiros cambian las vidas —reflexionó Matthew—. Abandonamos una vida…, organizamos una muerte, una desaparición, un cambio de residencia, y buscamos otra. Os sorprendería lo fácilmente que la gente se aleja de su hogar, de su trabajo y de su familia.
—Seguro que alguien nota que el John Smith que ellos conocían la semana pasada no tiene el mismo aspecto —protesté.
—Eso es todavía más asombroso —admitió Matthew—. Siempre que uno escoja cuidadosamente, nadie dice ni una palabra. Algunos años en Tierra Santa, una grave y a veces mortal enfermedad, la probabilidad de perder una herencia, cualquier cosa proporciona una excusa excelente para que criaturas y humanos hagan la vista gorda.
—Bien, sea posible o no, el hecho es que no puedo viajar en el tiempo. Eso no aparecía en el informe de ADN.
—Por supuesto que puedes viajar en el tiempo. Lo has estado haciendo desde que eras una niña. —El tono de Sarah desacreditaba con petulancia las conclusiones científicas de Matthew—. La primera vez tenías tres años. Tus padres se asustaron terriblemente, llamaron a la policía… Fue todo un escándalo. Cuatro horas después te encontraron sentada en la silla alta de la cocina comiendo una ración de la tarta de cumpleaños. Seguramente sentiste hambre y volviste a tu propia fiesta de cumpleaños. Después de eso, cada vez que desaparecías, nos imaginábamos que estabas en algún otro tiempo y que luego aparecerías. Y desaparecías muy a menudo.
Mi alarma ante la idea de un bebé viajando en el tiempo cedió paso a un nuevo descubrimiento: yo tenía el poder de responder a cualquier pregunta histórica. Mi estado de ánimo mejoró considerablemente.
Matthew ya había pensado en esto y esperaba pacientemente a que yo lo alcanzara.
—No importa lo que tu padre quisiera, porque no vas a viajar a 1859 —dijo con firmeza, haciendo girar la silla para que lo mirara a la cara—. El tiempo no es algo en lo que vas a interferir. ¿Comprendes?
Incluso después de asegurarles que me iba a quedar en el presente, nadie me dejó a solas ni por un instante. Entre los tres me pasaban en silencio del uno al otro en una coreografía digna de Broadway. Em me siguió arriba para asegurarse de que hubiera toallas, aunque yo sabía perfectamente dónde estaba el armario de la ropa blanca. Cuando salí del baño, Matthew estaba echado en la cama jugueteando con su teléfono. Se quedó arriba cuando bajé para hacer una taza de té, pues sabía que Sarah y Em me estarían esperando en la sala.
Tenía la lata de Marthe en mis manos, y me sentía culpable de haberlo olvidado el día anterior, rompiendo así mi promesa. Decidida a tomar un poco de té ese día, llené la tetera y abrí la caja de metal negra. El olor a ruda desató el recuerdo nítido de ser arrastrada hacia los aires por Satu. Agarré la tapa con más fuerza, me concentré en otros olores y recuerdos más felices de Sept-Tours. Echaba de menos sus muros de piedra gris, los jardines, a Marthe, a
Rakasa…,
incluso a Ysabeau.
—¿De dónde has sacado eso, Diana? —Sarah entró a la cocina y señaló la lata.
—Marthe y yo lo preparamos.
—Es el ama de llaves de la madre de él, ¿verdad? La que hizo el ungüento para tu espalda.
—Marthe es el ama de llaves de
Ysabeau,
sí. —Puse un ligero énfasis en sus nombres propios— . Los vampiros tienen nombres, al igual que las brujas. Tienes que aprenderlos.
Sarah levantó la nariz.
—Habría pensado que irías a un médico a buscar una receta, no que ibas a depender de la vieja tradición de las hierbas.
—El doctor Fowler podrá atenderte si quieres algo más fiable. —Em también había decidido intervenir—. Ni siquiera Sarah es una gran defensora de las hierbas anticonceptivas.
Escondí mi confusión metiendo una bolsita de té en la taza, mientras mantenía mi mente en blanco y mi rostro apartado.
—Esto está bien. No hay necesidad de ver al doctor Fowler.
—Es cierto. No si te estás acostando con un vampiro. Ellos no pueden reproducirse, no de la manera que un anticonceptivo pueda impedir. Lo único que tienes que hacer es tener cuidado con sus dientes cerca del cuello.
—Lo sé, Sarah.
Pero no era así. ¿Por qué Marthe me había enseñado con tanto cuidado a hacer un té totalmente innecesario? Matthew había sido claro en lo que se refería a que no podía procrear hijos de la manera en que lo hacían los seres de sangre caliente. A pesar de mi promesa a Marthe, me deshice de la taza a medio hacer en el fregadero y arrojé la bolsa a la basura. La lata fue a parar al último estante de la alacena, donde estaría en un lugar seguro y fuera de la vista.
A última hora de la tarde, a pesar de las muchas conversaciones sobre la nota, la carta y la imagen, no estábamos más cerca de comprender el misterio del Ashmole 782 y la conexión de mi padre con él. Mis tías empezaron a hacer la cena, lo cual significaba que Em asaba un pollo mientras Sarah bebía un vaso de bourbon y criticaba la cantidad de verduras que estaba preparando. Matthew merodeaba por la mesa de la cocina, inusitadamente inquieto.
—Vamos —dijo, agarrándome la mano—. Necesitas un poco de ejercicio.
Era él quien necesitaba aire fresco, no yo, pero la perspectiva de salir al aire libre era tentadora. Una búsqueda en el armario de la entrada reveló un viejo par de zapatillas mías para correr. Estaban desgastadas, pero me quedaban mejor que las botas de Sarah.
Lo más lejos que llegamos fue hasta los primeros manzanos antes de que Matthew me hiciera dar la vuelta y me apretara entre su cuerpo y uno de los troncos viejos y retorcidos. El bajo dosel de ramas nos protegía de ser vistos desde la casa.
A pesar de estar atrapada, no apareció ningún viento de brujos como respuesta. Pero sí hubo otras sensaciones.
—¡Santo cielo, esa casa está llena de gente! —exclamó Matthew, deteniéndose sólo el tiempo suficiente para que salieran las palabras antes de volver a pegar sus labios sobre los míos.
Habíamos tenido muy poco tiempo para estar a solas desde que había regresado de Oxford. Parecía que había pasado toda una vida, pero sólo habían transcurrido unos días. Deslizó una de sus manos bajo el cinturón de mis vaqueros. Sentí sus dedos fríos contra mi piel desnuda. Me estremecí de placer, y me acercó más a él, buscando con su otra mano las curvas redondeadas de mi pecho. Apretamos la totalidad de nuestros cuerpos el uno contra el otro, y él siguió buscando nuevas maneras de establecer contacto.
Finalmente sólo quedaba una posibilidad. Por un momento pareció que Matthew tenía intención de consumar nuestro matrimonio a la manera tradicional, de pie, al aire libre, en una oleada cegadora de necesidad física. Pero recuperó el control y se apartó.
—No de este modo —dijo con voz áspera y su mirada profunda.
—No me importa. —Lo arrastré otra vez hacia mí.
—A mí sí. —Se escuchó una discreta y áspera expulsión de aire cuando Matthew exhaló su suspiro de vampiro—. Cuando hagamos por primera vez el amor, te quiero sólo para mí, no rodeada de otra gente. Y te querré por encima de los pocos momentos robados que tendríamos ahora, créeme.
—Yo también te quiero —dije—, y no me caracterizo por mi paciencia.
Curvó los labios en una sonrisa e hizo un delicado ruido que indicaba que estaba de acuerdo.
Matthew acarició el hueco de mi cuello con el pulgar y mi sangre dio un salto. Puso sus labios en el sitio donde había estado su pulgar y los apretó delicadamente sobre la señal exterior de la vitalidad que palpitaba debajo de la superficie. Siguió el recorrido de una vena por un lado de mi cuello hacia la oreja.
—Disfruto aprendiendo cuáles son los lugares donde te gusta que te toque. Como éste. — Matthew me besó detrás de la oreja—. Y éste. —Movió sus labios hacia mis párpados, y yo dejé escapar un suave ronroneo de placer—. Y éste. —Pasó el pulgar sobre mi labio inferior.
—Matthew… —susurré con una mirada de súplica.
—¿Qué,
mon coeur?
—Observaba, fascinado, que al tocarme llegaba más sangre a la superficie.
No respondí, sino que lo atraje hacia mí, sin importarme el frío, ni la creciente oscuridad, ni la corteza áspera debajo de mi espalda dolorida. Nos quedamos allí hasta que Sarah nos llamó desde el porche.
—No habéis ido demasiado lejos, ¿verdad? —Su bufido se oyó con claridad al aire libre—. No es que eso pueda considerarse hacer ejercicio.
Me sentí como una colegiala sorprendida besuqueándose en el aparcamiento y me acomodé el jersey en la posición correcta antes de regresar a casa. Matthew se rió entre dientes y me siguió.
—Pareces satisfecho contigo mismo —le dijo Sarah cuando entró a la cocina. Allí, bajo las luces brillantes, era todo un vampiro, y para colmo, presumido. Pero sus ojos ya no estaban inquietos, y por eso yo me sentí agradecida.
—Déjalo tranquilo. —La voz de Em fue inusitadamente dura. Me pasó la ensalada y señaló la mesa de la sala donde generalmente comíamos—. Nosotras también visitábamos muy a menudo ese manzano cuando Diana estaba creciendo.
—¡Ajá! —confirmó Sarah. Cogió tres copas de vino y las agitó en dirección a Matthew—. ¿Te queda algo de ese vino, Casanova?
—Soy francés, Sarah, no italiano. Y soy un vampiro. Siempre tomo vino —replicó Matthew con una sonrisa pícara—. Tampoco hay peligro de que se acabe. Marcus va a traer más. Él no es francés, ni tampoco italiano, lamentablemente, pero su educación lo compensa.
Nos sentamos a la mesa y las tres brujas procedimos a dar buena cuenta del pollo asado y las patatas de Em.
Tabitha
se sentó al lado de Matthew, y de vez en cuando le pasaba coquetamente la cola por los pies. Él se ocupó de que el vino no faltara en la copa de Sarah, y yo bebí de la mía. Em preguntó varias veces si no quería probar algo, pero Matthew rechazó todos los ofrecimientos.
—No tengo hambre, Emily, pero gracias.
—¿Hay algo que puedas comer? —Em no estaba acostumbrada a que alguien rechazara su comida.
—Nueces —dije resueltamente—. Si le vas a comprar comida, cómprale nueces.
Em vaciló.
—¿Y carne cruda?
Matthew me agarró la mano y la apretó antes de que yo pudiera responder.
—Si quieres darme de comer, la carne sin cocinar estará bien. Me gusta el caldo también…, simple, sin verduras.
—¿Eso es lo que tu hijo y su colega comen también, o son simplemente tus comidas favoritas?
La impaciencia de Matthew con mis anteriores preguntas acerca de su estilo de vida y hábitos alimenticios cobró sentido para mí en ese momento.
—Eso es bastante habitual en los vampiros cuando estamos entre seres de sangre caliente. — Matthew me soltó la mano y se sirvió más vino.
—Debes de pasar mucho tiempo en los bares, tomando vino y nueces —observó Sarah.