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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (25 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Seguía convencida de que, cuando Estha dijo
«Et tu, Kochu Maria?»
, la estaba insultando en inglés. Creía que quería decir algo así como
Kochu Maria, enana negra y fea
. Así que aguardaba su oportunidad y esperaba encontrar el momento adecuado para quejarse de él.

Acabó de decorar la alta tarta. Después inclinó la cabeza hacia atrás y apretó la manga para vaciar el resto en su boca. Interminables espirales de pasta de chocolate cayeron sobre su lengua rosada. Cuando Mammachi la llamó desde la galería
(«Kochu Mariye!
¡Ya oigo el coche!»), tenía la boca llena de pasta y no pudo contestar. Cuando acabó, se pasó la lengua por los dientes y después hizo una serie de ruidos chasqueándola contra el paladar, como si acabara de tragarse algo ácido.

El ruido lejano del coche azul cielo (que ya había pasado por delante de la parada de autobús, por delante de la escuela, por delante de la amarilla iglesia y ahora subía por la carretera llena de baches entre los árboles del caucho) hizo que un murmullo recorriera las instalaciones sucias de hollín y mal iluminadas de Conservas y Encurtidos Paraíso.

Todo el proceso de la conservación (triturar, cortar, hervir y revolver, rallar, salar, secar, pesar y embotellar herméticamente) se detuvo.

«Chacko Saar vannu»
decía el murmullo volador. Se dejaron a un lado los cuchillos de picar. Las verduras quedaron abandonadas, a medio cortar, sobre enormes bandejas de acero. Así como las calabazas amargas destripadas y las pinas a medio pelar. Se quitaron los dediles de goma de colores (muy brillantes, como gruesos y alegres condones). Se lavaron las manos llenas de vinagre y se las secaron en los delantales azul cobalto. Se recapturaron los mechones de pelo que se habían escapado y se los volvieron a colocar bajo los pañuelos blancos. Se desenrollaron los
mundus
arremangados debajo de los delantales. Las puertas de tela metálica de la fábrica, con muelles en las bisagras, se cerraron solas con gran estrépito.

Y a un lado del camino de entrada para coches, junto al viejo pozo, a la sombra de un frondoso árbol, un ejército silencioso de delantales azules se reunió para observar en medio del calor verdoso.

Delantales azules y pañuelos blancos en la cabeza, como una masa de alegres banderas blancas y azules.

Achoo, José, Yako, Anian, Elayan, Kuttan, Vijayan, Vawa, Joy, Sumathi, Animal, Annamma, Kanakamma, Latha, Sushila, Vija-yamma, Jollykutty, Mollykutty, Luckykutty y Beena Mol (chicas con nombres de autobús). Las anteriores muestras de descontento habían quedado amortiguadas bajo una gruesa capa de lealtad.

El Plymouth azul cielo cruzó la puerta del jardín e hizo crujir el camino de gravilla; al pasar aplastó pequeñas conchas y destrozó diminutos guijarros rojos y amarillos. Los niños salieron a trompicones del coche.

Fuentes desmoronadas.

Tupés aplastados.

Pantalones amarillos acampanados muy arrugados y un bolsito a la última moda Made-in-England que a su dueña le gustaba mucho. Con una mezcla de sueño y mareo a causa del cambio de horario. Después salieron los adultos con los tobillos hinchados. Entumecidos de tanto estar sentados.

—¿Ya habéis llegado? —preguntó Mammachi, que dirigió sus gafas oscuras puntiagudas hacia los nuevos sonidos: gente que se apeaba de un automóvil, puertas de coche que se cerraban de un portazo. Bajó su violín.

—¡Mammachi! —dijo Rahel a su preciosa abuela ciega—. ¡Estha vomitó! ¡A la mitad de
Sonrisas y lágrimas!
Y…

Ammu tocó a su hija suavemente en el hombro. Y su toque quería decir
¡Chissst…!
Rahel miró a su alrededor y vio que estaba dentro de una representación teatral. Y que a ella le había tocado un papel muy pequeño.

Sólo hacía de paisaje. O de flor, tal vez. O de árbol.

Una cara en medio de la multitud. Una figurante.

Nadie le dijo hola a Rahel. Ni siquiera el Ejército Azul en medio del calor verdoso.

—¿Dónde está? —preguntó Mammachi a los sonidos provenientes del coche—. ¿Dónde está mi Sophie Mol? Ven aquí y deja que te vea.

Mientras hablaba, la Melodía Suspendida que flotaba alrededor de ella como la reluciente sombrilla de un elefante sagrado de un templo se desmoronó y cayó suavemente, como el polvo.

Chacko, con su traje de
Pero ¿qué le ha sucedido de repente a nuestro hombre del pueblo?
y su bien alimentada corbata, condujo triunfalmente a Margaret Kochamma y a Sophie Mol, mientras ascendían los nueve escalones rojos, como si fueran un par de trofeos de tenis que acabara de ganar.

Y, una vez más, sólo se dijeron Pequeñas Cosas. Las Grandes Cosas permanecieron dentro, sin decirse.

—¡Hola, Mammachi! —dijo Margaret Kochamma con su voz amable de maestra de escuela (que a veces daba bofetadas)—. Gracias por invitarnos. Teníamos tanta necesidad de alejarnos de todo aquello.

Mammachi percibió un tufillo a perfume barato con un toque agriado por el sudor aeronáutico. (Tenía un frasco de Dior, en su suave estuche de cuero verde, guardado bajo llave en su caja fuerte.)

Margaret Kochamma estrechó la mano de Mammachi. Los dedos eran suaves; los anillos de rubíes, duros.

—¡Hola, Margaret! —dijo Mammachi (ni grosera, ni cortés), con las gafas oscuras todavía puestas—. Bienvenida a Ayemenem. Siento no poder verte. Como ya debes de saber, estoy casi ciega.

Hablaba lentamente y con sumo cuidado.

—No se preocupe —dijo Margaret Kochamma—. De todos modos, estoy segura de que tengo un aspecto horrible.

Soltó una risilla insegura, no demasiado convencida de que aquella fuese la respuesta correcta.

—Estás equivocada —dijo Chacko. Se volvió hacia Mammachi con una sonrisa de orgullo en los labios que su madre no podía ver—. Está preciosa, como siempre.

—Sentí mucho lo de… Joe —dijo Mammachi. Aunque sonó a que lo sentía sólo un poquito. No mucho.

Se hizo un corto silencio de Tristeza-Por-Lo-De-Joe.

—¿Dónde está mi Sophie Mol? —dijo Mammachi—. Ven aquí y deja que tu abuela te vea.

Sophie Mol fue conducida hasta Mammachi, que levantó las gafas oscuras y se las colocó sobre la cabeza. Parecían los rasgados ojos de un gato que miraran de hito en hito la cabeza del aburrido bisonte. Éste dijo: «Ato.
Rotundamente, No
». En el lenguaje de los Bisontes Aburridos.

Ya incluso antes del trasplante de córnea, Mammachi sólo podía distinguir luces y sombras. Si alguien se paraba en la puerta, se daba cuenta de que había alguien allí. Pero no sabía quién era. Sólo podía leer un cheque, un recibo o un billete si se lo arrimaba tanto a los ojos que lo tocaba con las pestañas. Después lo mantenía fijo y movía los ojos en sentido horizontal. Arrastrándolos de una palabra a otra.

La que hacía de Figurante (con su traje de hada) vio cómo Mammachi arrimaba a Sophie Mol a sus ojos para mirarla. Para leerla como si fuera un cheque. Para comprobarla como a un billete. Mammachi (con el ojo por el que veía mejor) vio un pelo castaño cobrizo (mmm… mmm… casi rubio), la curva de dos mejillas redondas y pecosas (mmm… casi sonrosadas), unos ojos azules, de un azul grisáceo.

—La nariz de Pappachi —dijo Mammachi—. Dime, ¿eres una niña guapa? —le preguntó a Sophie Mol.

—Sí —dijo Sophie Mol.

—¿Y alta?

—Soy alta para mi edad —dijo Sophie Mol.

—Muy alta —corroboró Bebé Kochamma—. Mucho más alta que Estha.

—Es que ella es mayor —dijo Ammu.

—Aun así… —dijo Bebé Kochamma.

Un poco más allá, Velutha subía por el atajo a través de los árboles del caucho. Con el torso desnudo. Llevaba un rollo de hilo eléctrico colgado de un hombro. Llevaba puesto su
mundu
estampado en azul oscuro y negro enrollado muy flojo por encima de las rodillas. Y en la espalda, la hoja de la buena suerte del árbol de las marcas de nacimiento (que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo). Su hoja otoñal en la noche.

Rahel lo vio antes de que emergiera entre los árboles y saliera al camino de entrada a la casa, y abandonó la representación para ir hacia él.

Ammu la vio irse.

Vio cómo realizaban su complicado Saludo Oficial fuera del escenario. Velutha hacía una reverencia, como le habían enseñado, estirando el
mundu
por los costados como si fuera una falda, igual que la lechera inglesa en
El desayuno del rey
. Rahel saludaba inclinando la cabeza (y decía «Saludo»). Y después enganchaban los meñiques y se daban la mano seriamente con aire de banqueros en una convención.

Bajo la moteada luz del sol que se filtraba a través de los árboles de color verde oscuro, Ammu vio cómo Velutha levantaba a su hija sin ningún esfuerzo, como si fuese una niña inflable, hecha de aire. También vio la expresión de enorme placer de la niña voladora mientras la lanzaba al aire para volverla a atrapar con los brazos.

Vio cómo las cadenas de músculos del estómago de Velutha se le marcaban y elevaban bajo la piel como las divisiones de una tableta de chocolate. Le sorprendió ver cómo había cambiado aquel cuerpo, tan silenciosamente, pasando de ser el de un jovencito de músculos planos al de un hombre. Moldeado y fuerte. El cuerpo de un nadador. El cuerpo de un carpintero-nadador. Lustrado con una cera para cuerpos de gran calidad.

Tenía los pómulos anchos y una sonrisa blanca y pronta.

Fue la sonrisa la que hizo que Ammu se acordara de Velutha cuando era pequeño. Cuando ayudaba a Vellya Paapen a contar cocos y le traía regalitos que había hecho para ella y se los ofrecía sobre la palma de la mano abierta para que pudiera cogerlos sin tener que tocarlo. Barcas, cajas, molinitos. Y la llamaba Ammukutty. Pequeña Ammu. Aunque era mayor que él. Mientras lo observaba en aquel momento, no pudo evitar pensar el poco parecido que guardaba aquel hombre con el niño que había sido. La sonrisa era el único equipaje que había llevado consigo desde la niñez hasta la edad adulta.

De pronto, Ammu deseó que
hubiera
sido él a quien Rahel vio en la manifestación. Deseó que hubiera sido él quien levantara aquella bandera y aquel brazo nudoso lleno de ira. Deseó que bajo su cuidada máscara de alegría albergara una ira latente, llena de vida, hacia el mundo petulante y ordenado contra el que ella protestaba con tanta furia.

Deseó que hubiera sido él.

Le sorprendió la confianza física que su hija demostraba sentir con él. Estaba sorprendida de que su hija pareciera tener un sub-mundo que la excluyera a
ella
por completo. Un mundo táctil de risas y sonrisas del que ella, su madre, no formaba parte. Ammu se dio cuenta de que en sus pensamientos había un ligero matiz, delicado y morado, de envidia. Prefirió no pensar a quién envidiaba. Si al hombre o a su propia hija. O, simplemente, a aquel mundo de dedos entrelazados y súbitas sonrisas.

El hombre que estaba de pie bajo la sombra de los árboles del caucho, con lunares de luz solar bailándole por todo el cuerpo, sosteniendo a su hija en brazos, levantó la mirada y se encontró con la de Ammu. Siglos enteros quedaron plegados como un acordeón en un momento único y fugaz. La Historia fue cogida a contrapelo, desprevenida. Despojada de su piel como una vieja serpiente. Sus marcas, sus cicatrices, sus heridas de antiguas guerras y los días en que tenían que retroceder de rodillas, todo, cayó al suelo. Al desaparecer dejó un aura, un resplandor palpable que era tan fácil de ver como el agua en un río o el sol en el cielo. Tan fácil de sentir como el calor en un día caluroso, o el tirón de un pez en un sedal tenso. Tan obvio que nadie se dio cuenta.

En aquel breve instante, Velutha levantó la mirada y vio cosas que no había visto antes. Cosas que habían estado más allá de los límites hasta entonces, ocultas por las anteojeras de la historia.

Cosas sencillas.

Como, por ejemplo, que la madre de Rahel era una mujer.

Que se le formaban unos hoyuelos profundos cuando sonreía y que se le quedaban marcados mucho tiempo después de que la sonrisa abandonara sus ojos. Vio que sus brazos morenos eran redondos, firmes y perfectos. Que le brillaban los hombros, pero que los ojos estaban en otro lugar. Vio que cuando le diera regalos ya no tendría que ofrecérselos sobre la palma de la mano abierta para que no tuviera que tocarlo. Sus barcas y sus cajas y sus molinitos. También vio que él no era necesariamente el único dador de regalos. Que
ella
también tenía regalos que ofrecerle.

Aquel conocimiento lo traspasó limpiamente, como la hoja afilada de un cuchillo. Fría y caliente al mismo tiempo. Duró sólo un instante.

Ammu se dio cuenta de que él se había dado cuenta. Miró hacia otro lado. El también. Los demonios históricos retornaron para reclamarlos. Para envolverlos nuevamente en la piel vieja y llena de cicatrices y arrastrarlos otra vez hacia donde realmente vivían. Donde las Leyes del Amor establecían a quién debía quererse y cómo. Y cuánto.

Ammu se dirigió hacia la galería, de regreso a la Representación. Temblaba.

Velutha bajó la mirada hacia la Embajadora I. Palo, que tenía en los brazos, y la dejó en el suelo. Él también temblaba.

—¡Pero miradla! —dijo, señalando su ridículo vestido vaporoso—. ¡Qué guapa! ¿Te vas a casar?

Rahel arremetió contra las axilas de Velutha y comenzó a hacerle cosquillas despiadadamente.
¡Tiqui, tiqui, tiqui!

—Ayer te vi —dijo Rahel.

—¿Dónde? —dijo Velutha en tono agudo y sorprendido.

—Eres un mentiroso —dijo Rahel. Un mentiroso y un falso. Te vi. Eras comunista y llevabas camisa y una bandera. Y,
además
, hiciste como que no me veías.


Aiyyo kashtam
—dijo Velutha—. ¿Crees que yo haría una cosa así? Dímelo

, ¿crees que Velutha haría
alguna vez
una cosa así? Debe de haber sido un hermano gemelo que tengo y que perdí hace tiempo.

—¿Qué hermano gemelo que perdiste hace tiempo?

—Urumban, tonta… El que vive en Kochi.

—¿Qué Urumban? —Entonces vio el guiño—. ¡Mentiroso! ¡No tienes ningún hermano gemelo! ¡No era Urumban! ¡Eras

!

Velutha se rió. Tenía una risa preciosa y, cuando se reía, se reía de verdad.

—No era yo —dijo—. Estaba en la cama, enfermo.

—¿Ves? ¡Te estás riendo! —dijo Rahel—. Eso quiere decir que eras tú. Reírse quiere decir que «eras tú».

—¡Eso será en inglés! —dijo Velutha—. En malayalam mi profesora siempre decía: «Reírse quiere decir que no era yo».

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