—Es que no lo comprendo, maese.
—Claro que no lo comprendes. Pero aleja de ti todos esos espíritus malignos, olvida lo que he dicho. Hay que expulsar la tristeza. —Giuseppe se incorporó—. Voy a contarte mis aventuras en el desierto de África. Luché durante cuarenta días contra la tormenta y el frío, porque si hacía calor de día, por la noche hacía un frío que pelaba, y finalmente tuve que matar al camello para buscar abrigo en su piel. Aunque estando como estaba a gusto en la tripa del animal, fui atacado por ladrones, y no se conocen peores bárbaros que los que deambulan por el desierto. Luchan con cimitarras y se comen crudo el corazón del enemigo al que acaban de degollar. Pero los vencí a todos y seguí viajando hasta Sicilia, y después a Calabria, hasta que llegué a la corte de Roma, donde la gente come doce veces al día para pasar la noche en el retrete. Aquella opulencia era indescriptible. Pero, aunque el dinero y la enfermedad sojuzgan a los hombres, yo quería estudiar, o sea que viajé al sur para empezar mis estudios en Salerno. Al poco tiempo no había quien supiera más de medicina que el joven Pagamino, y su fama llegó hasta Francia, donde la reina yacía en su lecho de muerte, aquejada de tedio vital y reumatismo. Entonces llamó a maese Pagamino, quien viajó en carroza real hasta París, donde hablan una lengua dura e inaccesible, y donde los hombres visten medias de seda y las mujeres llevan el pecho descubierto. Llevaba conmigo un extracto hecho a base de cáscara de naranja agria, nuez moscada y mucha perspicacia. Junto al lecho, en torno al cual se congregaban setenta cortesanos, pronuncié las famosas palabras:
Omnis qui bibit hanc aquam, si fidem addit salvus erit
, «Quien beba de esta agua y crea en ella se curará», que con el tiempo se convertiría en mi lema. Tres gotas en la boca de la reina, y el reumatismo desapareció, pero la melancolía no abandonó el ánimo de la soberana hasta que prometí ser su médico de cabecera hasta fin de año. Así fue como volvió a cambiar el destino para aquel hombre tan joven aún, que, en el año que siguió, salvó a la mayor parte de la familia real y a parte de la nobleza de graves enfermedades y, en un caso concreto, de infertilidad.
—Es un hombre famoso, maese —susurró Arturo.
—Podría seguir contando, pero la modestia me impide continuar. —Se dijo a sí mismo que la autoalabanza exagerada dejaba un regusto metálico en la boca, y habría agradecido un poco de menta—. Pero dime, aprendiz de jardinero que deseas aprender con el gran Pagamino: ¿qué tal te arreglas con los muertos?
—¿Con los muertos, maese?
—Exactamente, con los muertos. Diría que el contacto que has tenido con tus anteriores señores ha sido de lo más cabal. Muchos, sobre todo los jóvenes, retroceden ante la muerte; pero a ti eso no parece molestarte.
Arturo miró con aire inquisitivo a su maestro.
—Si te lo pregunto es porque a menudo he de investigar a los muertos a fin de saber más acerca de los vivos. ¿Comprendes adónde quiero llegar? No, ya veo que no se te mete en la mollera. Lo que quiero decir es: ¿te cuesta soportar la putrefacción que siempre afecta a quien lleva tiempo muerto? Porque resulta que he amasado gran parte de mi fortuna devolviendo a la luz lo que estaba destinado a la oscuridad.
—Perdone, maese, pero no lo entiendo.
Giuseppe suspiró y alcanzó la cantimplora con el brebaje contra el desaliento. Tomó un buen trago y se puso a cavilar mientras contemplaba el cielo estrellado.
—La muerte tiene la llave del tesoro del avaro —dijo suspirando—. Toma buena nota de ello, jovencito, pues es la primera lección de tu formación permanente, que empieza ungiendo aceite en un bubón y termina dando la vida eterna al herborista.
Arturo se sentó a su lado.
—¿Desea que robemos a los muertos, maese?
Giuseppe miró a su alumno con aire de amonestación.
—¿Tengo pinta de canalla? —gimoteó—. ¿Acaso debería el sabio pasar el tiempo entre lombrices y gusanos, cuando podría estar bebiendo vino en la corte francesa? ¿Es ésa una pregunta que pueda hacerse a un maestro en una noche como ésta?
—Perdone, maese, lo que quería decir es que no tengo nada en contra de cavar la tierra, y si es necesario lo ayudaré de todo corazón, tomando de quien se ha quedado en piel y huesos.
—No me digas, cretino.
—Sí, maese; el jardinero mayor siempre me decía: «No temas a los muertos, Arturo, es de los vivos de quienes debes guardarte.»
Giuseppe pidió a su alumno que fuera a buscar el cepillo, para que lo peinara. No le quedaba mucho pelo, y lo poco que tenía estaba dispuesto como una corona de color ceniza sobre el pálido cráneo.
—La tumba es la caja fuerte de los pobres —murmuró—. Pero tu maese no se ocupa de la profanación de tumbas, sino de la ciencia. Claro que de algo hay que vivir, y mañana llegaremos a Lucca. Magnífica ciudad, ya lo creo. Rica, sumamente rica. Se dice de los habitantes de Lucca que no existe gente más generosa, pues entierran a sus familiares con todos los bienes terrenales que poseyeron en vida. Quizá sea una exageración, aunque las sepulturas de Lucca son espléndidas, están llenas de placas pulidas y figuras de mármol. Llegó a mis oídos que una señora mayor que había perdido a su perro lo metió en un ataúd con herrajes de plata y lo acompañó a su morada eterna junto a dieciséis curas y veinte monaguillos, así como un largo séquito formado por todos los que habían conocido al cuadrúpedo. En cuanto a los curas, probablemente cobraron bien, pues al chucho lo enterraron en tierra consagrada, rodeado de rubíes y esmeraldas, que enriquecerían su vida allí a donde iba. No sé si existe un cielo para los chuchos, pero sí que sé una cosa: para cuando había oscurecido sobre la sepultura, los dieciséis curas estaban con el culo en pompa, cada uno con su pala, lo que me recuerda al sultán de Babilonia. Despliega las orejas, cretino, porque ahora empieza la lección. Aquel sultán se instaló en Ravena, donde hay tantas iglesias como días tiene el año, y como era un hombre extremadamente rico, siempre había clérigos entrando y saliendo de su casa. Las veladas se sucedían una tras otra porque, aunque el cura tenga la Biblia en una mano, en la otra lleva el cucharón. De modo que tras diez meses rodeado de insaciables, el sultán dispuso que estrecharan la puerta de entrada a su casa, para que por el hueco resultante sólo pudieran pasar personas delgadas. Después organizó una fiesta porque era su cumpleaños, y él era, como se sabe, un hombre desprendido. Volvió a verse a monjes y curas llegando temprano por la mañana para asegurarse los mejores bocados de la opulencia babilónica. No contaban con que las dimensiones de la puerta habían cambiado, ni habían previsto que el hueco estaba calculado precisamente para ellos; el caso es que ni un solo monje accedió al banquete, celebrado con toda pompa y esplendor, y los gordos tuvieron que quedarse con las ganas. Y en Lucca, querido discípulo, está la catedral de San Martino, que casi puede compararse con la residencia del Papa. Una fortaleza y un monasterio con quinientos monjes y una guardia ecuestre que recauda a punta de espada lo que no logran los rezos y la mendicidad. Eso sí que es riqueza. En cuanto a Roma, la época de las indulgencias ordinarias pasó hace tiempo. Y es que había mucho dinero en la hipocresía, y eso le fue muy bien a la Iglesia, naturalmente. Ahora el Papa se halla en Aviñón, y el ambiente de Roma está demasiado cargado. Nuestro último tribuno, Cola Di Rienzo, terminó como es sabido en una hoguera de ortigas el año pasado. Yo mismo fui testigo de ello: chillaba como un lechón, y el olor era el mismo. Pero quizá al próximo Papa haya que encontrarlo por estos lares, porque estos días toda Toscana viene hacia aquí; se dice incluso que el obispo de Lucca, el venerable padre Agostino, ha hecho una captura que puede llevarlo a la silla papal. Claro que se oyen muchas cosas, y las historias pocas veces van a menos a fuerza de contarlas; pero allí abajo, en el reino de Nápoles, se habla de las celdas de Agostino, donde una madre y su hijo esperan su fin. Me imagino que los colgarán del cuello o algo peor, pues Agostino es conocido como hombre despiadado. Cierto que ningún señor de la guerra tiene más sangre en sus manos que la Iglesia, pero en cuanto al obispo, gobierna con tal crueldad que a su lado los mongoles son unos angelitos. —Giuseppe se rascó la entrepierna y se encogió de hombros—. Cuenta una anécdota que, siendo Agostino un joven novicio, salió en viaje de penitencia, y en el camino topó con un anciano que le pidió algo de pan y una gota de agua. Agostino, que viajaba con un gran séquito, le dio lo que deseaba, pero en cuanto sació la sed, el desconocido preguntó si tenía quizá algún remedio para las llagas de sus manos y pies. Agostino volvió a compadecerse, abrió el cofre de los ungüentos y dejó que el hombre se frotara los pies doloridos. Entonces el anciano le dio las gracias y se presentó por fin. Porque el que había recibido comida, bebida y alivio para sus heridas era ni más ni menos que Dios Todopoderoso. Cuando Agostino lo oyó, le entregó el resto del ungüento, pero le pidió que lo empleara con sobriedad. —Emitió una risa ahogada mientras echaba una mirada de reojo a su alumno, que lo observaba con los ojos como platos—. Vaya, esta historia no te ha divertido —suspiró—. No; eres demasiado idiota para entender de esas cosas. Pero ahora se abre el cielo a la oscuridad. Me alegro de que no hagas ascos al trabajo físico, y si por casualidad diéramos con la sepultura donde la vieja ha enterrado su perro, no necesitaremos herramientas para cavar. Alcánzame la manta y apaga el fuego.
La oscuridad se cierne sobre los melocotoneros, donde las brasas del fuego refulgen en la noche oscura. Sobre los dos viajeros, que ya han cerrado los ojos, las estrellas parecen esperar; y en efecto, pronto se oye la voz del discípulo, que está totalmente despierto.
—¿Qué es eso de los dos desgraciados que están en la cárcel de Agostino, maese?
—Ya lo veremos. Si no es antes, cuando los quemen. De hecho, consiste en conseguir pruebas, y hasta la Inquisición ha llegado a Lucca. Pero eso son pequeñeces, porque el hombre de quien trata la historia no ha llegado aún. —Giuseppe se permitió una tenue sonrisa misteriosa.
—Pero ¿qué han hecho los acusados para que los encierren?
—La mujer ha tenido un hijo fuera del matrimonio —respondió ahogando una risita; después se volvió del otro costado, dando la espalda a Arturo.
—Pero ¿por eso también te meten en la cárcel, maese?
—Tiene narices esa ansia tuya por saber. Que te encierren depende de con quién te hayas acostado.
—No lo entiendo, maese.
Giuseppe agarró a Arturo de la oreja.
—No, no entiendes gran cosa, pero la mujer ha fornicado con el mismísimo Satanás, o sea que el hijo resultado de la relación es ni más ni menos que hijo de Lucifer. ¿Comprendes ahora por qué tu maese viaja a Lucca? No, no lo comprendes, y tanto mejor, porque tu cabeza no está preparada para tal cosa. —Se echó sobre el costado sobre el que solía dormir—. Cuando pienso en lo que los hijos de los hombres hicieron al hijo de Dios, tiemblo al pensar en lo que espera al de Lucifer. Ya lo veremos, aunque los mejores lugares hace tiempo que están reservados, pero no me importa, pues jamás me ha divertido la desgracia ajena. Mi misión es completamente distinta; he avisado que iba, y voy reunirme con un renacuajo que tiene la llave del Paraíso.
—¿Con un renacuajo, maese?
—Un enano, cretino preguntón. Pero vamos, duerme, estúpido, y sueña con tu señor en la corte del sultán. Mañana te enseñaré cómo se hipnotiza una mosca.
Acerca de la mujer encogida, el bastardo del diablo
y la Raíz de Todo Mal
Cuando Giuseppe y Arturo llegaron a los lindes de la ciudad de Lucca, contemplaron un espectáculo fantástico. Giuseppe, que había estado varias veces en el Vaticano, donde el gentío puede ser un auténtico suplicio, jamás había visto a tantas personas reunidas en el mismo sitio. Y a pesar de que había tantos charlatanes como gente de bien, era alentador estar en medio de aquel barullo abigarrado cuando uno provenía de las callejas de Florencia. Pues aquella multitud no se preocupaba por la peste bubónica y resplandecía por la inusitada alegría en que uno puede, durante un instante, olvidar sus propias calamidades al presenciar algo que es diez veces peor. Llegaban a lomos de asno, a pie y a caballo: viejos, tullidos, desfigurados y desgastados, gente elegante y gente pobre, de la comarca, de fuera, negros y cetrinos, asiáticos y mongoles; había música y bailarines descalzos, monos vestidos, prostitutas desvestidas, bufones y puestos de mercachifles, monjes, mendigos, afiladores, mercaderes de indulgencias, predicadores apocalípticos, simuladores que tosían y caminaban con falsas muletas, sarnosos y pordioseros babosos. Se oían berridos y rebuznos, cacareos, lloros infantiles, música y disputas a voz en grito, todo ello mezclado con el tintineo metálico procedente de los carros de los caldereros; el gentío era inmenso, y había un tufo seco procedente de los excrementos de los animales y las fogatas.
Si en el Gólgota hubo aglomeraciones, lo de Lucca era un tumulto. Un profeta barbudo, de pie sobre una roca, aseveraba que aquel día era el más glorioso de la historia de la humanidad; en otro lugar había una procesión de hábitos blancos y cruces negras, y más allá se podía comprar una mujer a cambio de un racimo de uvas. En suma, se reunían allí el satanismo, la beatería, el abandono y la vulgaridad. Todo el mundo se daba cita, y aún faltaba lo mejor.
Camino de Lucca, Giuseppe había explicado a su alumno cómo debía comportarse en cuestiones de negocios. De modo que Arturo andaba por la plaza salmodiando:
—El elixir de la vida, el elixir de la vida, vuelvan a ser jóvenes, compren el elixir de Pagamino.
En el tono del imbécil había una ingenuidad que hacía que la gente se arremolinara, y Giuseppe empezaba a alegrarse cuando sintió que le tiraban del cinturón. Miró hacia abajo y vio un rostro conocido, un hombrecillo arrugado como una manzana reseca, de extremidades cortas y una singular devoción por el oropel y la bisutería. En sus dedos rechonchos se sucedían los anillos, y de sus orejas colgaban racimos de piedras supuestamente preciosas.
Besó la mano de Giuseppe.
—Gran maestro, qué contento estoy de volver a verlo.
—Mi querido Lambrini, justo a la hora convenida.
—He estado esperando este día desde que nos conocimos en Nápoles —afirmó el hombrecillo, resplandeciente.
—Es comprensible —dijo Giuseppe, poniendo la mano en el hombro del enano y llevándolo a su carro.