Read El día que Nietzsche lloró Online
Authors: Irvin D. Yalom
QuinceCARTA DE FRIEDRICH NIETZSCHE A LOU SALOME, DICIEMBRE DE 1882
Mi querida Lou:
...¡Tienes en mí al mejor defensor, pero también al juez más despiadado! Exijo que te juzgues a ti misma y determines tu propio castigo... En Orta decidí revelarte toda mi filosofía. Ah, no tienes idea de la clase de decisión que fue: yo creía que no podía hacer a nadie mejor regalo que éste...
Entonces yo te consideraba una visión y manifestación de mi ideal terrenal. ¡Advierte, por favor, lo mal que veo!
Creo que nadie puede pensar mejor de ti, pero tampoco nadie puede pensar peor.
Si yo te hubiera creado, te habría dado mejor salud y mucho más de todo lo que es más valioso.., y quizá un poco más de amor por mí (aunque esto es lo menos importante) y habría sido lo mismo con el amigo Rée. Ni ante ti ni ante él puedo pronunciar una sola palabra acerca de los asuntos de mi corazón. Supongo que no tienes ni idea de lo que quiero. Pero este forzado silencio es casi sofocante porque os quiero a los dos.
Tras la primera sesión, Breuer sólo dedicaba unos minutos más de su tiempo oficial a Nietzsche; escribió una nota en la ficha de Eckarr Müller, informó a las enfermeras del estado de su migraña y más tarde, en su despacho, escribió un informe más personal en un cuaderno idéntico al de Nietzsche.
Sin embargo, durante las veinticuatro horas siguientes, Nietzsche exigió gran parte del tiempo extraoficial de Breuer, tiempo robado a otros pacientes, a Mathilde, a sus hijos y, sobre todo, al sueño. Breuer sólo consiguió dormir de forma irregular durante las primeras horas de la noche y tuvo sueños vívidos e inquietantes.
Soñó que él y Nietzsche hablaban en una estancia sin paredes: tal vez se tratara del escenario de un teatro. Los trabajadores que pasaban junto a ellos, llevando muebles, escuchaban su conversación. La estancia daba la impresión de ser temporal, como si pudiera plegarse y transportarse.
En otro sueño, él estaba sentado en una bañera y abría el grifo. De él salía un chorro de insectos, pedacitos de maquinaria, y grandes y desagradables burbujas de cieno colgaban de la boca del grifo. Las piezas de maquinaria le intrigaban. El cieno y los insectos le daban asco.
A las tres le despertó la pesadilla de siempre: temblaba el suelo, buscaba a Bertha y la tierra se licuaba bajo sus pies. Se hundía cuarenta pies hasta llegar a una losa blanca que tenía escrito un mensaje ilegible.
Breuer permaneció despierto, escuchando los latidos de su corazón. Trató de calmarse con tareas intelectuales. Primero, se preguntó por qué las cosas que parecen soleadas y benignas a mediodía se impregnan de horror a las tres de la madrugada. Al no obtener alivio, se entretuvo de otro modo, intentando recordar todo lo que le había revelado a Nietzsche aquel día. Pero cuanto más recordaba, más se agitaba. ¿No habría dicho demasiado? ¿Le habrían repelido sus revelaciones? ¿Qué se había apoderado de él para que revelara sus sentimientos secretos y vergonzosos acerca de Bertha? En aquel momento le había parecido bien, incluso expiatorio, compartirlo todo, pero ahora se encogía al pensar en la opinión que tendría Nietzsche de él. Si bien sabía que Nietzsche tenía sentimientos puritanos con respecto al sexo, le había obligado a escuchar su conversación sobre el tema sexual. Quizá lo había hecho a propósito. Quizá, escondiéndose tras el manto de ese papel de paciente, su intención había sido escandalizarlo y agraviarlo. Pero ¿por qué?
Pronto apareció ante sus ojos Bertha, la emperatriz de su mente, exigiendo toda su atención, por lo que ahuyentó otros pensamientos. La atracción sexual que ejercía en él aquella noche era muy poderosa: Bertha desabrochándose poco a poco y con descaro la bata de hospital; Bertha desnuda cayendo en trance; Bertha cogiéndose los pechos y haciéndole señas; la boca del hombre llena de pezón suave y protuberante; Bertha abriendo las piernas, susurrándole "Poséeme" y atrayéndolo hacia sí. Breuer vibraba de deseo; pensó en acercarse a Mathilde, en busca de alivio, pero no pudo soportar la duplicidad y la culpa de utilizarla una vez más mientras imaginaba a Bertha debajo de él. Se levantó temprano para hacer sus necesidades.
—Al parecer —dijo a Nietzsche aquella mañana, mientras observaba el informe del hospital—, Herr Müller ha dormido mucho mejor que el doctor Breuer. —A continuación, le relató la noche que había pasado: el dormir inquieto, el temor, los sueños, las obsesiones, su preocupación por haberle revelado demasiado.
Nietzsche asentía mientras Breuer hablaba y anotó los sueños en el cuaderno.
Como usted sabe, doctor Breuer, yo también he pasado noches como la que usted acaba de describir. Anoche con sólo un gramo de cloral, dormí cinco horas seguidas pero esto no es lo normal en mí. Al igual que usted, sueño y me asfixio con los temores nocturnos. Como usted, muchas veces me he preguntado por qué reina el terror en la noche. Después de estar veinte años preguntándome lo mismo, ahora creo que los temores no nacen de la oscuridad, sino que más bien son como las estrellas: siempre están ahí, sólo que oscurecidos por el resplandor del día. Los sueños —prosiguió Nietzsche, al mismo tiempo que se levantaba de la cama y se dirigía a una de las sillas que había junto a la chimenea para sentarse cerca de Breuer— son un glorioso misterio que implora ser entendido. Le envidio sus sueños. Rara vez recuerdo los míos. No estoy de acuerdo con el médico suizo que en una ocasión me dijo que no perdiera el tiempo pensando en los sueños, porque no eran más que material desechable y fortuito, excreciones nocturnas de la mente. Aquel médico sostenía que el cerebro se limpia cada veinticuatro horas defecando los pensamientos sobrantes del día a través de los sueños. —Nietzsche hizo una pausa para leer los apuntes que había tomado sobre los sueños de Breuer—. Su pesadilla es desconcertante, pero creo que sus otros dos sueños surgieron a raíz de nuestra conversación de ayer. Dice usted que le preocupa que tal vez ayer revelara demasiado de sí mismo y luego sueña con una estancia pública sin paredes. Y el otro sueño (el grifo, las babas y los insectos), ¿acaso no corrobora su temor a haber escupido demasiado de las partes oscuras y desagradables de su ser?
—Sí, no sé cómo, esa idea fue creciendo a medida que transcurría la noche. Me preocupaba haberle, quizá, ofendido, escandalizado o asqueado. Me preocupaba la opinión que hubiera podido formarse usted de mí.
—¿Acaso no se lo predije? —Nietzsche, sentado en la silla que estaba frente a la de Breuer, con las piernas cruzadas, dio unos golpecitos en el cuaderno con el lápiz para subrayar sus palabras . Lo que yo temía era esta preocupación acerca de mis sentimientos; por esta razón, precisamente, le insté a no revelar más de lo que resultara imprescindible para mi comprensión. Yo deseo ayudarle a expandirse y crecer, no a que se debilite confesando sus fallos.
—Pero, profesor Nietzsche, nos hallamos ante un campo importante de desacuerdo. De hecho, la semana pasada discutimos por la misma cuestión. Tratemos de llegar a una conclusión más amable esta vez. Recuerdo que usted dijo, y también lo he leído en sus libros, que todas las relaciones deben interpretarse en función del poder. Sin embargo, yo no creo que esto sea cierto. Yo no estoy compitiendo: no tengo interés en vencerle. Sólo quiero su ayuda para recuperar mi vida. El equilibrio de poder entre nosotros (quién gana, quién pierde) me parece trivial y carente de importancia.
—Entonces, ¿por qué, doctor Breuer, se avergüenza de haberme revelado sus debilidades?
—¡No porque haya perdido una batalla con usted! ¿A quién le importa eso? Me siento mal por una sola razón: valoro la opinión que tiene usted de mi y temo que, después de la sórdida confesión de ayer, usted no piense tan bien de mí. Consulte su lista. —Breuer señaló el cuaderno—. Recuerde el punto referente al odio a mí mismo, el número tres, creo. Mantengo escondido mi verdadero yo debido al gran número de facetas despreciables que hay en él. Luego me disgusto más aún conmigo mismo por sentirme separado de la gente. Si logro alguna vez romper este círculo vicioso, debo poder revelar mi verdadero yo ante los demás.
—Tal vez, pero fíjese —y Nietzsche señaló el punto número 10 de su lista—. Aquí usted dice que le preocupa sobremanera la opinión de sus colegas. He conocido a muchos que no se gustan a sí mismos y tratan de rectificar persuadiendo primero a los demás de que piensen bien de ellos. Una vez hecho esto, empiezan a pensar bien de sí mismos. Pero ésta es una solución falsa: es una sumisión a la autoridad de los otros. Su deber es aceptarse a usted mismo, no encontrar una forma de ganar mi sanción.
A Breuer le empezó a dar vueltas la cabeza. Tenía una inteligencia rápida y penetrante y no estaba acostumbrado a que le superaran mentalmente. Pero era obvio que el debate racional con Nietzsche no era aconsejable: nunca podría vencerlo ni persuadirlo de nada contrario a su posición. "Quizá me vaya mejor con un enfoque impulsivo e irracional", concluyó Breuer.
—¡No, no, no! Créame, profesor Nietzsche, aunque éso tenga sentido, conmigo no funcionaría. Yo sólo sé que necesito su aceptación. Usted tiene razón: el fin último es ser independiente de las opiniones de los demás, pero el camino que conduce a ese fin (y hablo por mí, no por usted) consiste en saber que me mantengo dentro de la esfera de la decencia. Necesito revelarlo todo acerca de mí a otra persona y saber que yo, también, soy... simplemente humano. —A modo de ocurrencia tardía, añadió—: Demasiado humano.
El título del libro arrancó una sonrisa a Nietzsche.
—Touché, doctor Breuer. ¿Quién podría estar en desacuerdo con esa frase feliz? Ahora comprendo sus sentimientos, pero todavía no veo con claridad cuáles son sus implicaciones con respecto a nuestro procedimiento.
Breuer escogió con cuidado las palabras en ese campo tan delicado.
—Yo tampoco. Pero sí sé que debo bajar la guardia. A mí de nada me servirá sentir que debo tener cuidado con lo que le revelo a usted. Permítame que le relate un incidente reciente que viene al caso. Hace poco estuve hablando con Max, mi cuñado. Yo nunca había intimado con él porque lo consideraba psicológicamente insensible, pero mi matrimonio se ha deteriorado hasta tal extremo que necesitaba discutirlo con alguien. Así que traté de referirme a él en una conversación con Max, pero la vergüenza que me embargó fue tal que no pude seguir. Luego, de una manera que no esperaba, Max me correspondió, revelándome dificultades similares que él encontraba en su propia vida. De algún modo, su revelación me liberó y, por primera vez en mí vida, sostuvimos una conversación personal que me ayudó mucho.
—Cuando dice "me ayudó' —preguntó Nietzsche—, ¿quiere decir que disminuyó su desesperación? ¿Que mejoró su relación con su mujer? ¿Que tuvo una conversación expiatoria?
¡Uf! Nietzsche lo tenía acorralado. Si reconocía que la conversación con Max le había ayudado, Nietzsche le preguntaría que, en ese caso, para qué necesitaba la ayuda de Nietzsche. "Cuidado, cuidado."
—No sé qué quiero decir. Sólo sé que me sentí mejor. Esa noche no me quedé despierto, presa de la vergüenza. Y desde entonces me he sentido mejor preparado para llevar a cabo una investigación sobre mí mismo.
"Esto no va bien, Josef. Quizá seria mejor formular sin tapujos una petición."
—Estoy convencido, profesor Nietzsche, de que podría expresarme con mayor sinceridad si estuviera seguro de su aceptación. Al hablar de mi amor obsesivo, o de mis celos, me ayudaría saber que son sentimientos que usted también ha experimentado. Sospecho, por ejemplo, que usted encuentra desagradable el sexo y reprueba mi preocupación sexual. Esto, claro está, no contribuye a que yo revele estas facetas de mi personalidad.
Se sucedió una larga pausa. Nietzsche clavó la mirada en el techo. Breuer estaba a la expectativa, pues había aumentado la presión con habilidad. Esperaba que, por fin, Nietzsche dijera algo sobre si mismo.
—Tal vez —replicó Nietzsche— no haya aclarado bien mi posición. Dígame, ¿ha recibido ya los libros que encargó a mi editor?
—Todavía no. ¿Por qué lo pregunta? ¿Contienen pasajes que tengan algo que ver con esta discusión?
—Sí, sobre todo El gay saber. Allí sostengo que las relaciones sexuales no son diferentes de otras relaciones, pues también involucran una lucha por el poder. El deseo sexual, en el fondo, es deseo de dominar la mente y el cuerpo del otro.
—No creo que eso sea cierto. ¡No en el caso de mi deseo!
—¡Si, si! —insistió Nietzsche—. Obsérvelo con una mirada más penetrante y verá que la lujuria también es un deseo de dominar a todos los demás. El "amante" no es el que "ama", sino el que busca la posesión del ser amado. Desea excluir al mundo entero de su precioso bien. Es tan mezquino como el dragón que custodia su dorado tesoro. No ama el mundo. Por el contrario, las demás criaturas vivas le son totalmente indiferentes. ¿No lo dijo usted mismo? ¿No es por eso por lo que estaba tan contento con esa..., he olvidado su nombre.., esa lisiada?
—Bertha. Pero no es una lisia...
—¡Sí, sí, usted se puso muy contento cuando Bertha le dijo que siempre seria el único hombre de su vida!
—¡Pero usted coloca el sexo fuera del sexo! Yo siento el deseo sexual en los genitales, no en un área abstracta de poder.
—¡No —exclamó Nietzsche—, me limito a llamarlo por su nombre! No me opongo a que un hombre recurra al sexo cuando lo necesite. Pero detesto al hombre que suplica tenerlo, que abdica en la mujer que se le entrega, en la astuta mujer que convierte su propia debilidad y el poder masculino en poder propio.
—Pero ¿cómo puede negar lo erótico? ¡Usted ignora el impulso, el anhelo biológico que llevamos dentro y que permite que nos reproduzcamos! La sensualidad es una parte de la vida, de la naturaleza.
—¡Una parte, pero no la más elevada! En realidad, es el enemigo mortal de la parte más elevada. Permítame leerle una frase que he escrito esta mañana. —Se puso las gafas de cristales gruesos, buscó en el escritorio, cogió un cuaderno muy usado y hojeó las páginas cubiertas de garabatos ilegibles. Se detuvo en la última página y, acercándose el cuaderno hasta casi tocarlo con la nariz, leyó—: "La sensualidad es una perra que nos mordisquea los tobillos. Y una perra que sabe muy bien cómo suplicar un pedazo de espíritu cuando se le niega un pedazo de carne". —Cerró el cuaderno—. De modo que el problema no es que el sexo esté presente, sino que hace que desaparezca otra cosa: algo mucho más valioso, infinitamente más precioso. La lujuria, la excitación, la voluptuosidad: he aquí lo que esclaviza. La chusma se pasa la vida como cerdos que se alimentan en el dornajo de la lujuria.