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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (35 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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En cuanto a Chacko, era la primera amiga del sexo femenino que había tenido. No sólo la primera mujer con la que se había acostado, sino su primera compañera real. Lo que más le gustaba de ella era su autosuficiencia. Tal vez no fuera una autosuficiencia extraordinaria comparada con la media de las mujeres inglesas, pero para Chacko resultaba asombrosa.

Le gustaba que Margaret Kochamma no se aferrara a él. Que no estuviera segura de sus sentimientos hacia él. Que no supiera hasta el último día si se casaría con él. Le encantaba ver cómo se sentaba desnuda en la cama, con su larga espalda blanca girada hacia un lado, miraba el reloj y decía, con su habitual sentido práctico: «¡Uy, tengo que irme!». Le encantaba cómo se balanceaba en su bicicleta todas las mañanas rumbo al trabajo. Fomentaba las diferencias de opinión que tenían y disfrutaba en su fuero interno con los ocasionales estallidos de exasperación de Margaret a causa de sus descuidos y su dejadez.

Le estaba agradecido porque no quería cuidarle. Porque no se ofrecía a ordenarle el cuarto. Por no ser su empalagosa madre. Llegó a depender de ella porque ella no dependía de él. La adoraba por no adorarlo.

De su familia, Margaret Kochamma sabía muy poco. Rara vez hablaba de ellos.

Lo cierto es que, en aquellos años de Oxford, Chacko pensó en ellos pocas veces. En su vida estaban ocurriendo demasiadas cosas y Ayemenem le parecía algo muy lejano. El río, demasiado pequeño. Los peces, demasiado escasos.

No tenía razones de peso para estar en contacto con sus padres. La beca Rhodes era generosa. No necesitaba dinero. Estaba muy enamorado del amor que sentía por Margaret Kochamma y en su corazón no había espacio para nadie más.

Mammachi le enviaba a menudo cartas con descripciones detalladas de sus sórdidas peleas matrimoniales y en las que le exponía su preocupación por el futuro de Ammu. Casi nunca leía ninguna hasta el final. A veces, ni siquiera se molestaba en abrirlas. Y nunca contestaba.

Incluso en aquella ocasión en que volvió (cuando evitó que Pappachi le pegara a Mammachi con el florero de latón y la mecedora fue hecha trizas a la luz de la luna), apenas se dio cuenta de lo herido que se había sentido su padre, o de la redoblada adoración que provocaba en su madre, o de la súbita belleza de su hermana pequeña. Llegó y se marchó como si estuviera en trance, deseando desde el instante de su llegada regresar a la chica blanca de larga espalda que le estaba esperando.

El invierno después de dejar Balliol (sacó malas notas en los exámenes), Margaret Kochamma y Chacko se casaron. Sin el consentimiento de la familia de la novia. Sin que lo supiera la del novio.

Decidieron vivir en el apartamento de Margaret Kochamma (lo que obligó a marcharse a la Otra camarera del Otro café) hasta que él encontrara empleo.

El momento que eligieron para casarse no podía haber sido peor.

Junto con las tensiones de vivir juntos llegó la penuria. Se había acabado la beca y tenían que pagar la renta completa del apartamento.

El abandono del remo trajo la aparición de una súbita y prematura barriga, propia de un hombre de mediana edad. Chacko se convirtió en un Hombre Gordo, con un cuerpo que correspondía a su risa.

Tras un año de matrimonio, la indolencia estudiantil de Chacko perdió todo su encanto a los ojos de Margaret Kochamma. Ya no le parecía divertido que, al volver del trabajo, el apartamento siguiera en el mismo desorden mugriento en que lo dejó. Que a su marido no se le ocurriera nunca algo tan sencillo como hacer la cama, o lavar la ropa, o fregar los platos. Que no se disculpara por las quemaduras de cigarrillo en el sofá nuevo. Que pareciera incapaz de abotonarse la camisa, hacerse el nudo de la corbata y anudarse los zapatos incluso cuando iba a una entrevista a pedir trabajo. Al cabo de un año estaba dispuesta a cambiar la rana de la mesa de disección por algunas concesiones pequeñas de índole práctica. Como un empleo para su marido, o una casa limpia.

Por fin, Chacko consiguió un trabajo temporal y mal pagado en el Departamento de Ventas al Extranjero de la Compañía de Té de la India. Con la esperanza de que fuera un punto de arranque que lo llevase a otras cosas mejores, Chacko y Margaret se trasladaron a Londres. A un apartamento aún menor y más deprimente. Los padres de Margaret Kochamma no quisieron saber nada de ella.

Acababa de enterarse de que estaba embarazada cuando conoció a Joe. Había sido compañero de colegio de su hermano. Cuando se conocieron, Margaret Kochamma estaba en su momento de mayor atractivo físico. El embarazo había dado color a sus mejillas y brillo a su pelo oscuro y espeso. A pesar de los problemas matrimoniales, tenía ese aire de euforia secreta y de encontrarse a gusto con su propio cuerpo que suelen tener las mujeres embarazadas.

Joe era biólogo. Estaba actualizando la tercera edición de un diccionario de biología para una pequeña editorial. Era todo lo que Chacko no era.

Sensato. Solvente. Delgado.

Margaret Kochamma se sintió tan atraída por él como una planta que está en una habitación oscura por un rayo de luz.

Cuando a Chacko se le terminó su trabajo temporal y no logró encontrar otro empleo, escribió a Mammachi contándole que se había casado y pidiéndole dinero. Mammachi quedó destrozada, pero empeñó parte de sus joyas en secreto y se las arregló para mandarle dinero a Inglaterra. No fue suficiente. Le mandara lo que le mandara, nunca era suficiente.

Para cuando nació Sophie Mol, Margaret Kochamma ya estaba convencida de que, por su bien y el de su hija,
tenía
que dejar a Chacko. Así que le pidió el divorcio.

Chacko regresó a la India, donde encontró trabajo con suma facilidad. Durante unos años fue profesor en la Universidad Cristiana de Madrás, y, tras la muerte de Pappachi, regresó a Ayemenem con la máquina Bharat de embotellado al vacío, el remo de Balliol y el corazón roto.

Mammachi, encantada, le dio la bienvenida a su vida. Se ocupaba de sus comidas, de que su ropa estuviera cosida y de que todos los días hubiera flores frescas en su cuarto. Chacko necesitaba la adoración de su madre. Es más, la
exigía
, aunque la despreciara y hasta la castigara por ello de forma secreta. Empezó a fomentar la corpulencia y dilapidación física general de su cuerpo. Llevaba baratas camisetas estampadas de terylene sobre el
mundu
blanco y las sandalias de plástico más horribles que se pudieran encontrar en el mercado. Si Mammachi tenía invitados, o parientes o algún viejo amigo de Delhi estaba de visita, Chacko aparecía cuando la mesa para la cena estaba maravillosamente puesta —adornada con exquisitos arreglos florales y con la mejor porcelana— y se ponía a hurgarse alguna costra seca o a escarbarse las callosidades negras y oblongas que tenía en los codos.

Pero su objetivo principal eran los invitados de Bebé Kochamma; obispos católicos o clérigos de visita, que con frecuencia se dejaban caer a tomar algo. En su presencia, Chacko se quitaba las sandalias y dejaba al descubierto un forúnculo purulento y asqueroso de diabético que tenía en un pie.

—¡Que Dios tenga misericordia de este pobre leproso! —decía mientras Bebé Kochamma trataba desesperadamente de desviar la atención de sus invitados quitándoles las migas de galleta o los trocitos de plátano frito que se les habían enganchado en las barbas.

Pero, de todos los castigos secretos con que Chacko atormentaba a Mammachi, el peor y el más mortificante era el que le infligía cuando se ponía a recordar a Margaret Kochamma. Hablaba de ella a menudo y con especial orgullo. Como si la admirara por haberse divorciado de él.

—Me cambió por un hombre mejor —decía, y a Mammachi le parecía que eso la denigraba
a ella
, en vez de a él.

Margaret Kochamma le escribía a Chacko con regularidad para darle noticias sobre Sophie Mol. Le aseguraba que Joe hacía maravillosamente de padre, que se ocupaba de su hija y que ésta lo quería mucho; noticias que alegraban y entristecían a Chacko por igual.

Margaret Kochamma era feliz con Joe. Más feliz, tal vez, de lo que lo hubiera sido de no haber pasado por aquellos años salvajes de precariedad con Chacko. Pensaba en él con cariño, pero sin ningún remordimiento. Ni se le pasaba por la cabeza que hubiera podido herirlo tan profundamente, porque se tenía por una mujer corriente y lo consideraba un hombre fuera de lo común. Y como Chacko en ningún momento había manifestado los síntomas habituales de tristeza y dolor por una ruptura como aquélla, Margaret Kochamma pensaba que se lo había tomado, sencillamente, como el reconocimiento de un error, igual que ella. Cuando le habló de Joe, Chacko se marchó apesadumbrado, pero sin montar ninguna escena. Con su amigo imaginario y su sonrisa simpática.

Se escribían con frecuencia, y, con el paso de los años, su relación fue madurando. Para Margaret Kochamma se convirtió en una amistad cómoda y sólida. Para Chacko era el modo, el
único
modo, de permanecer en contacto con la madre de su hija, la única mujer a la que había amado.

Cuando Sophie Mol fue lo suficientemente mayor para ir al colegio, Margaret Kochamma estudió pedagogía y después consiguió trabajo en una escuela de Clapham como maestra de párvulos. Estaba en la sala de profesores cuando le comunicaron el accidente de Joe. La noticia se la dio un policía joven con expresión grave y el casco en las manos. Tenía un aspecto cómico, como un mal actor en una prueba para conseguir el papel serio en una obra de teatro. Margaret Kochamma recordaba que, al verlo, su reacción instintiva fue sonreír.

Más por el bien de Sophie Mol que por el suyo, Margaret Kochamma hizo cuanto pudo por enfrentarse a la tragedia con ecuanimidad. Por que
pareciera
que se enfrentaba a la tragedia con ecuanimidad. No se tomó unos días libres y procuró que Sophie Mol continuara con su rutina escolar.
Acaba los deberes. Cómete el huevo. No, no podemos dejar de ir al colegio
.

Disimuló su angustia bajo la práctica máscara de la actividad obligada de una maestra. Un Agujero en el Universo con forma de maestra severa (que a veces daba bofetadas).

Pero cuando Chacko escribió invitándola a Ayemenem, algo en su fuero interno dio un suspiro de alivio. A pesar de todo lo ocurrido entre ellos, no había nadie en el mundo con quien prefiriera pasar la Navidad. Cuanto más lo pensaba, más tentada se sentía. Se convenció a sí misma de que un viaje a la India sería perfecto para Sophie Mol.

Así que, por fin, aunque sabía que a sus amigos y a sus compañeros de la escuela les resultaría extraño eso de irse corriendo a ver a su primer marido acto seguido de haber muerto el segundo, Margaret Kochamma sacó parte del dinero que tenía a plazo fijo y compró dos billetes para el vuelo Londres-Bombay-Cochín.

Haber tomado aquella decisión la atormentó el resto de su vida.

La imagen del cuerpo sin vida de su hijita en la
chaise longue
del salón de la casa de Ayemenem la acompañó hasta la tumba. Ya de lejos resultaba obvio que estaba muerta. No parecía enferma ni dormida. Lo delataba algo en su forma de yacer, en la postura de sus miembros. Algo que tema que ver con la autoridad de la Muerte. Con su terrible rigidez.

Tenía su precioso pelo castaño rojizo entretejido con hierbajos verdes y suciedad del río. Los párpados hundidos, mordisqueados por los peces. (Ah, sí, se los habían mordisqueado esos peces que nadan por el fondo. Lo prueban todo.) En el peto de su pantalón de pana malva ponía
¡
VACACIONES
!
en letra cursiva. Estaba tan arrugada como el pulgar de un
dhobi
, por haber estado tanto tiempo en el agua.

Una sirena esponjosa que se había olvidado de nadar.

Con un dedal de plata en su puñito cerrado, para que le diera buena suerte.

Que bebía de un dedal
.

Que daba volteretas en su ataúd
.

Margaret Kochamma nunca se perdonó haber llevado a Sophie Mol a Ayemenem. Haberla dejado sola el fin de semana mientras se iba con Chacko a Cochín para confirmar el vuelo de regreso.

Eran alrededor de las nueve de la mañana cuando a Mammachi y Bebé Kochamma les dieron la noticia de que se había encontrado el cuerpo de una niña blanca flotando río abajo, en la zona en que el Meenachal se ensancha al aproximarse a las marismas. De Estha y Rahel seguía sin saberse nada.

Aquella misma mañana, más temprano, los niños —los tres— no se presentaron a tomarse su vaso de leche. Bebé Kochamma y Mammachi pensaron que habrían bajado al río a bañarse, lo cual las preocupó porque había llovido con mucha intensidad el día anterior y parte de la noche, y sabían que el río podía ser peligroso. Bebé Kochamma mandó a Kochu Maria a buscarlos, pero regresó sin ellos. Tras el caos que había provocado la visita de Vellya Paapen, nadie podía recordar cuándo había visto realmente a los niños por última vez. Nadie se había acordado de ellos. Podían haber estado perdidos toda la noche.

Ammu seguía encerrada en su dormitorio. La llave la tenía Bebé Kochamma. Le preguntó desde el otro lado de la puerta si tenía idea de dónde podían estar los niños, procurando que su voz no trasluciera pánico, que su tono fuera el de una pregunta normal. Algo se estrelló contra la puerta. Ammu dijo algo ininteligible a causa de la rabia y la incredulidad por lo que le estaba ocurriendo, por haber sido encerrada como la loca de la familia en una casa medieval. No fue hasta más tarde, cuando a todos se les hundió el mundo, después de que el cuerpo de Sophie Mol fuera llevado a Ayemenem y Bebé Kochamma le abriera la puerta, cuando Ammu intentó dominar su rabia para tratar de entender qué había pasado. El temor y la inquietud la forzaron a pensar con claridad. Hasta ese momento no recordó lo que les había dicho a sus gemelos cuando fueron a preguntarle por qué la habían encerrado. Palabras ofensivas que ahora lamentaba haber pronunciado.

—¡Por vuestra culpa! —había contestado gritando—. ¡Si no fuera por vosotros, no estaría aquí! ¡Nada de esto habría ocurrido! ¡No estaría aquí! ¡Sería libre! ¡Tendría que haberos llevado a un orfelinato el día en que nacisteis! ¡
Sois
una piedra atada a mi cuello!

No podía ver cómo estaban de encogidos, apoyados contra la puerta. Un tupé sorprendido y una fuente con un «amor-en-Tokio». Unos gemelos confundidos, embajadores de Dios-sabe-qué. Sus Excelencias los Embajadores E. Pelvis e I. Palo.

—¡Marchaos! —había dicho Ammu—. ¿Por qué no os marcháis y me dejáis tranquila?

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