Él afirmó en silencio y suspiró, se encogió de hombros y parpadeó.
—Pues… qué puedo decir… —murmuró—. Lo saqué del río. —Se rascó el sobaco—. Después lo llevé a una abadía, donde permanecimos mucho tiempo. También lo bautizamos. —Miró de reojo a la abadesa, que lo observaba con expresión demente—. Le pusimos de nombre Piccolino, porque era muy pequeño.
Miró al suelo. No le importaría nada estar sentado al pescante, bajando la montaña, completamente solo. Pero de pronto sintió las yemas de los dedos de la muchacha en sus mejillas laceradas. Acariciaban su piel como hierba marina.
—Se llama usted Giuseppe —susurró.
—Sí, me llamo Giuseppe. Giuseppe Emanuele Pagamino. Nacido en Umbría…
No pudo decir más, porque la muchacha le hizo cerrar la boca dándole un beso en sus viejos labios, mientras un sollozo sacudía su cuerpo. Giuseppe buscó la mirada de la abadesa, pero estaba en otra parte.
—Bendito sea, Giuseppe de Umbría —dijo Giulietta, llorando—, porque es… —Sacudió la cabeza y se volvió hacia la superiora—. Madre, ¿me permite estar a solas con el señor Pagamino?
La abadesa abandonó la celda sin decir palabra.
Giuseppe tendió la mano, carraspeó, y tomaba carrerilla para decir algo cuando Giulietta le cogió la mano y echó a reír entre lágrimas.
—Mi salvador —susurró—, mi salvador Giuseppe Pagamino. ¿A qué se dedica,
signore
?
—Bueno, soy herborista.
—¿Dónde está mi hijo, Giuseppe?
—Supongo que seguirá con los franciscanos, donde lo dejé.
La chica se puso seria.
—Pero ¿por qué lo abandonó?
Él se sentó en el camastro.
—Es una historia larga y triste. Nada me dolió más que tener que separarme de Piccolino. Pero sabía que donde se encontraba estaba bien.
Escondió el rostro entre las manos. «Había llegado a apreciar al rapaz —pensó—, aunque no era en absoluto mío.»
Giulietta le apartó las manos y lo miró directamente a los ojos.
—Cuénteme, cuénteme dónde vive mi niño. ¿Está lejos de aquí?
—No, nada lejos; basta seguir el río Serchio, se halla a un día de camino más o menos. ¿En qué estás pensando?
Giulietta tenía los ojos resplandecientes.
—Ah, en eso —murmuró Giuseppe.
—Voy a hacer el equipaje,
signore.
Él le pidió que esperase un momento.
—Porque pensándolo bien, teniendo en cuenta lo que ha sucedido ya, tal vez sea mejor que te quedes aquí. Piccolino me conoce, pero no te conoce a ti. Además, son monjes. Pensándolo bien, quizá no resulte tan fácil como parece.
—No comprendo…
—No, tampoco yo, pero el chico… me refiero a que lo abandonaste… y yo también lo abandoné, y no hay que descartar que también él nos haya abandonado. Es una posibilidad. Claro que ¿por qué cargar con penas antes de tiempo?
—Claro —suspiró la chica—, ¿por qué? Permaneceré aquí,
signore
. Haré lo que dice. Soy muy feliz porque sé que recuperaré a mi hijo. Sé que me está esperando. Gracias a usted, Giuseppe.
Él alzó los hombros y se quedó mirando por la ventana.
—La obra del Creador —murmuró—. ¿Qué sabrá de eso un profanador de tumbas?
Acerca de la carcoma que camino de Trieste instruía
a la madera en cuestiones de moral y buenos modales.
Al final, Giuseppe repite una vieja hazaña
Giuseppe y Arturo se encontraban en el valle del monte Cusna, cuyas altas cimas de dos mil metros podían entrever a lo lejos. Giuseppe conocía el terreno como la palma de la mano, y sabía que pronto cruzarían el puente.
Habían pasado dos días desde que se marcharon de San Marcelo.
Giulietta estaba en las puertas del convento cuando ellos emprendieron el camino de bajada. Ella y Arturo se despidieron con la mano, como si los brazos quisieran aferrarse a la promesa de volver a verse pronto.
Giuseppe no levantó el brazo, se quedó silencioso y retraído en el pescante, pero cuando finalmente llegaron al valle, de pronto cambió de humor y empezó a hablar con gran entusiasmo sobre el estado libre de Trieste.
—¿Quiere ir a Trieste, maese?
—Eso sí que es una ciudad, Arturo; allí vas a ver cementerios tan grandes como palacios. Nos haremos ricos como sultanes y gordos como emires. Bueno, desde luego tú estás ya bien encaminado.
—¿Qué será de Piccolino, maese?
—Piccolino se quedará donde está, porque es el mejor sitio donde puede estar. Entiéndeme bien, Arturo, porque es algo importante, y he pasado mucho tiempo pensándolo todo; el resultado de la operación es ¡Trieste!
Voilà
, como dicen en la corte de París. ¿No suena prometedor? ¡Trieste! La palabra tiene cierto sabor a aceitunas frescas y sopa de mejillones.
—Entonces, ¿qué será de Giulietta, maese?
—Eso no es asunto mío, y desde luego tampoco tuyo, o sea que déjame en paz con tus preguntas absurdas. Con un poco de suerte, habremos llegado antes de que el frío empiece a ser cortante.
—Pero ¿qué vamos a hacer en Trieste, maese?
—Vamos a vivir, Arturo, vivir como personas normales y decentes. No andaremos de aquí para allá como animales acosados.
—Entonces, ¿ya no cavaremos más?
—¿Para qué piensas tanto cuando sabes que pensar no es precisamente tu fuerte? Deja eso a tu señor, que piensa por los dos.
—Pero ¿cómo se detiene el río, maese?
—¿Es que alguien te lo ha pedido?
—¿Cómo se detiene el río de ideas y sentimientos?
—Haciendo lo que diga yo. ¿No comprendes que toda sabiduría procede de la experiencia? Y tu experiencia debería decirte que lo que más te conviene es hacer lo que diga tu señor.
—Pero ¿le importa que vaya yo en busca de Piccolino y se lo devuelva a su madre? Así podríamos reunimos en Bolonia, ¿no?
—Oye, pero ¿te has vuelto loco, o que? ¿El alumno llevando la contraria al maestro? ¿Adónde vamos a llegar?
—Es que me duele el corazón, maese. Giulietta está contando las horas, deseando…
Giuseppe tiró de las riendas y detuvo el carro.
—Calla, cretino, que parece que no piensas. ¿No te das cuenta del alcance de nuestro cisma? Para empezar, probablemente habrán vendido al rapaz al mejor postor, pero, además, puede haber muerto de fiebre, que aqueja a muchos menores. Yo pensaba en eso cuando le aconsejé a Giulietta que se quedara donde estaba. ¿Debía seguir a la pobre muchacha hasta la tumba de su hijo? ¿No bastaba con darle la buena noticia de que el chico no se había ahogado? ¿También he de señalarle dónde está enterrado? Pero bueno, ¿por qué sacudes la cabeza de ese modo tan irritante?
—Porque no dice la verdad, maese. Porque usted sabía que nunca querría llevar a Piccolino hasta Giulietta. Por eso propuso que viajásemos solos. El niño no está muerto.
—¿Estás seguro?
—Sí, maese, estoy seguro.
Giuseppe lo agarró de la oreja.
—Ahora escúchame bien, cretino: ese chico no es carne mía ni tuya, y que esté vivo o muerto no viene a cuento.
—Pero, maese…
—Calla, que tu señor no dejó la abadía de Piccolino por propia voluntad, sino que se arrastró por una madriguera de zorro, que, además de la fetidez del animal, también tenía el hedor de la tumba de Pagamino, pues estuve cerca de la muerte. Porque te diré una cosa: en aquella misma abadía me esperaba ni más ni menos que Del Sarto. ¿Entiendes ahora por qué no podemos entrar sin más y llevarnos al pequeño?
—Pero Del Sarto ha muerto, maese.
—Ya, pero los monjes no; ésos gozan de perfecta salud y creen que Giuseppe Pagamino es un simple criminal, un hereje que está excomulgado en Lucca. Cosa que es la pura verdad. De hecho, han puesto precio a mi calva cabeza. Soy un proscrito, Arturo, o sea que si alguno de los frailes cantarines me ve, irá corriendo a Lucca a tal velocidad que de las suelas de sus sandalias saltarán chispas. Y yo te pregunto: ¿qué cabeza crees que tiene más valor: la de tu maestro o la de Piccolino? Gracias, no hace falta que respondas. —Se dio una palmada en la frente—. Por todos los santos —dijo con un gemido—, te he tratado con el amor de un padre, y ¿qué recibo a cambio? Respuestas impertinentes y una cara malhumorada. ¿Va a instruir ahora la carcoma a la madera en cuestiones de moral y buenos modales?
—Pero es el hijo de Giulietta, maese.
—Oye, ¿cuántas veces tengo que salvar la vida a ese renacuajo?
—Hasta que regrese con su madre.
—La conversación ha terminado, Arturo.
Y así fue; y no volvieron a hablar hasta que encontraron una tumba en el lindero del bosque.
—¿Qué hacemos, maese?
—¿A ti qué te parece?
—Creo que vamos a cavar.
—Tú vas a cavar, Arturo, y antes de eso deja de poner esa cara, porque no soporto esas cosas. Como si no tuviera suficientes preocupaciones.
Arturo fue en busca de los útiles para cavar y repitió que estaba profundamente apenado y que lo sentía mucho.
Giuseppe fue tras él.
—Pero ¿de qué crees que vives, mozo? Vives de la inteligencia de tu señor. Así ha sido todos los días, y así seguirá siendo. No se llena la panza yendo de un lado para otro en busca de niños de otras personas. ¿Entendido, cretino?
—Entendido, maese.
Al rato, sólo la cabeza de Arturo sobresalía del hoyo. El rostro blanco iluminaba la noche oscura. Como siempre, trabajaba deprisa y sin descanso, y pronto desapareció la cabeza también.
Giuseppe, que estaba tumbado bajo un árbol frondoso, bostezó aparatosamente y examinó la capa de nubes, mientras recordaba sin querer los días pasados en el berzal.
—No hay duda de que tengo razones para estar agradecido —murmuró—. Cuando pienso en Urbano, veo que la suerte me ha sonreído. ¿Me oyes, Arturo? La suerte me ha sonreído.
—Sí, maese —se oyó desde el agujero.
—Di a tu señor que eres feliz.
—Soy feliz, maese.
—Pero pocas veces asoma a tus labios la palabra «gracias»; a pesar de que jamás ha habido un analfabeto con tantos motivos para estar agradecido.
—Le agradezco todos y cada uno de los días —replicó Arturo—, y lo recuerdo en mis oraciones antes de acostarme. Pero no soy analfabeto.
Giuseppe se quedó mirando al vacío.
—¿Pretendes decirme que sabes leer?
—Es una habilidad que dominé porque era un atajo para aprender sobre las plantas.
Giuseppe se arrastró hasta el hoyo.
—Haz el favor de traducir:
Cuiusvis hominis esterrare, nullius nisi insipientis in errore perseverare.
Arturo apoyó la pala en la tierra.
—Pues debe de significar que cualquier persona puede cometer un error, pero que sólo el insensato persiste en él.
—Menuda salmodia, cretino.
—Pero escuche, maese:
Hominus dum docent, discunt.
—¿Es un acertijo?
—No, maese; es una verdad que dice que mientras uno instruye, aprende.
—Eso lo sé mejor que nadie; pero no fanfarronees con plumas prestadas. ¿Estás encima del ataúd?
—Sí, maese.
—Pues ¿a qué esperas? ¿Cuándo aprendiste a leer?
Arturo retiró la tierra de la tapa del féretro.
—Cuando tenía cinco años, que es la mejor edad.
—¿Puedo tratar de adivinar de quién proceden esos disparates? No, no te molestes en responder, que prefiero no oír más citas de aquel domador de batracios.
Giuseppe dio la espalda al hoyo. La idea de que quien estaba allá abajo sabía leer y escribir era difícil de digerir. Aparentemente, el rapaz había aprendido de todo con su anterior señor. «Por otra parte —pensó—, es de mí de quien ha aprendido a manejar un hierro plano.»
—Ya he quitado la tapa —dijo Arturo.
Giuseppe se echó boca abajo y examinó el cráneo marrón.
—Vuelve a cerrarlo —gimió—; es un leproso, y encima lo han enterrado con el cazo de mendigar y la matraca. Alguien ha debido de tenerlo en consideración. Pero reconocer a un leproso en cuanto lo ves tal vez no supiera hacerlo tu anterior señor, ¿verdad?
—Es que no cavábamos tumbas, maese.
Al rato habían reemprendido el camino.
Giuseppe iba al pescante, y Arturo, como de costumbre, caminaba junto a la mula. Pero su modo de andar, arrastrando los pies, con la cabeza ladeada y cara de acelga abatida, callada, irritaba tanto a Giuseppe que finalmente tiró de las riendas.
—¡Arturo!
—¿Sí, maese?
—No soporto verte caminar de ese modo.
—¿De qué modo, maese?
—Con esa cara, con ese aire.
—Es que estoy triste, maese, no puedo dejar de pensar en Giulietta.
Giuseppe saltó al suelo.
—Ya basta, Arturo. Estoy harto de tu actividad mental; haz lo que te dé la gana. ¿Entiendes lo que te digo? Eres libre para actuar como te plazca. Por mí, como si regresas a Florencia, te mueres por la peste o vuelves a tu ocupación de arrejuntarte con mujeres casadas y arriesgar el pellejo robando a un niño. Puedes hacer lo que quieras, acabas de ser expulsado de este carro.
Arturo se retorció las manos.
—¿Expulsado, maese?
—Ya me has oído. Nuestros caminos se separan aquí. Estoy cansado de tu negligencia a la hora de cumplir tu deber y de tu trato frívolo con la verdad, aparte de que llevas constantemente la contraria a tu señor. La tristeza es contagiosa, y no me da la gana seguir soportando tus cambios de humor. El camino que baja al río no tiene pérdida: desde ahí continúa hacia el norte por la ladera sur, calculo que medio día más o menos, y después roba una lancha y déjate llevar por la corriente. Habrás llegado al final del camino cuando veas una casucha en ruinas con un grupo de monjes gordinflones que se han unido en una modesta abadía, donde viven a cuenta de los pobres y los subnormales indefensos. Pero yo tengo otros planes, y mi vida va en dirección opuesta. Puedes coger tus cosas. ¡Andando!
Arturo fue a la parte trasera del carro y tomó la alforja donde guardaba sus escasos enseres.
—Le deseo suerte en el viaje, maese. Estoy seguro de que nuestros caminos se cruzarán de nuevo y de que un buen día volveré a despiojarlo.
—No te hagas ilusiones.
Giuseppe se sentó al pescante y calculó la distancia hasta Trieste. No es que se le hubiera pasado jamás por la cabeza poner pie en aquel lugar abandonado de Dios, pues su plan siempre había sido otro: quería volver a Rafael, a la camisa limpia y la vida de holganza. ¿Qué era aquel olor? ¿Vainilla? Claro, vainilla y sábanas limpias. Para entonces los niños habrían nacido ya. Tanto mejor, porque entonces se oirían voces infantiles en el Paraíso. Lo recibirían con sumo gusto y naranjas recién recogidas. Lo llevarían en palmitas, le limpiarían las uñas de los pies y lo peinarían, pues en el Paraíso las delicias no tienen fin. Todas las noches, las mujeres se apelotonarían a su alrededor para oír otro capítulo de las aventuras de su vida, y no habría nadie para corregirlo, porque en el Paraíso no existe la mentira. Podía oír ya el ruido de las muchachas lavando la ropa, golpeándola contra las piedras del estanque. ¿Volvería a abandonarlas? Jamás.