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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (7 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Ammu se sentó en la galería de su casa a esperar ansiosa el regreso de su marido. Estaba convencida de que la única razón por la que Hollick quería verlo era para despedirlo. Se sorprendió cuando regresó, pues, aunque estaba abatido, no parecía un hombre acabado. Le dijo que el señor Hollick le había propuesto algo que tenía que discutir con ella. Al principio, habló con timidez, evitando mirarla a los ojos, pero fue recuperando la confianza en sí mismo a medida que avanzaba en su exposición. Desde un punto de vista práctico, era una propuesta que a la larga los beneficiaría a ambos, dijo. De hecho, a
todos,
si tenían en cuenta la educación de los niños.

El señor Hollick había sido franco con su joven ayudante. Le informó sobre las quejas que había recibido tanto por parte de los trabajadores como de los otros directores adjuntos.

—Me temo que no me queda otra opción que pedirle la dimisión —dijo.

Esperó a que el silencio hiciera efecto. Esperó a que el lastimoso hombre sentado al otro lado de la mesa comenzara a temblar. A sollozar. Entonces Hollick volvió a hablar.

—Bueno, quizá
podría
haber otra opción… quizá podríamos arreglar las cosas. Hay que ser positivo, es lo que yo siempre digo. Hay que saber jugar las bazas que uno tiene. —Hollick hizo una pausa y ordenó que trajeran una jarra con café solo—. Ya sabes que eres un hombre muy afortunado, tienes una familia fantástica, unos hijos preciosos, una mujer atractiva… —Encendió un cigarrillo y observó cómo ardía la cerilla hasta que ya no pudo seguir sosteniéndola—. Una mujer
sumamente
atractiva…

Los sollozos cesaron. Unos ojos castaños, perplejos, se clavaron en los ojos verde pálido llenos de venillas rojas. Después del café, el señor Hollick le propuso a Baba que se marchase una temporada. De vacaciones. A una clínica, quizá, para someterse a tratamiento. Todo el tiempo que fuese necesario para restablecerse. Y sugirió que, durante el periodo que estuviese fuera, Ammu se fuese a vivir a su casa, para así poder «cuidarla».

En la plantación ya había buen número de niños harapientos, de piel clara, hijos de recolectoras de té de las que Hollick se había encaprichado. Aquélla era su primera incursión en los círculos directivos.

Ammu observó cómo se movía la boca de su marido mientras iba formando las palabras. No dijo nada. Él se sintió cada vez más incómodo y furioso por su silencio. De pronto, arremetió contra ella, la agarró por el pelo, le dio un puñetazo y se desmayó a causa del esfuerzo. Ammu cogió el libro más pesado que encontró en la estantería —
El Atlas Mundial del Reader's Digest
— y lo golpeó con él con todas sus fuerzas. En la cabeza. En las piernas. En la espalda y los hombros. Cuando recobró la conciencia, se quedó asombrado de tener tantas moraduras. Aunque se disculpó humildemente por su agresión, inmediatamente empezó a mortificarla para que le ayudara a conseguir el traslado. Aquello se convirtió en una rutina. Agresiones durante las borracheras y súplicas tras ellas. A Ammu le repugnaban el olor medicinal a alcohol rancio que desprendía la piel de su marido y los restos de vómito endurecido y seco incrustados en su boca, como un pastel, todas las mañanas. Cuando sus ataques de violencia comenzaron a incluir a los niños y estalló la guerra con el Paquistán, abandonó a su marido y regresó a casa de sus padres, donde no fue bien recibida. Volvió a Ayemenem, a todo aquello de lo que había huido hacía apenas unos años. Sólo que ahora tenía dos hijos pequeños. Y se habían acabado los sueños para ella.

Pappachi no la creyó cuando le contó lo ocurrido. No porque tuviera un gran concepto de su marido, sino porque, sencillamente, no podía creer que un inglés, que
ningún
inglés, desease a la mujer de otro hombre.

Ammu quería a sus hijos (por supuesto), pero tenían una vulnerabilidad ingenua y una predisposición a querer a gente que no los quería de verdad que la exasperaba; a veces, le entraban ganas de pegarles sólo para que aprendieran, para protegerlos.

Era como si la ventana por la que había desaparecido su padre hubiese quedado abierta para que entrase cualquiera y fuese bienvenido.

A Ammu sus hijos gemelos le parecían dos ranitas desconcertadas, sólo pendientes la una de la otra, que caminaban torpemente cogidas del brazo en medio de una peligrosa autopista llena de tráfico. Totalmente ajenas a lo que los camiones podían hacerles a las ranas. Ammu los protegía con uñas y dientes. Aquella vigilancia constante la agotaba y la ponía tensa y nerviosa. Era muy rápida para reprender a sus hijos, pero lo era aún más para sentirse ofendida en su nombre.

Sabía que ya no habría más oportunidades para ella. Que ahora sólo le quedaba Ayemenem. Una galería delantera y otra trasera. Un río cálido y una fábrica de conservas y encurtidos.

Y, como música de fondo, el lamento quejumbroso, agudo y constante, de la desaprobación de la gente.

Durante los primeros meses tras su regreso al hogar paterno, aprendió en seguida a reconocer el rostro horrible de la compasión y a despreciarlo. Viejas parientes de la familia, de incipientes barbas y con varias papadas temblorosas, viajaban toda la noche hasta Ayemenem sólo para decirle cuánto sentían lo de su divorcio. Le apretujaban la rodilla y se regodeaban. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no abofetearlas. O retorcerles los pezones. Con una llave inglesa. Como Chaplin en
Tiempos modernos.

Cuando miraba las fotos de su boda, sentía que la mujer que le devolvía la mirada era otra. Una novia enjoyada y tonta. Con un sari de seda tornasolada que pasaba del color del atardecer al del oro. Anillos en todos los dedos. Puntos blancos de pasta de sándalo sobre las cejas arqueadas. Cuando se miraba en aquellas fotos, la boca suave de Ammu se crispaba con una sonrisilla amarga ante el recuerdo. No tanto por la boda en sí como por haber permitido que la decorasen tan minuciosamente antes de ser conducida a la horca. Le parecía tan absurdo… Tan inútil…

Como sacarle brillo a la leña.

Fue al orfebre del pueblo y le encargó que fundiera su pesada alianza y con el oro hiciera una pulsera muy fina con cabezas de serpientes, que guardó para Rahel.

Ammu sabía que las bodas eran algo que no podía evitarse por completo. Al menos, no en la práctica. Pero el resto de su vida abogó por bodas
sencillas
con ropas
normales.
Decía que eso les quitaba morbosidad.

A veces, cuando Ammu oía por la radio canciones que le gustaban, algo se agitaba en su interior. Un dolor líquido se extendía por debajo de su piel y huía del mundo como una bruja, rumbo a un lugar mejor y más feliz. En los días en que se sentía así había algo inquieto e indómito en ella. Como si temporalmente hubiese dejado de lado la sensatez que convenía a una mujer madre y divorciada. Hasta su modo de andar cambiaba: del paso aplomado de una madre pasaba a otro más vivo. Se ponía flores en el pelo y había secretos mágicos en sus ojos. No hablaba con nadie. Pasaba horas a la orilla del río con su pequeño transistor de plástico con forma de mandarina. Fumaba cigarrillos y nadaba a medianoche.

¿Qué era lo que provocaba en Ammu aquel Coqueteo con el Riesgo? ¿Por qué tenía aquellos prontos? Era consecuencia de sentimientos contradictorios que pugnaban en lo más íntimo de su ser. De sentimientos que no podían mezclarse. La infinita ternura de la maternidad y la cólera temeraria de una terrorista suicida. Eso era lo que fue creciendo dentro de ella y lo que hizo que, andando el tiempo, amara de noche al hombre al que sus hijos amaban de día. Que usara de noche la barca que sus hijos usaban de día. La barca en que se sentaba Estha y que Rahel encontró.

Durante los días en que sonaban en la radio las canciones que le gustaban a Ammu, todos recelaban un poco de ella. De algún modo, sentían que vivía en la penumbra del límite entre dos mundos, más allá del alcance de su poder. Pensaban que una mujer a la que ya habían condenado tenía muy poco que perder y que, por lo tanto, podía ser peligrosa. Así que, durante los días en que sonaban en la radio las canciones que le gustaban a Ammu, la gente la evitaba, daba pequeños rodeos para no tropezarse con ella, porque todo el mundo coincidía en que lo mejor era Dejarla en Paz.

Otros días se le formaban profundos hoyuelos cuando sonreía.

Tenía un rostro delicado y finamente esculpido, cejas negras, curvadas como las alas de una gaviota planeando, nariz pequeña y recta y piel luminosa de color avellana. Aquel día azul cielo de diciembre, el viento del coche le había soltado algunos mechones del pelo rizado y rebelde. Llevaba una blusa de sari sin mangas, y los hombros le brillaban como si se los hubiesen lustrado con una cera para hombros de gran calidad. Algunas veces era la mujer más hermosa que Estha y Rahel habían visto jamás. Otras, no.

En el asiento trasero del Plymouth, entre Estha y Rahel, iba Bebé Kochamma. Ex monja y tía abuela en ejercicio. Del mismo modo que, en algunas ocasiones, a los desventurados les disgustan los demás desventurados, a Bebé Kochamma le disgustaban los gemelos porque los consideraba niños abandonados, sin padre, predestinados a la destrucción. Y, aún peor, eran unos híbridos medio hindúes con los que ningún cristiano sirio que se preciara se casaría jamás. Ponía sumo interés en que se dieran cuenta de que (al igual que ella) vivían en la casa de Ayemenem, que era de su abuela materna, de prestado y que, en realidad, no tenían derecho a estar allí. Ammu irritaba a Bebé Kochamma porque la veía luchar contra un destino que ella creía haber aceptado dignamente. El destino de la mujer desgraciada por no tener marido. De la pobre Bebé Kochamma, que no tenía al padre Mulligan. Con el paso de los años, había logrado convencerse de que su amor por el padre Mulligan no se había consumado porque
ella
había demostrado una compostura absoluta y una férrea determinación a comportarse correctamente.

Estaba totalmente de acuerdo con la opinión generalizada de que una hija casada no tenía ningún derecho en la casa de sus padres. En cuanto a una hija
divorciada,
Bebé Kochamma creía que no tenía ningún derecho en ninguna parte. Y, en cuanto a una hija
divorciada
tras un matrimonio por
amor…
Bueno, en ese caso no había palabras que pudieran describir la indignación de Bebé Kochamma. Y si, encima, se trataba de una hija
divorciada
tras un matrimonio
mixto
por
amor,
a Bebé Kochamma le entraban escalofríos y prefería callarse su opinión.

Los gemelos eran demasiado pequeños para entender todo aquello, así que a Bebé Kochamma le repateaba que tuvieran momentos de enorme felicidad, como los que experimentaban cuando una libélula que habían atrapado levantaba con sus patas una piedrecita diminuta que tenían en la palma de la mano, o cuando les daban permiso para bañar a los cerdos, o cuando encontraban un huevo, todavía tibio, que había puesto una gallina. Pero, sobre todo, le repateaba ver lo bien que se lo pasaban simplemente juntos. Le habría gustado que dieran alguna muestra de infelicidad. Por lo menos.

Cuando regresaran del aeropuerto, Margaret Kochamma se sentaría delante con Chacko, porque había sido su mujer. Sophie Mol se sentaría entre ambos. Ammu pasaría al asiento trasero.

Habría dos botellas de agua. Agua hervida para Margaret Kochamma y Sophie Mol, y agua del grifo para los demás.

El equipaje iría en el maletero.

Rahel pensó que la palabra
maletero
era preciosa. Una palabra mucho mejor, por ejemplo, que
fortachón. Fortachón
era una palabra horrible. Como el nombre de un enano.
Fortachón Koshy Oommen,
un enano de clase media, agradable, temeroso de Dios, con las rodillas torcidas y peinado con raya al lado.

Sobre la baca del Plymouth había una especie de caja de contrachapado, con ribetes de hojalata en los cuatro paneles de la cual se leía
CONSERVAS Y ENCURTIDOS PARAÍSO
con una caligrafía muy historiada. Y debajo de esas leyendas habían pintado botes de mermelada de frutas y de lima picante en aceite, en los que había etiquetas donde ponía también
CONSERVAS Y ENCURTIDOS PARAÍSO
con una caligrafía asimismo muy historiada. Junto a las botellas había una lista de todos los productos Paraíso y un bailarín de kathakali
[5]
con la cara verde y faldas ondulantes. Debajo de la ondulación en forma de ese de la inflada falda ponía, siguiendo sus bordes,
EMPERADORES DEL REINO DEL SABOR,
lo cual era una contribución que aportó el camarada K. N. M. Pillai sin que nadie se lo pidiera. Era una traducción literal del malayalam
Ruchi lokathinde rajavu,
que sonaba un poco menos ridículo que
Emperadores del Reino del Sabor.
Pero como el camarada Pillai ya había impreso las etiquetas, nadie se atrevió a pedirle que rehiciera el pedido. Así que, por desgracia, el eslogan
EMPERADORES DEL REINO DEL SABOR
se convirtió en un rasgo característico de las etiquetas de Conservas y Encurtidos Paraíso.

Ammu decía que el bailarín de kathakali estaba fuera de lugar porque no tenía nada que ver con lo que se anunciaba. Chacko decía que daba un Toque Regional a sus productos y les resultaría muy útil cuando se introdujeran en el Mercado Exterior.

Ammu decía que aquel cuádruple cartel les daba un aire ridículo. Como si fueran un circo ambulante. Con alerones.

Mammachi había empezado a hacer conservas a escala comercial muy poco después de que Pappachi se jubilara de su empleo como funcionario del gobierno en Delhi y se fueran a vivir a Ayemenem. La Sociedad Bíblica de Kottayam organizó una feria, y le pidieron a Mammachi que contribuyera con sus famosas mermeladas de plátano y sus encurtidos de mango tierno. Se vendieron rápidamente, y Mammachi se encontró con que tenía más pedidos de lo que podía producir. Entusiasmada con su éxito, decidió seguir haciendo encurtidos y mermeladas, y pronto se encontró ocupada todo el año. Pappachi, por su parte, tenía dificultades para sobrellevar la ignominia de la jubilación. Era diecisiete años mayor que Mammachi y cayó en la cuenta, asustado, de que era un viejo, mientras que su mujer aún estaba en la flor de la vida.

Aunque Mammachi tenía una deformación en las córneas y ya estaba prácticamente ciega, Pappachi no la ayudaba en la elaboración de las conservas porque consideraba que esa tarea no era digna de un ex funcionario de alto rango del gobierno. Siempre había sido un hombre celoso, así que le molestaba mucho que de pronto su mujer fuese objeto de tanta atención. Deambulaba por el cobertizo con aquellos inmaculados trajes suyos, hechos a medida, zigzagueando en tristes círculos alrededor de montones de rojas guindillas y amarilla cúrcuma recién molida, mientras observaba cómo Mammachi supervisaba la compra, el pesado, el salado y el secado de limas y mangos tiernos. Todas las noches le pegaba con un florero de latón. Las palizas no eran nada nuevo. Lo que era nuevo era la frecuencia con que ocurrían. Una noche, Pappachi rompió el arco del violín de Mammachi y lo tiró al río.

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