La casa gruñó como si estuviera muy harta de nosotros cuando entraron los daimones.
—No os preocupéis —dije, tratando de tranquilizarlos—. La casa nos avisó que estabais a punto de llegar, aunque parezca que está protestando.
—La casa de mi abuela era igual. —Sophie sonrió—. Vivía en Seven Devils, el antiguo pueblo normando. Allí nací. Forma parte oficialmente de Carolina del Norte, pero mi padre decía que nadie se había molestado en informar de ello a la gente del pueblo. Somos una especie de nación aparte.
Las puertas del salón principal se abrieron de par en par, dejando ver a mi abuela y a tres o cuatro Bishop más que observaban aquellos movimientos con interés. Un muchacho con una cesta de frutas del bosque saludó con la mano. Sophie le devolvió el saludo tímidamente.
—Mi abuela también tenía fantasmas —explicó tranquilamente.
Los fantasmas, sumados a dos vampiros poco amistosos y una casa excesivamente expresiva fueron demasiado para Nathaniel.
—No nos quedemos aquí más tiempo del necesario, Sophie. Has venido a darle algo a Diana. Dáselo y marchémonos —dijo Nathaniel. Miriam escogió ese instante para salir de las sombras junto al comedor, con los brazos cruzados sobre el pecho. Nathaniel dio un paso hacia atrás.
—Primero vampiros, ahora daimones. ¿Qué vendrá luego? —masculló Sarah. Se volvió hacia Sophie—: ¿Así que estás más o menos de cinco meses?
—El bebé se aceleró la semana pasada —respondió Sophie, con las dos manos apoyadas sobre el vientre—. Fue entonces cuando Agatha nos dijo dónde podíamos encontrar a Diana. Ella no sabía nada sobre mi familia. He estado soñando contigo durante meses. Y no sé qué fue lo que Agatha vio que la asustó tanto.
—¿Qué tipo de sueños? —intervino rápidamente Matthew.
—Dejemos que Sophie se siente antes de someterla a este interrogatorio. —Sin decir nada más, Sarah se hizo cargo de la situación—. Em, ¿puedes traernos unas galletas? Y leche también.
Em se dirigió a la cocina, donde pudimos escuchar los ruidos distantes de los vasos.
—Podrían ser mis sueños o podrían ser los de ella. —Sophie se miró el vientre mientras Sarah los conducía, a ella y a Nathaniel, al interior de la casa. Miró por encima de su hombro a Matthew— . Como ves, se trata de una bruja. Probablemente eso era lo que le preocupaba a la madre de Nathaniel.
Todas las miradas se dirigieron al vientre que sobresalía debajo del jersey azul de Sophie.
—¡Al comedor! —ordenó Sarah en un tono que no admitía discusiones—. ¡Todo el mundo al comedor!
Matthew me retuvo.
—Resulta demasiado extraño que hayan aparecido justo ahora. No hay que mencionar el asunto de viajar en el tiempo delante de ellos.
—Son inofensivos. —Todos mis instintos lo confirmaban.
—Nadie es inofensivo, y eso también cuenta para el hijo de Agatha Wilson. —
Tabitha,
que estaba sentada junto a Matthew, maulló para mostrar que estaba de acuerdo.
—Vosotros dos, ¿vais a venir con nosotros o tendré que arrastraros para que os acerquéis? — nos llamó Sarah.
—Ya vamos —respondió Matthew suavemente.
Sarah estaba en la cabecera de la mesa. Señaló las sillas vacías a su derecha.
—Sentaos.
Estábamos frente a Sophie y Nathaniel, que había dejado un asiento vacío entre ellos y Marcus. El hijo de Matthew repartía su atención entre su padre y los daimones. Yo me senté entre Matthew y Miriam, que no apartaban sus ojos de Nathaniel. Cuando Em entró, traía una bandeja cargada con vino, leche, boles con frutas del bosque y frutos secos, y un enorme plato de galletas.
—¡Por Dios, esas galletas despiertan en mí un profundo deseo de ser una criatura de sangre caliente! —exclamó Marcus con un tono reverente, y cogió uno de los discos dorados rellenos con chocolate para llevárselo a la nariz—. Su olor es tan delicioso como horrible el gusto que tienen.
—Prueba éstos —ofreció Em, acercándole un bol de frutos secos—. Están recubiertos con vainilla y azúcar. No son galletas, pero se parecen. —También le pasó una botella de vino y un sacacorchos—. Ábrela y sírvele a tu padre.
—Gracias, Em —dijo Marcus con la boca llena de nueces pegajosas mientras descorchaba la botella—. Eres maravillosa.
Sarah observó atentamente mientras Sophie bebía con avidez el vaso de leche y se comía una galleta. Cuando la daimón estiró la mano en busca de su segunda galleta, mi tía se volvió hacia Nathaniel.
—¿Y dónde está tu coche? —Teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido, era una pregunta rara para iniciar la conversación.
—Hemos venido a pie. —Nathaniel no había tocado nada de lo que Em le había puesto delante.
—¿Desde dónde? —preguntó Marcus incrédulo, mientras le pasaba un vaso de vino a Matthew. Había visto lo suficiente del campo circundante como para saber que no había nada a una distancia razonable como para venir caminando.
—Hemos viajado con un amigo desde Durham hasta Washington —explicó Sophie—. Luego cogimos un tren desde allí hasta Nueva York. No me gustó mucho la ciudad.
—Fuimos en tren a Albany y luego a Syracuse. Un autobús nos llevó a Cazenovia. — Nathaniel tocó con la mano el brazo de Sophie a modo de advertencia.
—Él no quiere que cuente que aceptamos ser recogidos por un coche desconocido —confesó Sophie con una sonrisa—. La señora sabía dónde estaba la casa. A sus hijos les encanta venir aquí en Halloween porque ustedes son brujas de verdad. —Sophie tomó otro sorbo de leche—. Aunque no necesitábamos que nos dijeran dónde estaba la casa. Hay mucha energía en ella. Es imposible no descubrirla.
—¿Hay alguna razón por la que elegiste dar un rodeo tan grande? —le preguntó Matthew a Nathaniel.
—Alguien nos siguió hasta Nueva York, pero Sophie y yo nos subimos en el tren de Washington y dejaron de interesarse por nosotros —respondió Nathaniel, molesto.
—Luego bajamos del tren en Nueva Jersey y fuimos a la ciudad. Un hombre en la estación nos dijo que los turistas se confunden casi siempre con los trenes que tienen que coger. Ni siquiera nos cobraron, ¿no es cierto, Nathaniel? —Sophie parecía encantada con el trato amable que habían recibido por parte de la Amtrak, la compañía de ferrocarriles.
Matthew siguió con su interrogatorio a Nathaniel:
—¿Dónde vais a quedaros?
—Se quedarán aquí. —La voz de Em tenía un cierto tono agudo—. No tienen coche y la casa ya ha hecho una habitación para ellos. Además, Sophie tiene que hablar con Diana.
—Me gustaría hacerlo. Agatha dijo que tú podrías ayudarnos. Mencionó algo sobre un libro para el bebé —dijo Sophie en voz baja. Marcus dirigió rápidamente su mirada a la página del Ashmole 782, cuyo borde sobresalía por debajo del gráfico que dibujaba la cadena de mando de los caballeros de Lázaro. Rápidamente acomodó todos los papeles en un solo montón y puso encima del todo una serie de resultados de ADN de aspecto inofensivo.
—¿Qué libro, Sophie? —pregunté.
—No le dijimos a Agatha que yo pertenecía a una familia de brujas. Ni siquiera se lo dije a Nathaniel…, por lo menos no lo hice hasta que no vino a casa para conocer a mi padre. Estábamos juntos desde hacía casi cuatro años, y mi padre estaba enfermo y perdía el control sobre su magia. No quería que Nathaniel se asustara. De todos modos, cuando nos casamos, pensamos que lo mejor era no montar ningún escándalo. Agatha ya estaba en la Congregación y siempre hablaba de las reglas de segregación y de lo que ocurría cuando la gente las violaba. —Sophie negó con la cabeza— . Eso nunca tuvo sentido para mí.
—¿El libro? —repetí, tratando delicadamente de desviar la conversación.
—¡Ah! —Sophie arrugó la frente para concentrarse y se quedó en silencio.
—Mi madre estaba emocionada con el bebé. Dijo que iba a ser la niña mejor vestida que jamás se ha visto. —Nathaniel sonrió a su esposa tiernamente—. Entonces empezaron los sueños. Sophie presentía que se aproximaba una época de problemas. Ella tiene premoniciones fuertes para ser una daimón, igual que mi madre. En septiembre empezó a ver tu cara, Diana, y a escuchar tu nombre. Sophie dijo que la gente quiere algo de ti.
Matthew me tocó con los dedos en la parte baja de la espalda, donde nacía la cicatriz de Satu.
—Enséñales la jarra con su cara, Nathaniel. Es sólo una fotografía. Yo quería traerla, pero él dijo que no podíamos llevar una jarra de cuatro litros desde Durham hasta Nueva York.
Su marido sacó obedientemente su teléfono e hizo aparecer una fotografía en la pantalla. Nathaniel le pasó el teléfono a Sarah, que se quedó con la boca abierta.
—Soy alfarera, como mi madre y mi abuela. Mi abuela usaba el fuego de brujos en su horno, pero yo trabajo sólo de la manera habitual. Todas las caras de mis sueños aparecen en mis cacharros. No todas asustan. La tuya tampoco.
Sarah le pasó el teléfono a Matthew.
—Es preciosa, Sophie —dijo él con sinceridad.
Tuve que estar de acuerdo. Su forma alta y redondeada era de color gris pálido, y dos asas se curvaban hacia fuera desde su boca. En la parte de delante había una cara…, mi cara, aunque distorsionada por las proporciones de la jarra. Mi barbilla sobresalía de la superficie, así como la nariz, las orejas y el trazo amplio de los huesos bajo mis cejas. Gruesos garabatos asemejaban mi cabello. Tenía los ojos cerrados, y mi boca sonreía plácidamente, como si estuviera guardando un secreto.
—Esto es para ti. —Sophie sacó un objeto pequeño y lleno de bultos del bolsillo de su chaqueta. Estaba envuelto en un hule asegurado con un cordel—. Cuando el bebé se aceleró, estuve segura de que era tuyo. El bebé lo sabe también. Tal vez fue eso lo que preocupó tanto a Agatha. Y por supuesto ninguno de nosotros sabe qué hacer con un bebé que será bruja. La madre de Nathaniel pensó que tú podrías tener alguna idea.
Observábamos en silencio mientras Sophie se ocupaba de deshacer el paquete.
—Lo siento —farfulló—. Lo ha atado mi padre. Él estuvo en la marina.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó Marcus, tendiendo la mano hacia el paquete.
—No, ya está. —Sophie le sonrió dulcemente y volvió a su tarea—. Tiene que estar envuelto, si no, se ennegrece. Y se supone que no es negro, sino blanco.
Aquello había provocado una gran curiosidad en todos nosotros. No se oía un solo ruido en la casa, salvo el que hacía la lengua de
Tabitha
al lamerse las patas. El cordel salió y luego lo siguió el hule.
—Aquí tienes —susurró Sophie—. Puede que no sea una bruja, pero soy la última de los normandos. Hemos estado guardando esto para ti.
Era una pequeña estatuilla de no más de diez centímetros de alto y estaba hecha de una plata vieja que brillaba con los suaves reflejos bruñidos que se ven en las vitrinas de exposición de un museo. Sophie giró la estatuilla para que mirara hacia mí.
—Diana —dije innecesariamente. La diosa estaba representada con precisión, desde las puntas de la luna creciente sobre su frente hasta sus pies con sandalias. Estaba en movimiento, con un pie dando un paso adelante mientras una mano iba hacia los hombros para sacar una flecha de la aljaba. La otra mano reposaba sobre la cornamenta de un ciervo.
—¿Dónde has conseguido eso? —La voz de Matthew sonaba extraña y su cara se había puesto gris.
Sophie se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Los normandos lo han tenido desde siempre. Ha ido pasando de generación en generación dentro de esta familia de brujos y brujas. «Cuando llegue el momento, dásela a quien la necesite». Eso es lo que mi abuela le decía a mi padre, y mi padre me lo dijo a mí. También estaba escrito en un pequeño trozo de papel, pero se perdió hace mucho tiempo.
—¿Qué pasa, Matthew? —Marcus parecía inquieto. Igual que Nathaniel.
—Es una pieza de ajedrez —a Matthew se le quebró la voz—. La reina blanca.
—¿Cómo lo sabes? —Sarah observó la estatuilla con mirada crítica—. No se parece a ninguna pieza de ajedrez que yo haya visto.
Matthew tuvo que esforzarse por hacer salir las palabras; sus labios estaban apretados.
—Porque hubo un tiempo en que fue mía. Mi padre me la regaló.
—¿Y cómo vino a parar a Carolina del Norte? —Estiré mis dedos hacia el objeto de plata, y la estatuilla se deslizó sobre la mesa como si quisiera que yo la cogiese. La cornamenta del ciervo se clavó en la palma de mi mano cuando la cogí y al tocarla el metal se calentó rápidamente.
—La perdí en una apuesta —dijo Matthew en voz baja—. No tengo ni idea de cómo llegó a Carolina del Norte. —Hundió la cara entre sus manos y murmuró una sola palabra que no tenía sentido para mí—: Kit.
—¿Recuerdas cuándo estuvo en tu poder por última vez? —preguntó Sarah de manera brusca.
—Lo recuerdo con precisión. —Matthew levantó la cabeza—. Estaba jugando una partida con ella hace muchos años. Era la Noche de Difuntos. Fue entonces cuando perdí mi apuesta.
—Eso es la semana que viene. —Miriam se dio la vuelta en su asiento para mirar a Sarah a los ojos—. ¿Viajar en el tiempo sería más fácil en torno a la Noche de Todos los Santos y a la de Difuntos?
—¡Miriam! —reaccionó Matthew gruñendo, pero ya era demasiado tarde.
—¿Qué es eso de viajar en el tiempo? —le susurró Nathaniel a Sophie.
—Mi madre viajaba en el tiempo —respondió Sophie con otro susurro—. Lo hacía muy bien, además, y siempre volvía del siglo XVIII con muchas ideas para hacer teteras y jarras.
—¿Tu madre visitó el pasado? —preguntó Nathaniel con asombro. Miró por toda la habitación a aquella colección de diferentes criaturas y luego al vientre de su esposa—. ¿Eso es normal en las familias de brujos y brujas, como la clarividencia?
Sarah le respondió a Miriam por encima de la conversación susurrada de los daimones:
—No hay mucha separación entre los vivos y los muertos entre la noche de Halloween y la de Difuntos. No sería difícil deslizarse entre el pasado y el presente en ese momento.
Nathaniel parecía cada vez más preocupado.
—¿Vivos y muertos? Sophie y yo sólo hemos venido para entregar esa estatuilla, o lo que sea, para que ella pueda dormir por la noche.
—¿Se habrá recuperado Diana lo suficiente? —le preguntó Marcus a Matthew, ignorando a Nathaniel.
—En esta época del año a Diana debería resultarle mucho más fácil viajar en el tiempo — reflexionó Sarah en voz alta.
Sophie miró feliz alrededor de la mesa.
—Esto me recuerda los viejos tiempos, cuando la abuela y sus hermanas se reunían a chismorrear. Parecía que nunca prestaban atención a lo que las demás decían, pero siempre sabían lo que todas estaban comentando.