Había estado observando a distancia cómo su alumno desplumaba y cocía el ave, para después esparcir las brasas del hueco que había abierto en la tierra. Arturo sacó una parrilla de su alforja y asó en ella las piezas de carne untadas de aceite y sazonadas con romero. El olor a cocina de ricos empezó poco a poco a expandirse por el talud donde los pobres mordisqueaban el mismo hueso.
Giuseppe se dijo que el rapaz tenía buena mano para guisar, pues a un buen cocinero no se lo reconoce sólo por sus resultados, sino por la rapidez con que los presenta en la mesa. Arturo no iba a probar nada de aquello, aparte de la sopa que había sobrado, porque, con una actitud ingenua que clamaba al cielo, distribuyó los mejores trozos de carne a los mendigos que, al olor de la vianda asada, se habían presentado como buitres interesados en la olla de otro. Era demasiado tarde para cuando Giuseppe vio cómo su dadivoso protegido repartía los pedazos de ave, y al final quedaron solamente la pechuga y las alas.
Giuseppe se quitó el cinto de un tirón.
—Para un hombre entrado en años no es motivo de alegría ver cómo deambulan los desdentados con una sonrisa pícara en los labios. En un momento libre he tenido la suerte de cambiar una crema de belleza por una gallina que, aunque vieja y arrugada, conservaba aún algo de carne en los muslos, pero gracias a tu generosidad he de andar royendo las patas del ave. —Dio un pisotón en el suelo—. Tú come sopa y da las gracias porque no saco el garrote; está claro que hay cabezas que aprenden mejor cuando se les da un coscorrón.
Como siempre, Arturo recibió la amonestación con la cabeza gacha. Pero la comida resultante de sus esfuerzos no sólo gustó a Giuseppe, sino que era posiblemente lo mejor que había comido al aire libre. Por supuesto, el rapaz había servido en una cocina decente y, aunque imbécil, había absorbido tanto conocimiento que a Giuseppe se le hacía la boca agua al pensar en lo que lo aguardaba cuando hubiera mayor abundancia de materias primas.
Giuseppe se acarició la tripa y se tumbó.
En la plaza, a su alrededor, ardían pequeñas fogatas. La gente se había hecho a la idea de que aquel día no iba a ocurrir nada, pero corría el rumor de que al amanecer exhibirían a la malvada y después la quemarían.
Arturo fue al pozo a buscar agua para que Giuseppe pudiera lavarse. Después de asearse, acostumbraba rociarse con un líquido fragante que resultaba agradable a la mayoría, aunque naturalmente se podía exagerar.
—Las dosis —murmuró mientras dejaba que su alumno le limpiara las uñas—, lo más importante son las dosis. El sol pronto abandonará la tierra verde, y todo adquirirá otro tono. Cuando más me gusta el día es cuando se desvanece. ¿Comprendes algo de lo que dice tu maese, Arturo?
—Lo intento, maese, pero nunca se me ha dado bien la poesía.
Giuseppe entrecerró los ojos. El mozo, que le limpiaba con sumo cuidado las uñas, había mostrado una sonrisa en los labios que bien podía tomarse por irónica, aunque la ironía requería bastante más inteligencia de la que tenía aquel chico con un cerebro de animal doméstico. De todos modos, había en su mirada algo que sumía a Giuseppe en la inseguridad. A Arturo no le faltaba talento, y sabía diversos nombres de plantas que eran difíciles de recordar porque la mayoría estaban en latín, y los más importantes en griego. Ahora se añadía a eso un manejo vivo y hábil del ave sobre las brasas, y un gusto apreciable a la hora de preparar una gallina que, a decir verdad, había conocido tiempos mejores. Era algo que supieron tanto el maestro como el alumno cuando le cortaron la cabeza.
—Pero bueno, puede comerse —dijo entonces Giuseppe.
—Así es, maese, bastará con ser más generosos con la pimienta —añadió el cocinero.
Ya se habían comido el animal, y las sombras se alargaban. Hacía tiempo que había terminado el entretenido número de la mosca, pero los niños que habían presenciado el milagro se apiñaban todavía en torno al carro, con la esperanza de que hubiera algún extra.
—No se ve todos los días que una persona domine a un insecto, o sea que ¡mantened los ojos abiertos!
Giuseppe sopla al insecto, que detiene su aseo.
—Obedece a tu amo —sisea el domador de moscas—; obedécelo y ponte patas arriba.
La mosca vacila, pero después se tumba de espaldas.
En el silencio que sigue, Giuseppe levanta al insecto por las alas y recibe los aplausos del público.
—¡Sí! —grita—. No hay público más agradecido que el que se divierte con pasatiempos gratuitos. Mañana domaré elefantes y cabalgaré a lomos de un tigre indio, y los críos van a pasarlo en grande, van a aplaudir, y contarán la historia a sus nietos. Pero habéis de saber que no hay cosa más fácil que domesticar un elefante y hacer que un tigre se tumbe de espaldas, porque sólo se precisa heno, paja y carne fresca. Pero dominar al insecto más pequeño del mundo es otro cantar; ahí es donde se revela el auténtico maestro, y sólo lo saben el niño, el cretino y la mente cándida: mi público.
Giuseppe llamó a su alumno.
—Arturo —dijo—, siéntate un rato junto a tu maese; luego te dejaré en paz. Tengo un trato con un hombre en la fortaleza. No es nada de lo que debas preocuparte, sólo he de estar con el verdugo. El del ojo lechoso y el lobo enorme. Tú no lo conoces, claro, pero es un personaje propio de la peor pesadilla. Carga con más vidas sobre su conciencia que el Papa de Roma, y cinco monjes prueban su comida antes de que él la devore. No es de extrañar que estén tan gordos.
Arturo se encogió de miedo.
—¿El verdugo, maese?
—Sí, el verdugo, Arturo, pero lo que ignoras no puede hacerte daño. Aun así, te diré algo: en caso de que no volviera, y por muy inmerecido que te parezca, heredarás cuanto poseo, porque no tengo familia ni amigos en este mundo. —Notó que los sentimientos daban a su voz un tono sensiblero—. Mi carro no parece gran cosa, y en cuanto a
Bonifacio
, sus patas ya no son lo que fueron, pero da poco trabajo y es resistente. Por lo que respecta a la farmacia, también será para ti. Procura cuidarla con respeto. Es una universidad sobre dos ruedas, y si sabes comportarte, te espera una larga vida basada en la perspicacia y la frugalidad. ¿Qué tal huelo?
—Como una mujer, maese.
—¡Qué sabrá un idiota de perfumes!
Giuseppe miró fijamente a la fortaleza dorada, donde colgaba el estandarte triangular con una cruz verde del padre Agostino. Los colores de la Inquisición. Después posó la vista en la cantimplora marrón de sabor rancio cuyo contenido era bueno contra la melancolía y la agitación nerviosa, pero se dijo que sería mejor abstenerse de aquellas gotas.
—Arturo —dijo—, ¿recuerdas el bosquecillo donde dormimos en el camino? ¿Recuerdas la historia que te conté acerca de la
lacrima del diavolo
?
—Sí, maese. Me dio miedo.
Giuseppe alzó la vista al cielo azul marino.
—Desde los pórticos de Damasco —susurró— hasta las bibliotecas secretas de los nevados monasterios del norte, todos han buscado, rastreado y estudiado con la esperanza de encontrar la última pizca. —Bajó el tono de voz—. El destino ha querido que quizá pueda lograr lo inalcanzable. El resto de los ingredientes están en el carro, los he pesado mil veces, una y otra vez, se trata de medicina para principiantes; pero falta el último componente. Conseguirlo hará que sea inmortal no sólo mi cuerpo, sino también mi nombre. El mundo hablará de Giuseppe Emanuele Pagamino. No quiero pensar en el valor que puede alcanzar el elixir, pues ¿qué es el dinero comparado con la inmortalidad? ¿Entiendes algo de lo que te estoy diciendo, pequeño cretino?
—No mucho, maese; pero mi señor anterior, el jardinero mayor, tenía un juego de bolitas maravilloso: una tabla con agujeros y doce bolas de cristal de colores vivos. Yo no había visto nunca canicas tan bonitas. Pero pocas veces me dejaba jugar con ellas. Las sacaba sólo dos veces al año, cuando celebrábamos un cumpleaños. La alegría solía durarme meses, porque no había nada mejor que aquel juego de canicas. Pero cuando la epidemia se abatió sobre mis señores y el jardinero mayor desapareció, de pronto me hallé solo, con toda la casa para mí. Encontré el juego en un cofre. Así podría entretenerme con él cuando quisiera. Durante tres días no hice otra cosa, pero de pronto se convirtió en algo trivial. Nada me aburría tanto como aquellas canicas.
Giuseppe puso los ojos en blanco.
—No sé adónde quieres llegar con esas chiquilladas —murmuró—. Tampoco sé por qué te escucho ahora, que estoy con un pie en el Paraíso. ¿Tengo que oír a un idiota hablar de su juego de canicas?
—Pero con las canicas ocurre como con los días en la vida de una persona, maese.
—No me digas…
—El día que desaparece, ése no vuelve nunca más; por eso es tan valioso, maese.
Giuseppe apretó el índice contra el pecho del chico.
—Yo hablo de una cantidad infinita de días —lo regañó—. Hablo de conseguir una eternidad de ellos, ¿es que no lo comprendes?
Arturo tomó la mano de su maestro.
—Pero ¿a usted con sus días no le pasa como a mí con las canicas, maese? Es lo que me temo. La muerte existe en la tierra para recordarnos lo hermoso de la vida. Es lo que decía siempre el jardinero mayor.
Giuseppe retiró la mano.
—Una vez traté de meter un tonel de vino en mi carro, pero una de dos, o el carro era demasiado pequeño o el tonel era demasiado grande; pues bien, algunas de tus ideas no casan con tu cabeza, de manera que haz lo que hice yo con el tonel: déjalas estar. —Después se enderezó y se cepilló la ropa—. Si no he vuelto para la salida del sol, todo será para ti. La cena estaba buena, lástima que fuera tan escasa. Que el diablo se lleve a los mendigos y pedigüeños. Anda, alcánzame la cantimplora marrón, que mis nervios necesitan un tonificante. Me parece que toda mi vida está concentrada en este momento, lo que es una carga pesada, sin duda. Siento un desasosiego singular en todo el cuerpo, como si quisiera decirme algo. ¿Qué ha sido de las estrellas? Si al menos pudiera leer en el firmamento para saber si es prudente ponerse en camino… Pero es típico: cuando más necesidad tienes de una señal, las estrellas brillan, sí, pero en Túnez. Bueno, deséame suerte, Arturo, porque pronto será demasiado tarde, y no quiero quedarme a mitad de trayecto, porque siempre me he quedado a mitad y por eso nunca he llegado a mi destino, y a casa no digamos. Soy un nómada, pero la vida vagabunda se me ha vuelto demasiado fatigosa, porque he alcanzado una edad en que uno debe buscarse un alcornoque y un banco y alegrarse por los pocos dientes que conserva. Aunque al hombre que tienes delante no le hace falta temer a la muerte, a la oscuridad ni a la tumba, porque a sus piernas no les faltan muchos pasos para llegar al final del camino.
Arturo asió a Giuseppe de la manga.
—Tal vez sea mejor que se quede aquí, maese.
—¿Qué te pasa? ¿Piensas empujar una carga que va ya ladeada? Contemplas a un hombre que jamás ha poseído más que las piedras que encontraba en el camino. Pues eso, deséame suerte, que falta ha de hacerme.
—Suerte, maese —musitó Arturo, depositando una piedra redonda en la mano de su señor, que se quedó mirándola—. Su vida empezó así, con una piedra —susurró—, y con una piedra ha de terminar también.
—Sí, cretino —suspiró—, así suele ser con los niños, te dan cuanto poseen en forma de piedra.
Y con esas palabras dejó a su alumno, que siguió con mirada temerosa a la figura alta y quebrantada que se adentraba en la penumbra acumulada frente a la fortaleza. Con la noche llegó un aliento siniestro que se extendió hasta el talud lleno de gente. Una inquietud latente que no podía expresarse con palabras, pero que se parecía a la niebla helada que bajaba del monte.
Ella estaba junto a la puerta norte, tal como habían convenido. Hortensia era más menuda que su marido, si cabe, aunque no tan alegre de espíritu. Había en su manera de ser un tono decidido y enérgico, y a Giuseppe le dio la impresión de que estaba frente a una persona de su gusto.
Pronto cambiaría de opinión.
—Te agradezco de todo corazón que quieras ayudarme —empezó, pero lo interrumpió la mujer, que sólo dijo dos palabras.
—Los polvos.
Giuseppe le explicó que tenía los polvos mágicos en el bolsillo, y que se los daría en cuanto le indicara cómo llegar hasta Del Sarto.
Miró de reojo al otro lado de la puerta de entrada a la ciudad, donde una decena de jinetes acababa de ensillar sus caballos. Todos llevaban cascos negros, excepto uno, que iba con la cabeza descubierta. Era Tiziano, bello como un dios, el capitán de la guardia. Su cabello era del mismo color que el del trigo en el campo, y sus ojos, azules como el mar de Nápoles. Incluso corría el rumor de que era limpio de corazón y digno de confianza, y por eso era bien visto en amplios círculos. Pero si se examinaba a Tiziano más de cerca, se advertía una especie de tono menor que se cernía como una sombra desolada sobre sus nobles rasgos.
Giuseppe asintió en silencio. «Cuando ves a un hombre así, te das cuenta de tu propia decadencia», pensó.
En aquel momento se abrió el rastrillo.
Hortensia agarró a Giuseppe.
—Tiene una cita —susurró.
Caminaron por el largo pórtico que giraba bruscamente a la izquierda para después bajar de modo abrupto. Al poco estaban frente a otro rastrillo y otro cerrojo.
Hortensia sacó una llave.
—Ésta es la puerta de la que se dice que si la traspasas, no vuelves a salir.
—Me da la impresión —murmuró Giuseppe— de que te gustan ese tipo de refranes.
—Del Sarto se aloja al fondo del pasillo.
—¿Está al corriente de mi llegada?
—Arde en ganas de conocer al hombre que puede curar su ojo lechoso. Y deme los polvos.
Giuseppe metió la mano en el bolsillo y entregó a la mujer la bolsita con el remedio.
La verja de hierro se cerró de golpe.
Ahora la enana estaba fuera. Miró a Giuseppe con un brillo extraño en los ojos.
—
Arrivederci, signore
Pagamino —susurró antes de desaparecer.
Él se estremeció. Se oyó una campanada procedente del patio, lo que acentuó más aún el silencio condensado. No conocía la fortaleza lo bastante para saber dónde se hallaba exactamente. Apenas había alcanzado a vislumbrar la catedral, pero no tenía ni idea de la disposición del resto de los edificios.
Se encontró ante una puerta de pernos negros y simétricos. De pronto pensó en la cena que había tomado y en el viaje con Arturo. Cerró los ojos y se rascó la nuca.