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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (11 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Durante su segundo periodo en el poder, el camarada E. M. S. continuó aplicando su transición pacífica, pero de forma más sensata. Con lo que se ganó el odio del Partido Comunista Chino, que lo denunció por su «cretinismo parlamentario» y lo acusó de «proporcionar alivio a la gente, con lo que embotaba la conciencia del pueblo y lo distraía de la Revolución».

Pekín desvió su respaldo hacia la facción más nueva y militante del PCI(M), los naxalitas, que habían llevado a cabo una insurrección armada en Naxalbari, un pueblo de Bengala. Organizaron a los campesinos en grupos armados, se apropiaron de la tierra, expulsaron a los propietarios y establecieron tribunales populares para juzgar a los enemigos de la clase obrera. El movimiento naxalita se extendió por todo el país y sembró el terror en los corazones burgueses.

En Kerala los naxalitas contribuyeron a viciar con una breve inyección de miedo y nerviosismo una atmósfera ya de por sí amedrentada. Los asesinatos habían comenzado en el norte. En el mes de mayo de aquel año apareció en los periódicos una fotografía borrosa de un terrateniente de Palghat al que habían decapitado tras atarlo a una farola. Su cabeza se hallaba a cierta distancia del cuerpo, en medio de un charco oscuro que podía ser de agua o de sangre. Era difícil decidirlo, pues era una fotografía en blanco y negro. Tomada bajo la luz grisácea previa al amanecer.

Tenía los ojos abiertos, con expresión de sorpresa.

El camarada E. M. S. Namboodiripad
(Perro del Gobierno para unos, Títere Soviético para otros)
expulsó a los naxalitas de su partido y siguió dedicándose a utilizar la ira popular para propósitos parlamentarios.

La marcha que rodeó repentinamente al Plymouth azul cielo aquel día azul cielo de diciembre formaba parte de ese proceso. Había sido organizada por el Sindicato Marxista de Kerala. Los camaradas de Trivandrum irían en manifestación hasta la secretaría del partido para presentar el documento con las Demandas del Pueblo al camarada E. M. S. en persona. La orquesta elevaba una petición a su director. Pedían que a los trabajadores de los arrozales, cuya jornada laboral era de once horas y media al día (de siete de la mañana a seis y media de la tarde), se les diera una hora libre para el almuerzo. Que los salarios de las mujeres se incrementaran de una rupia y veinticinco paisas al día a tres rupias, y que el de los hombres se incrementara de dos rupias y cincuenta paisas al día, a cuatro rupias y cincuenta paisas. También pedían que dejara de llamarse a los Intocables según el nombre de su casta. Pedían que
no
se les llamara Achoo
Parayan,
o Kelan
Paravan,
o Kuttan
Pulayan,
sino simplemente, Achoo, Kelan o Kuttan.

Los Reyes del Cardamomo, los Condes del Café y los Barones del Caucho, viejos compinches desde el internado, habían bajado de sus haciendas remotas y solitarias y bebían a pequeños sorbos cervezas heladas en el Club de Vela. Alzaban sus copas.
«Aunque la mona se vista de seda…»,
decían entre risas para ocultar su creciente pánico.

Aquel día la manifestación estaba compuesta por militantes del partido, estudiantes y trabajadores. Tocables e Intocables. Cargaban sobre sus espaldas un barril de odio antiguo, prendido con una mecha reciente. Había una faceta de aquel odio que era naxalita y nueva.

A través de la ventanilla del Plymouth, Rahel se dio cuenta de que la palabra que más fuerte decían era
Zindabad.
Y de que las venas parecían saltárseles del cuello al pronunciarla. Y de que los brazos que sostenían las banderas y las pancartas eran nudosos y fuertes.

Dentro del Plymouth nadie se movía y hacía calor.

El miedo de Bebé Kochamma yacía enrollado en el suelo del coche como un cigarro húmedo y pegajoso. Aquello no era más que el comienzo. El miedo que con el paso de los años crecería hasta consumirla. Que la haría cerrar con llave puertas y ventanas. Que la haría tener dos líneas de nacimiento del pelo y dos bocas. El suyo era también un miedo antiguo, viejo como la humanidad. El miedo a que le quitaran lo que tenía.

Intentó contar las cuentas verdes de su rosario, pero no podía concentrarse. Una mano abierta golpeó una de las ventanillas del coche.

Un puño cerrado aporreó el recalentado capó azul cielo. Se abrió de golpe. El Plymouth parecía un animal azul y anguloso de un zoológico pidiendo que le dieran de comer.

Un bollo.

Un plátano.

Otro puño cerrado lo golpeó, y se cerró. Chacko bajó el cristal de su ventanilla y le gritó al hombre que lo había hecho:

—¡Gracias,
keto
! —dijo—. ¡
Valarey
gracias!

—No le estés tan agradecido, camarada —dijo Ammu—. Ha sido pura casualidad. No tenía ninguna intención de ayudarte. ¿Cómo
podía
saber que dentro de este viejo coche late un corazón auténticamente marxista?

—Ammu —dijo Chacko en tono tranquilo y deliberadamente despreocupado—, ¿no podrías hacer un pequeño esfuerzo para no verlo todo con tu cinismo de fracasada?

El silencio llenó el coche como si empapara una esponja.
Fracasada
cortó el aire como un cuchillo. El sol brilló con un suspiro estremecido. Ese era el problema con los parientes. Al igual que los médicos aviesos, sabían dónde hacer más daño al tocar.

Justo en aquel momento, Rahel vio a Velutha, el hijo de Vellya Paapen. A Velutha, su amigo más querido. A Velutha, que llevaba una bandera roja. Con camisa y
mundu
blancos y las venas del cuello hinchadas. El, que jamás llevaba camisa.

Rahel bajó el cristal de su ventanilla en un segundo.

—¡Velutha! ¡Velutha! —le gritó.

Se quedó congelado durante un instante y escuchó con su bandera. Acababa de oír una voz familiar en circunstancias nada familiares. Rahel, de pie sobre el asiento del coche, se había proyectado fuera de la ventana del Plymouth como un cuerno de un herbívoro con forma de coche que se agitara libremente. Con una fuente atada con un «amor-en-Tokio» y unas gafas de sol de plástico rojo con montura amarilla.

—¡Velutha!
Ividay
!¡Velutha!

Y a ella también se le hincharon las venas del cuello.

Velutha se deslizó de costado y desapareció rápidamente en el interior de la masa furiosa que lo rodeaba.

Dentro del coche, Ammu se volvió con una expresión de furia en los ojos. Golpeó las pantorrillas de Rahel, que era la única parte de su hija que estaba dentro del coche y podía golpear. Sus pantorrillas y sus pies morenos, enfundados en sandalias Bata.

—¡Haz el favor de portarte bien! —dijo Ammu.

Bebé Kochamma tiró de Rahel, que aterrizó sobre el asiento, sorprendida. Pensó que debía de haber un malentendido.

—¡Era Velutha! explicó sonriendo—. ¡Y llevaba una bandera!

La bandera había sido para ella lo más impresionante de todo. Lo mejor que podía llevar un amigo.

—¡Eres una niña tonta y estúpida! —dijo Ammu.

Aquel enfado violento y repentino dejó a Rahel clavada en el asiento del coche. Estaba perpleja. ¿Por qué se había enfadado tanto Ammu? ¿Cuál era la razón?

—Pero ¡si
era
él! —dijo Rahel.

—¡Cállate! —dijo Ammu.

Rahel vio que a Ammu le transpiraban la frente y el labio superior, y que sus ojos se habían endurecido y parecían canicas. Como los de Pappachi en la foto de estudio hecha en Viena. (¡Cómo corría subrepticiamente la mariposa de Pappachi, igual que un rumor, por las venas de sus hijos!)

Entonces Bebé Kochamma subió el cristal de la ventanilla de Rahel.

Años más tarde, en la fresca y despejada mañana de un domingo de otoño en el norte del estado de Nueva York, mientras iba en tren desde Grand Central a Crotón Harmon, aquella imagen le vino de pronto a la mente a Rahel. Aquella expresión en el rostro de Ammu. Como la pieza endiablada de un puzzle. Como unos signos de interrogación que se deslizasen por las páginas de un libro sin encontrar nunca en qué frase colocarse.

Aquella mirada marmórea en los ojos de Ammu. El brillo de la transpiración sobre su labio superior. Y el escalofrío de aquel silencio repentino e hiriente.

¿Qué había significado todo aquello?

El tren dominical iba casi vacío. Al otro lado del pasillo, una mujer con las mejillas agrietadas por la intemperie y bigote tosía y escupía flemas que iba envolviendo en trozos de papel que arrancaba de una pila de periódicos dominicales que llevaba sobre las rodillas. Colocaba los paquetitos en ordenadas hileras sobre el asiento vacío que había frente a ella como si estuviera organizando un tenderete de flemas. Y, mientras lo hacía, hablaba sola con tono agradable y tranquilizador.

La memoria era como aquella mujer del tren. Loca, porque se dedicaba a examinar cuidadosamente cosas oscuras, guardadas en un armario, para luego emerger con las más insólitas: una mirada fugaz, un sentimiento, el olor del humo, un limpiaparabrisas, los ojos marmóreos de una madre. Y, a la vez, bastante cuerda, porque dejaba enormes extensiones de oscuridad sin desvelar. Sin recordar.

La locura de su compañera de vagón reconfortaba a Rahel. La aproximaba más al útero trastornado de Nueva York, y la apartaba de otra idea más terrible que la perseguía.
Un aroma metálico, como el de los pasamanos de acero de los autobuses y el olor de las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos. Un hombre joven con la boca de un viejo.

Fuera del tren, el Hudson brillaba y los árboles tenían los colores pardorrojizos del otoño. Casi hacía frío.

—Hay un pezón en el aire —le dijo bromeando Larry McCaslin a Rahel al tiempo que apoyaba suavemente la palma de la mano contra la intimación de protesta de un pezón helado que se proyectaba bajo la tela de su camiseta de algodón. Larry se preguntó por qué no sonrió al gastarle aquella broma.

Ella se preguntó por qué sería que siempre que pensaba en su hogar lo imaginaba con los colores de las maderas oscuras y barnizadas de los barcos y de los núcleos vacíos de las lenguas de fuego que titilaban en las lámparas de latón.

Era
Velutha.

De eso Rahel estaba segura. Lo había visto. Y él la había visto. Lo habría reconocido en cualquier sitio y en cualquier momento. Y, si no hubiese llevado camisa, también lo habría reconocido de espaldas. Conocía su espalda. Había ido muchas veces sobre ella. Más veces de las que podía recordar. Tenía una marca de nacimiento de color pardo claro con la forma de una hoja puntiaguda y seca. Decía que era una hoja de la buena suerte, que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo. Una hoja pardusca sobre una espalda negra. Una hoja otoñal en la noche.

Una hoja de la buena suerte que no fue lo bastante propicia.

No se suponía que Velutha llegara a ser carpintero.

Le pusieron Velutha, que significa «blanco» en malayalam, porque era muy negro. Su padre, Vellya Paapen, era paraván. Sangrador de savia de palmera. Tenía un ojo de vidrio. Una vez que estaba trabajando un bloque de granito con un martillo le saltó una esquirla al ojo izquierdo y se lo perforó.

Cuando era pequeño, Velutha iba con Vellya Paapen a la entrada de servicio de la casa de Ayemenem a llevar los cocos que arrancaban de las palmeras de la finca. Pappachi no permitía que los paravanes entraran en la casa. Nadie lo hacía. No se les permitía tocar nada que los Tocables pudieran tocar. No se lo permitían los de las Castas Hindúes ni los de las Castas Cristianas. Mammachi les contó a Estha y a Rahel que se acordaba de la época en que, siendo niña, los paravanes tenían que retroceder de rodillas, borrando sus huellas con una escobilla, para que los brahmanes o los cristianos sirios no se volvieran impuros al pisar sin querer sus pisadas. En tiempos de la niñez de Mammachi no se permitía a los paravanes, igual que a los demás Intocables, andar por la vía pública, ni cubrirse la parte superior del cuerpo, ni usar paraguas. Cuando hablaban, tenían que taparse la boca con la mano, para evitar que su aliento contagiase su impureza a aquellos a quienes dirigían la palabra.

Cuando los británicos llegaron a lo que hoy es Kerala, muchos paravanes, pelayas y pulayas (entre ellos Kelan, el abuelo de Velutha) se convirtieron al cristianismo e ingresaron en la Iglesia anglicana para escapar al flagelo de la Intocabilidad. Como incentivo adicional se les dio un poco de comida y de dinero. Se los conocía como los «cristianos del arroz». No les llevó mucho tiempo darse cuenta de que habían salido del fuego para caer en las brasas. Los obligaron a tener iglesias separadas, con ceremonias separadas y sacerdotes separados. Como favor especial se les otorgó incluso su propio obispo paria separado. Después de la independencia se encontraron con que no tenían acceso a las prestaciones estatales para los Intocables, como reservas de puestos de trabajo o derecho a obtener préstamos bancarios a bajo interés, ya que oficialmente estaban censados como cristianos y por lo tanto, fuera del sistema de castas. Era algo así como tener que borrar las propias huellas sin escobilla. O, peor aún, que ni siquiera se les
permitiese
dejar huellas.

Mammachi fue la primera en notar, una vez en que se tomó unas vacaciones de Delhi y la Entomología Imperial, la increíble habilidad que mostraba Velutha con las manos. Velutha tenía entonces once años, unos tres menos que Ammu. Era como un pequeño mago. Podía hacer complicados juguetes (molinos en miniatura, sonajeros, joyeros diminutos) con cañas secas, así como barquitos perfectos con tronquitos de tapioca y figuritas con semillas de anacardo. Se los llevaba a Ammu y se los ofrecía sobre la palma de la mano (como le habían enseñado), para que no tuviera que tocarlo al cogerlos. Aunque era más joven que ella, la llamaba Ammukutty: Pequeña Ammu. Mammachi convenció a Vellya Paapen para que lo mandara a la escuela para Intocables que había fundado su suegro, el Pequeño Bendecido.

Velutha tenía catorce años cuando Johann Klein, un alemán de un gremio de carpinteros de Baviera, llegó a Kottayam a pasar tres años en la misión cristiana dirigiendo un taller con carpinteros de la zona. Todas las tardes, después de la escuela, Velutha cogía un autobús a Kottayam donde trabajaba con Klein hasta que anochecía. Para cuando cumplió los dieciséis años había acabado la enseñanza secundaria y era un carpintero experto. Tenía sus propias herramientas de carpintería y una sensibilidad para el diseño claramente germana. A Mammachi le hizo una mesa de comedor estilo Bauhaus con doce sillas, todo de palo de rosa, y una
chaise longue
de madera de manjea de tipo tradicional bávaro. Para los festejos navideños organizados por Bebé Kochamma hacía un montón de alas de ángeles con armazón de alambre, que los niños se ponían en la espalda como si fueran mochilas, nubes de cartón entre las que aparecía el arcángel Gabriel y un pesebre desmontable para que en él naciera Cristo. Cuando el arco plateado del angelito que meaba en el jardín se secó inexplicablemente, fue Velutha el médico que le arregló la vejiga para que volviese a funcionar.

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