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Authors: José L. Collado

El día que murió Chanquete (10 page)

BOOK: El día que murió Chanquete
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Ni siquiera cuando las energías volvieron a mis músculos y la lengua hubo resucitado me sentí con fuerzas para sacar el tema de su desaparición en la discoteca. De hecho, ni siquiera me había atrevido aún a mirarle a los ojos, aterrado por la posibilidad de que lo que había creído no ver la noche anterior siguiese sin estar allí.

Enric, en cambio, estaba completamente despierto y se movía por su hogar con total naturalidad. Parecía disfrutar con mi patético estado. Me trataba como a un crío indefenso, me revolvía el pelo al pasar junto a mí y me acariciaba los hombros en un intento por darme ánimos para superar la situación. Finalmente se sentó frente a mí mojando un croissant en su té.

—¿Estás mejor?

—Bueno, ya puedo hablar —contesté protegido por las gafas de sol y con la vista fija en mi tercer café.

—¿Te molesta el sol? Si quieres entramos dentro. Es que hacía un día tan bueno... Parece mentira que estemos casi en noviembre.

—Me siento como Nosferatu en Benidorm. Pero tranquilo, el aire fresco me viene muy bien.

—¿Qué te pasó en Metro? Parecía que hubieses visto al mismísimo Diablo.

Levanté los ojos hasta encontrar los suyos. Volvían a estar tristes y sonrientes.

—Lo vi, pero creo que fue una alucinación provocada por la farlopa —sonreí también, y todos los músculos de mi cara se resintieron dolorosamente.

Hubo un largo silencio. Al bajón por la resaca del festival se unía el bajón por mi inminente partida. La idea de que en unas horas tenía que coger el tren de vuelta me encogía el estómago aún más, a pesar de que Enric no había mencionado el tema y parecía no darle ninguna importancia.

—No hemos hecho nada de turismo —dijo al fin—. ¿Te apetece dar un paseo? Podemos ir al Parque Güell, o al Gótico...

—No estoy para mucho movimiento, la verdad. Tampoco me queda mucho tiempo y prefiero estar aquí contigo.

—Como quieras. Pero luego he quedado con Margarida, me apetece que la conozcas.

Margarida era su amiga del alma, su Silvia, y supuse que Enric querría su opinión sobre mí. Desde luego, no era el mejor día para desplegar mis encantos, pero no podía decir que no, así que en las horas siguientes hice un auténtico esfuerzo por reconstruir mi alma disuelta en alcohol y cocaína, y para cuando salimos en busca de Margarida había conseguido recuperar cierta locuacidad y el dolor de cabeza ya no era más que una leve molestia sobre mi ojo derecho.

Margarida nos esperaba ya ante un poleo-menta cuando entramos en el Café de l'Opera, un admirable ejemplo del Modernismo omnipresente en la ciudad, en tiempos lugar de encuentro de la burguesía airosa (incluida la madre de Enric) y convertido ahora en parada indispensable de los guiris trota-ramblas. Margarida debía de rondar los 40, de estética anticonvencional, pelo rapado y teñido de amarillo canario, varios pendientes en cada oreja e indiscretos anillos de plata en casi todos los dedos. Me besó efusivamente cuando Enric nos presentó, y sus gestos resueltos transmitían una personalidad fuerte y sin ningún reparo en demostrarlo.

Se saludaron en catalán, pero enseguida pasaron al castellano a pesar de mi beneplácito para seguir usando su lengua. Era la primera vez que Enric y yo estábamos ante terceros y pude constatar con satisfacción que Margarida estaba bastante informada sobre mí y mis circunstancias. Yo en cambio sabía muy poco de ella: que estaba divorciada y que se dedicaba al doblaje de películas. El tema del divorcio no me pareció apropiado para un primer encuentro, así que me quedaban pocas opciones para entablar una conversación.

—La escuela de dobladores catalanes tiene fama de ser la mejor —lo había leído en algún sitio.

—Sí, bueno, eso es porque igual doblamos al castellano que al catalán. Hay mucho trabajo, sobre todo ahora con los DVD.

—Margarida es actriz también —terció Enric.

—Pero no debo de ser muy buena, hace años que no me llama nadie —dijo con impostada resignación.

—Quién sabe —intervine conciliador—. Mira Constantino Romero, ahora hace teatro y no le va mal, ¿no?

—Sí, pero Tino es Dios y puede hacer lo que le dé la gana, y yo tengo que comer... Pero no pasa nada, ya lo tengo asimilado. No todas podemos ser Nicole Kidman.

—¿Te gusta la Kidman? —por fin algo en común.

—Mucho. Es un poco zorrón, pero todo lo que hace lo borda.

—¿Incluido ese bodrio sobre carreras de coches, cómo se llamaba...?


¿Días de trueno
? No, claro, esa la hizo para colarse en Hollywood y pescar al tontilán de Tom Cruise.

—A mí me dejó muerto en
Todo por un sueño,
la peli de Gus Van Sant. Está espléndida, y funciona muy bien con el hermano de River Phoenix. Ese chaval promete.

—Sí, es su mejor papel en cine hasta ahora. Yo me muero de ganas de ver lo que está rodando con Baz Luhrmann, el de
Romeo y Julieta.
Creo que hace de bailarina de can-can, y sale también el de
Trainspotting,
cómo se llama...

—¿Ewan McGregor y Nicole Kidman bailando can-can?

—Sí, ¡y además cantan! Me han dicho que la banda sonora es espectacular.

—Habrá que verlo. A mí me fascinó esa revisión kitsch de
Romeo y Julieta,
pero no me puedo imaginar a estos dos cantando y bailando en plan La Bella Dorita.

Enric soltó una carcajada. Se le notaba encantado de vernos congeniar. Por un rato me olvidé de mi tren, de la resaca y del bajón, y disfruté de una charla muy agradable en la que Margarida estuvo encantadora y Enric apenas intervino, concentrado en su papel de espectador de un combate amistoso. De camino a casa, con el tiempo justo de recoger mi mochila y salir pitando para la estación, me confirmó que ella también se había llevado una buen impresión sobre mí porque, según dijo, cuando alguien no le gusta no tiene ningún reparo en hacerlo evidente.

Si por la mañana, por primera vez desde que nos conocíamos, no había sentido el menor deseo sexual, ahora, mientras recogía mis cosas apresuradamente, hubiese dado cualquier cosa por subir una vez más al dormitorio. Enric lo notó y el último beso antes de abandonar el ático se alargó y se alargó hasta terminar ambos con los pantalones en los tobillos, masturbándonos mutuamente con las lenguas entrelazadas.

Fue una despedida de emergencia, con un punto de sordidez y de morbo por inesperada. No hubo tiempo para más, como tampoco lo hubo en la estación. Un abrazo vigoroso, un piquito de extranjis y mi promesa de llamarle al llegar a casa.

—Gracias por todo. Ha sido un finde muy especial.

—Gracias a ti. Me ha encantado tenerte aquí —la sonrisa triste reapareció en todo su esplendor, y con ella el hormigueo en mi estómago, esa especie de ternura magnificada que nunca antes había sentido por nadie.

—Nos vemos pronto. Ve haciendo un hueco en tu agenda, ahora te toca a ti.

—Claro, ya hablamos. Cuídate.

Caí derrotado en el asiento ante la mirada desdeñosa de mi compañera de viaje, una vieja embutida en un visón ajado que no debía de tener ni para un billete en preferente, pero que seguro que se acordó de toda mi familia obrera cuando desparramé mis piernas hasta invadir su espacio, apoyé la cabeza en la ventanilla y me dispuse a recuperar el sueño malgastado entre nubarrones y gusanos. Y antes de dejar el subsuelo de Sants mis neuronas vagaban ya entre enaguas voladoras y amores épicos en las playas de Verona.

—Vale, tiene una casa de puta madre y habéis follado como cerdos. ¿Qué más?

—Pues hemos salido mucho, he conocido a su mejor amiga...

—Ya, ¿y cómo es él?

—¿Que a qué dedica el tiempo libre?

—No, capullo. Que ahora que le conoces mejor, ¿qué te parece? ¿Te sigue haciendo tilín o ya lo has aborrecido como a los demás?

—Pues creo que ahora me hace tolón.

—¡Ay, qué ojillos! Cari, no sé si lo sabes, pero estás coladito por sus huesos.

Silvia no dejó pasar ni veinticuatro horas para venir a casa exigiendo un relato pormenorizado del fin de semana. Compartíamos porro y mistela al arrullo del cedé de Jobim que acababa de comprar en la FNAC a la vuelta del trabajo.

—Entonces, ¿le amas locamente?

—Pues no lo sé seguro. Desde luego esto es nuevo, nunca me había sentido así. Y si antes del finde ya estaba tontito, ahora se ha multiplicado por mil... ¿Sabes aquello que te conté de Chanquete?

—¿Lo de que te traumatizó su muerte de pequeño?

—Eso. Pues salvando las distancias, porque yo era un crío y es imposible que aquello fuese nada real, el recuerdo que tengo de aquella sensación es lo más parecido a esto que me está pasando ahora. No sé cómo explicarlo. Es una especie de... ternura melancólica. Pienso en él a todas horas, le echo muchísimo de menos... ¡Y sólo llevo un día sin verlo!

—Estás coladito. A ver, la prueba del algodón: ¿te apetece tirarte al ingeniero ese o a alguno de tus comodines?

—¡Qué va! No he quedado con nadie desde que empezamos a hablar por teléfono. Y me da asco sólo pensar en acostarme con alguien que no sea Enric... Es que no es lo mismo.

—Vale, definitivamente estás coladito coladito. ¿Y él qué? ¿Está igual? Para eso ibas a Barcelona, ¿no?

—Pues no lo sé. Yo creo que él estaba igual de a gusto que yo, pero no se lo pregunté. No hablamos del tema directamente, pero me parece un poco pronto para hablar de compromisos y esas cosas, ¿no?

—Hombre, tú lo sabrás mejor que yo. Pero no estaría mal que te asegurases un poquito antes de tirarte de cabeza a la piscina, cari.

—Tú siempre tan optimista.

—Realista.

—Vale, pa ti el duro.

No le conté nada de los otros polvos, los blancos, porque, aunque ella es muy tolerante en temas de drogas (los porros no cuentan), vivió con lógica preocupación mi excesiva afición de unos meses antes. Yo tenía claro que lo de Barcelona había sido una excepción y desde luego no pensaba repetir en mucho tiempo, así que ¿para qué darle una imagen equívoca de Enric?

Tampoco le hablé del susto en la discoteca. No por miedo a darle una imagen falsa de Enric esta vez, sino porque cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que todo lo que sucedió en aquel lugar, el terrorífico calvario por el que pasé, no fue más que un mal viaje, un producto de mi imaginación hiperestimulada por la farlopa.

Pero Silvia había metido el dedo en la llaga, y tenía todo el derecho de hacerlo. ¿Sentía Enric lo mismo que yo?

Mi inconsciente parecía rechazar la duda razonable y mi consciente enfocaba hacia otra dirección no menos trascendente: la progresiva aceptación de que lo que recorría mis nervios de arriba abajo era eso que tanto respeto me había causado siempre; ese sentimiento innombrable devaluado por siglos de mala literatura y malas películas, mancillado por sacacuartos de toda índole cada 14 de febrero; ese imprevisible resorte del alma sin explicación científica. El amor, sí. Por primera vez en mi vida, tras semanas de reflexión y negación, de voluntarios jarros de agua fría sobre la imaginación volátil, por fin el corazón indomable, como diría Camela, había vencido a la hasta ese momento invicta razón. Ya podía decirlo con todas las letras: estaba enamorado. Acababa de saltar del trampolín y en el aire me sentía feliz como nunca, haciendo el ángel con elegancia, seguro de mí mismo, admirado desde los márgenes de la piscina, como un Johnny Weissmuller borracho de sí mismo.

Pero, ¿qué pasaría al llegar abajo? ¿Rasgaría la superficie del agua sin salpicar apenas como los saltadores chinos? ¿Caería en bomba como un luchador de sumo empapando a los espectadores? ¿O en plancha como un crío inexperto que al salir disimula para que sus amigos no noten el escozor en su vientre? La última y obvia posibilidad, que la piscina estuviese vacía, era simplemente inconcebible. Como es inconcebible para el cristiano que no haya nada después de la muerte. Como es inconcebible para el perro fiel que su amo lo abandone en una gasolinera. Inconcebible.

En las semanas posteriores al viaje seguimos hablando casi a diario. Se confirmó la buena impresión que le había causado a Margarida, que me definió como «un noi molt maco i molt interessant». Supe además que la resuelta Margarida había pasado por un bache años atrás, que su fortaleza se había derrumbado por un problema sentimental y había terminado en Urgencias con un frasco de somníferos en el estómago. Al parecer, su agresiva autoconfianza era el fruto de años de terapia, y según el siquiatra ya estaba casi lista para enfrentarse a una hipotética nueva relación. Me sorprendió doblemente: primero, porque Margarida no me parecía en absoluto el prototipo de femme fatale que se suicida por amor; y segundo, porque era la primera persona que yo conocía que había pasado por las manos de un siquiatra de verdad. Siempre pensé que los siquiatras eran seres abstractos, proyectados desde las películas de Woody Allen hacia algún limbo social ajeno a la mayoría de los mortales. Enric, en cambio, hablaba de siquiatras y sicoanalistas, de terapias individuales y de grupo, de ansiolíticos y antidepresivos, con la misma naturalidad con que Coco explicaba la diferencia entre delante y detrás.

Alguna noche me dormí esperando una llamada que no llegó. Pero siempre hubo una razón factible: cena de trabajo que se alarga inesperadamente; sesión golfa en un cine de versión original; visita a su hermana y su sobrino; etc. Al fin y al cabo, tampoco era imprescindible hablar todos los días, y yo mismo le había insistido en no condicionar su vida a esa llamada diaria. Claro que cuando esto ocurría yo me acordaba de mi comprensiva actitud y de todos mis muertos, y de los suyos de paso por negarse a tener un puto teléfono móvil.

Enric era un hombre silencioso y sutil. Tomé conciencia de ello durante estas charlas telefónicas, pero reflexionando sobre este descubrimiento me di cuenta de que su domino del silencio era una seña de identidad también en el cara a cara. Al teléfono era capaz de permanecer en silencio durante lo que a mí, como interlocutor, me parecían eternidades aunque en realidad fuesen apenas unos segundos. Lo que en un primer momento consideré una dificultad de comunicación, esos vacíos en la conversación, fueron poco a poco adquiriendo el rango de virtud. Porque eran silencios llenos de significado, pausas voluntarias cuya función era a veces darme tiempo para pensar, o dárselo él mismo, y otras veces servían para enfatizar lo dicho justamente antes, como un sello oficial estampado al final de un documento. Y si al principio me sentía incómodo por considerar el silencio como una incitación a intervenir, casi una obligación de llenar esos huecos, poco a poco le perdí el miedo y aprendí a disfrutar de él como un recurso más de nuestras conversaciones, una rareza que daba a nuestras charlas una inaudita pátina de profundidad.

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