El día que Nietzsche lloró (29 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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—¡El dornajo de la lujuria! —repitió Breuer, azorado ante la vehemencia de Nietzsche—. Usted se apasiona por este tema. Hay más sentimiento en su voz ahora que en ningún otro momento.

—¡Se necesita pasión para derrotar a la pasión! Demasiados hombres han sido destrozados en el timón de las bajas pasiones.

—¿Y su propia experiencia en este campo? —Breuer iba tanteando a su interlocutor— .¿Ha tenido experiencias desafortunadas que hayan influido en usted a la hora de formular sus conclusiones?

—En cuanto a lo que ha dicho antes sobre el objetivo fundamental de la reproducción... Permítame preguntarle lo siguiente. —Nietzsche perforó el aire con el dedo tres veces—. ¿No deberíamos crear (no deberíamos llegar a ser) antes de reproducirnos? Nuestra responsabilidad con respecto a la vida es crear lo superior, no reproducir lo inferior. Nada debe interferir en el desarrollo del héroe dentro de usted. Y si la lujuria se interpone, entonces también debe ser vencida.

"¡Acéptalo, Josef, se dijo Breuer. "No tienes ningún dominio sobre estas discusiones. Nietzsche no hace más que pasar por alto las preguntas que no quiere responder."

—Usted sabe, profesor Nietzsche, que, desde el punto de vista intelectual, estoy de acuerdo en muchas de las cosas que dice, pero nuestro nivel de discurso es demasiado abstracto. No es lo bastante personal para ayudarme. Quizá estoy demasiado familiarizado con lo práctico. Al fin y al cabo, toda mi vida profesional ha consistido en determinar enfermedades, elaborar diagnósticos y luego atacar el mal con un remedio específico. —Breuer se inclinó hacia delante, para mirar a Nietzsche de frente—. Sé que mi enfermedad es de un tipo que no puede tratarse de forma tan pragmática, pero en nuestras discusiones nos situamos en el extremo opuesto. Yo no puedo hacer nada con sus palabras. Usted me dice que debo vencer la lujuria, mis pasiones más bajas. Me dice que debo alimentar lo superior, pero no me dice cómo vencer o alimentar al héroe que hay dentro de mí. Son magníficas estructuras poéticas, pero en este momento, para mí, no son más que palabras insustanciales.

Al parecer indiferente al ruego de Breuer, Nietzsche respondió como un profesor a un alumno impaciente.

—A su debido tiempo le enseñaré a vencer. Usted quiere volar, pero no se puede empezar a volar. Primero debo enseñarle a andar, y lo primero que hay hacer para aprender a andar es comprender que quien se obedece a sí mismo es gobernado por otros. Es más mucho más fácil, obedecer a otro que gobernarse a sí mismo. —Dicho esto, Nietzsche sacó un peine pequeño del bolsillo y empezó a peinarse el bigote.

—¿Más fácil obedecer a otro que gobernarse a sí mismo? Vuelvo a preguntarle, profesor Nietzsche, ¿por qué no se dirige a mí de un modo más personal? Comprendo el sentido de sus palabras, pero, ¿por qué no me habla a mí? ¿Qué puedo hacer yo con eso? Perdóneme si le parezco muy terrenal, pero en este momento mis deseos son mundanos. Deseo cosas simples: dormir sin pesadillas después de las tres de la madrugada, conseguir que disminuya mi tensión precordial. Es aquí donde se asienta mi angustia, aquí. — Breuer se señaló con la mano el centro del esternón—. Lo que necesito ahora no es una declaración poética y abstracta, sino algo humano, directo. Necesito comprometerme de manera personal: ¿no puede compartir conmigo como han sido las cosas para usted? ¿Ha tenido usted una obsesión como la mía? ¿Cómo la superó? ¿Cuánto tardó?

—Hay algo más que he planeado discutir hoy con usted —dijo Nietzsche guardando el peine y haciendo caso omiso, una vez más, de la pregunta de Breuer—. ¿Tenemos tiempo?

Breuer se echó atrás en su silla, desalentado. Era obvio que Nietzsche seguiría pasando por alto sus preguntas. Se instó a sí mismo a ser paciente. Consultó su reloj y dijo que podía quedarse quince minutos más.

—Estaré aquí todos los días a las diez y me quedaré treinta o cuarenta minutos, aunque algún día, si se produce alguna emergencia, tendré que irme antes.

—¡Bien! Hay algo importante que quiero decirle. Le he oído quejarse de infelicidad muchas veces. En realidad —Nietzsche abrió el cuaderno para consultar la lista de los problemas de Breuer—, "infelicidad general" es el primer problema de su lista. Hoy, además, ha hablado de su angustia, su tensión cordial...

—Precordial: la región del corazón.

—Sí, gracias, nos enseñamos mutuamente. Su tensión precordial, sus terrores nocturnos, su insomnio, su desesperación. Usted habla mucho de estos males y describe su deseo "terrenal" como un alivio inmediato a sus molestias. Se lamenta de que, a diferencia de lo que le sucedió al hablar con Max, nuestra discusión no le produzca ningún alivio.

—Sí. Y...

—Y usted quiere que me refiera a su tensión de manera directa, quiere que le proporcione bienestar.

—Exacto. —Breuer asintió, alentando a Nietzsche a que siguiera.

—Hace dos días me resistía a su propuesta de convertirme en..., ¿cómo definirlo?..., su consejero, para ayudarle a tratar la desesperación. Disentí cuando usted dijo que yo era un experto mundial debido a que llevaba muchos años estudiando estos asuntos. Sin embargo, ahora que reflexiono sobre el asunto me doy cuenta de que usted tenía razón: soy un experto y tengo mucho que enseñarle. He dedicado gran parte de mi vida al estudio de la desesperación. Y puedo ser más preciso y decirle cuántos años he dedicado a ello. Hace unos meses mi hermana Elisabeth me enseñó una carta que le había escrito en 1865, cuando yo tenía veintiún años. Elizabeth nunca me devuelve las cartas: todo lo guarda y dice que algún día construirá un museo para guardar mis efectos y que cobrará la entrada. Conociendo a Elizabeth, no hay duda de que me tendrá disecado para exhibirme como atracción principal. En esa carta yo decía que había una división básica entre los hombres: los que aspiran a la paz espiritual, para quienes la felicidad reside en creer y abrazar la fe, y los que buscan la verdad, que dejan a un lado la paz mental y dedican la vida a la investigación. Eso lo sabía ya a los veintiún años, hace media vida. Es hora de que usted lo sepa: debe ser su punto de partida básico. ¡Debe elegir entre la comodidad y la investigación verdadera! Si elige la ciencia, si opta por librarse de las consoladoras ataduras de lo sobrenatural, si, como pretende, quiere dejar a un lado las creencias y abraza el ateísmo, entonces no puede, al mismo tiempo, anhelar los consuelos del creyente. Si mata a Dios, también debe dejar el refugio del templo.

Breuer permaneció tranquilo, contemplando desde la ventana de Nietzsche el jardín del sanatorio, donde una joven enfermera empujaba la silla de ruedas de un anciano. El anciano tenía los ojos cerrados. Las observaciones de Nietzsche eran contundentes y apremiantes. Resultaba difícil refutarlas aduciendo que se trataba tan sólo de una forma etérea de filosofar. No obstante, intentó resistirse una vez más.

—Usted lo hace parecer un asunto de elección. Mi elección no fue deliberada ni tan profunda. Mi elección del ateísmo, más que un acto consciente, fue el resultado de no creer ya en los cuentos de hadas de la religión. Elegí la ciencia simplemente porque era el único modo posible de dominar los secretos del cuerpo.

—Entonces usted oculta su voluntad ante usted mismo. Ahora debe aprender a enfrentarse a su vida y tener el coraje de decir: "Así lo elegí". El espíritu de un hombre se construye en función de sus decisiones. — Breuer se revolvió en la silla. El tono predicador de Nietzsche le incomodaba. ¿Dónde lo habría aprendido? No de su padre, el predicador, pues había muerto cuando Nietzsche tenía cinco años. ¿Era posible que existiera una transmisión genética de las habilidades e inclinaciones? Nietzsche continuó el sermón—. Si opta por ser de los pocos que disfrutan del placer del desarrollo y del júbilo de la libertad sin Dios, debe prepararse para el mayor de los sufrimientos. Van juntos, no pueden experimentarse por separado. Si quiere menos sufrimiento, entonces debe empequeñecerse, como hicieron los estoicos, y privarse del placer superior.

—No estoy seguro, profesor Nietzsche, de que sea preciso aceptar una Weltanschauung tan morbosa. Eso recuerda a Schopenhauer, pero hay otros puntos de vista menos pesimistas.

—¿Pesimistas? Pregúntese, doctor Breuer, por qué son tan pesimistas los filósofos. Pregúntese: "¿Cuáles son los que infunden seguridad, los que imparten consuelo, los que siempre están alegres?". Yo le diré la respuesta: sólo los que tienen la visión embotada, la gente corriente y los niños.

—Usted dice, profesor Nietzsche, que el crecimiento es la recompensa del sufrimiento...

Nietzsche le interrumpió.

—No, no sólo el desarrollo. También está la fortaleza. Un árbol necesita tiempo tormentoso para alcanzar una altura de la que enorgullecerse. Y la creatividad y el descubrimiento son procreados con dolor. Permítame citar unos apuntes que escribí hace unos días. —De nuevo buscó en sus notas y leyó—: "Hay que tener caos y frenesí en el interior para dar a luz una estrella danzarina".

A Breuer le irritaba cada vez más que Nietzsche leyera. Su poesía caía como una barricada entre ellos. A decir verdad, Breuer estaba seguro de que las cosas irían mejor si pudiera hacer bajar a Nietzsche de las estrellas.

—Una vez más, lo que dice es demasiado abstracto. Por favor, no me interprete mal, profesor Nietzsche. Sus palabras son bellas y poderosas, pero cuando me las lee, ya no siento que nos estamos comunicando de un modo personal. Capto su significado intelectualmente: sí, hay recompensa para el dolor: el crecimiento, la fortaleza, la creatividad. Lo entiendo aquí —Breuer se señaló la cabeza con el dedo—, pero no me llega aquí. —Se tocó el abdomen con la mano—. Si esto va a ayudarme, tiene que llegarme hasta donde está arraigada mi experiencia. Aquí, en mis entrañas, yo no siento ningún desarrollo. Doy a luz estrellas que no bailan. Sólo tengo el frenesí y el caos.

Nietzsche sonrió y agitó el dedo en el aire.

—¡Exacto! ¡Ahora lo ha dicho! ¡Ese es el problema, precisamente! ¿Y por qué no hay crecimiento? ¿Por qué no hay pensamientos más consistentes? Ése fue el sentido de mi última pregunta de ayer, cuando le pregunté qué pensaría si no estuviera preocupado por esos pensamientos extraños. Por favor, échese hacia atrás, cierre los ojos e intente este experimento mental conmigo. Adoptemos una posición distante, la cumbre de una montaña, y observemos juntos. Allí, a lo lejos, vemos a un hombre, un hombre de mente inteligente y sensible a la vez. Observémoslo. Quizá alguna vez haya contemplado con mirada profunda e intensa el horror de su propia existencia. ¡Quizá haya visto demasiado! Tal vez haya tropezado con las fauces devoradoras del tiempo o con su propia insignificancia (él no es sino una mota de polvo) o con la transitoriedad y la contingencia de la vida. Su miedo ha sido terrible hasta el día que descubrió que la lujuria apaciguaba el miedo. Por lo tanto, dio la bienvenida a la lujuria y ésta, competidora despiadada, dominó todos sus pensamientos. Pero la lujuria no piensa: anhela, recuerda. Y este hombre empezó a recordar con lujuria a Bertha la lisiada. Entonces dejó de mirar a lo lejos para pasarse el tiempo recordando prodigios, cómo movía Bertha los dedos y la boca, cómo se desnudaba, hablaba y tartamudeaba, cómo andaba cojeando. Toda esta banalidad acabó consumiendo su ser. Las grandes avenidas de su mente, construidas para ideas nobles, se llenaron de basura. El recuerdo de los grandes pensamientos de antaño se fue apagando hasta desvanecerse. Y sus miedos también se desvanecieron. Sólo le quedó la inquietante y corrosiva sensación de que algo iba mal. Intrigado, buscó la fuente de tal ansiedad en el estercolero de su mente. Y así lo encontramos hoy, removiendo el estiércol, como sí en él se encontrara la respuesta. ¡Incluso me pide a mi que hurgue con él! —Nietzsche se detuvo, en espera de la respuesta de Breuer. Silencio—. Dígame —le instó Nietzsche—, ¿qué piensa de este hombre al que observamos? —Silencio—. Doctor Breuer, ¿qué piensa? — Breuer permaneció en silencio, con los ojos cerrados, como si las palabras de Nietzsche le hubieran hipnotizado—. ¡Josef! ¡Josef ¿Qué piensa usted? —Breuer abrió poco a poco los ojos y se volvió para mirar a Nietzsche. Pero no dijo nada—. ¿No se da cuenta, Josef, de que el problema no es que esté preocupado? ¿Qué importancia tiene la tensión o la opresión en el pecho? ¿Quién le prometió comodidad? De modo que duerme mal. ¿Y qué? ¿Quién le prometió que dormiría bien? No, el problema no es la preocupación. El problema es que usted está preocupado por el motivo que no corresponde. —Nietzsche miró el reloj—. Veo que le estoy entreteniendo. Terminemos con la misma sugerencia que le hice ayer. Medite, por favor: ¿en qué pensaría si Bertha no le obstruyera la mente? ¿De acuerdo?

Breuer asintió y se marchó.

EXTRACTO DE L AS NOTAS DEL DOCTOR BREUER SOBRE ECKART MÜLLER, 6 DE DICIEMBRE DE 1882

Han sucedido cosas extrañas en nuestra conversación de hoy. Y ninguna según lo que yo había planeado. No ha respondido a ninguna de mis preguntas, no ha revelado nada de sí mismo. Se toma su papel de consejero con tanta solemnidad que a veces me parece cómico. Y sin embargo, cuando lo examino desde su punto de vista, su comportamiento es intachable: cumple con nuestro contrato e intenta ayudarme de la mejor manera que puede. Lo respeto por ello.

Es fascinante observar su inteligencia luchando con el problema de servir de ayuda a una sola persona, a una criatura de carne y hueso: yo. Hasta el momento, no obstante, se comporta de un modo en absoluto imaginativo y depende sólo de la retórica. ¿De veras cree que la explicación racional o la mera exhortación solucionarán el problema?

En uno de sus libros, sostiene que la estructura ética de un filósofo dicta la filosofía que crea. Ahora creo que aplica el mismo principio en esta clase de asesoramiento: la personalidad del que aconseja dicta el enfoque del asesoramiento. Por eso, debido a sus temores sociales y a su misantropía, opta por un estilo impersonal y distante. Por supuesto, no se da cuenta: procede a desarrollar una teoría para racionalizar y legitimizar el enfoque de su asesoramiento. De esa manera, no ofrece apoyo personal, nunca tiende una mano consoladora, me sermonea desde el púlpito y se niega a admitir sus propios problemas y a establecer un contacto humano conmigo. ¡Pero ha habido un momento en que esto no ha sido así! Hoy, hacia el final de nuestra conversación —no recuerdo de qué hablábamos—, de repente me ha llamado "Josef”.

Tal vez yo tenga más éxito del que creía a la hora de establecer comunicación.

Nos encontramos en medio de una lucha extraña. Para ver quién puede ayudar más al otro. Esta competición me preocupa: temo que le confirme su inane modelo de "poder" en las relaciones sociales. Quizá debería hacer lo que dice Max: dejar de competir y aprender de él lo que pueda. Es importante para él controlar la situación. Detecto muchos signos de que se siente victorioso: me dice lo mucho que tiene que enseñarme, me lee sus notas, mira la hora y como un caballero me despide con una tarea para la próxima reunión. ¡Todo esto es irritante! Pero luego me recuerdo a mí mismo que soy médico: no me reúno con él para mi placer personal. Después de todo, ¿qué placer personal hay en extirpar las amígdalas a un paciente?

Hoy ha habido un momento en que he experimentado una extraña ausencia. Casi me he sentido como si estuviera en trance. Tal vez, después de todo, sea yo sensible al magnetismo animal.

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