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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (3 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Después de la muerte de Khubchand, Estha comenzó sus caminatas. Andaba durante horas y horas. Al principio, sólo recorría su barrio, pero, poco a poco, empezó a ir cada vez más lejos.

La gente se acostumbró a verlo por la carretera. Un hombre bien vestido de andar tranquilo. Se le oscureció el rostro y adquirió el aspecto de quien pasa mucho tiempo al aire libre. Vigoroso. Arrugado por el sol. Comenzó a parecer más sabio de lo que realmente era. Parecía un pescador en una ciudad. Lleno de secretos marinos.

Ahora que había sido re-Devuelto, Estha caminaba por todo Ayemenem.

Algunos días recorría la orilla del río, que olía a excrementos y a pesticidas comprados con préstamos del Banco Mundial. La mayor parte de los peces habían muerto. Los supervivientes tenían las aletas podridas y estaban llenos de forúnculos.

Otros días caminaba carretera abajo. Pasaba por delante de las casas nuevas, flamantes, refrigeradas, construidas con dinero del Golfo, pertenecientes a enfermeras, albañiles, encofradores y empleados de banca que realizaban trabajos arduos e insatisfactorios en lugares lejanos. Pasaba por delante de las casas más viejas, rencorosas y verdes de envidia, agazapadas al fondo de sus caminos de entrada privados, entre sus árboles del caucho privados. Todas ellas feudos tambaleantes con epopeya propia.

Pasaba por delante de la escuela que su bisabuelo construyó para los niños Intocables del pueblo.

Pasaba por delante de la amarilla iglesia de Sophie Mol. Por delante del Club Juvenil de Kung Fu de Ayemenem. Por delante de la Guardería Infantil Brotes Tiernos (para los Tocables), por delante de la tienda de comestibles que vendía arroz, azúcar y bananas, que colgaban del techo en racimos amarillos. También tenían revistas baratas de pomo blando con historias ficticias acerca de maníacos sexuales del Sur de la India, sujetas con pinzas en cuerdas que colgaban del techo. Se balanceaban lentamente mecidas por la suave brisa y tentaban a quienes simplemente iban a comprar comida con fugaces visiones de mujeres desnudas entradas en carnes, tendidas en falsos charcos de sangre.

A veces Estha pasaba por delante de la Imprenta La Buena Suerte, que pertenecía al viejo camarada K. N. M. Pillai y había sido la sede del Partido Comunista en Ayemenem, donde se organizaban sesiones de estudio a medianoche y se imprimían y distribuían panfletos con enardecedoras canciones del Partido Comunista. La bandera que ondeaba sobre el tejado había adquirido un aspecto viejo y andrajoso. El rojo estaba desteñido.

En cuanto al camarada Pillai, por las mañanas se sentaba a la puerta con una camiseta Aertex grisácea y un fino
mundu
blanco bajo el que se le marcaban los testículos. Con aceite de coco tibio sazonado con pimienta daba masaje a sus carnes flojas y viejas, que le colgaban de los huesos como si fueran de chicle. Vivía solo. Kalyani, su mujer, había muerto de un cáncer de ovarios. Lenin, su hijo, se había trasladado a Delhi, donde tenía una empresa que se encargaba de los servicios de mantenimiento de varias embajadas.

Si el camarada Pillai estaba untándose aceite a la puerta de su casa cuando Estha pasaba por allí, siempre lo saludaba:

—¡Estha, muchacho! —gritaba con su voz aguda y aflautada, ahora gastada y fibrosa como una caña de azúcar despojada de su corteza—. ¡Buenos días! ¿Dando tu paseo habitual?

Estha pasaba de largo, ni grosero ni cortés. Simplemente en silencio.

El camarada Pillai se daba golpes por todo el cuerpo para activar la circulación. No estaba seguro de si Estha lo reconocía al cabo de tantos años. Tampoco le importaba demasiado. Aunque su papel en el asunto no había sido insignificante, ni mucho menos, el camarada Pillai no se consideraba, en absoluto, responsable de lo que había ocurrido. Restaba importancia a aquellos hechos, a los que consideraba Consecuencia Inevitable de una Política Necesaria. Para hacer una tortilla hay que romper unos cuantos huevos. Pero hay que tener en cuenta que el camarada K. N. M. Pillai era, esencialmente, un político. Un profesional de hacer tortillas. Iba por el mundo como un camaleón. Nunca mostraba su verdadero ser, y se las arreglaba para que no se notara. Siempre salía ileso del caos.

Fue la primera persona de Ayemenem que se enteró del regreso de Rahel. La noticia, más que perturbarlo, despertó su curiosidad. Estha era casi un extraño para el camarada Pillai. Su expulsión de Ayemenem había sido tan brusca y repentina, y, además, hacía tantos años de aquello… Pero a Rahel el camarada Pillai la conocía bien. La había visto crecer. Se preguntaba qué la habría hecho volver. Al cabo de tantos años.

La cabeza de Estha había estado en silencio hasta la llegada de Rahel. Pero ella trajo consigo el ruido de trenes que pasan y las luces y sombras que se proyectan sobre uno si se está sentado junto a la ventanilla. El mundo, al que Estha había cerrado su cabeza durante tantos años, lo inundó de repente, y ya no podía escucharse a sí mismo debido al ruido. Trenes. Tráfico. Música. La Bolsa. Se había roto un dique y las aguas desatadas lo arrastraban todo en un remolino. Cometas, violines, manifestaciones, soledad, nubes, barbas, fanáticos, listas, banderas, terremotos, desesperación, todo era arrastrado dando vueltas en un remolino.

Y Estha, mientras caminaba por la orilla del río, ya no podía sentir la humedad de la lluvia, ni el escalofrío que recorrió al cachorro aterido de frío que lo había adoptado temporalmente y chapoteaba a su lado. Pasó por delante del viejo mangostán y subió hasta el borde de un espolón de laterita que se adentraba en el río. Se puso en cuclillas y se meció bajo la lluvia. Bajo sus zapatos el barro húmedo producía un ruido desagradable, como de succión. El cachorro aterido de frío tiritaba y observaba.

Bebé Kochamma y Kochu Maria, la diminuta cocinera de corazón avinagrado y mal carácter, eran las únicas personas que quedaban en la casa de Ayemenem cuando Estha fue re-Devuelto. Su abuela, Mammachi, había muerto. Chacko vivía ahora en el Canadá y dirigía un negocio de antigüedades que marchaba mal.

En cuanto a Rahel…

Tras la muerte de Ammu (después de volver por última vez a Ayemenem, hinchada por la cortisona y con un estertor en el pecho que sonaba como los gritos lejanos de un hombre), Rahel comenzó a ir a la deriva. De colegio en colegio. Pasaba las vacaciones en Ayemenem, ignorada la mayor parte del tiempo por Chacko y Mammachi (cada vez más atontados por la pena, hundidos en su inmenso dolor como un par de borrachos en un bar) e ignorando la mayor parte del tiempo a Bebé Kochamma. Chacko y Mammachi intentaron prestar atención a los asuntos relacionados con la educación de Rahel, pero no pudieron. Cumplieron con sus responsabilidades materiales (comida, ropa, dinero), pero nunca demostraron ningún interés por ella.

La Pérdida de Sophie Mol deambulaba suavemente por la casa de Ayemenem como una silenciosa presencia en calcetines. Se escondía entre los libros y en la comida. En el estuche del violín de Mammachi. En las costras de las heridas de las espinillas de Chacko, que siempre se las estaba hurgando. En sus piernas femeninas y fláccidas.

Es curioso cómo, a veces, el recuerdo de la muerte pervive mucho más que el de la vida por ella arrebatada. Con el paso de los años, a medida que el recuerdo de Sophie Mol (la que hacía sagaces preguntas:
¿Adónde van a morir los pájaros viejos? ¿Por qué los muertos no caen como piedras del cielo?
; la que decía las cosas sin tapujos:
Vosotros sois indios del todo y yo sólo a medias
; la portadora de nuevas escalofriantes:
Una vez vi a un hombre que había tenido un accidente y le colgaba un ojo de un nervio, como un yo-yo)
se desvanecía lentamente, iba cobrando cuerpo y vida la Pérdida de Sophie Mol. Siempre estaba presente. Era como la fruta del tiempo. De todas las estaciones. Era tan inamovible como un funcionario del Estado. Acompañó a Rahel durante su infancia (de colegio en colegio) hasta que se convirtió en mujer.

El primero que puso a Rahel en la lista negra fue el Convento de Nazaret, cuando tenía once años y la encontraron frente a la puerta del jardín de la encargada de la residencia de estudiantes, decorando con florecillas un montículo de excremento de vaca. A la mañana siguiente, durante la reunión diaria de profesores y alumnos, le hicieron buscar la palabra
depravación
en el Diccionario Oxford y leer su significado en voz alta.
«Condición o estado de depravado o corrupto»
, leyó Rahel, con una fila de monjas de bocas severas sentadas a sus espaldas y un mar de rostros de colegialas intentando aguantar la risa delante.
«Condición de pervertido: perversión moral; Corrupción innata de la naturaleza humana debida al pecado original; Tanto los elegidos como los no elegidos vienen al mundo en estado de total depravación y alejamiento de Dios y, por sí mismos, no pueden sino pecar. J. H. Blunt.»

Seis meses más tarde la expulsaron, después de las continuas quejas de las niñas de los cursos superiores. La acusaban (y con razón) de esconderse detrás de las puertas para chocar deliberadamente con sus compañeras mayores. Cuando la directora la sometió a un interrogatorio para averiguar el porqué de su comportamiento (con artimañas, con palmetazos, sin comer ni cenar), acabó confesando haberlo hecho para averiguar si los pechos dolían o no. En aquella cristiana institución los pechos no tenían cabida. Se suponía que no existían y, si no existían, ¿cómo podían doler?

Ésa fue la primera de sus tres expulsiones. La segunda fue por fumar. La tercera, por prenderle fuego al moño postizo de la encargada de la residencia de estudiantes que Rahel confesó, bajo amenaza de castigo corporal, haber robado.

En todos los colegios a los que asistió los profesores observaron que:

a)
Era una niña extremadamente educada.

b)
No tenía amigos.

Parecía una forma de corrupción solitaria y educada. Razón por la cual todos estaban de acuerdo (y saboreaban su magistral desaprobación, paladeándola, chupándola como un caramelo) en que era un caso aún más grave.

Era, murmuraban entre ellos,
como si no supiera comportarse como una chica
.

Y no andaban lejos de la verdad.

Por raro que parezca, era como si el hecho de que no le prestaran atención hubiera tenido como consecuencia una imprevisible liberación de su espíritu.

Rahel creció sin que nadie le fijara directrices. Sin que nadie se ocupara de concertar su matrimonio. Sin que nadie estuviera dispuesto a pagar su dote y, por lo tanto, sin un marido forzado que surgiera amenazador en el horizonte.

Así que, mientras no armara mucho jaleo, era libre de hacer cuantas investigaciones quisiera: sobre los pechos y si dolían o no. Sobre los moños postizos y lo bien que ardían. Sobre la vida y cómo debía vivirse.

Cuando acabó el colegio, consiguió ingresar en una mediocre escuela de arquitectura de Delhi. No porque estuviera seriamente interesada en la arquitectura. De hecho, ni siquiera lo estaba a nivel superficial. Lo que pasó fue que se presentó a los exámenes de ingreso y, por casualidad, los aprobó. Más que por su habilidad, los profesores quedaron impresionados por el tamaño (enorme) de sus bocetos al carboncillo de naturalezas muertas. Interpretaron el descuido y la audacia de los trazos como una señal de atrevimiento artístico aunque, en realidad, su creadora no tenía nada de artista.

Pasó ocho años en la escuela y no llegó a acabar los cinco cursos que le habrían permitido obtener su diploma. La matrícula era barata y no le fue difícil buscarse la vida: vivía en una residencia de estudiantes, comía en un comedor estudiantil subvencionado y se saltaba la mayoría de las clases para ir a trabajar de delineante a lúgubres estudios de arquitectura que explotaban a los estudiantes como mano de obra barata para pasar los proyectos que presentaban a los concursos y les echaban las culpas si las cosas salían mal. Los demás estudiantes, especialmente los chicos, se sentían intimidados por la rebeldía y la casi feroz falta de ambición de Rahel. Así que la dejaban de lado. No la invitaban nunca a sus bonitas casas ni a sus ruidosas fiestas. Hasta sus profesores recelaban de ella: de sus proyectos arquitectónicos extraños y poco prácticos, presentados en papel de estraza barato, y de su indiferencia ante sus críticas furibundas.

De vez en cuando escribía a Chacko y a Mammachi, pero nunca regresó a Ayemenem. Ni cuando murió Mammachi. Ni cuando Chacko emigró al Canadá.

Fue en la escuela de arquitectura donde conoció a Larry McCaslin, que había ido a Delhi a recopilar material para su tesis doctoral sobre
El ahorro de energía en la arquitectura popular
. Vio a Rahel por primera vez en la biblioteca de la escuela, y volvió a verla, pocos días después, en el mercado del kan. Vestía vaqueros y una camiseta blanca. Alrededor del cuello llevaba abotonada una vieja colcha hecha con trozos de telas de varios colores que le colgaba por detrás a modo de capa. Llevaba el rebelde cabello recogido bien tirante para que pareciese liso, aunque no lo era. Un diamante diminuto brillaba en una de las aletas de su nariz. Tenía unas clavículas sorprendentemente bellas y una forma de caminar ágil y bonita.

Ahí va una melodía de jazz
, se dijo Larry McCaslin, y la siguió hasta una librería donde ninguno de los dos miró ningún libro.

Rahel se dirigió hacia el matrimonio como un pasajero se dirige hacia un asiento vacío en la sala de espera de un aeropuerto. Con la sensación de que al fin podría sentarse. Regresaron juntos a Boston.

Cuando Larry abrazaba a su mujer, la mejilla de ésta quedaba a la altura de su corazón. Era lo suficientemente alto para verle la coronilla y contemplar el oscuro revoltijo de su pelo. Cuando le ponía un dedo en la comisura de la boca, sentía un minúsculo latido. Le encantaba su emplazamiento. Y aquella pulsación apenas perceptible, indefinida, justo debajo de la piel. Cuando la tocaba, escuchaba con los ojos, como un futuro padre que siente cómo se mueve su hijo nonato dentro del vientre de la madre.

La acariciaba como si fuese un regalo. Que le fue dado por amor. Algo pequeño y apacible. Insoportablemente valioso.

Pero cuando hacían el amor se sentía ofendido por sus ojos. Se comportaban como si pertenecieran a otra persona. A alguien que estuviera observando. Que estuviera mirando el mar desde una ventana. O a una barca en el río. O a un transeúnte que llevara sombrero en medio de la bruma.

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