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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (4 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Se exasperaba porque no sabía qué
significaba
aquella mirada. La situaba a medio camino entre la indiferencia y la desesperación. No sabía que en algunos lugares, como en el país del que procedía Rahel, había diferentes clases de desesperación que pugnaban por la primacía. Y que la desesperación
personal
nunca llegaba a ser lo suficientemente desesperada. Que algo sucedía cuando la confusión personal chocaba casualmente con el altar levantado al borde del camino a la confusión pública de una nación. Una confusión inverosímil, insensata, ridícula, torrencial, circundante, violenta, inmensa. Sucedía que el Dios Grande bramaba como un viento tórrido exigiendo reverencia. Y entonces el Dios Pequeño (agradable y contenido, privado y limitado) retrocedía cauterizado, riéndose, aturdido, de su propia audacia. Acostumbrado a la constante confirmación de su inconsecuencia, se tornaba acomodaticio e indiferente. No había mucho que importara. Nada de lo que importaba, importaba mucho. Y, cuanto menos importaba, menos importaba. Nada tenía nunca suficiente importancia. Porque cosas peores habían sucedido. En el país del que ella procedía, en eterno equilibrio entre los terrores de la guerra y los horrores de la paz, continuaban sucediendo las peores cosas.

Así que el Dios Pequeño se reía con una risa ahogada y se alejaba retozando alegremente. Como un niño rico en pantaloncitos cortos. Silbando, pateando piedrecitas. La fuente de su frágil regocijo era la relativa pequeñez de su desgracia. Se encaramaba a los ojos de la gente y se convertía en una expresión exasperante.

Lo que Larry McCaslin veía en los ojos de Rahel no era desesperación, ni mucho menos, sino una especie de optimismo forzado. Y un vacío donde antes habían estado las palabras de Estha. No cabía esperar que lo entendiera. Que el vacío en uno de los gemelos no fuese más que la versión del silencio del otro. Que las dos cosas encajasen. Como una cuchara sobre otra. Como los cuerpos familiares de los amantes.

Después de divorciarse, Rahel trabajó durante unos meses de camarera en un restaurante indio de Nueva York. Y luego, varios años, de cajera en el turno de noche en una gasolinera de las afueras de Washington, en una cabina con cristales a prueba de balas en la que a veces los borrachos vomitaban en la bandeja del dinero y los proxenetas le proponían trabajos más lucrativos. En dos ocasiones vio cómo disparaban contra hombres a través de las ventanillas de sus coches. Y en otra vio cómo tiraban de un coche en marcha a un hombre con un cuchillo clavado en la espalda.

Y entonces Bebé Kochamma le escribió diciendo que Estha había sido re-Devuelto. Rahel dejó su trabajo en la gasolinera y abandonó encantada los Estados Unidos. Para volver a Ayemenem. A Estha en medio de la lluvia.

En la vieja casa de la colina, Bebé Kochamma estaba sentada a la mesa del comedor quitando la gruesa y amarga piel de un pepino un poco pasado. Llevaba un camisón de algodón a cuadros, deslucido, de mangas abullonadas y con manchas amarillentas de azafrán. Balanceaba sus piececillos de uñas pintadas por debajo de la mesa como un niño pequeño en una silla alta. Los tenía hinchados como si fueran almohadoncitos inflables con forma de pie. En los viejos tiempos, cada vez que alguien llegaba de visita a Ayemenem, Bebé Kochamma se encargaba de poner en evidencia lo grandes que tenían los pies. Les pedía que le dejasen probarse sus chanclas y decía: «¡Uy, mirad lo grandes que me van!». Después se ponía a dar vueltas por la casa con ellas y se levantaba un poco el sari para que todo el mundo quedara maravillado de los pies tan diminutos que tenía.

Pelaba aquel pepino con un aire de triunfo apenas disimulado. Estaba encantada de que Estha no le hubiese hablado a Rahel. De que la hubiese mirado y hubiese pasado de largo. Rumbo a la lluvia. Como hacía con todo el mundo.

Tenía ochenta y tres años. Sus ojos se extendían como mantequilla tras unas gruesas gafas.

—Ya te lo dije, ¿no? —le dijo a Rahel—. ¿Qué esperabas? ¿Un tratamiento especial? Ha perdido la cabeza, ¿qué te dije? ¡Ya no
reconoce
a nadie! ¿Qué creías?

Rahel no dijo nada.

Sentía el ritmo del balanceo de Estha y la humedad de la lluvia sobre su piel. Oía el estridente revoltijo que había dentro de su cabeza.

Bebé Kochamma dirigió a Rahel una mirada inquieta. Empezaba a arrepentirse de haberle escrito comunicándole el regreso de Estha. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? ¿Ocuparse de él durante el resto de su vida? ¿Y por qué
tenía
que ser ella? No era responsabilidad suya.

¿O sí?

El silencio se instaló como un intruso invisible entre la sobrina nieta y la tía abuela más joven de la familia. Alguien extraño. Dominante. Nocivo. Bebé Kochamma se dijo que no debía olvidarse de cerrar la puerta de su dormitorio con llave por la noche. Buscó algo que decir.

—¿Qué te parece mi melena?

Se llevó la mano del pepino al pelo, que lucía un nuevo corte. Una patética mancha de lechoso zumo quedó prendida de su cabello.

A Rahel no se le ocurrió nada que decir. Contempló en silencio cómo Bebé Kochamma pelaba el pepino. Trocitos de piel amarillenta le habían salpicado la pechera. El pelo, teñido de negro azabache, le colgaba como hilos sueltos del cuero cabelludo. El tinte le había manchado de gris pálido la piel de la frente y formaba una especie de segunda línea borrosa de nacimiento del pelo. Rahel notó que había empezado a maquillarse. Lápiz de labios. Kohl. Un leve toque de colorete. Y debido a que la casa estaba cerrada y a oscuras, y a que sólo confiaba en las bombillas de cuarenta vatios, la boca pintada estaba un poco desplazada respecto a la boca real.

Se le habían adelgazado la cara y los hombros, lo cual hizo que su figura pasara de ser redondeada a cónica. Aunque, sentada a la mesa del comedor, con las enormes caderas ocultas, parecía casi frágil. La débil luz borraba las arrugas de su rostro y la hacía parecer más joven, pero, al mismo tiempo, le daba un aspecto extraño, como ajado. Llevaba gran cantidad de joyas. Las joyas de la difunta abuela de Rahel. Todas. Anillos que emitían destellos. Pendientes de diamantes. Brazaletes de oro y una gargantilla, también de oro, primorosamente labrada, que se tocaba de vez en cuando para asegurarse de que seguía allí y de que le pertenecía. Como una joven novia que no podía convencerse de su buena suerte.

Está viviendo la vida al revés
, pensó Rahel.

Lo curioso es que era una observación muy acertada. Bebé Kochamma
había
vivido la vida al revés. De joven había renunciado al mundo material y ahora, de vieja, parecía aferrarse a él. Abrazaba el mundo material, y éste le devolvía el abrazo.

A los dieciocho años, Bebé Kochamma se había enamorado del padre Mulligan, un sacerdote irlandés, joven y apuesto, al que habían enviado un año a Kerala desde el seminario de Madrás. Estudiaba los escritos sagrados hindúes para poder rebatirlos con conocimiento de causa.

Todos los jueves por la mañana el padre Mulligan iba a Ayemenem a visitar al padre de Bebé Kochamma, el reverendo E. John Ipe, que era sacerdote de la Iglesia de Mar Thoma
[2]
. El reverendo Ipe era muy conocido dentro de la comunidad cristiana por ser el hombre al que había bendecido personalmente el Patriarca de Antioquía, cabeza de la Iglesia ortodoxa siria. Este episodio había pasado a formar parte del folklore de Ayemenem.

En 1876, cuando el padre de Bebé Kochamma tenía siete años, su padre lo llevó a ver al Patriarca, que había ido a visitar a los cristianos sirios de Kerala. De repente, se encontraron justo frente a un grupo de personas a las que el Patriarca se dirigía desde la galería occidental de la casa Kalleny, en Cochín. El padre aprovechó la oportunidad y, después de susurrar algo al oído de su hijo, lo empujó hacia adelante. El futuro reverendo, patinando sobre sus talones y paralizado de miedo, posó sus atemorizados labios sobre el anillo que el Patriarca llevaba en el dedo corazón y lo dejó mojado de saliva. El Patriarca se limpió el anillo en la manga y bendijo al pequeño. Mucho después de haberse hecho mayor y haberse convertido en sacerdote, al reverendo Ipe continuaban llamándolo el
Punnyan Kunju
—el Pequeño Bendecido—, y la gente bajaba en barquitas por el río desde Alleppey y Ernakulam para llevarle a sus hijos a fin de que los bendijera a su vez.

Aunque había una diferencia de edad considerable entre el padre Mulligan y el reverendo Ipe, y aunque pertenecían a distintas confesiones cristianas (que lo único que compartían era un sentimiento de antipatía mutua), los dos disfrutaban de la compañía del otro y, con mucha frecuencia, el reverendo Ipe invitaba al padre Mulligan a que se quedase a almorzar. Sólo uno de los dos se daba cuenta de la excitación sexual que subía como la marea en la muchacha delgada que seguía rondando alrededor de la mesa mucho después de que hubiese acabado el almuerzo.

Al principio, Bebé Kochamma intentó seducir al padre Mulligan con una representación semanal de caridad. Todos los jueves por la mañana, hacia la hora en que solía llegar el padre Mulligan, Bebé Kochamma sometía a algún niño pobre del pueblo a un baño a la fuerza junto al pozo y lo frotaba con un trozo de jabón rojo y duro que dejaba doloridas sus marcadas costillas.

—¡Buenos días, padre! —gritaba Bebé Kochamma cuando lo veía llegar, y le dirigía una sonrisa que no dejaba traslucir la despiadada energía con que sus dedos atenazaban el escurridizo brazo enjabonado del escuálido niño de turno.

—¡Buenos días, Bebé! —contestaba el padre Mulligan, al tiempo que se detenía y cerraba el paraguas con que se protegía del sol.

—Hay algo que quería preguntarle, padre —decía Bebé Kochamma—. En la Primera Epístola a los Corintios, capítulo diez, versículo veintitrés, dice…: «Todo es lícito, pero no todo es conveniente». Padre, ¿cómo es posible que Él considere
todo
lícito? Quiero decir que entiendo que
algunas
cosas sean lícitas para Él, pero…

El padre Mulligan se sentía más que halagado por los sentimientos que provocaba en la atractiva jovencita que se hallaba de pie delante de él, con la boca temblorosa, que invitaba al beso, y los ojos centelleantes y negros como el carbón. Porque él también era joven y tal vez no se le escapaba el hecho de que las solemnes explicaciones con las que disipaba aquellas falsas dudas bíblicas no concordaban en absoluto con la emocionante promesa que ofrecían sus resplandecientes ojos color esmeralda.

Todos los jueves, impertérritos bajo el despiadado sol del mediodía, se quedaban charlando junto al pozo. Tanto la joven como el intrépido jesuita temblaban con una pasión poco cristiana. Utilizaban la Biblia como artimaña para estar juntos.

Invariablemente, en medio de la conversación, el pobre niño enjabonado, que estaba recibiendo un baño a la fuerza, se las arreglaba para escabullirse, y el padre Mulligan volvía a la realidad y decía:

—¡Uy! ¡Hay que atrapar a ese niño antes de que pille un resfriado!

Después volvía a abrir su paraguas y se alejaba con su sotana color chocolate y sus cómodas sandalias, dando largas zancadas, como un camello que tuviera una cita pendiente. El corazón compungido de la joven Bebé Kochamma lo seguía como un perrito atado a una correa, dando saltos, trastabillando entre hojas y piedrecitas. Magullado y casi roto.

Transcurrió un año entero lleno de jueves. Y al padre Mulligan le llegó el momento de regresar a Madrás. Dado que la caridad no había provocado resultados tangibles, la joven Bebé Kochamma, desesperada, volcó todas sus esperanzas en la fe.

Desplegando una obcecada determinación (que en una joven de aquella época se consideraba algo tan malo como una deformación física, un labio leporino, por ejemplo, o un pie deforme), Bebé Kochamma desafió las órdenes de su padre y se convirtió al catolicismo. Con una dispensa especial del Vaticano, hizo los votos y entró en un convento de Madrás como novicia. De alguna manera, esperaba que ello le proporcionase ocasiones justificadas para estar con el padre Mulligan. Se imaginaba junto a él en habitaciones oscuras y sepulcrales, con pesados cortinajes de terciopelo, discutiendo sobre teología. Eso era todo lo que deseaba. Todo lo que se atrevía a esperar. Simplemente, estar cerca de él. Lo bastante cerca para sentir el olor de su barba. Para ver el burdo tejido de su sotana. Para amarlo sólo con la mirada.

Pronto se dio cuenta de lo inútil de su esfuerzo. Resultó que las monjas monopolizaban a los curas y a los obispos con dudas bíblicas más rebuscadas de lo que las suyas podrían llegar a ser jamás, y comprendió que pasarían años antes de que pudiera llegar a estar más o menos cerca del padre Mulligan. Empezó a sentirse intranquila y desdichada en el convento. Le salió un sarpullido alérgico en el cuero cabelludo que no se le curaba debido al roce continuo de la toca. Le parecía que su inglés era mucho mejor que el de sus compañeras, y eso la hacía sentirse más sola.

Transcurrido un año de su ingreso en el convento, su padre comenzó a recibir cartas extrañas:
«Mi querido papá: me encuentro bien y contenta al servicio de Nuestra Señora. Pero Koh-i-noor no parece feliz y echa de menos a su familia». «Mi querido papá: hoy Koh-i-noor vomitó después de comer y tiene un poco de fiebre.» «Mi querido papá: parece que la comida del convento no le sienta bien a Koh-i-noor, aunque a mí me gusta bastante.» «Mi querido papá: Koh-i-noor está disgustada porque su familia parece no entenderla ni preocuparse por su bienestar…»

El reverendo E. John Ipe sabía que aquél era el nombre del diamante más grande del mundo (en aquella época), pero no conocía a nadie que se llamara Koh-i-noor. Se preguntaba cómo era posible que una joven con nombre musulmán hubiese ingresado en un convento católico.

Pasado cierto tiempo, fue la madre de Bebé Kochamma quien se dio cuenta de que Koh-i-noor no era otra que su propia hija. Se acordó de que, muchos años antes, le había mostrado a ésta una copia del testamento de su padre (el abuelo de Bebé Kochamma) en el que, al describir a sus nietos, había escrito:
«Tengo siete joyas, una de las cuales es mi Koh-i-noor.»
A continuación legaba pequeñas sumas de dinero y algunas joyas a cada nieto, pero sin aclarar a cuál de ellos consideraba su Koh-i-noor. La madre de Bebé Kochamma se dio cuenta de que ésta había dado por sentado, por alguna razón que no comprendía, que era a
ella
a quien se refería el abuelo, y al cabo de tantísimos años, sabiendo que la madre superiora leía sus cartas antes de echarlas al correo, había resucitado a Koh-i-noor en el convento para comunicarle sus problemas a su familia.

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