Giuseppe se acercó más y en ese momento un rayo iluminó la estancia. El trueno que lo siguió sacudió los cimientos, y los muertos se movieron en sus camas. Las sombras vacilaron en las paredes encaladas.
Allí estaba ocurriendo algo. Tal vez fuera la violencia de la tormenta lo que infundía respeto, o tal vez las circunstancias, la familia noble, todo aquel orden.
—Aquí no yace ningún ratero, ningún embustero ni ningún ladrón de cadáveres; esta familia nunca ha hurgado en la tierra en busca del oro de los muertos. Ésta es gente honrada.
—Al contrario del ladrón.
—Descubro piadosamente la cabeza. Si no hubiera sufrido tanto en la infancia, jamás habría robado ni una manzana. Ya lo sabes, Rinaldo.
—Mientes más que hablas. Naciste bribón, un andrajo, un zángano y un bufón. Mira la bolsa que llevas al cinto. Llena hasta el borde de florines, ganados por la laboriosidad de otros. Pero los dineros del sacristán cantando vienen, cantando se van.
—No hables con tanta dureza a un pobre chalán. ¿No encendí acaso miles de cirios en otros tiempos?
—Por tu desconfianza hacia Dios has adorado a los santos de todo el mundo. Si conocías a un marinero árabe, venerabas a Alá, y si podías vender unos polvos a gente de Oriente, invocabas a los dioses de ocho brazos de la India.
—Mira, Rinaldo, cuando tienes a Dios de tu lado, que les den viento a los santos.
—Contén la lengua, chalán.
—Dios da nueces al desdentado.
Giuseppe agachó la cabeza. Las duras palabras resonaban aún en el aire. Pero aquello no podía afectar a los muertos. Sin embargo, allí sucedía algo. Había llegado el momento de salir de aquella ciudad fantasma.
Se puso la capucha, y estaba a punto de irse cuando reparó en una figura que lo observaba desde el corredor.
Retrocedió un paso. ¿Era tal vez un miembro de la familia que había sobrevivido a la tragedia? Al menos, aquello explicaría que los muertos estuvieran tan pulcros en la cama, lavados y peinados.
Los ojos que lo observaban eran vivos e ingenuos, grandes como los de un animal, pero dulces como los de un niño; los dedos eran largos y cuidados, pero no se distinguía si era un niño o una niña.
—He entrado en busca de cobijo por la lluvia —dijo Giuseppe, empleando el tono engolado que tan bien se le daba—. Estoy de paso y no he cogido nada que no fuera mío. Me llamo Pagamino, soy erudito en medicina y aceites balsámicos. Maese Emanuele Pagamino. He estudiado en la Universidad de Salerno, con el famoso Edward Lacarte.
Entornó los ojos y dio un paso adelante para poder apreciar mejor al desconocido. Un jovencito de unos catorce años con el pelo cortado a la romana, ojos negros y piel blanca. Durante un breve instante creyó que el rapaz le estaba tomando el pelo, pues, aunque tenía las pupilas dilatadas y temerosas, se entreveía una mueca irónica en torno a los labios pálidos. Pero no. Giuseppe respiró, aliviado. Después de todo la suerte no lo había abandonado, porque aquel mozalbete, para empezar, no estaba contagiado: no tenía la piel descolorida, tampoco bubones y, además, resultaba evidente que era idiota.
—¿Sabes hablar? —preguntó, cambiando de tono.
El chico asintió con la cabeza.
—¿Vives aquí?
—Sí,
signore
.
—Entonces, ¿los muertos son familiares tuyos?
—No,
signore
.
Giuseppe suspiró. Ya se las había visto antes con idiotas. Sus dolencias podían variar, naturalmente; algunos podían ser bastante despiertos, mientras que otros deambulaban por su propio mundo sin preocuparse de otra cosa que no fuera el tamaño de su ombligo. En Arabia no los consideraban retrasados, sino clarividentes. Incluso los escuchaban cuando se trataba de adivinar el porvenir. Pero según la experiencia de Giuseppe, lo mejor era hablarles con dureza, para enseñarles quién era el señor y quién el siervo.
—Deja que te vea bien. Vaya, descalzo pero bien vestido. ¿Quién te ha dado esa ropa?
El chico apuntó hacia los muertos.
—O sea, ¿estás empleado en la casa?
—Sí,
signore
, en la huerta. Pero mi patrón, el jardinero mayor, ya no está.
Giuseppe le tomó la mano.
—Nunca había visto un escardador con dedos tan delicados.
—Trabajaba sobre todo en la cocina,
signore.
—¿Eres acaso tú quien ha colocado a la familia en el sepulcro?
—¿En el sepulcro,
signore
?
—¿Tal como están alineados, vestidos con sus mejores galas?
—Sí,
signore
. Yo y el jardinero mayor, pero él no está.
—Sí, ya lo has dicho. —Levantó la túnica del muchacho y le inspeccionó las piernas—. Qué extraordinario, es blanco como la leche, no tiene ni una mancha. ¿Habrá protegido Dios a los idiotas de esta ciudad? ¿Es así como quiere que sea el mundo? Mírame, chico. ¿Cómo es que toda la familia está amortajada mientras que tú te has librado?
—¿Librado,
signore
?
—De la peste bubónica, cretino.
—Ah, sí, la peste bubónica. —Calló mientras se mordisqueaba el pulgar—. A lo mejor es porque… yo y el jardinero mayor… comimos
Antioraria rusticana.
—¿Rábano picante? —dijo, entornando los ojos.
El chaval asintió con la cabeza, vehemente.
Giuseppe se acercó a la ventana y se quedó mirando la neblina. Por el este asomaban ya los primeros rayos de sol, se oía un gallo solitario. Conocía aquella raíz de sabor fuerte de su época en Lombardía; los pelirrojos del norte la llamaban raíz de brujas. Buena contra la tos crónica. Efectiva contra los bubones.
—Contra los bubones —susurró, volviéndose hacia el joven—. De modo que comisteis rábano picante. ¿Cuánto tiempo llevas de aprendiz con ese jardinero?
El muchacho contó con los dedos.
—Seis años,
signore.
—O sea que casi has terminado el aprendizaje.
—Sí,
signore.
—Artemisa dracunculus
. ¡Dime lo que sepas!
El chico adoptó una expresión apurada. La pregunta exigía su total concentración.
—Tallos superficiales con raíces fibrosas; bueno contra el dolor de muelas. En Oriente, donde lo emplean contra las picaduras de serpiente, lo llaman
tarhun
. Nosotros lo llamamos estragón, pero no tenemos en el huerto.
Giuseppe asintió en silencio con aire aprobatorio.
—Para ser un idiota eres bastante espabilado. ¿Piensas quedarte en la ciudad?
—No sé si el jardinero mayor va a volver.
—No creo. Cuando alguien escapa a la muerte negra, no vuelve. Piénsalo bien, porque podrías hacer compañía a un auténtico maestro en cuestiones de farmacia. Mi carro está fuera. Es humilde, pero menos es nada.
Guió al muchacho hasta
Bonifacio
, que pateaba la tierra. El asno nunca había olido bien, pero tras las horas de chaparrón olía peor aún, que ya es decir.
Giuseppe dio unas palmadas en la tabla que servía de pescante.
—Hay sitio para dos, y maese Pagamino no es ningún pelagatos, sino un hombre acomodado que conduce su propio carro con todo tipo de elixires, aunque nunca he sido esclavo del dinero y mis propiedades son lo que ves.
—Pero ¿adónde viajaremos,
signore
?
—Por el ancho mundo. Viajo en misión secreta, no puedo decir más.
—¿Una misión,
signore
?
—Efectivamente, una misión, y no me llames
signore
, no es lo propio. Llámame maese, como la gente que me conoce.
—Pero,
signore
, tengo que esperar.
—¿A qué?
—Al que ha de venir a buscarme.
—¿Va a venir a buscarte alguien?
—Sí,
signore
, el jardinero mayor me lo profetizó antes de irse.
Giuseppe puso los ojos en blanco.
—Ay, Señor, y dulce Virgen Santísima —murmuró—, lo que hay que oír.
—Tal vez sea usted la persona que mencionó el jardinero mayor antes de partir. Yo estaba triste porque iba a quedarme solo, pero él me dijo que tendría otro jardinero mayor. ¿Tal vez sea usted?
Giuseppe miró de reojo a uno y otro lado, y respondió en voz baja con aire cómplice:
—Por supuesto que soy yo. ¿Quién iba a ser si no?
El chico lo agarró del brazo.
—Pero,
signore
—susurró—, ¿es usted el que habrá de salvar el pellejo tres veces, rescatar a un bebé de morir ahogado, conocer a una chica tanto entre los vivos como en el reino de los muertos, encontrarse con la peste en Londres y Marsella, y finalmente atravesar el océano sin más posesiones que una cadena de plata hecha para un rey, regalada a un emir y robada a una prostituta?
Giuseppe se enderezó mientras se rascaba las costillas.
—Muchas cosas de una vez, ¿no? —masculló.
—Pero ¿es usted?
Giuseppe entrecerró los ojos.
—La profecía es completamente cierta, he conocido a muchos adivinos, varios de ellos hasta sobrios, y puedo confiarte que ya he escapado a la muerte, la enfermedad, la peste y la lepra tantas veces que los números no bastan. Y en cuanto a los viajes al extranjero, tienes ante ti a un hombre que ha huido de los mongoles en Bagdad; y en cuanto a putas y rameras, he conocido a más de una. ¿Quieres saber algo más antes de que empiece la aventura?
El chico miró a la casa de la que había salido.
—No pienses más en ellos —dijo Giuseppe—. Están con Dios, si es que crees en esas cosas.
Pero de pronto el muchacho volvió corriendo al interior.
—Momento, signore
—gritó—.
Momento
!
Giuseppe sacudió la cabeza y elevó la mirada hacia el sol blanquecino. Hacía una mañana magnífica, absolutamente maravillosa para salir de Florencia, que por una parte había sido un espectáculo sombrío y por otra había ayudado a llenar su carro hasta reventar. «La gente —pensó— no está nunca satisfecha sólo con el dinero. Si das tu cama a un mendigo, querrá pagarte con un piojo. No, una mano vacía nunca es lamida; y ahora, encima, cargo con un idiota. Claro que ya he llegado a esa edad en que no es apropiado que un hombre erudito haga su propia sopa.»
El joven salió corriendo de la casa. Tras él, lenguas de fuego asomaban por puertas y ventanas.
—Pero ¿qué diablos has hecho, mozo?
—¡Vamos,
signore
! —gritó—. Vamos, que sólo estoy siguiendo las instrucciones que me dieron.
Giuseppe vaciló un breve instante, pero después hizo restallar el látigo sobre la cabeza del borrico.
Salieron de la ciudad zumbando, tan rápido como podía un asno recién lavado. Subieron y bajaron por estrechos callejones, torcieron por esquinas, llegaron a la plaza y atravesaron el mercado, donde los pordioseros y las gallinas se apretujaron contra las paredes de las casas.
—¡No mires atrás! —gritó Giuseppe cuando atravesaron traqueteando la puerta norte de la ciudad—. Yo jamás lo he hecho.
El muchacho se aferró al pescante.
—¿Es de verdad el principio de una aventura? —preguntó.
—Si Satanás logra lo que quiere.
—Pero ¿adónde nos lleva el viaje, maese?
—Hasta la catedral de Lucca, donde el cielo y el infierno han encontrado el mismo señor. ¿Cómo dices que te llamas, chico?
—Arturo. Me llamo Arturo.
Acerca de la calleja de Damasco y la receta apócrifa.
Al final, se habla del médico de la corte de París
y del entierro de un perro
Giuseppe y Arturo llegaron al anochecer a un prado rodeado de melocotoneros. Durante el viaje el maestro entretuvo a su alumno habiéndole de su vida, pero se le desató la lengua y se dejó llevar por la elocuencia. Resultaba que había nacido en Túnez, donde su padre servía en la corte del sultán, pero cuando la mente de Giuseppe sintió la llamada del mar, se alejó de la costa natal y desembarcó en Trípoli, donde encontró una caravana con la que atravesó el desierto interminable.
Mas el relato se detuvo allí.
Giuseppe mira fijamente ante sí. La expresión satisfecha es sustituida por una mirada introvertida. De pronto, el tono audaz y la escasa relación con la verdad son vencidos por el silencio.
—¿Ya ha acabado la aventura, maese? —pregunta Arturo.
—¿Acabar? No; está lejos de acabar, pues en el desierto oí hablar por primera vez de una fórmula singular. Y por eso nos dirigimos a Lucca.
Arturo se le acerca.
—¿Qué vamos a hacer allí, maese?
—Lucca es el final de todos los arcos iris —susurra Giuseppe—, porque en Lucca voy a cumplir un sueño que nació entre la arena del desierto. Tienes ante ti a un hombre que ha estudiado plantas, recetas, farmacia y medicina, aunque lo que lo ataba al pupitre en Salerno era el sueño de una fórmula concreta. La fórmula de todas las fórmulas. Los beduinos me hablaron de ella en las ilimitadas arenas heladas, en una carpa tan negra que ni siquiera el sol del desierto llegaba a su interior. Aquellas empobrecidas personas, que no tienen tierras, alimentan su mente estudiando las estrellas, pues sólo viajan de noche, dan a luz en la arena y entierran a sus muertos allí mismo, no saben leer ni escribir; pero lo que no poseen en tierras y riquezas se lo ha otorgado su dios en sabiduría.
Quinta essentia.
—¿
Quinta essentia
, maese?
—Exactamente —dijo Giuseppe, echando la cabeza atrás para observar el cielo nocturno—. Y tú, cretino, eres la única persona a quien he iniciado en esto porque sé que no entiendes de esas cosas. —Suspiró y encontró una ramita que masticar—. Llegué hasta Siria porque los beduinos me habían susurrado al oído que en Damasco, en el barrio de Salihiye, entre sus cúpulas amelonadas, en el zoco más recóndito, donde los tenderetes están cubiertos de toldos y todo reluce en tonos amarillo mostaza, naranja, rojo oscuro, añil y verde, puede comprarse de todo, desde esclavos hasta marfil; allí encontré la calleja y sus tiras de color herrumbre, y oí hablar por primera vez de la
lacrima del diavolo
, la lágrima del diablo. —Miró a Arturo, cuyos ojos se habían vuelto negros como el carbón—. El elixir que te brinda la vida eterna —explicó—. Los árabes lo han conocido durante milenios, y había llegado hasta el bazar de las telas deshilachadas. El anciano y yo estamos bajo el toldo. El boticario tiene la boca roja por las hojas que está masticando. Me arrastra al patio trasero, donde huele a orines de mono y mango podrido. «
Lacrima del diavolo
», susurra el anciano, y me entrega una cinta de tela. Me aprendí de memoria el texto. La fórmula no era complicada, puesto que los ingredientes, helenio, ruda y angélica, resultaban fáciles de conseguir para un principiante. Pero el texto decía que había que añadir una pizca de uña del Príncipe de las Tinieblas, y era precisamente ese suplemento el que había convertido la fórmula en legendaria, por ser necesario para que surtiese efecto. En Damasco dejé mi fortuna, todo cuanto poseía y algo más. En aquel zoco estrecho, mi vida cambió de destino. «
Mabruuk
», dijo el anciano cuando lo abandoné con una tira de tela en la mano y una expresión demente en la mirada.
Mabruuk
significa «felicidades» en árabe. Pero nunca se sabe qué podrá significar en Damasco. —Suspiró y cerró los ojos—. Por eso, y sólo por eso, ha de ir tu maese a Lucca, pues bajo su catedral espera la última pizca, el último ingrediente inalcanzable. —Miró de reojo a su alumno, que observaba fijamente la noche—. Entiendo tu reacción, cretino, pero no pongas esa cara tan triste.