Abrió la mano y observó la piedra que había guardado entre sus enseres desde una noche de primavera en Lucca.
—Es lo que pasa con los niños —dijo, suspirando—. Te dan cuanto poseen en forma de piedra.
Y aquella piedra, que era idéntica a millones de otras, redondeada por el mar, pulida por el salitre, pertenecía a un viejo juego de tablero, tan soberanamente aburrido que hacía que uno recordara la belleza de la vida.
—Ay, Arturo —murmuró—, tu ingenuidad me llega al corazón, y si volvemos a vernos, puedes estar seguro de que probarás la correa. Y el rábano picante.
En que oímos hablar del soldado y la puesta de sol,
del imperio del emperador y de la virtud de la doncella
Se halla en el establo, observando al mozo que cepilla un caballo. El chico es experimentado, y el caballo está tranquilo. Es un castrado de siete años que lleva dos transportando a su amo; un animal magnífico del que dicen que es el más rápido de Lucca. A Tiziano siempre le ha gustado estar en el establo, esa forma agradable de agitación, fuerza y control. El olor a animal, paja, excrementos recientes, el sonido de los rituales. El trabajo sencillo. Disfrutaba engrasando los arneses, y sabía cambiar las herraduras de un caballo en caso de necesidad.
El corcel era un regalo de Agostino, un regalo sumamente generoso porque el obispo de Lucca era una persona sumamente generosa.
Tiziano estuvo hablando con su futuro suegro. La conversación fue formal, rozando lo embarazoso. Tiziano puso al hombre al tanto de la situación y lamentó el aplazamiento de la boda.
—Un soldado ha de saber cuál es su deber.
Las palabras se prestaban a interpretación, y Tiziano tuvo la impresión, instintiva, de que su suegro pertenecía a los seguidores del emperador. Era un hombre pequeño, fuerte, bien vestido y con facilidad de palabra: un hombre que miraba a la gente a los ojos.
—Voy a contarle al capitán cómo veo yo las cosas. Mi hija es una joven sana y vigorosa, con buen ánimo, pero tozuda. Es también noble, sencilla, sincera y leal, y no disimula nada. Mi esposa lo ha dicho muchas veces: Isabella no es una chica de nuestro tiempo, pertenece a una época por venir aún; se ha saltado un siglo y vive en un mundo que sólo ella ve. Todo cuanto pertenece a nuestro tiempo, costumbres, forma de pensar y normas, no le sienta bien, y el sacerdote de la familia está francamente preocupado por que la filosofía, que a ella le gusta tanto, pueda dañar su fe. De niña daba la tabarra con que quería ir a Arabia para ver las grandes bibliotecas, y cuando yo le recordaba que al fin y al cabo sólo tenía trece años, se encerraba en su habitación, hasta que le prometimos un viaje a Caput Mundi.
—¿Para qué quería ir a Roma? —murmuró Tiziano—. Allí no hay más que gente ruidosa y monos que bailan.
—Roma es el centro del mundo, capitán.
—Puede que sea porque no aprecio esas cosas. La cuestión es si soy lo suficientemente bueno para su hija.
No hubo respuesta para él, pues de pronto se abrió la puerta y entró la protagonista de la conversación. Por alguna razón, aquello sorprendió al capitán.
Isabella se quedó de pie entre los dos hombres, extrañamente desvalida, con una expresión obstinada y ausente.
Tiziano hizo una reverencia y volvió a sorprenderse, pues ella era mucho más alta de lo que había esperado. Más alta y más joven, pero sobre todo extraña. Había conocido a otras mujeres, aunque ninguna como Isabella, quien, a pesar de ser una mujer de la cabeza a los pies, lo observaba con una mirada de hombre. Él sabía que la joven había sufrido un asalto criminal, pero no había hecho nada por encontrar a sus autores. Era como si no hubiera sucedido. Cuando cruzó su mirada con la de ella, se vio contemplando claramente otro siglo, pero no sabía si era que él se había quedado rezagado o que ella se le había adelantado.
El padre de la joven carraspeó.
—Mi hija desearía que el capitán dijera unas palabras de reconocimiento al fraile que le salvó la vida.
Tiziano hizo ademán de decir algo, pero la chica lo interrumpió y pidió a su padre que los dejara solos. Su voz tenía un tono comedido pero imperativo, y el hombre se retiró con tal rapidez que resultó evidente su ansia por marcharse.
Cuando se quedaron a solas, Tiziano dijo lo que tenía pensado. O sea, que lamentaba que todo hubiera salido tan mal desde el principio.
—Me da la sensación de que muchas malas voluntades nos ha mantenido separados.
—¿Malas voluntades, capitán?
—Han descubierto a un soldado muerto.
—Ya lo sé.
—Y tú has sufrido un asalto horrible. He jurado hallar a los autores. En esas cuestiones no acostumbro fallar.
Ella lo miró a los ojos.
—Me voy a casa.
—¿A casa?
—A Viareggio. Creo que va a ser lo mejor. Después de lo que ha pasado y teniendo en cuenta la cantidad de malas voluntades que se han confabulado contra nosotros, porque en eso tienes razón: el destino ha estado poniéndonos la zancadilla desde el primer momento. No es porque confíe en el destino, yo creo en la libre voluntad; en ese caso, debe de tratarse de la conjunción de muchos espíritus libres para que nada haya ido como habíamos planeado.
—Creo que es por mi culpa —repuso Tiziano, y se sintió aliviado cuando, dejando de lado todo disimulo, dijo exactamente lo que pensaba.
Ella levantó la vista hacia él, guiñando los ojos.
—No creo que sea culpa de nadie, pero tal vez sea lo mejor.
—¿Qué?
—Que suspendamos el compromiso. Te he observado durante dos días. En la mesa y en el jardín, frente a la herrería y por los senderos del parque. No has mirado en mi dirección una sola vez. Pensaba que tal vez habías olvidado mi aspecto.
Tiziano bajó la cabeza y empezó a caminar de un lado para otro, con las manos cruzadas a la espalda, igual que cuando tenía que explicar a sus hombres una misión difícil y peligrosa. Pero de pronto giró sobre los talones.
—Todo se arreglará, te doy mi palabra de que todo se arreglará, Isabella. Tendrás una vida feliz. No puede ser de otro modo. Eres joven y guapa, tu familia es distinguida, y tu padre, un hombre acaudalado. Tendrás muchos hijos sanos. Yo, por el contrario, he de ir hacia el este, a un pueblecito. Paso la mayor parte del tiempo sentado en la silla de montar, al servicio del obispo de Lucca. Soy un soldado, apenas valgo para otra cosa.
—Entonces, ¿está suspendida la boda?
—¿No era eso lo que decías?
Ella sacudió la cabeza, pero lo miró fijamente a los ojos.
—Quiero que lo digas tú —dijo, echando la cabeza atrás y entornando los ojos—. Dime que la boda se ha suspendido.
—Pero si tú misma has dicho…
—Dilo, soldado, dilo, que lo oiga yo. Porque esto no tiene que escurrirse sin más, como arena entre los dedos. Sería una indignidad para conmigo, y las palabras que digamos ahora adquirirán un buen día significado en nuestra vida. Lo único que pido es un poco de dignidad.
Tiziano se acercó a ella y percibió por primera vez el olor de su piel, el aliento delicado, la presencia del cuerpo.
—Tan sólo puedo ofrecerte tinieblas —susurró—, pues en mi interior nunca sale el sol. —Continuó en voz baja, como si hablara consigo mismo—. Hace mucho tiempo, estaba yo en los montes azules de Lucca viendo ponerse el sol. Aquel anochecer supe que, por mucho que esperase, jamás volvería a salir para mí.
—Se te nota.
Tiziano la tomó de la mano.
—Sólo oscurecería tu vida, y no mereces tal cosa. Por eso, y sólo por eso, se suspende la boda.
Como respuesta, Isabella se puso de puntillas y le besó la mejilla.
Un roce de labios.
—La boca besada —susurró ella— se renueva como la luna.
Tiziano sonrió.
—Aunque no haga otra cosa de bueno en esta vida, al menos haré feliz a otro hombre. Prométeme solamente una cosa: que nunca irás a un convento.
—Yo nunca prometo nada, a no ser que rompa con todas las expectativas. Mira, éste es el anillo que debería haber adornado tu dedo.
Tiziano observó el ancho anillo de plata que la joven le enseñaba.
—Ha ido de mano en mano —susurró ella—, desde la cuna hasta la tumba. Viene de Córcega. Ahora me quedaré con él. Puede que hasta el fin de mis días. —Su voz adquirió otro tono, más formal—. Mis cosas están preparadas; partimos hoy. Mi padre tiene cosas que hacer en Modena, y yo tengo una prima en Vignola que se llama Angelina. Afirma que es la chica más fea de Italia, la divierte decir cosas así; guapa no es, pero desde luego es terriblemente divertida. Es famosa por sus historias crueles. Algunas de ellas las ha escrito, porque tiene buena mano, de tan lista que es. Dice que las guapas tienen el cerebro vacío, mientras que Dios ha otorgado a las feas una cabeza despierta. Supongo que para ella es un consuelo razonar de ese modo. Pero sabe inventar historias. Nadie llega a la altura de Angelina de Vignola. Y también sabe escribir en verso. Cuando estamos juntas, solemos turnarnos para contar historias, pero la gente sólo quiere escuchar las de ella. En sus relatos hay amores y desengaños, piratas y sirenas, emponzoñadores y cardenales, el tiempo que se desvanece. Porque ése es el manjar favorito de Angelina, la historia sentimental acerca de lo perdido para siempre: la corona del rey, el imperio del emperador, la virtud de la doncella y el corazón del caballero. Pero la próxima vez que vaya a visitarla tomaré la palabra y le contaré la historia del soldado y la puesta de sol. Esa historia será mi convento. Pero ven, capitán, hay un fraile al que deseo que conozcas, porque si no fuera por él, aún estaría tumbada en el suelo del bosque, con la dote robada y sin conocer la experiencia de ser abandonada a la entrada de la iglesia.
La chica fue a la puerta, la abrió y salió. Sus pasos se oían en la escalera, porque pisaba el suelo como si fuera un placer para ella.
Tiziano se quedó junto a la ventana, sintiéndose aliviado y mermado, libre y triste.
Después bajó al establo para comprobar que los caballos eran tratados como es debido. Pronto estaría lejos, y había que hacerlo rápido. A galope tendido.
En el parque del palacio, el idilio había vuelto. Los pavos reales se contoneaban por los senderos, y en el palomar se oían los arrullos habituales. Se decía, incluso, que un hermoso leopardo solía tomar el sol en la escalera de mármol, aunque no había nada que temer, porque el animal estaba domesticado y llevaba puesto un collar de piedras preciosas. Los jardineros estaban afanados, como siempre, escardando, plantando y abonando. Cada cual se ocupaba de sus asuntos: los pavos reales, el leopardo, las palomas y los jardineros. Por eso, nadie prestó atención a la figura encorvada que, con la alforja a la espalda, se alejaba veloz a la sombra de los álamos. Las viejas piernas habían logrado coordinarse, lo que permitía al hombre caminar a un ritmo razonable.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Un atleta de Esparta o un ratero de Umbría? Vaya, si es Alberto el Venerable, y lleva como siempre las prisas del ladrón. Anda algo cargado de espaldas, pero sus delgados zancos funcionan como un reloj. El movimiento y la mala conciencia suelen ir de la mano.
—Mi carga es pesada, y mis piernas, delgadas.
—Claro, porque la alforja está hinchada de cosas cuyos amos van a buscar en vano. Es comprensible que esas viejas piernas caminen tan veloces.
—Me alegro de que finalmente comprendas algo, Rinaldo.
—Pero tras él se divisa la sombra de la vergüenza, que pocas veces ha sido más oscura.
—Se nota que has bebido abundantemente de la copa de la envidia. Y por cierto, no he tomado más que lo que merecía.
—El crimen deja una huella que interesará a la historia del mundo.
—No me pongas en un pedestal, a menos que quieras mear encima.
—Ricardo Corazón de León. ¿Qué le parecerá ahora al rey que su preciosa joya esté en posesión de un profanador de tumbas?
—Es que me atraganté con ella. Y en cuanto a la historia del mundo, prefiero evitarla. Ojalá me dejaran ocuparme de mis asuntos. Diablos, cómo me silban los pulmones; y tengo en la ingle una hernia del tamaño de un melón. Estoy demasiado viejo para llevar esta vida.
—Sí, no estás muy presentable.
—O sea que deja que siga por la sombra. Ojalá pudiera librarme de tu cháchara incesante.
—Te seguirá hasta la tumba, Seppe.
—Sí, vamos a terminar igual que empezamos.
Giuseppe apretó más aún el paso. Con la edad, había adquirido malas costumbres y rituales absurdos, como por ejemplo no mirar atrás. Y es que no olvidaba lo que le ocurrió a la mujer de Lot. No es que acusara a la mujer de ladrona, pero la comparación con las ciudades pecadoras estaba presente. Aunque el palacio estaba plenamente iluminado por el sol, la penumbra se había abatido de verdad sobre las tierras principescas.
Lo dijo en voz alta.
—Y en cuestiones de crímenes, fraudes y falsedades, Giuseppe de Umbría no es más que un novato. Casi me están saliendo alas de ángel. ¿Me oyes, Rinaldo? Alas de ángel.
—Menudo espectáculo: el ladrón alado, igual que Gabriel.
—Yo lo llamo recompensa.
—¿Qué fue lo primero que perdiste? ¿Los dientes o la conciencia?
—Mi honor. Y ¿a quién tengo que agradecérselo?
—A todos tus crímenes. Te están llamando, viejo.
—No conozco a nadie aquí.
—Ya lo creo: al ratero lo conocen por el antifaz. Ahora empieza la comedia.
Se detuvo y formó visera con la mano.
La joven estaba en medio del patio con el capitán Tiziano. Lo saludó con la mano.
—Ahora la tierra arde bajo los pies del humilde —murmuró Giuseppe, volviendo sobre sus pasos—. Menuda trinidad que formamos —gimió—: el asesino, el ladrón y la damisela.
—¿Tú también te vas? —gritó Isabella, al tiempo que se alisaba el vestido.
—Eh… sí —respondió, mirando de reojo a Tiziano—. Tengo un recado inaplazable en las afueras, y a decir verdad, no era mi intención disfrutar de todo este esplendor. Agradezco a la señorita la oportunidad que me ha brindado, porque desde luego es lo contrario de la vida que llevo habitualmente.
—Al menos podremos despedirnos —dijo ella, sonriendo.
Giuseppe hizo una reverencia.
—Tampoco tengo tanta prisa, querida.
Isabella juntó las manos, se inclinó hacia delante y soltó una carcajada estridente.
—Perdona, Alberto, pero es que me diviertes.
—No me diga… —murmuró.