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Authors: José L. Collado

El día que murió Chanquete (7 page)

BOOK: El día que murió Chanquete
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—Hola Enric... menos mal que uno es políglota... Soy Jesús, supongo que te acordarás de mí... ya sabes... en Sitges... el finde pasado... Nada, que me he acordado de ti y digo, voy a ver qué tal está... como quedamos en eso... Pero bueno, que como no estás ya hablamos... si quieres, vamos, que tampoco... Bueno, eso, que sólo quería saber de ti... Si eso cuando escuches el mensaje me llamas... o cuando puedas, que tampoco tiene que ser hoy... Bueno, corto ya, que me estoy enrollando como una... Nada, un beso... llámame, adéu.

Y tiré el móvil contra el sofá cagándome en todos mis muertos por la mierda de discurso que acababa de dejar para la posteridad. Titubeante, lastimero, desesperado y patético. Si Enric tenía alguna intención de mantener el contacto acababa de cargármela, pensé, porque aquel mensaje sin duda le asustaría, me tomaría por un desequilibrado, un inmaduro, un obseso, una Glenn Close de
Atracción Fatal.

Consideré la posibilidad de dejar un segundo mensaje, pero nada que dijese podría arreglar la cagada, en todo caso la empeoraría. Así que cogí una cerveza de la nevera y me lié un porro en un intento de evasión, convencido de que jamás llamaría, odiándome por mi estupidez, hundido en mi miseria, asqueado del mundo y sobre todo de mí. Y me dejé dormir para no pensar.

Me despertó la musiquilla de lata del móvil (aún no existían los politonos, y mucho menos los teléfonos con mp3). Di un salto en el sofá y busqué el puto trasto entre los cojines. Mi madre. Lo dejé sonar hasta que saltó el buzón de voz. No dejó mensaje. Ella odia los contestadores, y con razón. Mañana la llamo, pensé, y me mojé la cara para diluir los restos de sueño y cánnabis. Cogí la última cocacola y unas patatas fritas, encendí un par de velas y me dispuse a ver por enésima vez a la gran Holly Golightly cantando
Moon River
en la escalera de incendios, recitando los absurdos partes meteorológicos de Sally Tomato y haciendo la vida imposible al Señor Yunioshi con sus fiestas a lo camarote de los Hermanos Marx. Quién tuviera un escaparate de Tiffany's adonde acudir en los días rojos, pensé, porque por primera vez en muchos años comprendí en toda su crudeza lo que Holly llamaba un día rojo.

George Peppard acababa de descubrir el pasado rural y sórdido de la glamurosa Holly cuando el móvil volvió a sonar. Las patatas y la cocacola se me atravesaron en el gaznate. Y esta vez con motivo. No fui capaz de identificar el número que parpadeaba en la pantalla, pero el 93 que lo encabezaba era suficiente.

—¿Si? —me salió un gallo.

—¿Jesús?

—¿Enric?

—Sí, hola —parecía divertido—, acabo de oír tu mensaje —soltó una risita.

—Sí, perdona... es que los contestadores no son lo mío —me disculpé tímidamente.

—No, si era muy gracioso, muy... natural —podía verle sonreír al otro lado.

—Bueno, yo diría más bien patético. Habrás pensado que soy un chalado, un crío gilipollas...

—De eso nada —me cortó—, la verdad es que me ha parecido muy tierno, muy tú. Yo también quería llamarte, pero he estado muy liado toda la semana. Ahora mismo llego de una comida de trabajo...

—¿En domingo?

—Sí, es lo que tiene esto, que no hay horarios.

—Ya veo, ya. Si una comida dura hasta las nueve y pico...

—Bueno, es que había mucho de qué hablar. Nada, un rollo de un proyecto de coproducción con televisiones europeas... Tampoco es que yo pintase mucho allí, pero tenía que estar... ¿Y tú qué tal? ¿Cómo ha ido tu semana?

—¿Mi semana? Bueno, lo de siempre, currar y poco más. Anoche salí a dar una vuelta y hoy estoy de domingo, tirado en casa viendo una peli.

—¿Qué película?


Desayuno con diamantes.
Un poco tópico, ya lo sé, pero me encanta Audrey Hepburn...

—¿Tópico? ¿Por qué? A mí también me encanta la película, y ella está espléndida.

—Ya, pero se ha convertido en otro icono gay, como lo es Madonna o en su momento lo fue Judy Garland... Y todo por culpa de Antonio de Felipe.

—Ya te entiendo. Pero sigue siendo una muy buena película. Blake Edwards es un genio indiscutible.

—Claro que sí. Aunque se ha criticado mucho la adaptación por omitir la homosexualidad del protagonista....

—El propio Truman Capote.

—Claro, pero es que son historias diferentes, al menos yo lo veo así. La novela de Capote profundiza más en la complejidad de Holly, en su pasado, y al final ella se desvanece igual que apareció. Edwards se inventa una historia de amor con final feliz, más del gusto del público de la época. Pero está contada de una manera... Y la música de Mancini... ¡Y esa estética años 60!

—Veo que la has visto unas cuantas veces.

—Unas cuantas, sí. Y he leído la novela un par de veces también.

—¿Te gusta Capote?

—Sí, me interesa su obra y él mismo como personaje... ¿Te imaginas que le hubiesen dado el papel a la Monroe como él quería? Menos mal que no le dejaron.

—No hubiese sido lo mismo, demasiadas curvas. De todas formas, Capote era un ególatra, y un poco mariquita mala...

—Muy mala, y así le fue...

Durante más de dos horas seguimos hablando de Capote, Blake Edwards, Henry Mancini, Peter Sellers, Nabokov, la pedofilia, el Informe Kingsey, Stonewall,
El Mago de Oz,
el sida, Freddy Mercury, la Transición, Felipe González, Tejero y hasta de María Jesús y su acordeón. Relajados, coincidiendo en muchos puntos de vista, contrastando perspectivas generacionales, bromeando a menudo en insospechada sintonía. En ningún momento me hizo sentir inferior. Me hablaba de igual a igual, algo sorprendido de mi capacidad para seguir su discurso e incluso dirigirlo en alguna ocasión.

El flagelante sentimiento de inseguridad y patetismo posterior al mensaje había desaparecido y me inundaba ahora una cálida satisfacción, la sensación de estar hablando con un buen amigo. Con complicidad, con sinceridad, sin poses, disfrutando de la charla como tantas veces lo había hecho con los amigos más íntimos pero como nunca antes me había sucedido con ningún amante.

—Creo que me voy a ir directo a la cama —dijo al fin con un suspiro—. No voy ni a cenar siquiera, aún tengo la comida en la nuez.

—Eso va a ser anorexia —bromeé yo, tomando conciencia de repente de los ruidos en mi propio estómago.

—No creo —rió él—, hoy me he saltado el régimen a la torera. Pero mañana lo retomo, aunque ya sé que va contra tu religión.

—Tú mismo, pero ya sabes que los adolescentes sois el grupo con mayor riesgo de caer en el abismo de la anorexia...

Soltó una carcajada y yo me reí también, dispuesto a dar por finalizada la conversación, con el brazo entumecido de sujetar el teléfono, la vejiga rebosante de cerveza y cocacola, diez colillas más en el cenicero e imbuido de un sentimiento que identifiqué como lo más parecido a la felicidad. No sólo habíamos recuperado la complicidad de la primera noche, sino que habíamos dado un paso de gigante en el conocimiento mutuo. La comunión física había sido sustituida por una forma de comunión espiritual inaudita para mí, impensable tan sólo unos días antes, absolutamente embriagadora. Y, curiosamente, esta profundización desde la distancia hacía más evidente la necesidad del contacto físico. Ahora, más que en toda la semana, necesitaba volver a tener sus ojos frente a los míos, intercambiar abrazos asfixiantes, besar, chupar, husmear todos los rincones de su cuerpo, hacerlo mío de nuevo con la trascendencia añadida por esta charla reveladora. Decidí ir al grano.

—Bueno, qué, ¿te animas a venir a la tierra de las flores, de la luz y del amor?

—Me encantaría, hace años que no voy por allí. Pero ahora lo tengo bastante difícil para pillar un fin de semana libre —parecía sincero.

—¿Qué pasa, que tú no descansas nunca o qué?

—Cuando me dejan... En realidad no trabajo todos los días, pero tengo que estar disponible por si surge algo.

—Pues vaya...

—Sí, es un poco frustrante —hubo un silencio en el que pareció reflexionar unos segundos—. ¿Y por qué no vienes tú a Barcelona?

—Yo encantado —lo estaba esperando—, pero si me vas a soltar por las ramblas para irte a trabajar...

—No hombre, si vienes ya me organizo yo para estar lo más libre posible.

—No me lo digas dos veces que me planto ahí la semana que viene —bromeé completamente en serio.

—Pues serías muy bienvenido —dijo en tono teatral.

—¿En serio quieres que vaya? —no bromeaba esta vez, y lo notó.

—Claro que sí —también se puso serio—, si no, no te lo habría propuesto.

—Pues mañana mismo miro horarios. Igual me puedo escapar pronto el viernes —sábado y domingo me parecía poco.

—Espera que miro mi agenda, el viernes... nada, tengo un par de cosas por la mañana y una comida, pero esta no se debería de alargar mucho. El sábado tengo una reunión por la mañana, pero no está cerrada, con un poco de suerte me libro. Y el domingo había quedado para ir al teatro con una amiga, pero se puede arreglar...

—Pues ya está. Hablamos mañana y te digo algo concreto, ¿te parece?

—Me parece perfecto —volvía a sonreír al otro lado—. Te enseñaré un par de rincones de la ciudad que seguro que no conoces.

—Pues yo encantado de que me lo enseñes todo.

Recibió la broma fácil con una carcajada. Mi teléfono empezaba a emitir quejumbrosos pitidos indicando que la batería estaba a punto de fenecer.

—Venga, a dormir, que es tarde y tú estarás hecho polvo —dije manoseándome la entrepierna a punto de reventar.

—Pues la verdad es que un poco sí... Me ha encantado charlar contigo, Jesús, ha sido... —no encontró la palabra.

—Lo mismo digo, Enric. Veremos si opinas igual cuando te llegue la factura del teléfono.

—No te preocupes, paga la empresa.

—Joder, qué bien montado lo tienes...

—Alguna ventaja tenía que tener, ¿no?

—También es verdad. Venga, cuelga ya, a ver si te van a echar por mi culpa.

—Vale, hablamos mañana. Bona nit.

—Bona nit, un beso.

—Otro para ti. Adéu.

Por supuesto, le llamé al día siguiente. Fue a media tarde, y de nuevo me recibió el mensaje bilingüe. Y el contestador se había transformado por arte de magia en un objeto amable y familiar, y el pitido final había mutado de aterrador a prometedor, y escuché mis palabras fluir con naturalidad, seguro de mí mismo, consciente de su finalidad.

—Enric, soy Jesús. Veo que no estás. He mirado horarios de trenes y podría estar ahí a las cinco y media del viernes. Dime qué tal te viene, porque si no podría coger el siguiente que llega sobre las siete. Bueno, ya me dices algo. Un beso... y no trabajes tanto. Hasta luego.

Colgué con una sonrisa en los labios, la misma que me había acompañado desde la mañana, incluso antes del primer café, bajo la ducha, sobre la vespa, ante mi jefe... Y la ciudad me sonreía a mí también como en un anuncio de compresas, ¿a qué huelen las nubes?

Y después del trabajo seguía sonriendo cuando entré en el café donde había quedado con Silvia, esa mejor amiga que casi todos tenemos, hermana, madre, confidente y Pepito Grillo. Ella fue la primera en verme salir del probador. Me acompañó en algunas de mis primeras noches de exploración. Aceptó mi lipofilia con deportividad. Conoció a todos mis conatos de novio. Me reconfortó en cada ruptura. Me animó en mis rachas de desidia. En definitiva, Silvia me acompañó en todos los altibajos emocionales de esos primeros años de búsquedas frustradas, falsos amores y decepciones encadenadas.

—A ver, relájate. ¿Me estás diciendo que estás coladito por un tío al que conoces de una noche? Tú, que eres la prudencia personificada. Tú, que necesitas lustros para decidir si sí o si no. Tú, que a todos les ves pegas y al final...

—Que te digo que este es diferente. Que es un tío especial de verdad, y tiene un no sé qué y un qué sé yo que a mí nunca me había pasado antes.

—No, si la verdad es que tienes una cara de felicidad que das asco.

-—Pues eso, ¿tú me habías visto antes así? No. Pues por algo será.

—¿Y es de los que pesan doscientos kilos o de los que se pueden mover?

—¡Qué va! Si no creo que llegue ni a los cien.

—¿Cómo? ¿Y qué pasa con tu famosa barrera sicológica? ¿Tú no decías que con menos de cien kilos no hay donde agarrarse?

—¡A tomar por culo la barrera sicológica! Te juro que jamás en la vida había disfrutado tanto en la cama. Vale que le falta peso, pero yo no sé qué coño pasaba que no nos cansábamos nunca, ¡y venga otra vez!, ¡y dale que te pego!, como dos conejitos de Duracell.

—Cari, pero una cosa es un buen polvo y otra lo que me estás contando de irte a Barcelona para averiguar si es el padre de tus hijos.

—Que necesito volver a verlo, joder, que es la primera vez que me pasa algo así y tengo que saber qué es. ¡Tía, que parece que te joda que me ilusione por algo!

—No es eso y lo sabes. Lo que pasa es que me da miedo que te metas en un berenjenal y luego no sepas salir. Acuérdate de aquel de Alicante, ¿cómo se llamaba?

—Rafa.

—Ese, el que te quería poner un piso, pobre hombre...

—No me quería poner un piso. Se emocionó demasiado y tuve que pararle los pies.

—Y estuvo llamándote dos meses y mandándote regalitos día sí, día no.

—Que Enric no es así, tú no lo conoces. No es otro cabeza hueca buscando una polla que chupar en exclusiva. Se puede hablar con él. Es un tío culto, ingenioso, inteligente, muy vivido... y tiene algo que no sé lo que es, como una ternura especial, que me tiene obsesionado.

—No estoy diciendo que el Enric este sea como el de Alicante. Lo que me da miedo es que TU te conviertas en el de Alicante, que te cueles como una tonta y él pase de ti como tú has pasado de tantos.

—Pues para eso voy a Barcelona, para saber si él está como yo o no. Y si es que no, pues adiós muy buenas y a otra cosa mariposa. Pero, ¿entiendes que necesite saberlo?

—Claro que lo entiendo, cari, y me alegro de que por fin haya algo moviéndose dentro de ese corazoncito, porque de verdad que ya pensaba que eras de piedra... ¡Ay mi niño! ¡Que se me ha enamorao!

—¡Qué petarda que eres! Yo no sé cómo te aguanto...

Pero la verdad es que era su obligación ponerme los pies en el suelo, o al menos intentarlo. No era una cuestión de celos ni nada parecido, porque Silvia y yo nunca tuvimos ese tipo de relación enfermiza que tanto abunda en este ambiente. Esa relación a lo perro del hortelano en la que la mariliendre no soporta que su amigo gay tenga pareja porque eso supone perder la exclusividad. Lo nuestro fue siempre una amistad profunda y sincera, sin secretos, porque ella nunca pudo callarse los suyos y siempre supo hacerme escupir los míos.

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