Joaquín Muñoz entró en la casa y repitió lo que llevaba diciendo durante los tres últimos meses:
—¿Por qué es imposible hacer un trato en esta ciudad?
—Cambia de chófer.
Su mujer estaba en la cama con los perros. A Muñoz nunca le habían gustado los dos caniches, que correspondían a su aversión gruñendo cada vez que asomaba.
Se abotonó la camisa y salió a la calle. Pasó un autobús abarrotado de gente colgada de puertas y ventanas. Si llegaba hasta el centro, sería un milagro, pero como el milagro se producía todas las mañanas, habría que encontrar otra palabra para describirlo.
Como no aparecía el taxi, abrió la puerta del garaje, donde estaba el Buick de color azul cielo en la semipenumbra, junto con cachivaches apilados durante medio siglo. Al fondo había una caja de cartón que no tenía que estar allí, pero así era la vida en La Habana: todo estaba en el lugar equivocado, hasta los perros.
Ella estaba detrás, con las manos en las caderas, cuando él cerró con un chasquido el garaje.
—Podrías arreglarlo, ¿no? Te lo he dicho mil veces; ¿por qué no lo envías a arreglar?
—Porque la caja de cambios está rota, y porque el mecánico está en el retrete o jugando al billar con su cuñado. Además, ya no se encuentran esas cajas de cambios.
Arrojó la colilla y volvió a la sala, donde alargó la mano para coger el teléfono, que sonó en aquel momento.
—¿Sí…?
—¿Doctor Muñoz?
—Alberto, llegaré en cuanto el chófer decida aparecer. Qué quieres que haga, es el mismo circo todas las mañanas.
—Han vuelto a estar aquí, las autoridades. Esta vez era alguien del Ministerio.
Muñoz encendió el segundo cigarrillo del día, se quemó un dedo y miró de reojo a su mujer, que había empezado a preparar unos huevos revueltos. En la radio, la música dio paso a una información acerca de un hombre llamado Yuri Turganov, a quien se imputaba un soborno de un millón de dólares.
—El yerno de Breznev —murmuró Muñoz.
—¿Está ahí, doctor? El doctor Gómez y yo hemos recogido sus cosas. Las que hemos podido encontrar.
La voz del asistente sonaba lejana. La conexión solía ser mala, pero la debilidad de la voz no tenía nada que ver con la electrónica.
Muñoz miró el cable del teléfono, después desvió la mirada a su mujer, que estaba distribuyendo los huevos en dos cuencos.
—Han estado también en el Departamento.
—¿En el A dos?
—Y en Administración.
—¿Qué querían en Administración?
—Doctor Muñoz, quizá facilitaría las cosas que hallase usted esos papeles, los de Dresde y Leipzig.
Muñoz asintió en silencio y observó a los perros mientras comían los huevos revueltos.
—Voracidad —dijo con un suspiro—. Padecen voracidad.
Al otro extremo del cable, su asistente dijo algo que sonaba como «Erich Honecker Krankenhaus». Lo pronunció con un acento divertido.
Muñoz cambió el peso de un pie al otro.
En la calle se oía un ruido de bocinas impacientes, y en la radio repitieron la noticia acerca del huracán
Gilbert
. En la cocina, los perros habían terminado de desayunar. Muñoz comprobó que guardaban un parecido chocante con las ratas. Su mujer gritó que el taxi ya estaba allí. Mientras tanto, la temperatura rondaba los treinta grados.
Se secó la frente. ¿Por qué no había llegado el nuevo aparato de aire acondicionado? Pero en el fondo daba lo mismo, porque cada dos por tres había cortes de electricidad. Dijo por el auricular que estaría en el hospital al cabo de media hora. Había una voz distinta al otro extremo de la línea.
—¿Joaquín? Soy yo, Juan.
Muñoz miró fijamente al taxista, que estaba apoyado en su coche, leyendo una revista de boxeo.
«Todos los días guardan un notable parecido entre ellos», pensó.
—Quizá sea mejor que te quedes en casa —dijo la voz del teléfono.
—¿Qué dices? Mi jornada de trabajo empieza dentro de media hora. Tengo visitas médicas y una conferencia a las cuatro.
—Joaquín, son esos papeles.
—¿Qué pasa con ellos? Melissa, ¿te importa cerrar la puerta de la cocina?
—De la RDA.
Muñoz se esforzó por dar un tono tranquilizador a su voz.
—No son esos papeles, es por el informe que entregué en mayo. Pero no voy a retirarlo. Lo envié también a la OMS. Será que se han enterado de eso.
—No creo que sea por tu informe, Joaquín.
—No les gustó, Juan, pero no voy a retirarlo. Los pacientes se infectaron por nuestros propios preparados. Llego en un momento.
—Joaquín, atiéndeme. No estoy hablando de la sangre de los donantes, sino de tus certificados de examen de la RDA. En Administración no los encuentran.
Muñoz colgó y pasó a la cocina.
—Melissa, cariño, voy al Departamento, pero es posible que vuelva dentro de una hora. Ya sé que tienes mucho trabajo haciendo compras, sacando a pasear a los perros y pintándote las uñas, pero quiero pedirte unas cosas: llama a tu hija y dile que venga.
—Vera está trabajando.
—Debes decirle que venga tan pronto pueda. Mientras tanto recoge mis cosas, mis cosas personales de la carpeta roja, y después, Melissa, después ve al banco a sacar nuestro dinero.
—¿Qué dinero?
—Tengo una caja en el banco.
—¿Que tienes qué?
—Habla con el señor López, dile que vas de mi parte. Melissa, mírame: en el garaje hay una caja de cartón con cosas de Dresde: mapas, papeles, fotos, objetos de recuerdo, todo tipo de viejos cachivaches. Cógela y vacía su contenido en la maleta nueva de Panamá. ¿Entiendes lo que te digo? No has de tirar nada, simplemente mételo todo en la maleta nueva de Panamá y dásela a Vera.
—¿Qué ocurre, Joaquín?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada, aparte de lo que pasa siempre cuando dices algo diferente de lo que dicen las autoridades.
—¿Es otra vez por ese informe? ¿Para qué tuviste que escribirlo? ¿Por qué has de mezclarte siempre en todo? —Lo acompañó a la puerta, donde él tomó la cartera, las llaves y las gafas—. Esos drogadictos —continuó— se contagian entre sí de todos modos, sea por las jeringuillas, sea porque son maricones.
—Melissa, querida, no eran drogadictos y tampoco homosexuales: eran hemofílicos. Además, no tiene que ver con mi informe.
El taxi torció a la izquierda en la Calzada del Cerro y adelantó a un camión de ganado. El taxista hablaba con un cigarrillo diminuto en la boca. Explicaba cuántos palos habrían recibido los americanos si los boxeadores cubanos se hubieran presentado en Seúl.
Giró a la derecha, a su paso se levantó una nube de polvo, y de la nube salió un grupo de niños semidesnudos acarreando un bidón de agua.
—¿Ha oído, doctor, que han pillado a ese americano negro por un asunto de dopaje? —preguntó el conductor, mientras lanzaba la colilla por la ventana—. Ése de los ojos inyectados en sangre, Johnson. Esos gringos no valen para nada.
El coche se detuvo. Muñoz sacó la cartera y pagó.
—¿No huele a gasolina?
—El depósito tiene una fuga —respondió el taxista.
La mujer del mostrador de información del gigantesco vestíbulo del hospital Salvador Allende lo saludó con la mano cuando pasó deprisa delante del mural idealizado del Che Guevara con Fidel y Raúl Castro. La primera vez que vio el friso, Muñoz pensó que era un trío local de música country.
Entró en el ascensor de color cinc y apretó el botón, pero recordó que estaba averiado y se apresuró escaleras arriba; se detuvo en el descansillo para recuperar el aliento, trepó agarrado a la barandilla y empujó la puerta del Departamento.
Mientras buscaba la llave de su despacho, apareció su asistente.
—Lo han revuelto todo —dijo.
Muñoz abrió la puerta y echó un vistazo rápido al escritorio y al fichero, del que habían sacado todos los cajones. Había carpetas vacías por todas partes.
Giró en redondo y vio a su colega, Juan Gómez, saliendo del cuarto de guardia. Sacudía la cabeza.
Muñoz lo arrastró al despacho y cerró la puerta.
—¿Hace cuánto tiempo que nos conocemos, Juan?
—Quince años. Creo que tenemos que ir a otro sitio. Vamos a sentarnos en mi coche.
El coche del doctor Gómez era relativamente nuevo, lo que significa reparado hacía poco. Era un Chevrolet de 1945 con tapicería de cuero rojo, que encajaba bien con un libertino de bata blanca.
—¿Qué voy a hacer con un coche así a mi edad? Treinta años antes me habría venido bien.
Muñoz asintió en silencio.
—Dios da nueces al desdentado —murmuró.
Gómez bajó el cristal y escupió.
—Tienes un problema, viejo. Tenemos un problema. Cuba tiene un problema. El caso es que hay que respetar las reglas. Es bastante fácil, pero tú no lo comprendes.
—Yo he respetado las reglas.
—No las de Cuba.
—Me da dolor de cabeza.
—Exacto: empieza así. A Castro le dio tanto dolor de cabeza que dejó que la Cruz Roja visitara a los presos políticos.
—Ya lo sé.
—Lo que pasa es que el pobre Fidel no sabía un carajo del mundo mediático moderno, y vinieron centenares de periodistas, gente de la televisión, la prensa, y querían hablar de cárceles, tortura, muerte por inanición, analfabetismo y sida. Sobre todo de sida.
—¿De qué iban a hablar, si no?
—Pero en Cuba, Joaquín, en Cuba no tenemos esa plaga occidental autoimpuesta. Sí que hay algunos drogadictos y algunos homos importados con el VIH, pero nada más. Todo va bien. Sin dolores de cabeza. Pero entonces aparece en escena el médico jefe, el doctor Joaquín Muñoz. Trabaja con hemofílicos y viaja por todo el país, desde Niquero hasta Guane. Y da dolores de cabeza a la administración central.
—Juan, les dimos el alta, y no eran seiscientos, sino seis mil, que están muriendo en los pueblos como moscas. No podemos fiarnos de nuestros propios preparados. La gente se contagia en nuestro propio departamento, carajo.
—Tú eres nuevo en la isla, chico, no sabes lo que significa el régimen, no tienes ni puta idea de caña de azúcar, tabaco, burocracia, mafiosos rusos, televisión que no funciona, relojes de pulsera de Tirana… Ni siquiera sabes bailar.
—Y ahora han detenido al yerno de Breznev por soborno. La Unión Soviética va a derrumbarse en pocos años. Acaban de echarlos de Afganistán; y yo bailo muy bien.
—¿De dónde venías? ¿De Dresde o de Leipzig? Doctor Jan Schroeder.
—Por Dios, nadie sabe pronunciar ese nombre en La Habana.
—¿Qué hacías en Dresde?
—¿Que qué hacía? Trabajaba en el Instituto Médico Forense. Creía que lo sabías.
Gómez apoyó la frente en el volante.
—Están buscando tus papeles, Joaquín, de Dresde, de Leipzig, de la universidad. Papeles, documentación, sellos, certificados de examen. Yo creía que en la RDA eran bastante concienzudos con esas cosas.
—Hace décadas de eso, Juan.
—Pero ¿los tienes?
Muñoz miró por la ventana. Dos niños acarreaban un bidón de agua. Mirases donde mirases en el barrio de Trinidad, aparecían dos niños descalzos acarreando un bidón de agua.
Miró el reloj.
—¿Quién está haciendo mis visitas de planta?
—No pienses en tus visitas, Joaquín, has de pensar en ti, carajo. Creen que eres un impostor.
Muñoz sonrió.
—Ah, ¿o sea que es eso? Un embustero que ha escrito un informe desafortunado, qué conveniente. Así solía ser también en la RDA y en Moscú. Por eso nunca hay ningún escándalo allí.
Gómez puso el coche en marcha y se dirigieron hacia el centro.
Al rato atravesaron un túnel estrecho, donde Muñoz elogió la luz del salpicadero.
—Reconforta ver que hay algo que funciona.
Gómez se detuvo en el borde de la carretera. Bajo un tejadillo construido con placas de polispán, tres hombres estaban cortándose el pelo a manos del dueño y sus dos hijos.
Gómez llevó a Muñoz al interior de la semipenumbra verde botella del salón, donde había un frigorífico, una pajarera y un teléfono de pared.
—Llama a casa.
Muñoz marcó su número, logró la conexión y oyó la voz de su mujer, un perro ladrando y, procedente de la radio, una canción de Celia Cruz.
Tapó el auricular con una mano.
—¿Qué le digo?
—Pregúntale si han estado en la casa.
—¿Quiénes? ¿Los nazis?
Gómez cogió el teléfono e imprimió a su voz un tono más suave.
—Melissa, soy yo, Juan. ¿Qué tal, querida? Estoy con tu marido, que tiene un pequeño problema. ¿Estás sola, Melissa? Ah, ha llegado tu hija.
Muñoz tomó el auricular y pidió hablar con su hijastra. Un momento después ella estaba al aparato.
—¿Dónde estás, Joaquín?
—En una peluquería de Marazul.
—¿Qué ocurre?
—Algo que jamás pensé que ocurriría.
—¿Has dicho algo a alguien?
—No.
—¿Tampoco a Juan?
—No.
—¿Qué necesitas?
—El pasaporte, que está en la caja de cartón del garaje. ¿Tienes la maleta?
—Sí.
—Y ¿sabes lo que has de hacer con ella?
—Tu pasaporte caducó hace diez años.
Muñoz pasó el auricular de una mano a la otra, oyó ladrar a los perros y que apagaban la radio. Oyó también la voz exaltada de su mujer, y la de un hombre que trataba de tranquilizarla.
—Ha llegado la policía —dijo Vera.
La conexión se interrumpió.
Muñoz miró a Gómez y preguntó cuánto costaba un corte de pelo.
Están sentados frente a un espejo manchado e iluminado por un tubo de neón. Han tomado una taza de café y un pastel que sabe a petróleo. Los hijos del peluquero están recortando la nuca de los médicos. Gómez dice que a los cuarenta años tenía un pelo rizado y abundante que le llegaba hasta los hombros.
—Era en el sesenta y ocho —ríe—, y me parecía a Jimi Hendrix. ¿Dónde estabas tú entonces, Joaquín?
Muñoz duda un poco antes de responder.
—¿Te refieres a mil novecientos sesenta y ocho?
—Pues claro, ¡a qué me voy a referir!
Muñoz sonríe y piensa en su amistad con Juan Gómez: las largas y tenaces partidas de ajedrez, el análisis de las aperturas de Short y Speelman, el entusiasmo compartido por los discos de Cornelius Vreeswijk.
—¿Sabías que tengo un autógrafo de Ruud Gullit?
El otro lo mira en el espejo.
—Pues no, no tenía ni idea. ¿Hay algo más que no sepa, Joaquín?