El Embustero de Umbría (49 page)

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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: El Embustero de Umbría
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—¿Sabes que murió por su herejía?

—No, no lo sabía,
signore
. Creía que usted lo había matado con una piedra.

El verdugo mira a Arturo. El viento susurra entre los montes. Por lo demás, todo está en silencio.

—Tienes que ir a Lucca —murmura Tiziano— porque te espera la Inquisición.

37

Donde Arturo y Tiziano llegan al final del camino

Llegaron poco antes del amanecer. Después del aguacero, los tejados y las vigas del techo goteaban, el aire estaba enrarecido y húmedo, lleno de aromas misteriosos.

Estaban en el patio del convento, Tiziano, Arturo y Piccolino, recién despertado. Una hermana había ido en busca de la abadesa, que llegó corriendo del lazareto, donde había estado velando la mayor parte de la noche. Les dio la bienvenida y los condujo al comedor, donde una monja mayor se encargó de servirles gachas calientes y leche fresca. No se dijo gran cosa. Nadie preguntó por Giuseppe, y Tiziano sólo tuvo la posibilidad de decir que provenía de Lucca y debía volver allí tan pronto madre e hijo se reunieran.

—¿Tiene nombre el niño? —preguntó la abadesa.

Tiziano miró a Arturo, que respondió que se llamaba Piccolino.

—Piccolino —repitió el pequeño.

La superiora lo tomó de la mano.

—Tu madre lleva varios días sin dormir. Iré a buscarla.

Arturo, Piccolino y Tiziano están sentados en la larga mesa del comedor. De pronto el capitán se levanta y se dirige a la puerta.

—Esperaré en el patio.

Arturo mira al niño, que está jugando con su muñeco de madera.

—Piccolino —dice.

—Piccolino —repite el crío.

—Qué bien hablas.

—Hablas.

Arturo sonríe.

—¿Sabes decir Giuseppe?

—Seppe —responde Piccolino.

Arturo asiente con la cabeza.

—Recuérdalo —musita—. Recuérdalo. Y ¿también sabes decir
arrivederci
?

El niño lo interroga con la mirada.

—Lucca. Tengo que ir a Lucca a ver su esplendor. Lucca es donde vive el obispo. El obispo de Lucca. El nuevo, porque el viejo ha ardido en la hoguera.

—Seppe —dice el pequeño.

Arturo le da un beso en la mejilla.

—Me llamo Arturo —susurra—. Vengo de Florencia, aunque no soy de allí, pero fue en Florencia donde conocí a mi maese. Ése al que llamas Seppe. Lo echo de menos. Pero puede que algún día consiga otro maese. Entonces viajaremos por el mundo, puede que hasta el reino de Nápoles. Pero primero hay que ir a Lucca. Como decía mi maese: «A la catedral de Lucca, donde el cielo y el infierno han encontrado el mismo señor.»

Detrás de Arturo la puerta se abre. Él se vuelve, sonriendo misteriosamente.

Giulietta está en el umbral, vestida con su hábito de monja. Tras ella se ve a la abadesa y a un grupo de hermanas. Las del fondo están de puntillas.

Arturo gira la cabeza de Piccolino y señala a Giulietta.

—Es tu madre —musita.

Ella se acerca lentamente. Pone la palma de la mano en la cabeza de Arturo y le sonríe. Los ojos se niegan a mirar al niño, que está ocupado jugando con su muñeco de madera. Pero Arturo pasa la mano de Giulietta de su cabeza a la de Piccolino.

Al sentir el contacto, el pequeño levanta la vista y mira a Giulietta. Ya no hay duda alguna.

Arturo lo dice sin más.

—Porque sois madre e hijo.

Giulietta atrae hacia sí a Arturo.

—Me da mucho miedo —murmura.

—Tómalo de la mano, verás qué manitas más finas. Suaves y calientes.

Giulietta mira a su niño.

—Seppe —dice él, mostrando el muñeco de madera.

Giulietta lo levanta en brazos y lo coloca en su regazo.

—Creía que nunca… —susurra, apretando la mejilla contra la cabeza de su hijo—. Pero ¿dónde está el
signore
Pagamino?

—El maese ha muerto —responde Arturo.

—¿Qué dices? ¿Qué estás diciendo?

—El maese ha muerto —repite.

Giulietta sacude la cabeza, incrédula.

—¿Muerto? ¿Cómo puede haber muerto tan de repente?

Entonces se oye un murmullo audible entre las hermanas.

—Tenemos que marcharnos —dice una voz.

Tiziano está en el hueco de la puerta. Su mirada ha ido de Arturo a Giulietta. Retrocede un paso y se queda con la vista fija.

Giulietta se ha puesto en pie. Tiene en sus brazos a Piccolino.

Arturo mira a uno y a otro. El aire, el tiempo, los cuerpos y los sonidos, todo se congela.

Interviene la abadesa. Pregunta si el soldado y Giulietta se conocen.

—¿Conocernos? —susurra la joven—. Sí, nos conocemos. Pero ¿qué haces aquí, Tiziano?

Hay tal silencio que puede oírse hasta la respiración del capitán. Él dirige la mirada, confusa, desdichada, de Arturo a Giulietta, sacude la cabeza, y luego se niega a mirar a nadie.

La abadesa ordena salir a las hermanas, haciendo oídos sordos a sus protestas.

Sólo quedan Giulietta, Piccolino, Arturo y Tiziano.

Este último está sentado a un extremo de la mesa alargada, cubriéndose el rostro con las manos.

Por fin mira a Giulietta.

—¿Nos conocemos? —susurra—. ¿Nos conocemos, Giulietta? ¿Es ésa la palabra adecuada? Tal vez sí. Desde luego, has cambiado. Te has cortado el pelo.

—Sí, me he cortado el pelo, pero volverá a crecer. También tú has cambiado.

Él asiente en silencio.

—Supongo que a todos nos llega —dice Giulietta—. El cambio.

Tiziano desvía la mirada.

—Estuve con tu madre —murmura.

—Ya lo sé.

—Me contó lo tuyo. Iba yo de Lucca a Bolonia. Tu madre dijo que nuestro hijo, que… como es costumbre en esos casos… O sea que no puede ser, no es posible…

Giulietta asiente en silencio.

—Es él —musita. Calla, baja la cabeza y continúa con voz tenue—. Eran muchísimos, y muy fuertes. Todo el pueblo. Después estuve ocho semanas sin poder levantarme de la cama. A oscuras. Me dijeron que ya me recuperaría. Pero yo sólo quería irme. Irme del río.

—No hables de ello —susurra Tiziano—, haz el favor de no hablar de ello.

Giulietta lo toma de la mano.

—Pero ¿estás enfermo? Te noto muy cambiado.

Tiziano mira fijamente ante sí.

—Temo perder el juicio.

—Pero si tienes fiebre, Tiziano.

—Si sólo fuera la fiebre —replica, levantando la cabeza y mirando a Piccolino—. Bien sabe Dios que deseaba un hijo, Giulietta. Nunca pienses lo contrario. Lo único que deseaba de todo corazón era un hijo.

—Ahora lo tienes.

Tiziano respira entrecortadamente.

—Sí, ahora lo tengo.

—Y lo has traído tú mismo, aunque no alcanzo a comprender cómo.

Él se inclina sobre la mesa.

—¿Vas a quedarte, Tiziano?

—No; debo volver a Lucca. Si tú supieras, Giulietta, si tú supieras…

La muchacha lleva la mano de Tiziano a su mejilla.

Él cierra los ojos.

—Tengo tanta confusión en la cabeza, tantos pensamientos… Preguntas, miles de preguntas que no me atrevo a hacer porque temo las respuestas. Pero ¿se sabe cómo…? O sea, ¿sabes cómo es que salió vivo del río? Tu madre me dijo que lo habían entregado a las aguas.

—Lo recogieron, Tiziano.

—¿Lo recogieron? ¿Quién?

Giulietta se seca una lágrima del rabillo del ojo.

—Un anciano, el maese de Arturo, el
signore
Giuseppe Pagamino.

Tiziano se queda mirándola, con los músculos contraídos, balanceándose atrás y adelante, cierra los ojos y, de pronto, esconde el rostro entre las manos.

—Como si no lo supiera —susurra—, como si no estuviese escrito en todas las piedras. Tu venganza es cruel, Pagamino.

Giulietta aprieta su frente contra la suya.

—Tiziano, escúchame.

—No me toques, Giulietta.

—Ve a Lucca, cumple con tu deber. Me dejan quedarme en San Marcelo con mi niño. O sea que ahora ya sabes dónde puedes encontrarnos.

Tiziano se pone en pie, apoyando la mano en el borde de la mesa.

—Giuseppe —gime—, ¿me estarás oyendo? No, no me oyes, porque yaces con los murciélagos. Pero escúchame Tú, Padre, que siempre me has escuchado. —Cae sobre el banco, gira la cabeza y mira a Arturo—. Aún estás aquí —susurra.

—Sí,
signore
, aún estoy aquí.

—¿Adónde viajamos, Arturo?

—A Lucca,
signore.

—A Lucca. Así es. Pero antes tenemos que ir a los Alpes Apuanos.

Llegaron antes de anochecer. El capitán viajaba por territorio familiar, conocía todo árbol y sendero.

—¡Sígueme! —le gritó a Arturo, poniendo el caballo a galope.

—¿Falta mucho,
signore
?

Tiziano se detuvo a esperar. Su mirada tenía un brillo nuevo y parecía la del hijo de un emperador, el preferido de los dioses, el protector de la humanidad.

Arturo lo contempló con veneración.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Tiziano.

—No,
signore
. ¿Dónde estamos?

—Cerca de mi lugar favorito. Una garganta que divide un monte, un abismo entre la vida y la muerte. Se llama Midranno y guarda los restos mortales de muchos soldados. Muchos han ligado su suerte a este sitio, también el capitán de Lucca —dijo, dirigiendo a Arturo una mirada enérgica y demente—. Midranno es un lugar al que acuden hombres jóvenes a pedir consejo a la garganta. Porque el amor esconde gran variedad de pecados. En eso estoy completamente de acuerdo.

—¿No vamos a Lucca,
signore
?

—Dejémoslo en manos de Midranno.

El camino que seguían subía constantemente. Había allí una exuberancia singular y una paz beatífica.

Tiziano miró en torno a sí.

—Esto es el salón de Dios. ¿Te das cuenta, Arturo?

—Sí,
signore
, me doy cuenta.

—Claro que sí. Estamos cerca de nuestro Creador. Casi puede oírse su respiración. ¡Calla! No digas nada. ¿Lo oyes?

Arturo lo miró.

—Sólo oigo los latidos de mi corazón,
signore.

Tiziano le puso las manos en los hombros.

—También yo oigo sólo mi propio corazón. Ojalá lo hubiera escuchado. Tras los ojos de un cretino se oculta una enorme sabiduría. Pero pronto empezaremos a bajar abruptamente, o sea que sígueme de cerca y ten cuidado dónde pones el pie.

Continúan un rato, hasta que Tiziano se detiene.

—A partir de aquí no hay sendero, porque esto es el final del camino. Inclínate hacia delante y contempla la garganta que divide el mundo en dos.

Arturo agarra con fuerza la mano de Tiziano y se asoma. Bajo él se abre la interminable hendidura de la roca.

—Es un salto largo, ¿Verdad, Arturo?

—¿Salto?

—Si se quiere pasar al otro lado.

El muchacho asiente en silencio.

—Sí —murmura—, es un salto muy largo.

—¡Pero no demasiado! —grita Tiziano—. Porque vamos a hacer lo que nadie ha hecho. Vamos a desafiar al monte y conquistar Midranno. A eso hemos venido. Por eso estamos aquí. ¿Me oyes, Midranno? —Rodea a Arturo con el brazo—. ¿Tenemos el valor? —le susurra.

—¿Lo tenemos,
signore
?

—Sí, Arturo. La cuestión es quién va a saltar primero. —Contempla con expresión ardiente el fondo de la garganta—. Tú o yo, tú eliges.

Arturo lo observa con semblante indulgente y apenado.

—Entonces saltaré yo primero,
signore.

Tiziano lo escruta con la mirada.

—¿No te da miedo la distancia?

—No,
signore
, no me da miedo.

Tiziano eleva el tono de voz:

—¿Oyes, Midranno? ¡Aquí llega otro aventurero! —Pone la mano en la cabeza de Arturo—. Coge carrerilla, amigo, coge una buena carrerilla.

—Apenas se ve el otro lado,
signore.

—Ah, pero está ahí, confía en ello; y si saltas a suficiente altura y distancia, alcanzarás el lado opuesto. He visto probar a muchos jóvenes. Jóvenes fuertes, llenos de esperanza, que saltaban, se quedaban suspendidos en el aire, llevados por la confianza y la suave brisa, de pronto desaparecían, y me quedaba esperando oír su voz contenta desde el otro lado; pero ¡ay!, no llegaba sonido alguno. Aunque se dice que un día alguien lo conseguirá, que un buen día un joven conquistará Midranno. ¿Serás tú, Arturo? ¿Serás tú?

—Eso el tiempo lo dirá,
signore.

—Entonces bésame en la boca, abrázame y salta.

Arturo abraza al capitán y lo besa en la boca. Después retrocede, se inclina hacia delante y permanece un buen rato como si se hubiera quedado congelado, pegado a la montaña, pero después echa a correr. Cada vez más rápido, cada vez más ferozmente, los brazos se mueven, los pies martillean la tierra.

Toma ímpetu y salta sobre el abismo.

Tiziano suelta un bramido y ve a Arturo flotando en el aire.

Es un segundo, la fracción de un instante.

Después ya no está.

Una piedra rueda por el abismo y se pierde de vista.

Después, silencio. Un silencio agobiante, paralizante.

Tiziano entorna los ojos.

—¡Arturo! —llama—. Arturo, ¿me oyes?

Retrocede tres pasos, vacilando.

—¿Me oís? —susurra—. ¿Me oís todos los que habéis desaparecido?

Se hinca de rodillas, coge un puñado de guijarros y deja que rueden de la mano al suelo.

—¿Me oyes, Padre?

—Lo oigo.

Tiziano mira fijamente al otro lado del abismo. Sus ojos vacilan.

—¿Eres tú, Arturo?

—Sí, soy yo, Tiziano.

El capitán entorna los ojos.

—Por todos los santos, ¿cómo es posible? Lo has conseguido. El cretino lo ha conseguido. Arturo ha conquistado la garganta. —Arroja la capa—. ¡Espérame! —grita—, ¡voy a coger carrerilla! Ahora voy, Midranno, ahora voy.

Tiziano corre, salta, se queda colgado sobre el abismo, sacude brazos y pies, nota el vacío en los pulmones.

—¡Recíbeme! —grita—. ¡Recíbeme!

Las palabras retumban en el aire húmedo.

Se repiten más y más abajo, pero después mueren en la hendidura negra de la roca.

CUARTO LIBRO

La creencia en una vida que no termina jamás lleva en sí algo que recuerda a la desesperación.

H.W. LONGFELLOW (1807-1882)

38

Perdiendo el tiempo en La Habana

Salió del dormitorio a la terraza para encender el primer cigarrillo del día. Como siempre, se tomó su tiempo y dejó que la llama consumiera casi toda la cerilla antes de encenderlo e inhalar con un estremecimiento. La mano izquierda se deslizó dentro del bolsillo, movió la cadera, encontró el sosiego, el ritmo y el punto de referencia en el horizonte. La niebla tóxica flotaba como una migraña latente, pero en la bahía el calor no era tan penetrante, y cuando el proveedor llevase por fin el aparato de aire acondicionado, todo volvería a ir bien. El agua color turquesa, la arena tostada, los cocos de color anaranjado. El péndulo del silencio. Pensó en una partida de ajedrez que había perdido y oyó que su mujer subía el volumen de la radio; advertían de la llegada del huracán
Gilbert
, que se hallaba entre Venezuela y México.

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