Read El día que murió Chanquete Online
Authors: José L. Collado
Me despertó el sol en la cara, solo en la enorme cama, y necesité unos segundos para recordar dónde estaba y cómo había llegado allí. No era resaca, sólo mi habitual desubicación matinal. Pude comprobar que las borlas y pasamanería se extendían a cortinas y alfombras, y descubrí una preciosa lámpara imitación (o no) de Murano colgando amenazadora sobre mi cabeza. Tras una rápida ducha, en la que evité el contacto directo del agua caliente con la polla y los pezones descarnados, salí de la habitación en busca de Enric. Pero a quien me encontré fue a Alfredo, Sissi Emperatriz, bigote setentero y músculos desinflados por la edad, que me invitó a sentarme a la mesa de la enorme cocina-comedor, un espacio acristalado y muy luminoso con vistas al jardín.
—Enric ha salido un momento —dijo sirviéndome café y tostadas—, volverá enseguida.
Gruñí un agradecimiento y me lancé sobre el desayuno como un náufrago rescatado por el Love Boat. Tras el segundo café, dos vasos de agua, uno de zumo de naranja, un par de tostadas con aceite de oliva y el primer cigarro del día, ya me sentía con fuerzas para socializarme.
—Muchas gracias —dije vocalizando ya—, sin café no soy persona.
—No eres el único —dijo soltando la regadera con la que había estado atendiendo a sus muchas plantas—, sobre todo después de una noche de pasión, ¿no?
Me dirigió una teatral mirada, muy mariquita, a la que respondí con una sonrisa de afectada resignación. Era fácil imaginar la razón por la cual yo estaba allí, pero era evidente que Enric le había ampliado algo de información. Se sentó en un butacón años 30 retapizado en rosa chicle y encendió un cigarro sujetándolo como una vedet trasnochada.
—¿Hace mucho que conoces a Enric? —pregunté sobre seguro.
—De toda la vida. Los dos somos de Gracia, estudiamos juntos...
—Pero tú eres más joven —lo dije sinceramente, y no como un cumplido.
—No tanto, nos llevamos dos años... 45, si tanto te interesa.
—No los aparentas —dije, considerando que 47 era una buena edad y que Enric sí los aparentaba.
—Gracias, mi trabajo me cuesta.
Hubo un incómodo silencio que rompí con una obviedad:
—Es majo, Enric, ¿no?
—Sí, yo le quiero mucho —dijo mirando su cigarro, algo ausente—. No te equivoques, nunca ha habido nada entre nosotros. No es mi tipo ni yo el suyo.
—¿Y cuál es su tipo? —había encontrado el filón.
—Pues así como tú... jovencitos, sin pluma, delgaditos, con gafas...
—¿Con gafas? —pregunté sorprendido de que alguien encontrase atractivo aquel artificio que llevaba casi veinte años martirizando mi nariz.
—Sí, le gustan con pinta de intelectual, no me preguntes por qué. Todos los novios que le conozco llevaban gafas, aunque algunos tenían de intelectual lo que yo de Ana Botella.
—¿Y han sido muchos? Novios, digo...
—Bueno, muchos rollos más o menos largos. Novios estables muy pocos... Pero esto mejor que te lo cuente él si quiere, no es cosa mía.
—Perdona, tienes razón —se me había visto el plumero e intenté quitarle fuego al asunto—. Tampoco es que me quite el sueño, le conozco de unas horas... ¿Adonde has dicho que iba?
—No lo sé, a comprar el periódico, creo —contestó retomando cierta distancia—. ¿Y qué edad tienes tú? si puedo preguntarlo...
—25, aunque siempre me echan más.
—Aparentas más mayor, es verdad.
—Ya. Cuando tenía 20 años me halagaba lo de «eres muy maduro para tu edad». Ahora ya no me hace tanta gracia, la verdad.
—Tómatelo como un cumplido. No eres una niña descerebrada de las que abundan por estas playas, eso es lo que quería decir.
—Te he entendido, no te preocupes. Tienes una casa impresionante —dije para aligerar tensiones—. Los muebles son auténticos, ¿no?
—La mayor parte sí —respondió con evidente orgullo—, nouveau y decó principalmente, y también alguna pieza de los cuarenta y cincuenta, como ese cenicero que estás usando.
—Me encantan —dije admirando la sinuosa marquetería de una cómoda impecable—. Y a través de la cristalera vi a Enric cruzar el jardín con la mirada perdida y un fajo de periódicos bajo el brazo. Me incorporé en la silla y apagué el cigarro.
—Bon día —dijo al entrar, recuperando su sonrisa triste de la noche anterior, y vino directo a darme un piquito que yo agradecí con una sonrisa y otro «bon dia».
—¿Has dormido bien? —el verde de sus ojos era mucho más intenso a la luz del día.
—Como un bendito —contesté con una mirada cómplice.
—Te quedas a comer, ¿no? —soltó los periódicos y sus voluminosos suplementos con un golpe sordo sobre la mesa.
—No puedo —contesté sorprendido por la directa invitación—.Tengo que estar en Barcelona antes de las cuatro para coger el tren, y aún tengo que pasar por mi hotel a recoger la maleta —la decepción en su mirada parecía real—. De todas formas no podría, acabo de meterme un pedazo de desayuno que Alfredo me ha ofrecido amablemente.
—Qué pena —parecía realmente contrariado—, ¿y te tienes que ir hoy?
—Si, mañana trabajo —me lamenté, tan decepcionado como él por no poder repetir los placeres de la noche anterior.
—Tendrás tiempo para un café, ¿no? —había captado que su interés era correspondido.
—Claro, siempre hay tiempo para un café.
Lo preparó él mismo, moviéndose por la cocina como si conociese exactamente lo que escondía cada una de las decenas de puertas, mientras Alfredo liaba un porro de hachís con enervante parsimonia. Mis miradas no debieron de ser tan discretas como yo pretendía, porque cuando terminó se acercó y me lo tendió.
—Toma, ahora me lío yo otro —y se marchó escaleras arriba moviendo el culo y tarareando con sorna el
Love Is in The Air.
Enric me colocó delante el café y se sentó junto a mí con una taza de té. Le tendí el porro ya encendido, pero negó con la cabeza.
—No fumo, ni porros ni nada.
—Qué sano —dije yo, tenso por habernos quedado a solas.
—Entonces te vas ya... Es una lástima, hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien con alguien.
—Ya, es una putada, yo también disfruté de verdad —dije, intentando recuperar la proximidad de la noche anterior.
—De todas formas, nos volveremos a ver —dijo convencido.
—Claro —dije yo, menos convencido— ahora te doy mi teléfono y cuando quieras estás invitado a Paellalandia.
Me rió la broma y tras unos segundos de silencio propuso:
—Oye, estoy pensando... ¿subimos un ratito a la habitación?
Eché un vistazo al relojito del móvil. Aún tenía un par de horas. Le miré con picardía y sentí la complicidad renacer. Apuré el canuto y dije:
—Venga.
Me arrastró de la mano escaleras arriba y nos desnudamos mutuamente con prisas, más por la urgencia del deseo que por la escasez de tiempo. Una vez más, ejecutamos el repertorio de la noche anterior, limitado ahora por las magulladuras e irritaciones fruto del desenfreno nocturno, y cuando llegaron los climax nuestros cuerpos apenas fueron capaces de expulsar unas tristes gotas como prueba.
Nos abrazamos con fuerza, estrujándonos, las piernas embrolladas, temblando por la intensidad, hasta que el desgaste acumulado nos hizo relajar los músculos con un largo suspiro.
—Tenemos que volver a vernos —le susurré.
Asintió con la mirada, verdísima, sonriendo con una tristeza que me pareció más profunda que nunca, y me besó suavemente para sellar el trato.
Me vestí a toda prisa, anotamos números de teléfono sobre tarjetas de la Alfredo's Guests House y me acompañó a través del jardín hasta la puerta enrejada. Nos despedimos sin palabras, con otro abrazo estrecho y un piquito en los labios despellejados.
En apenas una hora recogí mis cosas, pagué el hostal, cogí el tren a Barcelona y, por los pelos, el que me llevaría de vuelta a Valencia. Las tres horas y media del trayecto las dediqué a intentar comprender qué había pasado, por qué sentía una melancolía infinita, por qué no podía apartar de mi cabeza aquel mostacho, aquel pelo rebelde y, sobre todo, aquella sonriente tristeza de unos ojos verdes que, yo aún no lo sabía, iban a ser mi felicidad y mi tormento.
¿Era este el Chanquete de mis sueños? ¿Había encontrado por fin mi media sandía? ¿Cómo era posible que un tío al que apenas conocía de unas horas (muy intensas, eso sí) me obsesionase de la forma que Enric lo hacía? ¿Era eso el amor?
Durante una semana busqué respuestas a estas y otras preguntas igualmente insólitas, esperando una llamada que no llegaba e intentando frenar el paulatino desvanecimiento de sus rasgos en mi memoria. El tiempo es un disolvente selectivo pero implacable, y aunque la sonrisa triste seguía intacta en mi recuerdo, incrustada en mi alma, el resto de su fisonomía, su voz, sus gestos, iban desapareciendo inexorablemente. O más bien transformándose, mutando en algo irreal, etéreo, un reflejo infiel, deformado por los días, las horas, los minutos transcurridos recorriendo mis neuronas, rebotando en las paredes de mi cráneo, desfigurándose con cada golpe hasta convertirse en un fantasma, una vaga sombra de la realidad, idealizada hasta transformarla en el Chanquete perfecto, aquel que llenaría mi vida de todo lo que, de repente, faltaba en ella.
Pero no soy un soñador, no es mi naturaleza. Más bien al contrario, es la razón y no el corazón la que guía mi vida. Y en aquellos días de sinrazón y elucubraciones también tuve momentos de lucidez, momentos en que, no sin esfuerzo, conseguía por un instante detener la pelota y pensar fríamente, considerando esa otra probable realidad: que lo que pasó aquella noche en Sitges no fuera más que una simple anécdota como las muchas acumuladas ya, que Enric no fuera el ser especial que yo creía y que su vuelta a la cotidianeidad me hubiese eliminado de su mente de un plumazo, como a las docenas de jóvenes miopes que ocuparan antes mi lugar.
Tenía que salir de dudas.
Los domingos no son buenos días para afrontar temas trascendentales. Si has salido la noche anterior, es un día que se dedica a recuperar fuerzas, superar resacas, holgazanear repantigado en el sofá ante algún bodrio televisivo o, si se tienen las fuerzas necesarias para bajar al video-club, alguna película algo más prometedora. Si pillaste cacho el sábado, un sentimiento de libertad y de relativa satisfacción te inunda cuando el invitado desaparece. Si no hubo suerte, te asaltan las obsesiones habituales y tienes todo el día para martirizarte. Por eso, cualquier cosa que escupa la pantalla sirve. Lo que sea con tal de no pensar. Pero aquel domingo sólo había una idea en mi cabeza, regurgitada una y otra vez en mi cerebro embotado, y nada iba a conseguir extirparla de mis neuronas.
Me desperté sobre la una acompañado por uno de mis comodines habituales, un ingeniero redondo como un Don Pimpón, lampiño pero muy hábil, tosco pero enculable, con quien me encontré no por casualidad en la discoteca de siempre. Su presencia a mi lado, una vez evaporado el alcohol nocturno, me resultaba insoportablemente hiriente, así que le di puerta con la excusa exagerada de una resaca mortal.
Café y tabaco para la garganta flemática, pizza congelada para el estómago inestable y un largo baño, con porrito incluido, para eliminar toxinas y suavizar la percepción del mundo. Y soledad.
En efecto, el bodrio de turno en televisión no consiguió distraerme, pero me lo tragué entero. Único aliciente: los generosos planos de los brazacos y el corpachón semidesnudo de John Goodman ejerciendo de patriarca prehistórico en esa triste versión de carne y hueso de los míticos Picapiedra.
Enric era uno de esos románticos que todavía, en el umbral del siglo XXI, se resistía a cargar con un teléfono móvil. Defendía esa resistencia con el argumento de que su independencia se vería afectada, pero sin embargo llevaba un busca para urgencias de trabajo. Ni siquiera la obvia posibilidad de desconectar el teléfono cuando necesitase soledad parecía convencerle, así que terminé por aceptar esa contradicción como una más de sus peculiaridades.
El caso es que aquel domingo en que me decidí a dar el paso, insignificante para la Humanidad pero colosal para mí, la única forma de contacto que tenía era un teléfono fijo de Barcelona. Nueve dígitos que yo había memorizado ya a fuerza de estudiar la compacta caligrafía de aquella tarjeta guardada en el fondo del cajón de mi mesita de noche. Autoconvenciéndome de que, efectivamente, era el día D y la hora H, marqué en el móvil los nueve números y, tras unos segundos de duda, di el paso que no había sido capaz de dar en los días anteriores: apreté la tecla verde y, nervioso, esperé una respuesta.
Un tono, dos, tres, un chasquido y de repente una voz que reconocí pero no entendí hasta que, tras un instante, comprendí que era un mensaje en catalán, que luego se transformaba en inglés y terminaba con un aterrador pitido. Un escalofrío me subió desde la rabadilla y explotó en mi cerebro y, temblando, colgué sin decir una palabra. Era su voz, sin duda, pero yo no estaba preparado para algo así. Le esperaba a él, no a un contestador.
Encendí otro cigarro y reflexioné. Era una buena oportunidad para averiguar qué estaba pasando por su cabeza. Decidí pasarle la pelota. Apagué el televisor y apreté la tecla de rellamada. A pesar de no hablar catalán ni siquiera en la intimidad, mis conocimientos de valenciano y mis muchas horas como espectador de
TV3
me permitían seguir una conversación en esa lengua sin problemas. Aún no podía decir lo mismo del inglés, así que me concentré en la primera parte del mensaje grabado: «Ha trucat vostè al telèfon d'Enric Sanvisens, en aquests moments no el puc atendre, deixi si us plau el seu missatge després del senyal...». Su voz, aunque seria y profesional, mantenía el tono amable que yo conocía, e inmediatamente recuperó su forma original en mi memoria. Me maravillé de la fluidez de su inglés sin llegar a entender más que algunas palabras sueltas. Pero el pitido final me pilló desprevenido y, en un ataque de pánico, colgué sin decir nada.
Rezando para que aquel trasto no registrase los números llamantes, dediqué los diez minutos siguientes a relajarme y preparar un mensaje coherente. Tenía que ser algo desenfadado, casual, con un punto de humor y evitando por todos los medios el más mínimo indicio de impaciencia o reproche. Cuando creí tenerlo claro, respiré hondo y volví a marcar. La voz grabada me ayudó a olvidar todas las paranoias de una semana, a volver atrás en el tiempo hasta recuperar el tono de aquella mañana en que hablamos por última vez en casa de Alfredo. Sonó el pitido y empecé bien: