El dios de las pequeñas cosas (36 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Así que se marcharon.

Cuando la única respuesta que obtuvo Bebé Kochamma a su pregunta sobre dónde podían estar los niños fue algo que se estrelló contra la puerta del dormitorio de Ammu, se marchó, y un pavor lento fue apoderándose de su interior al establecer las conexiones obvias, lógicas y totalmente erróneas entre los sucesos de la noche anterior y la desaparición de los niños.

La lluvia había empezado a caer temprano la tarde anterior. De pronto, el día, muy caluroso, se oscureció y el cielo comenzó a tronar y a retumbar. Kochu Maria que, sin ninguna razón concreta, estaba de mal humor, se hallaba en la cocina, subida a su taburetito, y limpiaba un pescado muy grande desencadenando una ventisca de escamas. Sus pendientes de oro saltaban de un lado para otro. Escamas plateadas volaban por toda la cocina para acabar posándose en las teteras, en las paredes, en los utensilios y en los tiradores del frigorífico. Cuando Vellya Paapen llegó a la puerta de la cocina, empapado y tembloroso, no le prestó atención. Tenía el ojo de verdad inyectado en sangre y parecía como si hubiera estado bebiendo. Permaneció allí, de pie, más de diez minutos esperando a que le dirigiera una mirada. Cuando Kochu Maria acabó con el pescado y empezó con las cebollas, él carraspeó para aclararse la garganta y preguntó por Mammachi. Kochu Maria trató de echarlo, pero no se marchó. Cada vez que abría la boca para dirigirse a ella, le llegaba una vaharada a vino de palma que la golpeaba como un mazazo. Nunca hasta entonces lo había visto así, y le dio un poco de miedo. Se imaginaba de qué se trataba, y decidió que lo mejor sería avisar a Mammachi. Cerró la puerta de la cocina y dejó a Vellya Paapen fuera, tambaleándose borracho en medio de la lluvia. Aunque era diciembre, llovía como si fuera junio. Al día siguiente los periódicos dijeron que se había tratado de una
alteración de tipo ciclónico
. Pero para entonces nadie estaba en condiciones de leerlos.

Puede que fuese la lluvia lo que condujo a Vellya Paapen a la puerta de la cocina. Para un hombre supersticioso, un aguacero incesante fuera de temporada podía ser el presagio de la furia de un dios. Para un hombre supersticioso borracho, podía ser algo así como el principio del fin del mundo. Y, en cierta medida, lo era.

Cuando Mammachi llegó a la cocina, en enaguas y con su bata rosa pálido ribeteada en zigzag, Vellya Paapen subió los peldaños que le separaban de la cocina y le ofreció su ojo hipotecado. Sobre la palma de la mano abierta. Dijo que no se lo merecía y quería devolvérselo. El párpado izquierdo le colgaba sobre la cuenca vacía como si estuviera haciendo un guiño monstruoso y sin fin. Como si todo lo que iba a decir fuera parte de una broma pesada.

—¿Qué es esto? —preguntó Mammachi, que alargó la mano pensando que quizá Vellya Paapen le estaba devolviendo el kilo de arroz que le había dado por la mañana.

—Es el ojo —dijo Kochu Maria a voces, con los suyos brillantes por las lágrimas que le provocaban las cebollas. Para entonces Mammachi ya había tocado el ojo de cristal y lo había reconocido por su dureza escurridiza. Por su consistencia marmórea y resbaladiza.

—¿Estás borracho? —dijo Mammachi furiosa dirigiéndose al sonido de la lluvia—. ¿Cómo te atreves a venir aquí en esas condiciones?

Avanzó a tientas hacia la pila y se enjabonó las manos para quitarse los jugos oculares del paraván. Luego se las olió. Kochu Maria le dio a Vellya Paapen un trapo de cocina viejo para que se secase y no dijo nada a pesar de que estaba en el escalón superior, casi dentro de su cocina de Tocable, secándose y protegiéndose de la lluvia bajo el saledizo del tejado.

Cuando Vellya Paapen se calmó un poco, volvió a colocarse el ojo y empezó a hablar. Comenzó por rememorar lo mucho que la familia de Mammachi había hecho por la suya. Generación tras generación. Que, mucho antes de que los comunistas pensaran en algo semejante, el reverendo E. John Ipe le había dado a Kelan, su padre, la propiedad de la tierra en la que ahora estaba su choza. Que Mammachi había pagado su ojo. Que lo había organizado todo para que Velutha fuera a la escuela y que le había dado trabajo…

Mammachi, aunque molesta por la borrachera de Vellya Paapen, no era reacia a escuchar historias bárdicas sobre la generosidad de su familia y la suya propia. Nada la puso sobre aviso de lo que venía a continuación.

Vellya Paapen empezó a llorar. Una mitad de su rostro sollozaba. Las lágrimas asomaban por su ojo de verdad y rodaban brillantes por su negra mejilla. El otro ojo miraba de frente, fijo e impertérrito. Un paraván viejo, que había visto los días en que tenían que retroceder de rodillas, se debatía entre la Lealtad y el Amor.

Luego el Terror se apoderó de él y le fue sacando las palabras. Le contó a Mammachi lo que había visto. La historia de la barquita que cruzaba el río noche tras noche y quién iba en ella. La historia de un hombre y una mujer juntos a la luz de la luna. Piel contra piel.

Vellya Paapen le contó que iban a la Casa de Kari Saipu. Que el demonio del hombre blanco había entrado en ellos. Era la venganza de Kari Saipu por lo que él, Vellya Paapen, le había hecho. La barca (sobre la que se sentó Estha y que Rahel encontró) estaba amarrada al tocón del árbol que había junto al sendero que, atravesando la ciénaga, llevaba a la plantación de caucho abandonada. Él la había visto. Todas las noches. Balanceándose en el agua. Vacía. Esperando a que volvieran los amantes. Esperando horas y horas. Algunas veces no aparecían entre la hierba crecida hasta el amanecer. Vellya Paapen los había visto con su propio ojo. También los habían visto otras personas. Todo el pueblo lo sabía. Era sólo cuestión de tiempo que llegara a oídos de Mammachi. Así que Vellya Paapen había ido a contárselo en persona. Como paraván y como hombre con parte de su cuerpo hipotecado, consideraba que era su deber.

Los amantes. Hijos de sus entrañas. El hijo de él y la hija de ella. Habían hecho que lo impensable fuera pensable y que lo imposible sucediera.

Vellya Paapen continuó hablando. Llorando. Sacudido por arcadas. Moviendo la boca. Mammachi ya no podía oír lo que estaba diciendo. El sonido de la lluvia se había hecho más intenso y había explotado en su interior. Ni siquiera oyó que ella misma estaba gritando.

De pronto, aquella mujer mayor, ciega, con su bata ribeteada en zigzag y su pelo canoso trenzado en una cola de rata, dio un paso hacia adelante y empujó a Vellya Paapen con todas sus fuerzas. Él fue dando traspiés hacia atrás, bajó los peldaños y cayó en el fango encharcado. Lo había cogido totalmente por sorpresa. Parte del tabú de ser Intocable era la suposición de que no lo tocarían. Por lo menos, en aquellas circunstancias. La suposición de hallarse encerrado en un espacio físico impenetrable.

Bebé Kochamma, que pasaba cerca de la cocina, oyó la conmoción. Se encontró a Mammachi escupiendo a la lluvia, ¡puaj, puaj, puaj!, y a Vellya Paapen caído en el lodo, mojado, lloroso, arrastrándose. Ofreciéndose a matar a su propio hijo. A descuartizarlo miembro a miembro.

—¡Borracho! ¡Eres un paraván borracho y mentiroso! —gritaba Mammachi.

Chillando por encima de todo aquel jaleo, Kochu Maria le explicó a Bebé Kochamma la historia que Vellya Paapen había contado. Bebé Kochamma se dio cuenta inmediatamente del enorme potencial de aquella situación, pero cubrió sus pensamientos con aceites untuosos. Rejuveneció. Lo consideró un castigo de Dios a los pecados de Ammu y, al mismo tiempo, una posibilidad de venganza para ella (Bebé Kochamma) por la humillación sufrida por parte de Velutha y los demás hombres de la manifestación, los tipos que la habían llamado Modalali Mariakutty y la habían obligado a agitar la bandera. Desplegó las velas de inmediato. Un barco de bondad surcando un mar de pecado.

Le pasó su pesado brazo a Mammachi por los hombros.

—Debe de ser verdad —dijo en voz baja—. Ella es muy capaz de algo así. Y él, también. Y Vellya Paapen no mentiría en un asunto como éste.

Le pidió a Kochu Maria que le diera un vaso de agua a Mammachi y acercara una silla para que se sentara. Hizo que Vellya Paapen repitiera la historia, interrumpiéndola de vez en cuando para ampliar detalles. ¿De quién es la barca? ¿Con qué frecuencia? ¿Cuánto tiempo hace que esto sucede?

Cuando Vellya Paapen terminó, Bebé Kochamma se volvió hacia Mammachi.

—Él tiene que marcharse. Esta misma noche. Antes de que la cosa sea peor. Antes de que estemos completamente hundidos en la ruina.

Y luego se estremeció de asco como una colegiala. Fue cuando dijo:
¿Cómo es posible que haya aguantado su olor? ¿No os habéis dado cuenta de que los paravanes tienen un olor especial?

Con esa observación olfativa, ese pequeño detalle específico, se desató el Terror.

La furia de Mammachi hacia el viejo paraván tuerto que estaba bajo la lluvia, borracho, tembloroso y cubierto de fango, se tornó en un frío desprecio por su hija y lo que había hecho. Se la imaginó desnuda, copulando en el fango con un hombre que no era más que un simple
culi
mugriento. Se lo imaginó con todo detalle: la mano tosca y negra del paraván sobre el pecho de su hija. Su boca sobre la de ella. Sus caderas negras embistiendo entre las piernas separadas de ella. El jadeo de los dos. El olor, tan especial, del paraván.
Como animales
, pensó Mammachi, y estuvo a punto de vomitar.
Como un perro con una perra en celo
. La tolerancia con las «necesidades de los hombres» de su hijo se transformó en una furia incontrolable al pensar en las de su hija. Había deshonrado a generaciones de gente honorable (al Pequeño Bendecido, bendecido personalmente por el Patriarca de Antioquía, a un Entomólogo Imperial, a un alumno de Oxford con una beca Rhodes) y había humillado a la familia. Desde ahora, y
para siempre
, a los de generaciones venideras la gente les señalaría en bodas y entierros. En bautizos y cumpleaños. Se darían codazos y murmurarían. Todo había terminado.

Mammachi perdió el control.

Hicieron lo que tenían que hacer. Las dos ancianas. Mammachi aportó la pasión. Bebé Kochamma, el Plan. Kochu Maria hizo de lugarteniente en miniatura. Encerraron a Ammu con llave (tras llevarla con engaños a su dormitorio) antes de enviar a buscar a Velutha. Tenían que conseguir que abandonara Ayemenem antes de que regresara Chacko. No sabían qué actitud tomaría.

Sin embargo, no fue del todo culpa suya que el asunto se les fuera de las manos como una peonza que sale girando enloquecida. Y va golpeando a los que se cruzan en su camino. Que, para cuando Chacko y Margaret Kochamma regresaron de Cochín, fuera demasiado tarde.

El pescador ya había encontrado a Sophie Mol.

Imagínenselo.

En su barca, al amanecer, en la desembocadura del río que conoce de toda la vida. Va crecido y fuerte por la lluvia de la noche anterior. Algo pasa flotando en el agua y sus colores le llaman la atención. Malva. Castaño rojizo. Pálido como la arena de la playa. Algo que la corriente arrastra veloz hacia el mar. Alarga su pértiga de bambú para pararlo y lo arrastra hacia él. Es una sirena arrugada. Una sirena niña. Tan sólo una sirena niña. Con el pelo castaño rojizo. Con una nariz de Entomólogo Imperial y un dedal de plata para que le dé buena suerte apretado en su puñito. La saca del agua y la sube a su barca. Le coloca su delgada toalla de algodón debajo. Yace en el fondo de la barca con su botín de pececillos plateados. Rema hacia casa —
Thaiy, thaiy, thakka thaiy, thaiy thome
— pensando qué equivocado está el pescador que cree conocer bien el río.
Nadie
conoce bien al Meenachal. Nadie sabe qué puede arrebatar o entregar de pronto. O cuándo. Por eso rezan los pescadores.

En la comisaría de policía de Kottayam una Bebé Kochamma temblorosa fue conducida al despacho del jefe. Le explicó al inspector Thomas Mathew las circunstancias que habían llevado a despedir fulminantemente a un trabajador de la fábrica. Un paraván. Pocos días antes había intentado… había intentado abusar de su sobrina. Una mujer divorciada que tenía dos hijos.

Bebé Kochamma alteró la auténtica relación entre Ammu y Velutha, no por Ammu, sino para impedir el escándalo y salvar la reputación de la familia a los ojos del inspector Thomas Mathew. No se le había ocurrido que más tarde Ammu se echaría voluntariamente la vergüenza encima, que iría a la policía a hacer una declaración. Mientras estaba contando su historia, Bebé Kochamma empezó a creérsela.

El inspector quiso saber por qué no se le había comunicado lo sucedido enseguida.

—Somos una familia muy antigua —dijo Bebé Kochamma—. Y éstas no son cosas de las que nos guste hablar.

El inspector Thomas Mathew, oculto detrás de su mostacho a lo maharajá de propaganda de Air India, lo comprendió perfectamente. Él también tenía una esposa Tocable, dos hijas Tocables, generaciones enteras de Tocables aguardando en sus úteros Tocables…

—¿Y dónde se encuentra ahora la señora contra la que atentó?

—En casa. No sabe que he venido. No me habría dejado. Naturalmente, está desesperada de preocupación por los niños. Histérica.

Más tarde, cuando el inspector Thomas Mathew conoció la historia de verdad, el hecho de que el paraván no hubiera arrebatado nada del Reino de los Tocables, sino que se lo hubieran
dado
, lo afectó profundamente. Así que cuando, tras el entierro de Sophie Mol, Ammu fue con sus gemelos a decirle que había habido un error y él le dio unos golpecitos con el bastón en los pechos, aquello no fue exactamente una grosería espontánea del policía. Fue un gesto premeditado, calculado para atemorizarla y humillarla. Un intento de restaurar el orden en un mundo que había tomado un camino equivocado.

Y aún más tarde, cuando la polvareda se hubo asentado y todo el papeleo estaba organizado, el inspector Thomas Mathew se felicitó por cómo habían resultado las cosas.

Pero en aquel momento, mientras Bebé Kochamma tejía su historia, la había escuchado con suma atención y cortesía.

—Ayer, cuando estaba anocheciendo, serían las siete de la tarde, vino a nuestra casa a amenazarnos. Llovía mucho. Ya no había luz y estábamos encendiendo las lámparas cuando llegó. Sabía que el hombre de la casa, mi sobrino Chacko Ipe, estaba, y aún está, en Cochín. En casa sólo había tres mujeres solas.

Hizo una pausa para que el inspector pudiera imaginarse el horror de tres mujeres solas en una casa ante la visita de un paraván maníaco sexual.

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