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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (40 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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—Eso ya lo veremos —dijo Velutha en tono sosegado.

Eso fue todo lo que dijo. Y eso fue lo que Bebé Kochamma aumentó y adornó en el despacho del inspector Thomas Mathew hasta convertirlo en amenazas de muerte y secuestro,

Mammachi le escupió a Velutha a la cara. Un salivazo que le salpicó la boca y los ojos.

Se quedó de piedra. Estupefacto. Luego dio media vuelta y se marchó.

A medida que se iba alejando de la casa notó que los sentidos se le habían aguzado y acrecentado. Como si todo lo que había a su alrededor se hubiera aplanado hasta convertirse en una ilustración muy detallada. El dibujo de una máquina con un manual de instrucciones que le decía qué debía hacer. Su cabeza, buscando desesperadamente una amarra, se aferraba a los detalles. Ponía etiquetas a todo cuanto veía.

Portón
, pensó al salir por el portón.
Portón. Calle. Piedras. Cielo. Lluvia
.

Portón
.

Calle
.

Piedras
.

Cielo
.

Lluvia
.

La lluvia estaba tibia sobre la piel. La piedra de laterita bajo sus pies crujía. Sabía adonde se dirigía. Se percataba de todo. De cada hoja. De cada árbol. De cada nube en el cielo sin estrellas. De cada paso que daba.

Koo-koo kookum theevandi,

kooki paadum theevandi

rapakal odum theevandi,

thalannu nilkum theevandi.

Estaba en la primera lección que dio en la escuela. Una poesía sobre un tren.

Empezó a contar. Algo. Cualquier cosa.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve

El dibujo de la máquina empezó a desdibujarse. Las líneas nítidas a emborronarse. Las instrucciones dejaron de tener sentido. Lacalle se levantó y la oscuridad se hizo más densa. Apelmazada. Abrirse paso a través de ella se convirtió en un gran esfuerzo. Como el de bucear.

Está sucediendo
, le dijo una voz.
Ya ha comenzado
.

Su mente, que de pronto se sintió increíblemente vieja salió flotando de su cuerpo y se quedó suspendida en el aire, desde donde farfullaba advertencias inútiles.

Miraba hacia abajo y veía el cuerpo de un hombre joven que caminaba en medio de la oscuridad y la lluvia. Más que nada, lo que aquel cuerpo deseaba era dormir. Dormir y despertarse en otro mundo.
Con el olor de la piel de ella en el aire que respiraba. El cuerpo de ella sobre el de él. Nunca podría volver a verla. ¿Dónde estaría? ¿Qué le habrían hecho? ¿Le habrían pegado?

Siguió caminando. Sin ofrecer el rostro a la lluvia, pero sin apartarlo tampoco. Sin darle la bienvenida, pero sin rechazarla.

Aunque la lluvia le había limpiado el salivazo de Mammachi, seguía teniendo la sensación de que alguien le había arrancado la cabeza y había vomitado dentro de su cuerpo. Un vómito lleno de grumos que le resbalaba por las entrañas. Por encima del corazón. De los pulmones. Que le goteaba lentamente en la boca del estómago. Todos sus órganos estaban inundados de vómito. La lluvia no podía hacer nada contra eso.

Sabía lo que tenía que hacer. El manual de instrucciones lo dirigía. Tenía que conseguir ver al camarada Pillai. No sabía por qué. Sus pies se dirigieron a la Imprenta La Buena Suerte, que estaba cerrada, y entonces cruzaron el diminuto jardín que llevaba a la casa del camarada Pillai.

El simple esfuerzo de levantar el brazo para llamar a la puerta lo dejó exhausto.

El camarada Pillai había terminado su
avial
, y estaba apretando con el puño cerrado un plátano maduro para sacarlo de la piel ya aplastado a fin de que le cayera en el plato de natillas cuando Velutha llamó a la puerta. Mandó a su mujer a abrir. Ella volvió con expresión de malhumor y el camarada Pillai la encontró de pronto muy sexy. Le hubiera gustado acariciarle el pecho inmediatamente. Pero tenía los dedos llenos de natillas y había alguien esperando en la puerta. Kalyani se sentó en la cama y con la mente ausente se puso a darle palmaditas a Lenin, que, dormido junto a su diminuta abuela, se chupaba el dedo gordo.

—¿Quién es?

—El hijo de Paapen, el paraván. Dice que es urgente.

El camarada Pillai terminó sus natillas sin prisa. Sacudió los dedos sobre el plato. Kalyani trajo agua en una jarrita de acero inoxidable y la vertió por encima de sus dedos. Los restos de comida que había en el plato (una guindilla roja, seca, y palillos chupeteados y escupidos) quedaron flotando. Le pasó una toalla a su marido, que se secó las manos, eructó y se dirigió hacia la puerta.


Enda?
¿A estas horas de la noche?

Mientras le contestaba, Velutha se oía su propia voz como si retornara a él después de rebotar en la pared. Intentó explicar lo que había pasado, pero se dio cuenta de que no decía más que incoherencias. El hombre al que se dirigía era pequeño y estaba lejos, tras una muralla de cristal.

—Éste es un pueblo pequeño —decía el camarada Pillai—. La gente habla. Y yo escucho lo que dicen. No es como si no supiera lo que está pasando.

De nuevo Velutha se oyó a sí mismo diciendo algo que no hizo mella en aquel hombre. Su voz se enroscó a su alrededor como una serpiente.

—Puede ser —dijo el camarada Pillai—. Pero deberías saber, camarada, que el partido no se ha constituido para apoyar a los trabajadores que han cometido una falta de disciplina en su vida privada.

Velutha vio que el cuerpo del camarada Pillai se iba desvaneciendo en la puerta. Pero su voz incorpórea, aflautada, permanecía lanzando consignas. Banderas ondeando en una puerta vacía.

Al partido no le interesa entrar en esos asuntos
.

Los intereses individuales están subordinados al interés de la organización
.

Romper la Disciplina del Partido es romper la Unidad del Partido
.

La voz seguía hablando. Sentencias que se desintegraban en frases. Palabras.

Progreso de la Revolución
.

Aniquilación de la Clase Enemiga
.

Lacayos del capitalismo
.

Se oirá un trueno de primavera

Otra vez. Otra religión vuelta contra sí misma. Otro edificio construido por la mente humana cuarteado por la naturaleza humana.

El camarada Pillai cerró la puerta y volvió a su mujer y a su cena. Decidió tomarse otro plátano.

—¿Qué quería? —preguntó su mujer, mientras le alcanzaba uno.

—Lo han averiguado. Alguien se lo habrá dicho. Le han echado.

—¿Y eso es todo? Pues tiene suerte de que no lo hayan colgado del árbol más cercano.

—Tenía algo raro… —dijo el camarada Pillai mientras pelaba el plátano—. Llevaba esmalte rojo en las uñas…

Allí fuera, en medio de la lluvia, bajo la luz fría y húmeda del único farol de la calle, Velutha se sintió de pronto vencido por el sueño. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener los párpados abiertos.

Mañana
, se dijo a sí mismo.
Mañana, cuando deje de llover
.

Sus pasos lo dirigieron al río. Como si fueran la correa y él el perro.

La historia paseando al perro.

15

Cruzando el río

Era pasada la medianoche. El río bajaba crecido. Sus aguas corrían rápidas y negras. Serpenteaban hacia el mar llevando consigo cielos nocturnos nubosos, toda una fronda de palmeras, parte de una valla de paja y otras ofrendas que les había hecho el viento.

La lluvia fue amainando hasta convertirse en llovizna y luego cesó. La brisa sacudió el agua de los árboles y durante un rato sólo llovió debajo de ellos, en lo que antes había sido un lugar de refugio.

Una luna débil y acuosa asomó por entre las nubes dejando ver a un hombre joven sentado en el primero de los trece peldaños de piedra que llevaban al agua. Estaba muy quieto, empapado. Era muy joven. En un momento se puso de pie, se quitó el
mundu
blanco, lo retorció para escurrir el agua y se lo enrolló alrededor de la cabeza como si fuera un turbante. Ya desnudo, bajó los trece peldaños de piedra, se metió en el río y fue avanzando hasta que el agua le llegó al pecho. Y luego empezó a nadar con brazadas poderosas en dirección al punto donde la corriente era rápida y constante, donde comenzaba a ser Realmente Profundo. Al nadar, el río iluminado por la luna le resbalaba por los brazos y parecía como si llevara mangas de plata. Sólo le llevó unos minutos cruzarlo. Cuando alcanzó la otra orilla, emergió destellando y se puso de pie sobre la tierra, negro como la noche que lo rodeaba, negro como el agua que había cruzado.

Dirigió sus pasos al sendero que llevaba a través de la ciénaga, a la Casa de la Historia.

No dejó ondas en el agua.

Ni huellas en la orilla.

Estiró el
mundu
y lo mantuvo extendido sobre la cabeza para que se secase. El viento lo agitaba como si fuera una vela. De pronto, se sintió feliz.
Las cosas se pondrán peor
, pensó,
y luego mejorarán
.

Ahora iba caminando deprisa hacia el «corazón de las tinieblas». Tan solitario como un lobo.

El Dios de la Pérdida.

El Dios de las Pequeñas Cosas.

Desnudo. Sin nada encima excepto el esmalte de uñas.

16

Pocas horas más tarde

Tres niños a la orilla del río. Dos gemelos y otro con un pantalón de pana malva en cuyo peto decía
¡
VACACIONES
!
en letra cursiva.

Las hojas húmedas de los árboles relucían como el metal pulido. Grupos compactos de bambú amarillo estaban abatidos, inclinados hacia el río, como dolidos de antemano por lo que sabían que iba a ocurrir. Y el río estaba oscuro y silencioso. Era una ausencia más que una presencia, y no daba muestras de lo fuerte y caudaloso que bajaba.

Estha y Rahel arrastraron la barca para sacarla de los matorrales donde solían esconderla. Los remos que Velutha había hecho estaban escondidos en un árbol hueco. Echaron la barca al agua y la sostuvieron para que Sophie Mol saltara dentro. La oscuridad no parecía restarles confianza, y subían y bajaban por los peldaños de piedra refulgentes con tanta seguridad como las cabras.

Sophie Mol estaba más indecisa. Con un poco de miedo por lo que pudiese acecharles entre las sombras que los rodeaban. Llevaba una bolsa de tela cruzada por delante del pecho con comida sustraída del frigorífico. Pan, tarta, galletas. Los gemelos, abrumados por el peso de las palabras de su madre —
¡Si no fuera por vosotros, no estaría aquí! ¡Nada de esto habría ocurrido! ¡No estaría aquí! ¡Tendría que haberos llevado a un orfelinato el día en que nacisteis! ¡Sois una piedra atada a mi cuello!
—, no llevaban nada. Gracias a lo que el Hombre de la Naranjada y la Limonada le había hecho a Estha, su Casa lejos de su Casa estaba ya equipada. En las dos semanas que habían transcurrido desde que Estha remó en la mermelada escarlata y Pensó Dos Cosas habían ido llevando poco a poco las provisiones esenciales: cerillas, patatas, una cacerola abollada, un pato inflable, calcetines con los dedos separados de colores, bolígrafos con autobuses londinenses y el koala de propaganda de Qantas con botones medio caídos por ojos.

—¿Y si Ammu nos encuentra y nos
ruega
que volvamos?

—Pues volvemos, pero sólo si nos lo
ruega
.

Estha el Compasivo.

Sophie Mol había convencido a los gemelos de que era
esencial
que ella fuese también. Que la ausencia de los niños, de
todos
los niños, aumentaría los remordimientos de los mayores. Lo lamentarían de verdad, como las personas mayores de Hamelín cuando el flautista se llevó a sus niños. Buscarían por todas partes y, cuando estuvieran seguros de que habían muerto los tres, entonces volverían a casa triunfantes, valorados, queridos y echados de menos más que nunca. Su argumento definitivo fue que, si no la llevaban con ellos, podrían torturarla y obligarla a revelar el lugar en que estaban escondidos.

Estha esperó a que Rahel se metiera y luego ocupó su sitio a horcajadas en la barquita como si fuera un balancín. Utilizó las piernas para separarla de la orilla. Cuando comenzó a dar bandazos al llegar donde el agua era más profunda empezaron a remar río arriba, contra corriente en diagonal, del modo que Velutha les había enseñado. («Si queréis llegar allí, tenéis que dirigiros
allí.»)

En medio de la oscuridad no podían ver que se habían equivocado de carril en aquella autopista silenciosa repleta de tráfico amortiguado. Que ramas, troncos, trozos de árboles, iban hacia ellos a una velocidad considerable.

Habían pasado ya lo Realmente Profundo y estaban sólo a unos metros del Otro Lado cuando chocaron con un tronco flotante y la barquita volcó. Ya les había ocurrido otras veces al cruzar el río en incursiones previas, y entonces nadaban hasta la orilla, al estilo perrito, agarrados a la barca y usándola como flotador. En esta ocasión, en medio de la oscuridad, no lograron ver la barca. La corriente la había arrastrado. Se dirigieron a la orilla sorprendidos de cuánto esfuerzo tenían que hacer para cubrir una distancia tan corta.

Estha consiguió agarrarse a una rama baja que se arqueaba hasta meterse en el agua. Escudriñó río abajo a través de la oscuridad para ver si podía distinguirla.

—No veo nada. Ha desaparecido.

Rahel, cubierta de fango, gateó hasta la orilla y extendió la mano para ayudar a Estha a salir del agua. Les llevó unos minutos recuperar la respiración y darse cuenta de que se habían quedado sin barca. Y lamentar su pérdida.

—Y toda la comida se habrá echado a perder —le dijo Rahel a Sophie Mol, pero se encontró con el silencio por respuesta. Un silencio de agua que corre, que gira, de peces que nadan—. ¡Sophie Mol! —susurró al río que corría—. ¡Estamos aquí! ¡Aquí! ¡Junto al árbol gordo!

Nada.

Sobre el corazón de Rahel la mariposa de Pappachi extendió de pronto sus alas sombrías.

Para afuera.

Para adentro.

Y alzó sus patitas.

Para arriba.

Para abajo.

Corrieron a lo largo de la orilla llamándola. Pero se había ido. Arrastrada por la autopista amortiguada. Verde grisácea. Con peces dentro. Con el cielo y los árboles dentro. Y, por la noche, con la titilante luna amarilla dentro.

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