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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (37 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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—Le dijimos que, si no abandonaba Ayemenem sin armar jaleo, llamaríamos a la policía. Entonces empezó a decir que… ¿A que no se lo puede imaginar? Que mi sobrina había
consentido
. Nos preguntó qué pruebas teníamos para acusarlo. Dijo que, de acuerdo con las leyes laborales, no teníamos ningún fundamento para despedirlo. Estaba tan tranquilo. «Ya han pasado los días en que podíais tratarnos a patadas como si fuéramos perros», dijo.

Para entonces la historia de Bebé Kochamma sonaba totalmente convincente. Parecía humillada. Desconcertada.

Luego su imaginación se disparó. No describió cómo había perdido el control Mammachi. Cómo había ido adonde estaba Velutha y le había escupido a la cara. Las cosas que le había dicho. Lo que le había llamado.

En vez de eso, le explicó al inspector Thomas Mathew que no era
lo que
Velutha había dicho lo que la había llevado a ir a la policía, sino
cómo
lo había dicho. La total ausencia de remordimiento había sido lo que más la había impresionado. Como si estuviera
orgulloso
de lo que había hecho Sin darse cuenta, atribuía a Velutha los modales del hombre que la había humillado durante la manifestación. Describió la furia y el desprecio de su rostro. La insolencia grosera de su voz, que tanto la había asustado. Todo eso la hacía estar segura de que el despido y la desaparición de los niños estaban, era imposible que no estuvieran, relacionados.

Bebé Kochamma explicó que conocía al paraván desde que era niño. Que había sido educado por su familia, que lo habían enviado a la escuela para Intocables que había fundado su padre, el Pequeño Bendecido («Sabrá, inspector Thomas Mathew, quién era…» «Sí, sí, claro.») Que habían hecho que aprendiera el oficio de carpintero, que su abuelo le había dado la casa en la que vivía. Se lo debía absolutamente todo a su familia.

—Ustedes… —dijo el inspector Thomas Mathew—. Ustedes primero echan a perder a esa gente, los exhiben orgullosos como si fueran trofeos, y luego, cuando no saben comportarse, vienen corriendo para que les saquemos las castañas del fuego.

Bebé Kochamma bajó la mirada como un niño al que han castigado. Luego continuó con su historia. Le explicó al inspector Thomas Mathew cómo, en las últimas semanas, había notado ciertas cosas que eran como un presagio: cierta insolencia, cierta descortesía. Mencionó que, al ir a Cochín, lo había visto participando en la manifestación y que corrían rumores de que era, o había sido, naxalita. No se dio cuenta de la ligera arruga de preocupación que esa parte de la información provocó en la frente del inspector.

Dijo que había prevenido a su sobrino, pero que nunca, ni por asomo, había pensado que las cosas llegarían tan lejos. Una niña maravillosa había muerto y dos niños habían desaparecido.

Bebé Kochamma se vino abajo.

El inspector Thomas Mathew le dio una taza de té policiaco. Cuando se encontró algo mejor, la ayudó a poner por escrito todo lo que le había contado en una denuncia formal. Le aseguró que podía contar con la total colaboración de la policía de Kottayam. Y añadió que cogerían a aquel granuja antes de que acabara el día. Un paraván con dos gemelos heterocigóticos, perseguido por la historia. No había muchos sitios en los que pudiera esconderse.

El inspector Thomas Mathew era un hombre prudente. Tomó sus precauciones. Envió un jeep a buscar al camarada K. N. M. Pillai para traerlo a la comisaría. Le parecía crucial saber si el paraván tenía algún apoyo político o si había actuado solo. Aunque era del Partido del Congreso, no pretendía correr el riesgo de tener roces con el gobierno comunista. Cuando llegó el camarada Pillai, lo invitó a pasar y sentarse en el asiento que Bebé Kochamma acababa de dejar. El inspector Thomas Mathew le enseñó la denuncia formal de Bebé Kochamma. Los dos hombres mantuvieron una conversación. Breve, críptica, directa al grano. Como si intercambiasen números y no palabras. Las explicaciones no parecían necesarias. El camarada Pillai y el inspector Thomas Mathew no eran amigos, y no confiaban el uno en el otro. Pero se entendieron perfectamente. Los dos eran hombres cuya infancia no había dejado rastro en ellos. Hombres carentes de curiosidad, de dudas. Los dos, cada uno a su manera, eran verdadera y terriblemente adultos. Contemplaban el mundo sin preguntarse cómo funcionaba, porque lo sabían.
Ellos
lo hacían funcionar. Eran como mecánicos que se ocuparan del mantenimiento de diferentes partes de una misma maquinaria.

El camarada Pillai le contó al inspector Thomas Mathew que conocía a Velutha, pero omitió que Velutha era miembro del partido y que había ido a llamar a su puerta la noche anterior, ya muy tarde, lo cual convertía al camarada Pillai en la última persona que había visto a Velutha antes de su desaparición. Y, aunque sabía que no eran ciertas, el camarada Pillai no refutó las alegaciones de intento de violación que figuraban en la denuncia de Bebé Kochamma. Simplemente, aseguró al inspector Thomas Mathew que, por lo que a él se refería, Velutha no contaba con el apoyo ni la protección del Partido Comunista. Que actuaba por su cuenta.

Cuando el camarada Pillai se fue, el inspector Thomas Mathew repasó mentalmente la conversación que habían tenido, la desmenuzó, examinó su lógica, buscó si había algo que no encajara. Cuando se sintió satisfecho, dio instrucciones a sus hombres.

Entretanto, Bebé Kochamma había regresado a Ayemenem. El Plymouth estaba aparcado en el caminito de acceso. Margaret Kochamma y Chacko estaban de vuelta de Cochín.

Sophie Mol yacía en la
chaise longue
.

Cuando Margaret Kochamma vio el cuerpo de su hijita, una conmoción, como un aplauso fantasmagórico en medio de un auditorio vacío, la invadió y se desbordó en una oleada de vómito que la dejó muda y con la mirada vacía. Sufría por dos muertes, no por una. Con la pérdida de Sophie, Joe volvía a morir. Y, en esta ocasión, no había deberes que terminar o huevo que comer. Margaret Kochamma había ido a Ayemenem a sanar su mundo herido y, en vez de eso, lo había perdido todo. Ahora estaba rota, hecha añicos, como si fuera de cristal.

Su recuerdo de los días que siguieron era borroso. Largas horas opacas de serenidad con la lengua pastosa, como de trapo (medicamentos administrados por el doctor Verghese Verghese) interrumpidas por latigazos acerados y cortantes de histeria, tan afilados como el borde de una navaja recién estrenada.

Con la vaga conciencia de que Chacko —muy afectado y con una voz muy suave cuando estaba a su lado— iba por la casa de Ayemenem fuera de sí, soplando como un viento furibundo. Tan diferente del Puerco Espín Arrugado que había conocido aquella mañana, hacía mucho tiempo, en el café de Oxford.

Recordaba vagamente el entierro en la amarilla iglesia. Los cánticos tristes. Un murciélago que había asustado a alguien. Recordaba el ruido de puertas echadas abajo y las voces de mujeres asustadas. Y cómo, por la noche, los cantos de los grillos que estaban entre los arbustos le habían parecido crujidos en la escalera que aumentaban el miedo y la tristeza que se cernían sobre la casa de Ayemenem.

Nunca olvidó su furia irracional contra los dos niños, más pequeños que su hija, que, por alguna razón, se habían salvado. Su mente febril se aferró como una lapa a la idea de que Estha era, en cierta medida, responsable de la muerte de Sophie Mol. Cosa curiosa, teniendo en cuenta que Margaret Kochamma no sabía que había sido Estha —un Brujo con Tupé que había estado revolviendo y remando en la mermelada y había pensado Dos Cosas— quien se saltó las reglas y llevó remando a Sophie Mol y a Rahel en la barquita a cruzar el río por las tardes. Que había sido Estha quien abolió el olor clavado a un árbol con una hoz al agitar una bandera comunista. Que había sido Estha quien convirtió la galería trasera de la Casa de la Historia en su casa lejos de su casa, amueblada con una estera de paja y la mayoría de sus juguetes —una catapulta, un pato hinchable, un koala de propaganda de Qantas con botones medio caídos por ojos—. Y, para remate, que fue Estha quien, aquella terrible noche, decidió que, aunque estaba oscuro y llovía, había llegado El Momento de Marcharse porque Ammu ya no los quería.

Y, si no sabía nada de todo aquello, ¿por qué le echaba la culpa de lo que le había ocurrido a Sophie Mol? Tal vez fuera por instinto materno.

En tres o cuatro ocasiones, al emerger a través de las gruesas capas de sueño inducido a base de pastillas, fue directamente a buscar a Estha y se puso a abofetearlo hasta que alguien la sujetó y se la llevó para calmarla. Más adelante le escribió a Ammu para disculparse. Pero, para cuando llegó la carta, Estha había sido Devuelto y Ammu había tenido que hacer las maletas y marcharse. Sólo Rahel permanecía en Ayemenem para aceptar las disculpas en nombre de Estha.
No entiendo qué pudo sucederme
, decía en su carta, y
sólo puedo achacarlo al efecto de los tranquilizantes. No tenía ningún derecho a comportarme como lo hice
, y
quiero que sepas que estoy avergonzada y lo siento muchísimo, de verdad
.

Lo curioso es que en quien nunca pensó Margaret Kochamma fue en Velutha. No lo recordaba en absoluto. Ni siquiera qué aspecto tenía.

Tal vez fuese porque en realidad no lo conoció ni se enteró de lo que le había ocurrido.

El Dios de la Pérdida.

El Dios de las Pequeñas Cosas.

No dejó huellas en la arena, ni ondas en el agua, ni imágenes en los espejos.

Después de todo, Margaret Kochamma no iba con el pelotón de policías Tocables cuando cruzaron el río crecido. Con sus shorts caqui rígidos por el almidón.

El sonido metálico de las esposas tintineaba en el bolsillo de uno de ellos.

No sería razonable pensar que alguien pueda recordar lo que no sabe que ocurrió.

Sin embargo, para esas penas, todavía faltaban dos semanas aquella tarde azul de punto de cruz en que Margaret Kochamma estaba tumbada, aún dormida por el cansancio del viaje y el cambio horario. Al salir de casa para ir a visitar al camarada K. N. M. Pillai, Chacko pasó junto a la ventana del dormitorio como una ballena silenciosa, deseando echar una ojeada y ver si su mujer
(¡Ex mujer, Chacko!)
y su hija estaban despiertas y necesitaban alguna cosa. En el último instante no se atrevió y pasó de largo flotando pesadamente sin mirar adentro. Sophie Mol (Despierta, Despabilada, Despejada) lo vio marcharse.

Se sentó en la cama y miró hacia fuera, a los árboles del caucho. El sol se había ido moviendo por el cielo y proyectaba una sombra larga de la casa sobre la plantación, que oscurecía los árboles, de hojas ya de por sí oscuras. Más allá de la zona en sombra, la luz era suave y amortiguada. Todos los árboles tenían un tajo que cruzaba la corteza moteada en diagonal y del que goteaba caucho lechoso, como sangre blanca de una herida, que iba a caer a la cáscara expectante de medio coco atada al árbol.

Sophie Mol saltó de su cama y se puso a revolver en el monedero de su madre aún dormida. Encontró lo que buscaba: las llaves de la maleta grande que estaba en el suelo, con la pegatina de las líneas aéreas y la etiqueta de equipaje. Abrió la maleta y se puso a hurgar en su contenido con la delicadeza de un perro escarbando en un macizo de flores. Desordenó montones de ropa interior, faldas y blusas planchadas, champúes, cremas, chocolatinas, cinta adhesiva, paraguas, jabón (y otros olores londinenses embotellados), quinina, aspirina, antibióticos de amplio espectro. «Llévate de todo», le habían dicho sus compañeros a Margaret Kochamma con tono de preocupación. «Nunca se sabe.» Lo cual era su forma de decirle a una compañera que se iba de viaje al «corazón de las tinieblas» que:

a) A Cualquiera le Puede Pasar Cualquier Cosa.
Así que:

b) Es Mejor estar Preparado.

Por fin Sophie Mol encontró lo que buscaba.

Los regalos para sus primos. Barras triangulares de chocolate (blandas y derretidas por el calor). Calcetines con dedos separados de colores. Y dos bolígrafos llenos de agua con unos
collages
de recortes que representaban una calle de Londres. El palacio de Buckingham y el Big Ben. Tiendas y personas. Un autobús rojo de dos pisos impulsado por una burbuja de aire flotaba arriba y abajo por la calle silenciosa. La ausencia de ruido daba un toque siniestro a la ajetreada calle Bolígrafo.

Sophie Mol metió los regalos en su bolsito a la última moda Made-in-England y se dirigió al mundo exterior. A cerrar un arduo trato. A negociar una amistad.

Una amistad que, desdichadamente, quedaría pendiente. Incompleta. En el aire, sin asidero. Una amistad que jamás llegó a cerrar el círculo para convertirse en una historia, razón por la que, mucho más deprisa de lo que tendría que haber ocurrido, Sophie Mol se convirtió en un recuerdo, mientras que la pérdida de Sophie Mol se agrandó y cobró vida. Era como una fruta del tiempo. De todas las estaciones.

14

Trabajar es luchar

Chacko tomó el atajo que iba por entre los ladeados árboles del caucho, con lo cual sólo tenía que andar un trecho muy corto por la calle principal hasta la casa del camarada K. N. M. Pillai. Tenía un aspecto un poco absurdo caminando sobre la alfombra de hojas secas con el traje ajustado de ir al aeropuerto y la corbata flotando al viento sobre un hombro.

El camarada Pillai no estaba en casa cuando llegó Chacko. Kalyani, su mujer, con pasta de sándalo aún fresca en la frente, le invitó a sentarse en una silla plegable de acero en el pequeño cuarto de estar delantero y desapareció tras la cortina de encaje, de nilón rosa brillante, hacia una habitación oscura contigua en la que oscilaba una llamita pequeña en ana gran lámpara de aceite de latón. El empalagoso olor del incienso salía por la puerta, sobre la que un pequeño cartel de madera decía:
TRABAJAR ES LUCHAR, LUCHAR ES TRABAJAR
.

Chacko era demasiado grande para un cuarto como aquél. Las paredes azules lo agobiaban. Echó una mirada alrededor, tenso y un poco inquieto. Una toalla puesta a secar en las barras de la ventanita verde. La mesa del comedor cubierta con un mantel de plástico brillante con flores. Los mosquitos zumbaban alrededor de un racimo de plátanos pequeños que había en un plato esmaltado en blanco y con bordes azules. En un ángulo de la habitación había una pila de cocos verdes pelados. Y en el paralelogramo brillante y sombreado con rejas que la luz del sol proyectaba en el suelo, unas chanclas de caucho de niño. Junto a la mesa, un aparador con puertas de cristal. Con cortinillas estampadas por la parte de dentro que ocultaban su contenido.

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