—Estuvo demasiado cerca. —Sus dedos se enredaban en mi pelo y su boca se apretaba sobre la mía. Así nos quedamos, los corazones del uno junto al otro, en aquel silencio.
—Cuando le quité la vida a Juliette, la convertí en parte de la mía… para siempre.
Matthew me acarició el pelo.
—La muerte tiene su propia y poderosa magia.
En calma otra vez, dije, sin pronunciarla, una palabra de agradecimiento a la diosa, no sólo por la vida de Matthew, sino también por la mía.
Caminamos hacia el Range Rover, pero a medio camino me sentí fatigada. Matthew me cargó en su espalda y me llevó el resto del camino.
Sarah estaba inclinada sobre su escritorio en el despacho cuando llegamos a casa. Salió volando y abrió la puerta del coche a una velocidad que un vampiro podría envidiar.
—¡Maldición, Matthew! —dijo tras ver mi rostro exhausto.
Juntos me llevaron adentro y otra vez al sofá de la sala, donde apoyé la cabeza en el regazo de Matthew. Fui arrullada hasta quedarme dormida por los sonidos tranquilos de la actividad que me rodeaba, y lo último que recordé claramente fue el olor a vainilla y el ruido de la maltrecha batidora de Em.
Matthew me despertó a la hora de comer; había sopa de verduras. La expresión en su cara indicaba que en breve yo necesitaría recuperar fuerzas de alguna otra forma. Estaba a punto de contar a nuestras familias cuál era nuestro plan.
—¿Lista,
mon coeur?
—me preguntó. Asentí con la cabeza, mientras tomaba mi última cucharada de sopa. Marcus giró la cabeza hacia nosotros—. Tenemos algo que deciros —anunció.
La nueva rutina de la familia era reunirnos en el comedor cada vez que había que hablar de algo importante. Cuando estuvimos reunidos, todas las miradas se volvieron hacia Matthew.
—¿Qué has decidido? —preguntó Marcus sin preámbulos.
Matthew respiró profundamente y empezó:
—Tenemos que irnos a un lugar donde a la Congregación no le resulte fácil seguirnos; un lugar en el que Diana tenga tiempo y maestros que le ayuden a dominar su magia.
Sarah se rió entre dientes.
—¿Dónde está ese lugar en el que hay brujas fuertes y pacientes a las que no les molesta tener un vampiro cerca?
—No tengo en mente ningún lugar especial —replicó Matthew enigmáticamente—. Vamos a esconder a Diana
en el tiempo
.
Todos empezaron a gritar a la vez. Matthew me cogió de la mano.
—Courage —murmuré en francés, repitiendo el consejo que él me dio cuando conocí a Ysabeau.
Resopló y me devolvió una lúgubre sonrisa.
Sentí cierta simpatía por la incredulidad y el asombro de todos ellos. La noche anterior, cuando ya estaba en la cama, mi propia reacción había sido más o menos la misma. Primero había insistido en que era imposible, y luego hice mil preguntas. Necesitaba saber cuándo y adónde nos íbamos a ir.
Matthew me había explicado lo que había podido, que no era mucho:
—Tú quieres usar tu magia, pero en este momento ella te está usando a ti. Necesitas un maestro, alguien que sea más hábil que Sarah o Emily. No es culpa suya no poder ayudarte. Las brujas en el pasado eran diferentes. Muchos de sus conocimientos se han perdido.
—¿Dónde? ¿Cuándo? —había susurrado yo en la oscuridad.
—Nada demasiado lejano…, aunque el pasado reciente tiene sus propios riesgos…, pero lo suficientemente distante como para encontrar una bruja que pueda entrenarte. Primero tenemos que hablar con Sarah y preguntarle si se puede hacer sin correr ningún riesgo. Y luego tenemos que localizar tres cosas que nos conduzcan a la época correcta.
—¿Nosotros? —había preguntado sorprendida—. ¿No te encontraré directamente allí?
—No, salvo que no haya ninguna otra alternativa. Yo no era la misma criatura entonces, y no confiaría del todo en mis anteriores egos si estuviera en tu lugar.
Su boca se había suavizado aliviada en cuanto asentí con la cabeza para indicar que estaba de acuerdo. Unos días atrás él había rechazado la idea de viajar en el tiempo. Aparentemente, los riesgos si nos quedábamos en el presente eran todavía mayores.
—¿Qué harán los otros?
Deslizó lentamente el pulgar sobre las venas en el dorso de mi mano.
—Miriam y Marcus regresarán a Oxford. La Congregación te buscará primero aquí. Sería mejor que Sarah y Emily se fuesen, al menos durante algún tiempo. ¿Estarían dispuestas a irse con Ysabeau? —preguntó Matthew.
La idea, en principio, parecía ridícula. ¿Sarah e Ysabeau bajo el mismo techo? Sin embargo, cuanto más lo pensaba, menos improbable me parecía.
—No lo sé —respondí reflexiva. Luego surgió una nueva preocupación: Marcus. No comprendía yo del todo las complejidades de los caballeros de Lázaro, pero sin la presencia de Matthew, él iba a tener que cargar con más responsabilidades todavía.
—Es la única forma —había dicho Matthew en la oscuridad, tranquilizándome con un beso.
Ésa era precisamente la conclusión que Em quería discutir en ese momento.
—¡Tiene que haber otra manera! —protestó ella.
—Trataré de pensar en una, Emily —le dijo Matthew en tono apaciguador.
—Dónde…, o debo decir cuándo…, estás pensando ir? Diana no es precisamente alguien que pueda pasar inadvertida con facilidad. Es demasiado alta. —Miriam bajó la mirada para detenerse en sus propias manos diminutas.
—Aparte de que Diana pueda o no pasar inadvertida, es demasiado peligroso —intervino Marcus con voz firme—. Podríais terminar en medio de una guerra. O de una epidemia.
—O de una caza de brujas. —Miriam no lo dijo maliciosamente, pero de todos modos tres cabezas se volvieron indignadas hacia ella.
—Sarah, ¿qué piensas? —quiso saber Matthew.
De todas las criaturas en la habitación, ella era la que se mostraba más serena.
—¿La llevarás a un tiempo en el que estará con brujas que puedan ayudarla?
—Sí.
Sarah cerró los ojos un instante, luego los abrió.
—Vosotros no estáis seguros aquí: Juliette Durand lo demostró. Y si no estáis a salvo en Madison, no lo estaréis en ninguna parte.
—Gracias. —Matthew abrió la boca para decir algo más, pero Sarah levantó una mano.
—No me prometas nada —dijo con voz tensa—. Tendrás cuidado, por el bien de ella y por el tuyo propio.
—Ahora lo único por lo que tenemos que preocuparnos es por el viaje en el tiempo. — Matthew se giró para hablar con toda seriedad—. Diana va a necesitar tres artículos de una época y un lugar especial adonde poder viajar sin peligro.
Sarah asintió con la cabeza.
—¿Yo cuento como un objeto de la época? —preguntó él.
—¿Te late el corazón? ¡Por supuesto que no eres un objeto! —Aquélla era una de las declaraciones más positivas que Sarah había hecho jamás acerca de los vampiros.
—Si necesitas cosas para que te guíen en tu viaje, te regalo éstas. —Marcus tiró de un cordón de cuero fino bajo el cuello de su camisa y se lo quitó por encima de la cabeza. Estaba adornado con una rara colección de artículos que incluía un diente, una moneda, un pedazo de algo brillante negro y dorado y un maltrecho silbato de plata. Se lo arrojó a Matthew.
—¿No conseguiste esto de una víctima de la fiebre amarilla? —preguntó Matthew, tocando el diente.
—En Nueva Orleans —respondió Marcus—. Durante la epidemia de 1819.
—A Nueva Orleans es imposible —sentenció Matthew bruscamente.
—Supongo que sí. —Marcus me dirigió una mirada y luego volvió a prestar atención a su padre—. ¿Y París? Ahí tienes uno de los pendientes de Fanny.
Matthew rozó una pequeña piedra roja engarzada en filigrana de oro.
—Philippe y yo tuvimos que sacarte de París, y a Fanny también. Lo llamaban el Terror, ¿te acuerdas? No es un buen sitio para Diana.
—Vosotros os preocupabais por mí como dos viejas. Yo ya había estado en una revolución. Además, si estás buscando un lugar seguro en el pasado, te será muy difícil hallarlo —masculló Marcus. Su cara se iluminó—. ¿Filadelfia?
—No estuve en Filadelfia contigo, ni en California —se apresuró a decir Matthew, antes de que su hijo pudiera hablar—. Sería preferible ir hacia un tiempo y un lugar que yo conozca.
—Aunque sepas adónde vamos a ir, Matthew, no estoy segura de poder hacerlo. —Mi decisión de mantenerme alejada de la magia se había apoderado otra vez de mí.
—Yo creo que sí puedes —intervino Sarah tajante—, lo has estado haciendo toda tu vida. Cuando eras un bebé, cuando eras niña y jugabas al escondite con Stephen, y también cuando eras adolescente. ¿Recuerdas todas aquellas mañanas en que te arrastrábamos para sacarte del bosque y teníamos que cambiarte de ropa a tiempo para ir a la escuela? ¿Qué imaginas que estabas haciendo entonces?
—Indudablemente no era viajar en el tiempo —repliqué sinceramente—. La ciencia de esto todavía me preocupa. ¿Adónde va este cuerpo cuando yo estoy en otra parte?
—¿Quién lo sabe? Pero no te preocupes. Eso le ha pasado a todo el mundo. Vas en tu coche al trabajo y no recuerdas cómo llegaste allí. O pasa toda una tarde y no tienes la menor idea de lo que hiciste. Cada vez que ocurre algo así, puedes apostar que hay un viajero del tiempo en las cercanías —explicó Sarah. Se estaba mostrando totalmente indiferente ante esa posibilidad.
Matthew percibió mi angustia y me cogió de la mano.
—Einstein dijo que todos los físicos sabían que las diferencias entre el pasado, el presente y el futuro eran sólo lo que él llamaba «una ilusión tercamente persistente». Él no sólo creía en prodigios y maravillas, sino también en la elasticidad del tiempo.
Se oyó un tímido golpe en la puerta.
—No he oído ningún coche —dijo Miriam cautelosamente mientras se ponía de pie.
—Es Sammy, que viene a buscar el dinero del periódico. —Em se levantó de su silla.
Esperamos en silencio mientras ella cruzaba el salón y las tablas del suelo protestaban bajo sus pies. Por la forma de poner sus manos extendidas y apoyadas sobre la superficie de madera de la mesa, tanto Matthew como Marcus estaban preparados para salir disparados hacia la puerta también.
Una corriente de aire frío entró al comedor.
—¿Sí? —preguntó Em con voz perpleja. En un instante, Marcus y Matthew se pusieron de pie y fueron junto a ella, acompañados por
Tabitha,
que estaba decidida a seguir al jefe de la manada en su importante expedición.
—No es el repartidor de periódicos —explicó innecesariamente Sarah, mirando la silla vacía junto a mí.
—¿Es usted Diana Bishop? —preguntó una profunda voz masculina con un acento conocido extranjero de vocales abiertas y un poco arrastradas.
—No, soy su tía —respondió Em.
—¿Podemos ayudarle en algo? —Matthew se mostraba frío, aunque educado.
—Mi nombre es Nathaniel Wilson, y ésta es mi esposa, Sophie. Nos dijeron que podríamos encontrar a Diana Bishop aquí.
—¿Quién les ha dicho eso? —preguntó Matthew con suavidad.
—La madre de él…, Agatha. —Me puse de pie y fui a la puerta.
Su voz me hizo recordar a la daimón de Blackwell’s, la diseñadora de moda australiana con hermosos ojos marrones.
Miriam trató de impedirme seguir hacia el vestíbulo, pero se apartó a un lado cuando vio mi expresión. No pude controlar a Marcus con la misma facilidad: me cogió el brazo y me mantuvo en las sombras junto a la escalera.
Nathaniel puso sus ojos en suave contacto sobre mi cara. No tenía más de veintiún o veintidós años; su pelo rubio, sus ojos color chocolate, así como la boca grande y las delicadas facciones eran las de su madre. Pero si Agatha era estilizada y firme, él era casi tan alto como Matthew, con los hombros anchos y las caderas estrechas de un nadador. Una mochila enorme le colgaba de un hombro.
—¿Es usted Diana Bishop? —preguntó él.
Un rostro de mujer asomó al lado de Nathaniel. Era dulce y redonda, con ojos castaños inteligentes y con un hoyuelo en la barbilla. También ella tenía unos veintitantos años, y la apacible e insidiosa presión de su mirada indicaba que era una daimón.
Mientras me examinaba, un largo mechón de color castaño cayó sobre su hombro.
—Es ella —dijo la joven con un suave acento que revelaba que había nacido en el sur de Estados Unidos—. Es igual a la que aparecía en mis sueños.
—Está bien, Matthew —dije. Estos dos daimones no eran más peligrosos para mí que Marthe para Ysabeau.
—Entonces usted es el vampiro —dijo Nathaniel, mirándolo atentamente—. Mi madre me advirtió sobre usted.
—Pues debería hacer caso a sus recomendaciones —sugirió Matthew con una voz peligrosamente suave.
Nathaniel no se mostró impresionado.
—Ella me dijo que usted no vería con buenos ojos la llegada del hijo de un miembro de la Congregación. Pero no estoy aquí como enviado suyo. Estoy aquí por Sophie. —Pasó un brazo alrededor del hombro de su esposa con un gesto protector, y ella se estremeció al acercarse un poco más. Ninguno de los dos iba vestido para el otoño de Nueva York. Nathaniel llevaba un viejo chaquetón y Sophie sólo iba abrigada con un jersey de cuello alto y una chaqueta tejida a mano que le llegaba a las rodillas.
—¿Los dos son daimones? —me preguntó Matthew.
—Sí —respondí, aunque algo me hizo dudar.
—¿Tú también eres un vampiro? —le preguntó Nathaniel a Marcus.
Marcus le dirigió una gran sonrisa lobuna.
—Sí, señor.
Sophie todavía seguía tocándome con su característica mirada de daimón, pero también había un ligero hormigueo en mi piel. La mano de ella se deslizó posesivamente sobre su vientre.
—¡Estás embarazada! —exclamé.
Marcus se sintió tan sorprendido que aflojó la mano con la que me agarraba. Matthew me detuvo cuando pasé junto a él. La casa, nerviosa por la aparición de dos visitantes y por el brusco movimiento de Matthew, manifestó su desagrado cerrando con un golpe brusco las puertas del salón principal.
—Lo que tú sientes… me pasa a mí —explicó Sophie, acercándose unos centímetros más a su marido—. Vengo de una familia de brujas, pero yo salí diferente.
Sarah entró en el vestíbulo, vio a los visitantes y alzó las manos al cielo.
—¡Lo que nos faltaba! Ya había dicho yo que pronto habría daimones en Madison. De todas formas, la casa por lo general conoce nuestros asuntos mejor que nosotros mismos. Pues bien, ya que estáis aquí, será mejor que entréis. Fuera hace frío.