—¿Tenía estudios?
—No lo creo.
—¿Tenía libros?
—No, no tenía libros.
Giuseppe sacudió la cabeza.
—Ningún estudio y ningún libro. ¿Qué sabía hacer, aparte de escardar?
—Tenía todo un laboratorio donde cultivaba setas y plantas exóticas, algunas de ellas para alegrar la vista, otras para deleite del paladar, aunque también había algunas a las que nadie debía acercarse porque eran mortales. Unas se utilizaban para provocar vómitos; otras, en forma de polvos contra el estreñimiento.
—Dime sus nombres, novicio aplicado.
—La que más recuerdo es la
Cicuta virosa.
—La cicuta de agua, sí, que produce la muerte instantánea. ¿Qué más?
—La amaradulce y un frasco con raíces de brionia. En el jardín trasero teníamos una cicuta de la que había que mantenerse alejado.
—Cuyo jugo produjo la muerte de Sócrates. Pero tu antiguo maestro ¿cómo sabía que esas plantas eran mortales, si no tenía ni estudios ni libros?
Arturo desvió la mirada.
—Las experimentaba él mismo —dijo con un suspiro.
Giuseppe entornó los ojos y restregó con la lengua sus encías doloridas.
—Entonces las habrá probado también en su alumno, ¿verdad?
—Sólo una vez, maese.
—Ya me parecía a mí. Háblame de ello, pequeño inocente. Deleita mis oídos con vuestras despreocupadas relaciones con las asesinas de la naturaleza.
—Apenas lo recuerdo, maese; yo era muy pequeño.
Giuseppe agarró a su alumno por el cuello y lo zarandeó.
—No te vayas por las ramas cuando tu señor te hace una pregunta. Vamos, habla, al fin y al cabo me debes la vida.
—No se enfade, maese —susurró Arturo.
—Pero si no estoy enfadado. Si lo estuviera, el monte se desmoronaría y convertiría tus huesecillos de mujer en harina de pescado. Vamos, levanta ese hilo de voz y háblame de los experimentos de tu señor con la vida y la salud de otros.
—Yo tendría unos cinco o seis años, maese, y no sabía qué eran las hojas que debía masticar, ni qué bebida contenían las botellas. Confiaba totalmente en mi maestro.
—Ya me lo imagino, sardina lisiada. O sea que pudo experimentar libremente con todo, desde el beleño hasta el estramonio, en tu cuerpo pálido, porque, aunque te costara la vida, ya tenía una nueva planta a mano. Pero cuéntame más, esta noche invernal empieza a cosquillear mi corazón, ávido de placeres. ¿Qué ocurrió? ¿Te dio dolor de tripas?
—No, maese, pero tuve el sueño inquieto.
Giuseppe dio un resoplido para mostrar su repugnancia.
Arturo se quedó mirando el vacío con la mirada ardiente.
—Estuve tres días y tres noches en el mismo sueño. Desaparecí.
Giuseppe puso los ojos en blanco.
—Como si no conociera las hojas que masticaste —gruñó—. Todos los chiflados, desde Túnez hasta Argel, mastican esa misma planta, y se les pone el morro colorado; pero es una embriaguez peligrosa, pequeño cretino, una embriaguez muy peligrosa que te come el seso. Claro que a lo mejor eso explicaría tu falta de inteligencia.
—A mí no se me puso la boca roja, maese.
—¿Qué sabrás tú? Pero bueno, al fin y al cabo ¿qué sabes tú?
Arturo levantó la mirada hacia el cielo nocturno, negro como la pez, con una expresión entusiasmada pero temerosa.
—Volé bajo las nubes —susurró—, por encima de los tejados de la ciudad, aterricé en lo alto de un plátano y volví a desaparecer con el viento.
—Embriagado y exaltado. Menuda idea, experimentar con un niño. ¿Sabía hacer algo más tu antipático maestro, el del tinte para las verrugas? ¿Podía tal vez curar, como tu actual señor?
—Una vez lo vi tratar a la señora de la casa.
—Supongo que no podré librarme de oírlo.
—Tenía un bulto interno, una especie de nudo en la garganta. Terriblemente doloroso.
—Y ¿qué ocurrió?
—Pues que el jardinero mayor le hizo un corte en el cuello y sacó el bulto.
Giuseppe se inclinó hacia delante, con disimulado entusiasmo.
—¿Le hizo un corte en el cuello? Debió de ser muy doloroso. Casi estoy oyendo los berridos de la señora y los gemidos de los sirvientes.
—Ah, no, maese: la señora estaba dormida. El jardinero le había dado beleño y mandrágora.
—Ya veo. O sea, que entendía de anestésicos. ¿De qué parte de Italia era tu maestro de pacotilla?
—Me parece que no era italiano, maese, porque había viajado mucho, había vivido en el desierto de los árabes y hablaba varios idiomas.
—No me digas, cretino, no me digas. Pero eso también lo hace el imbécil de la plaza del pueblo, porque en lo más íntimo de todos los idiomas se encuentra una lengua reservada al alma inmortal; claro que eso no lo sabía el plantacebollas, y tampoco su insustancial y obediente aprendiz.
—Yo sólo sé un idioma, maese.
—Y tu vocabulario es increíblemente reducido, ya que tu educación con aquel curandero se reducía a repetir los nombres de las plantas. Pero la educación, lo que se dice educación, no se logra citando nombres. Se requiere algo más. Bien lo sabía el viejo Hipócrates, también Dioscórides. Claro que esos nombres no los oirías escardando entre los tomates, ¿verdad?
—¿Se refiere maese al
Codex Vindobonensis II
?
Giuseppe sintió una punzada en la boca y dio la espalda a su alumno.
—Como siga escuchando, se me van a caer los dientes —murmuró—, y sólo me queda uno sano.
—El jardinero mayor —continuó Arturo— me examinó de los cuarenta y cuatro tipos de remedios que hay en ese manual griego de medicina.
—¿De verdad? Vaya, es una vivencia ciertamente edificante, cretino empollón —dijo Giuseppe, encogiéndose—. Y de amores, ¿qué? ¿El hombrecillo no estaba casado?
Arturo sonrió con picardía.
—No estaba casado, maese, pero tenía muchas amigas.
Giuseppe se sobresaltó.
—¿Estás fanfarroneando de los adulterios de tu señor?
—No, maese, no.
—Claro, eso es lo que ocurre. Has aprendido tu comportamiento conejil del sucio jardinero, ¿verdad?
—Maese, no diga que…
—¿Es acaso tema para entretener a tu maestro? Estoy hambriento, quebrantado y helado hasta el tuétano, y ¿he de oírte hablar del mahometano infiel?
—Pero, maese, si no era mahometano.
Giuseppe agarró a su alumno de la oreja.
—Yo voy a decirte lo que era, especie de eco ignorante de un obsceno curandero: era un hombre soltero, sin estudios ni educación. También se refocilaba con mujeres fuera del matrimonio, y hacía cortes en el cuello a sus señores para curarlos empleando las glándulas mucosas de un sapo. Era arrogante y farisaico, fanfarrón y jactancioso; a pesar de ello, murió toda la familia, desde los niños hasta los ancianos, doce personas alineadas, de peste bubónica galopante, por lo que me permito concluir que el jardinero mayor podría haber sacado más provecho limitándose a regar sus tomates. Escucha bien, cretino, porque es un auténtico epitafio del estafador. A propósito, ¿dónde está ahora?
—No lo sé, maese —gimoteó Arturo—. Puede que muy lejos.
—Desde luego, así lo espero, porque el mundo es un lugar más agradable en que vivir cuando esa gentuza está a tres pies bajo tierra, con gusanos en la mollera. No creas que no he encontrado a canallas como él en el camino, están por todas partes. Y yo digo: ojalá se les acorten los brazos y empiece a picarles el culo. —Levantó el dedo índice—. Ahora estás oyendo la voz de la sabiduría, y espero que mi discípulo absorba los conocimientos, pues, como se sabe, el hambre de sabiduría es insaciable.
—Escucho, maese; escucho y aprendo.
—Y ¿qué es lo que has aprendido de esta lección, álamo temblón ávido de saber?
—A desear que mi anterior maestro esté tres pies bajo tierra, donde se le acortarán los brazos mientras le pica…
—¿Te estás haciendo el gracioso a costa de tu preceptor?
—Nada más lejos de mi intención, maese —dijo Arturo, sacudiendo la cabeza.
Giuseppe retorció la oreja de su alumno.
—Me ha parecido ver una sonrisa pícara…
—Debe de haber sido el frío, maese; el frío me ha provocado la mueca.
—Incluso en este momento, en que empiezo a pensar en sacar la correa, en el rabillo de tu ojo brilla un depravado regocijo. Y no es la primera vez que veo esa sonrisa inoportuna en tu morro. Incluso cuando tu maestro te instruye y te hace partícipe de la universidad de su sabiduría, incluso entonces aflora la sonrisa, como el gusano de la manzana.
—Pero, maese…
—Calla, cretino —cortó Giuseppe, mientras aspiraba profundamente y levantaba sus pobladas cejas—. Y vas a deshacerte de la salamandra inmunda que tienes en esa caja, ¿entiendes lo que te digo? Porque puede interpretarse mal. En el monte quizá estemos a salvo del obispo de Lucca, pero no de la gente; y algunas personas son tan simples que sólo la ropa las diferencia de los animales del campo, y debemos procurar no llamar la atención. De hecho, me he tomado el trabajo de pensar bien las cosas: hemos de aprovechar su ignorancia, así que cuando lleguemos a la primera casa, nos presentaremos como el Gran Gipetto y su alumno Otto, que resulta que es sordomudo. No quiero oír una palabra de ti, ni una sílaba. Claro que a lo mejor es más creíble que te presente como retrasado: para eso bastará con que seas tú mismo. Pero el Gran Gipetto —continuó, bajando el tono de voz— posee una facultad poco habitual, pues puede ver el futuro. Los campesinos se creen las supercherías cabalísticas, y si sabes hipnotizar moscas, también puedes ganarte la vida contando a un montañés que en breve va a conocer una edad de oro y que sus hijos lo convertirán en el pastor de cabras más rico al norte de Bérgamo. Eso hará que aparezca comida en la mesa y suene el tintineo de las monedas; y de pronto es nuevamente primavera, la vida vuelve al cuerpo. Ah, sí, Giuseppe de Umbría es un maestro de la supervivencia. Debería saberlo el obispo de Lucca, y tal vez sea justo eso lo que inquieta a nuestro distinguido señor. Tres veces he engañado a la dama de la guadaña. Es algo que sabe su excelencia, y también tú, Arturo.
—Sí, ya lo sé, maese. Mi señor no tiene par en el arte de sobrevivir —dijo con una sonrisa pícara.
Giuseppe escupió a la hoguera.
—Y cuando sobrevivamos al invierno de Lombardía, regresaremos a Toscana, y desde Toscana continuaremos el viaje a Apulia. Lejos del frío. Lejos de Lucca. Pero mantén vivo el fuego, para que tu señor no muera congelado. —Se tumbó de costado—. Intentaré volver a soñar con Rafael, y, aunque no llegue más que hasta la mitad, estaré más cerca del Paraíso de lo que va a estar jamás el obispo.
Giuseppe cae enfermo,
pero se cura con una sopa reconstituyente
Tras otro mes en lo alto de las montañas, Giuseppe enfermó. Empezó a sentirse vencido por el cansancio y tenía que reposar o sencillamente tumbarse. No sabía en qué parte exacta del monótono macizo montañoso se hallaban; en una única ocasión encontraron gente: cinco dominicos que hablaban francés y se dirigían desde Besançon hasta Roma. Según sus apuntes, estaban a pocos días de viaje de Orta, un gran lago del noroeste de Italia, del que Giuseppe no había oído hablar nunca. Lo que más lo sorprendía era haber viajado tanto hacia el oeste. De joven conoció la comarca al norte de Bérgamo, y estaba seguro de encontrarse en aquellos montes, aunque el mapa de los frailes decía otra cosa. Debido a las dificultades lingüísticas, la conversación no fluía como debería, y como ninguno de los monjes había oído hablar de la Universidad de Salerno, decidieron separarse. No obstante, los dominicos compartieron su pan con Giuseppe y Arturo antes de continuar su peregrinaje hacia el sur.
La fiebre le subió aquella misma noche.
Giuseppe estuvo acostado bajo las pieles, rígidas por el frío, hablando del bálsamo de La Meca, porque veía los jardines del firmamento, radiantes de retama, ligustro y lirios. Pero en su rostro el color había desaparecido, sólo tenía enrojecidos el contorno de los ojos. Temblaba de frío y fiebre, pero tras la visión de las flores lo acosó el hambre, lo que hizo que se pusiera a desvariar acerca de Mirandola, hasta que cayó en un sueño inquieto para, una hora más tarde, continuar donde lo había dejado, es decir, en el gran banquete del príncipe, donde la carne fue abundante y nada faltó, aparte de los modales de la mesa. Su hablar se tornó más incomprensible, los brazos se le movían como los de un espástico, no había lógica en su letanía, el cuerpo se le puso tenso, y sólo después de arduos esfuerzos logró Arturo tranquilizarlo; pero quedó claro que así no podían seguir.
Al tercer día de la enfermedad, Arturo encontró una grieta en la pared de la montaña, que les proporcionó abrigo del viento. Fue al carro en busca de la olla, formó una hoguera con ramas, la encendió, fundió un puñado de nieve y echó las últimas hierbas aromáticas al agua, que empezó a hervir enseguida.
Aquella noche Giuseppe despertó al olor de la sopa. Tenía un aroma fuerte y reconstituyente, pues estaba hecha a base de huesos y carne abundante, y olía a verdura y tuétano. Ayudado de un cucharón, Arturo iba depositando pequeños bocados en el buche de su señor. La cena duró mucho, porque el paciente temblaba y lo reñía, perdía la conciencia, despertaba con un sobresalto y enseguida pedía más. Aquello continuó así hasta que llegó la oscuridad. Entonces el humor de Giuseppe se volvió más sombrío aún. Los juramentos salían volando de su boca, sus ojos despedían centellas. Un líquido negro brotaba de las comisuras de sus labios.
—¡Malditos diablos! ¿Habéis venido a buscarme o a burlaros de mí? Os estoy viendo, demonios, veo vuestras largas colas, vuestros ojos rojos y el agujero de vuestros culos de color azufre. Voy a meteros un palo dentro, para que probéis vuestro propio jarabe. Voy a abriros la barriga con un cuchillo, para que puedan entrar los gusanos. ¿Me oyes, Rinaldo, príncipe de toda maldad? Voy a hundir mi tridente en tu ano humeante y atravesarte hasta esa boca de embustero que tienes. Voy a desollaros, os desollaré a todos, afilaré mis uñas en vuestro lomo, los regueros de sangre se iluminarán como el fósforo. Restregaré sal en vuestras heridas. Cuernos, qué caliente está esta sopa. Desapareced, demonios; desaparece, cretino; desaparece, mundo.
Pero Arturo era un enfermero paciente y prosiguió dándole sopa, de modo que cuando Giuseppe despertó en medio de la noche, se encontraba mejor y podía hablar de manera comprensible, aunque seguía pidiendo lo mismo, es decir, más comida. Y a pesar de que no estaban en Mirandola y de que Arturo nunca había tenido nada de principesco, la carne continuaba apareciendo incesante en la mesa: enormes trozos sabrosos que Giuseppe devoraba con el apetito de un león. Apenas alcanzaba el alumno a echarle sal a la carne antes de que su amo diera cuenta de ella. El color volvió a las mejillas del maestro, y el dolor de estómago que inevitablemente siguió fue aliviado con más sopa y agua abundante. También había una camisa limpia, porque Arturo había conseguido lavar la vieja y sudada con un pedazo de jabón perfumado que encontró, cuya fragancia despertaba tal entusiasmo en el enfermo que antes de amanecer ya había desaparecido la última fiebre.