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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (28 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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10

El río en la barca

Mientras se llevaba a cabo la representación de
¡Bienvenida a casa, querida Sophie Mol!
en la galería delantera y Kochu Maria repartía tarta a un Ejército Azul en medio del calor verdoso, el Embajador E. Pelvis/P. Escarlata (con tupé y zapatos beige puntiagudos) empujó la puerta de tela metálica de la fábrica malsana y húmeda con olor a vinagre de Conservas y Encurtidos Paraíso. Caminó entre los depósitos de cemento buscando un lugar en el que Pensar. Ousa, el alechuza, que vivía sobre una viga ennegrecida cerca de la claraboya (y, de vez en cuando, contribuía a añadir más sabor a algunos productos Paraíso), le vio pasar.

Pasar por delante de limas amarillas en salmuera a las que había que pinchar de vez en cuando (porque, si no, se formaban islas de hongos negros y ondulados que flotaban igual que mojardones en un consomé).

Pasar por delante de mangos verdes, cortados y rellenados de azafrán y guindilla en polvo y unidos luego con un cordel de cáñamo. (No había que prestarles atención de momento.)

Pasar por delante de garrafas de cristal llenas de vinagre tapadas con corchos.

Pasar por delante de estanterías de pectina y conservantes.

Pasar por delante de bandejas de calabaza amarga, de cuchillos y de dediles de goma de todos los colores.

Pasar por delante de sacos de arpillera repletos de ajos y cebollitas.

Pasar por delante de montones de granos de pimienta verde fresca.

Pasar por delante de un montón de cáscaras de plátano sobre el suelo (que se guardaban para la cena de los cerdos).

Pasar por delante del armario de las etiquetas, lleno de etiquetas.

Pasar por delante del pegamento.

Pasar por delante del pincel del pegamento. Pasar por delante de una tina de hierro con botellas vacías que flotaban en agua jabonosa llena de burbujas. Pasar por delante de la limonada. Del zumo de uvas.

Y volver.

Estaba oscuro allí dentro, iluminado sólo por la luz que se filtraba a través de las sucias puertas de tela metálica y por un rayo polvoriento de sol (que Ousa no utilizaba) que llegaba de la claraboya. El olor a vinagre y asa fétida hizo que le picara la nariz, pero Estha estaba acostumbrado, es más, le encantaba. El lugar que eligió para Pensar estaba situado entre la pared y el negro caldero de hierro en el que se enfriaba lentamente una buena cantidad de mermelada de plátano que acababa de cocerse (ilegalmente).

La mermelada estaba todavía caliente, y sobre su pegajosa superficie escarlata moría lentamente una espuma rosada y densa. Burbujitas de plátano se hundían en las profundidades de la mermelada sin nadie que las socorriese.

El Hombre de la Naranjada y la Limonada podía aparecer en cualquier momento. Coger un autobús Cochín-Kottayam y plantarse allí. Y Ammu le ofrecería una taza de té. O quizá un zumo de piña. Con hielo. Amarillo dentro de un vaso.

Con la larga varilla de hierro, Estha removió la mermelada nueva y espesa.

La espuma agonizante hizo formas espumosas agonizantes.

Un cuervo con un ala rota.

La garra crispada de un gallo.

Un alechuza (que no era Ousa) envuelto en mermelada empalagosa.

Un remolino de tristeza.

Y nadie que lo socorriese.

Mientras Estha removía la espesa mermelada, pensó Dos Cosas, y las Dos Cosas que pensó fueron las siguientes:

a) A cualquiera le puede pasar cualquier cosa.

Y

b) Es mejor estar preparado.

Después de pensar estas dos cosas, Estha el Solitario se sintió satisfecho de su alarde de sabiduría.

Mientras la mermelada morada y caliente giraba, Estha fue convirtiéndose en un Brujo con un tupé deshecho y los dientes desiguales que removía la olla, y después se convirtió en las Brujas de
Macbeth.

¡Fuego, arde! ¡Plátano, borbotea!

Ammu había dejado que Estha copiase la receta de mermelada de plátano de Mammachi en su nuevo libro de recetas, negro con el lomo blanco.

Totalmente consciente del honor que Ammu le había otorgado, Estha había usado sus dos mejores letras.

Mermelada de plátano

(con su mejor letra
antigua)

Chafar los plátanos maduros. Añadir agua hasta cubrirlos y cocerlos

a fuego
muy
fuerte hasta que la fruta esté blanda.

Separar el jugo colándolo con un trapo vlanco.

Medir la misma cantidad de azúcar y
apartarla
.

Cocer el jugo de la fruta hasta que adquiera un color escarlata y

se haya reduzido aproximadamente a la mitad.

Preparar la gelatina (pectina) de la siguiente manera
:

Proporción 1 cada 5
.

Ejemplo: 4 cucharaditas de pectina por cada 20 cucharaditas de azúcar
.

Estha siempre transformaba la pectina en Pectino y se imaginaba que era el menor de tres hermanos con martillos: Pectino, Hectino y Abednego. Los imaginaba construyendo un barco de madera envueltos en una luz tenue y una llovizna. Como los hijos de Noé. Podía imaginárselos con toda claridad. Trabajando en una carrera contra reloj. Los ecos apagados del martilleo bajo el inquietante cielo que amenazaba tormenta. Y muy cerca, en la selva, bajo la fantasmagórica luz de la tormenta que se avecinaba, los animales hacían cola en parejas:

Chicochica
.

Chicochica
.

Chicochica
.

Chicochica
.

No se permitían gemelos.

El resto de la receta estaba escrito con la mejor letra nueva de Estha. Angulosa, puntiaguda. Inclinada hacia atrás, como si las letras se opusieran a formar palabras y las palabras se opusieran a formar frases:

Añadir la Pectina a
l jugo concentrado. Cocer durante

unos minutos (5).

Cocer a fuego muy fuerte y constante
.

Añadir el azúcar. Cocer hasta que adquiera una consistencia untuosa
.

Dejar enfriar lentamente
.

Espero que disfrutes de esta receta
.

Aparte de algunas faltas de ortografía, la última frase —
Espero que disfrutes de esta receta
— era el único añadido que Estha había hecho al texto original.

Poco a poco, mientras Estha la removía, la mermelada de plátano iba espesándose y enfriándose, y la Cosa Número Tres surgió de forma espontánea de sus zapatos beiges puntiagudos.

La Cosa Número Tres era:

c) Una barca
.

Una barca para remar hasta el otro lado del río
. Akkara. El Otro Lado. Una barca para llevar las Provisiones. Cerillas. Ropa. Ollas y sartenes. Cosas que necesitarían y que no podían llevar nadando.

A Estha se le erizaron los pelos del brazo. El remover mermelada se convirtió en remar. El girar y girar se convirtió en un echar los brazos para adelante y para atrás. Cruzando un pegajoso río escarlata. Una canción de la regata de Onam llenó la fábrica:
«¡Thaiy thaiy thaka thaiy thaiy thomef»
.

Enda da korangacha, chandi ithra thenjadu?

(¿Eh, señor Hombre Mono, por qué tienes el ojete rojo?)

Pandyill thooran poyappol nerakkamuthiri nerangi njan
.

(¡Porque me fui a cagar a Madrás y me lo limpié con un rastrojo!)

Por encima de las preguntas y respuestas un tanto groseras de la canción de los remeros se oyó la voz de Rahel, que entró flotando en la fábrica.

—¡Estha! ¡Estha! ¡Estha!

Estha no respondió. El coro de la canción de los remeros fue susurrado dentro de la espesa mermelada.

Theeyome,

thithome,

tharaka,

thithome,

theem.

Una puerta de tela metálica chirrió y apareció, con el sol a sus espaldas, un Hada de Aeropuerto con chichones y unas gafas de sol de plástico rojo con montura amarilla. La fábrica se volvió de un color furioso. Las limas saladas se tornaron rojas. Los mangos tiernos se tornaron rojos. El armario de las etiquetas se tornó rojo. El rayo polvoriento de sol (que Ousa nunca utilizaba) se tornó rojo.

La puerta de tela metálica se cerró.

Rahel se quedó de pie en la fábrica vacía con su fuente atada con un «amor-en-Tokio». Oyó una voz de monja que cantaba la canción de los remeros. Una voz de soprano flotando por encima de vapores de vinagre y depósitos de cemento.

Se dirigió hacia Estha, que estaba inclinado sobre el caldo escarlata dentro del caldero negro.

—¿Qué quieres? —preguntó Estha sin levantar la mirada.

—Nada —dijo Rahel.

—Entonces, ¿para qué has venido?

Rahel no contestó. Se hizo un silencio corto y hostil.

—¿Por qué remas en la mermelada? —preguntó Rahel.

—La India es un País Libre —dijo Estha.

Aquello no admitía discusión.

La India era un País Libre.

Se podía hacer sal. O remar en la mermelada, si se quería. El Hombre de la Naranjada y la Limonada podía entrar en cualquier momento por las puertas de tela metálica.

Sí quería.

Y Ammu le ofrecería un zumo de piña. Con hielo.

Rahel se sentó en el borde de un depósito de cemento (los bordes de los vuelos vaporosos de enagua y encaje se sumergieron en conserva de mango tierno) y empezó a ponerse dediles de goma. Tres moscardones atacaron ferozmente las puertas de tela metálica, intentando entrar. Y Ousa, el alechuza, observaba el silencio con olor a conserva que se alzaba entre los gemelos como una magulladura.

Rahel tenía los dedos de colores. Amarillo. Verde. Azul. Rojo. Amarillo.

Estha tenía la mermelada bien revuelta.

Rahel se levantó para irse. A dormir su Siesta.

—¿Adonde vas?

—Por ahí.

Rahel se quitó los dediles y volvió a tener los dedos de antes, color dedo. Ya no eran uno amarillo, ni otro verde, ni otro azul, ni otro rojo. Ni otro amarillo.

—Yo voy a ir a Akkara —dijo Estha, sin levantar la mirada—. A la Casa de la Historia.

Rahel se detuvo y se volvió, y sobre su corazón una mariposa nocturna con una pelambre dorsal inusualmente densa desplegó sus alas de rapiña.

Las abrió lentamente.

Las cerró lentamente.

—¿Por qué? —dijo Rahel.

—Porque a Cualquiera le puede pasar Cualquier cosa —dijo Estha—. Y es Mejor estar Preparado.

Aquello no admitía discusión.

Nadie iba ya a la casa de Kari Saipu. Vellya Paapen sostenía que había sido el último ser humano que había puesto los ojos en ella. Decía que estaba encantada. Les había contado a los gemelos su encuentro con el fantasma de Kari Saipu. Dijo que sucedió hacía dos años. Había cruzado al otro lado del río en busca de una mirística, el árbol que da la nuez moscada, para hacer una pasta de nuez moscada y ajo fresco para Chella, su mujer, que agonizaba de tuberculosis. De repente, le llegó un olor a humo de puro (que reconoció inmediatamente porque Pappachi acostumbraba a fumar la misma marca). Vellya Paapen se volvió y lanzó su hoz hacia el lugar de donde provenía el olor. Había dejado al fantasma clavado al tronco de un árbol del caucho donde, según Vellya Paapen, todavía se encontraba. Un olor atravesado por una hoz, que sangraba una sangre clara y ambarina, y rogaba que le dieran un puro.

Vellya Paapen no llegó a encontrar la mirística, y tuvo que comprarse otra hoz. Pero tenía la satisfacción de saber que sus reflejos, rápidos como un rayo (a pesar de su ojo hipotecado), y su aplomo habían puesto fin a las andanzas de un fantasma pedófilo y sanguinario.

Siempre que nadie sucumbiera a sus artificios y lo liberara de la hoz con un puro.

Lo que Vellya Paapen (que lo sabía casi todo)
no sabía
era que la casa de Kari Saipu era la Casa de la Historia (cuyas puertas estaban cerradas con llave y cuyas ventanas estaban abiertas). Y que, dentro, unos antepasados cuyo aliento olía a mapas amarillentos y que tenían las uñas de los pies duras hablaban en susurros con las lagartijas que había en la pared. Que la Historia utilizaba la galería trasera para negociar sus condiciones y ajustar cuentas con aquellos que violaban sus leyes. Que el incumplimiento de éstas acarreaba horribles consecuencias. Que, el día que la Historia eligió para ajustar cuentas, Estha guardaría el recibo de aquello por lo que pagó Velutha.

Vellya Paapen no tenía ni idea de que Kari Saipu era el que capturaba los sueños y los resonaba. Que los arrancaba de las mentes de los que pasaban por allí del mismo modo que los niños quitan las pasas de Corinto de las tartas. Que los sueños que más anhelaba, los sueños que más quería re-soñar, eran los tiernos sueños de gemelos heterocigóticos.

Si el pobre y viejo Vellya Paapen hubiese sabido entonces que la Historia lo elegiría como delegado, que serían
sus
lágrimas las que desencadenarían el Terror, tal vez no se habría pavoneado como un gallito en el bazar de Ayemenem, jactándose de cómo había cruzado el río nadando con la hoz en la boca (sintiendo el gusto metálico del hierro en la lengua). De cómo la había dejado en el suelo un momento para agacharse a lavarse la arenilla del río que se le había metido en el ojo hipotecado (a veces había arenilla en el río sobre todo en los meses de lluvia), y fue entonces cuando percibió la primera bocanada de humo de puro. De cómo cogió su hoz, se volvió rápidamente, atravesó el olor con la hoz y dejó al fantasma clavado al árbol para siempre. Todo eso con un solo movimiento, atlético y fluido.

Para cuando comprendió cuál era su papel dentro de los Planes de la Historia, ya era demasiado tarde para volver sobre sus pasos. Había borrado sus huellas con una escobilla mientras retrocedía de rodillas.

El silencio volvió a caer bruscamente sobre la fábrica y oprimió a los gemelos en su interior. Pero aquella vez era un silencio diferente. Un silencio de un viejo río. Un silencio de Pescadores y cerúleas sirenas.

—Pero los comunistas no creen en fantasmas —dijo Estha, como si continuaran con un discurso que investigara soluciones para el problema de los fantasmas. Sus conversaciones se elevaban y se hundían como cadenas montañosas. A veces audibles para otros. A veces no.

—¿Es que vamos a hacernos comunistas? —preguntó Rabel.

—Puede que no tengamos más remedio.

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