Read El día que Nietzsche lloró Online
Authors: Irvin D. Yalom
—¿Cómo se explica esta enfermedad en los hombres?
—Por razones que aún se desconocen, es una enfermedad femenina; todavía no se han documentado casos de histeria en varones. Siempre he pensado que la histeria es una enfermedad que debería tener un interés especial para los filósofos. Tal vez sean ellos, y no los médicos, quienes puedan explicar por qué los síntomas de la histeria no se adecuan a razones anatómicas.
—¿Qué quiere decir?
Breuer se sentía más relajado. Explicar cuestiones médicas a un estudiante atento era un papel más cómodo y familiar para él.
—Bien, se lo explicaré mediante un ejemplo: he visto pacientes cuyas manos están anestesiadas de tal manera que la causa no podría ser un desorden de los nervios. Tienen anestesia "de guantes", sin sensación alguna por debajo la muñeca, como si se les hubiera atado una cinta anestesiante alrededor de la muñeca.
—¿Y eso no se debe al sistema nervioso? —preguntó Nietzsche.
—No. La conducción nerviosa no funciona de esa manera: la mano es alimentada por tres nervios diferentes (radial, cubital y mediano) y cada uno de ellos tiene un origen distinto en el cerebro. De hecho, un solo nervio abastece la mitad de algunos dedos y otro abastece la otra mitad. Pero el paciente no sabe esto. Es como si el paciente imaginara que toda la mano fuera abastecida por un solo nervio, "el nervio de la mano", y entonces desarrollara un desorden en la imaginación.
—¡Fascinante! —Nietzsche abrió el cuaderno y escribió—. Suponga que hubiera una mujer que fuera experta en anatomía humana y que tuviera histeria. En ese caso, ¿tendría una enfermedad anatómicamente correcta?
—Estoy seguro de que sí. La histeria es un desorden mental, no anatómico. Hay evidencia de que no produzca un daño anatómico real en los nervios. De hecho, algunos pacientes pueden ser hipnotizados y los síntomas desaparecen en cuestión de minutos.
—¿De modo que el magnetismo animal es el tratamiento corriente?
—¡No! Es una pena, pero el magnetismo animal no es popular en medicina, por lo menos, no en Viena. Tiene mala reputación, sobre todo, supongo, porque muchos de los primeros magnetizadores eran charlatanes sin formación médica. Además, la cura por magnetismo es siempre transitoria. Pero el hecho de que funcione, aunque sea durante poco tiempo, ofrece una prueba sobre la causa psíquica del mal.
—¿Ha tratado usted a pacientes de ese tipo?
—A unos cuantos. Hay una paciente cuyo caso, que trabajé a fondo, debería describirle. No porque le recomiende que use este método conmigo, sino porque nos permitirá empezar a trabajar con su lista: con su punto número dos, creo.
Nietzsche abrió el cuaderno y leyó en voz alta.
—¿"Asalto de pensamientos extraños"? No comprendo ¿Por qué extraños? ¿Y qué relación tienen con la histeria?
—Permítame aclarárselo. En primer lugar, digo que estos pensamientos son extraños porque parecen invadirme desde fuera. Yo no quiero tenerlos, pero cuando los ahuyento y se van, es sólo por un momento, pues enseguida, de manera insidiosa, vuelven a infiltrarse en mi mente. ¿Y qué tipo de pensamientos son? Bien, son pensamientos en torno a una mujer hermosa, la paciente histérica a quien traté. ¿Quiere que empiece por el principio y le cuente toda la historia?
Lejos de mostrar curiosidad, Nietzsche pareció incomodarse ante la pregunta de Breuer.
—Como regla general, le sugiero que sólo revele lo imprescindible para que yo pueda comprender la cuestión. Lo insto a no humillarse: nada bueno puede salir de eso.
Nietzsche era hombre reservado. Breuer lo sabia. Pero no había previsto que también quisiera que lo fuera él. Breuer se dio cuenta de que debía adoptar una actitud clara con respecto a aquel asunto: debía manifestarse, sincerarse tanto como le fuera posible. "Sólo entonces Nietzsche aprenderá que no hay nada horrible en la sinceridad entre la gente."
—Puede que esté usted en lo cierto, pero me parece que cuanto más pueda confesar acerca de mis sentimientos más íntimos, mayor alivio obtendré. —Nietzsche se puso tenso, pero le indicó con un gesto que prosiguiera—. La historia empezó hace dos años, cuando una de mis pacientes me pidió que me encargara del tratamiento de su hija, a quien me referiré como Anna O., con el fin de no revelar su verdadera identidad.
—Pero usted ya me ha dicho el método que usa para los seudónimos, de modo que sus iniciales tienen que ser B.P
Breuer sonrió. "Este hombre es como Sig, no se olvida de nada", pensó. Pasó a describir los detalles de la enfermedad de Bertha.
—También es importante que sepa que Anna O. tenía veintiún años, poseía una inteligencia extraordinaria, estaba muy bien educada y era muy bella. ¡Un soplo (no, un huracán) de aire fresco para un hombre de cuarenta años que envejecía con rapidez! ¿Conoce a la clase de mujer que le describo?
Nietzsche no hizo caso de la pregunta.
—¿Y usted se convirtió en su médico?
—Sí. Acepté ser su médico y nunca he traicionado su confianza. Todas las transgresiones que estoy a punto de revelarle consisten en pensamientos y fantasías, no en hechos. Primero, permítame referirme al tratamiento psicológico. Durante nuestras sesiones diarias, ella entraba, de manera automática, en un estado de trance ligero en el que discutía (o, según decía ella, "descargaba") todos los hechos y pensamientos que la habían turbado a lo largo de las últimas veinticuatro horas. Este proceso, que ella denominaba "deshollinación", resultó útil para que se sintiera mejor durante las veinticuatro horas siguientes, pero no causaba ningún efecto sobre los síntomas histéricos. Luego, un día, tropecé con un tratamiento eficaz.
Y Breuer procedió a describir que había suprimido no sólo cada uno de los síntomas de Bertha remontándose a la causa original, sino, por último, todos los aspectos de su enfermedad, al ayudarla a descubrir y revivir la causa fundamental: el horror de la muerte del padre.
Nietzsche había estado tomando notas mientras Breuer hablaba. De pronto, exclamó:
—¡Su tratamiento me parece extraordinario! Es posible que haya hecho un descubrimiento trascendental en la terapia psicológica. Quizá también sea de utilidad para sus propios problemas. Me gusta la posibilidad de que su propio descubrimiento le pueda ayudar. Porque no es posible, en realidad, que otros le ayuden a uno: uno tiene que encontrar la fuerza necesaria para ayudarse a si mismo. Quizá usted, al igual que Anna O., tenga que descubrir la causa original de cada uno de sus problemas psicológicos. Pero ha dicho que no recomienda este tratamiento para usted mismo. ¿Por qué no?
—Por varias razones —respondió Breuer con la seguridad de la autoridad médica—. Mi estado y situación son muy distintos de los de Anna. Para empezar, no soy sensible al magnetismo: nunca he experimentado estados inusitados de conciencia. Éso es importante, porque creo que la histeria es causada por una experiencia traumática que ocurre mientras la persona está en un estado de conciencia anómalo. Debido a que el recuerdo traumático y la excitación cortical existen en una conciencia alterna, no pueden, por consiguiente, ser "manejados" ni integrados ni borrados durante la experiencia cotidiana. —Breuer se puso de pie sin interrumpirse. Atizó el fuego y echó otro tronco—. Además, y ésto quizá sea más importante, mis síntomas no son histéricos: no afectan a mi sistema nervioso ni a ninguna parte de mi cuerpo. Recuerde, la histeria es una enfermedad femenina. Yo creo que mi estado se aproxima, cualitativamente hablando, a la angustia, al sufrimiento humano normal. ¡Cuantitativamente, por supuesto, está magnificado de manera considerable! Y debo añadir algo más: mis síntomas no son agudos, sino que se han ido desarrollando poco a poco, año tras año. Mire su lista. No puedo identificar un comienzo preciso de ninguno de esos problemas. Pero existe otra razón por la que la terapia que empleé con mi paciente puede no resultar útil en mi caso. Y se trata de una razón más bien turbadora. Cuando los síntomas de Bertha...
—¿Bertha? Así que estaba en lo cierto al pensar que la inicial de su nombre era B.
Breuer cerró los ojos, afligido.
—Temo que he cometido un terrible error. Es muy importante para mi no violar el derecho de mi paciente a la intimidad. Sobre todo el de esta paciente. Su familia es muy conocida en la comunidad, y también es muy conocido el hecho de que yo era su médico. Por ello, he procurado hablar poco con otros médicos de mi tratamiento con ella. Sin embargo, me resulta incómodo usar un nombre falso aquí, con usted.
—¿Quiere decir que le resulta difícil hablar con libertad y desahogarse, y al mismo tiempo estar en guardia para no usar el nombre falso?
—Así es. —Breuer suspiró—. Ahora no tengo más remedio que seguir llamándola por su nombre verdadero, Bertha, pero usted tiene que jurarme que no se lo revelará a nadie. —Ante el inmediato "desde luego" de Nietzsche, Breuer extrajo una cigarrera del bolsillo de su chaqueta y cogió un puro. Ofreció otro a su compañero, que lo rehusó, y Breuer encendió el suyo—. ¿Dónde estaba? —preguntó.
—Me estaba explicando por qué su nuevo método podría no resultar adecuado para tratar sus propios problemas. Ha mencionado algo acerca de una razón "turbadora".
—Sí, una razón turbadora. —Breuer lanzó una larga bocanada de humo azul antes de seguir hablando—. Al presentar el caso ante unos cuantos colegas y estudiantes de medicina, cometí la estupidez de jactarme de haber hecho un descubrimiento importante. Sin embargo, unas semanas después, cuando dejé a la paciente al cuidado de otro médico, me enteré de que casi todos los síntomas habían vuelto a manifestarse .¿Ve lo embarazosa que es mi posición?
—¿Embarazosa —replicó Nietzsche— porque ha anunciado una cura que puede no ser verdadera?
—A menudo imagino que me encuentro con esas personas que asistieron a mi conferencia y que todas me dicen que mis conclusiones estaban equivocadas. Se trata de una preocupación que no me resulta extraña: la manera en que percibo las críticas de mis colegas es obsesiva. Aunque tengo evidencias del respeto que inspiro en ellos, sigo sintiéndome como un farsante y ésa es otra cuestión que me atormenta. Añádala a su lista. —Obediente, Nietzsche abrió el cuaderno y escribió durante unos instantes—. Pero, volviendo al caso de Bertha, no entiendo la causa de su recaída. Puede que, al igual que con la cura con magnetismo, el tratamiento sólo sea efectivo de forma temporal. Pero también existe la posibilidad de que el tratamiento fuera efectivo, pero se viera perjudicado por su catastrófico final.
Nietzsche volvió a empuñar el lápiz.
—¿Qué quiere decir con "catastrófico final"?
—Para que usted lo entienda, primero tengo que explicarle lo que sucedió entre Bertha y yo. No tiene sentido ser delicado con respecto a este tema. Permítame ser franco: este viejo necio se enamoró de ella. Se convirtió en una obsesión. No podía quitármela de la cabeza. —Breuer se sorprendió al comprobar lo fácil (lo estimulante, en realidad) que era revelar tanto—. Mis días se dividían en dos partes: cuando estaba con Bertha y cuando quería volver a estar con ella. Me reunía con ella durante una hora los siete días de la semana y después empecé a visitarla dos veces al día. Cada vez que la veía, sentía una gran pasión. Que me tocara, me excitaba sexualmente.
—¿Por qué le tocaba ella?
—Tenía dificultad para andar y me cogía del brazo cada vez que dábamos un paseo. Repentinas contracturas exigían con frecuencia que le masajeara los músculos de los muslos. A veces lloraba de una manera tan desconsolada que me veía obligado a abrazarla. En ocasiones, cuando estaba sentado a su lado, entraba de pronto en trance, apoyaba la cabeza en mi hombro y "deshollinaba" durante una hora. O ponía la cabeza sobre mi regazo y dormía como una niña. Durante mucho tiempo ésa fue la única forma de contener mis deseos sexuales.
—Puede —dijo Nietzsche— que sólo por ser hombre libere el hombre a la mujer que hay en la mujer.
Breuer dio un respingo.
—Creo que no le he entendido bien. Usted sabe que toda actividad sexual con un paciente está mal: es una violación del juramento hipocrático.
—¿Y la mujer? ¿Cuál es la responsabilidad de la mujer?
—¡Pero no se trata de una mujer, sino de una paciente! Creo que no entiendo su punto de vista.
—Volveremos a tratar este punto después —replicó con calma Nietzsche—. Todavía no me he enterado del final catastrófico.
—Bien, me pareció que Bertha mejoraba, que sus síntomas iban desapareciendo, uno por uno. Pero a su médico no le iba tan bien. A mi mujer, Mathilde, que siempre ha sido comprensiva y ecuánime, empezó a molestarle, primero que yo pasara tanto tiempo con Bertha, y luego, cada vez más, que hablara de ella. Por suerte, no fui tan necio como para explicar a Mathilde la naturaleza de mis sentimientos, aunque creo que lo sospechaba. Un día se puso furiosa y me prohibió que volviera a mencionar a Bertha. Mi mujer empezó a molestarme e incluso se me ocurrió la idea irracional de que se interponía en mí camino: que, de no ser por ella, yo podría iniciar una nueva vida con Bertha.
Breuer se detuvo al notar que Nietzsche había cerrado los ojos.
—¿Se siente bien? ¿Es suficiente por hoy?
—Estoy escuchando. A veces veo mejor con los ojos cerrados.
—Bien, hubo otro factor que contribuyó a complicar más las cosas. Yo tenía una enfermera, Eva Berger (la antecesora de Frau Becker), que, a lo largo de los diez años que trabajamos juntos, llegó a convertirse en una amiga y confidente. Eva empezó a preocuparse por mí. Pensaba que aquel enamoramiento podía llevarme a la ruina, que yo podía ser incapaz de resistirme a mis impulsos y hacer una tontería. De hecho, en aras de nuestra amistad, se me ofreció como sacrificio.
Nietzsche abrió los ojos de repente.
—¿Qué significa "sacrificio"?
—Me dijo que haría cualquier cosa por evitar que yo me perjudicara. Eva sabía que Mathilde y yo no teníamos prácticamente ningún contacto sexual y pensaba que ésa era la razón por la que me aferraba a Bertha. Creo que se ofreció a aliviar mi tensión sexual.
—¿Y cree que lo hizo por usted?
—Estoy convencido. Eva es una mujer muy atractiva y podía tener a cualquier hombre. Le aseguro que no me hizo el ofrecimiento por mi atractivo físico: fíjese en mi incipiente calvicie, en esta barba raída e irregular y en estas "asas" —se tocó las grandes orejas salientes—, como las llamaban mis compañeros. Además, me confesó que, años antes, había tenido una desastrosa relación íntima con un hombre para el que trabajaba y que, al final, el asunto había acabado costándole el empleo, por lo que había jurado no reincidir.