El enigma de la Atlántida (26 page)

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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

BOOK: El enigma de la Atlántida
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Comprobó la dirección en la falsa orden de trabajo por última vez y paró en la entrada de la casa. Se inclinó bajo el quitasol y estudió la estructura.

La casa era amplia y tenía dos pisos. No era excesivamente grande, pero más de lo necesario para el solo ocupante que, según le habían informado, vivía allí. Cambrigeport era una zona residencial, con viviendas unifamiliares, además de algunas de alquiler, ya que la Universidad de Harvard y el río Charles quedaban cerca. Era un buen barrio para pasear, para aquellos a los que les gustaba hacer tal cosa. Ésa era otra buena razón para hacer el trabajo de día y no por la noche.

Bess tenía poca información. Se suponía que el dueño era un catedrático universitario que estaba fuera del país. Había tomado notas, pero no confiaba mucho en ellas. La gente regresa en los momentos más inesperados.

Habría sido mejor que hubiera estado trabajando. Las horas que tendría que pasar en clase le habrían dado más seguridad que depender de cuando decidiera acabar sus vacaciones.

Salió de la furgoneta, se puso un casco de motorista y fue hacia la puerta con un sujetapapeles en la mano. En cuanto pasó por la puerta de la calle oyó el pitido de la alarma.

Según los informes que había pirateado, tenía cuarenta y cinco segundos para llegar al teclado que había en el vestíbulo y apagarla. Llegó con tiempo de sobra y tecleó el código, que también había pirateado.

—¿Has cerrado la puerta? —preguntó volviéndose hacia Sparrow.

El tipo frunció el entrecejo y cruzó los brazos sobre el pecho. El cinturón para las herramientas, que no había tocado, le colgaba de la cintura.

—¡Vete a la mierda! Para mí el piso de arriba. Nos vemos —dijo encaminándose hacia las escaleras.

Bess lo maldijo, y también a su arrogancia. Ambos eran lo suficientemente grandes como para dedicarles largo rato y los dos merecían cualquier epíteto que les atribuyera.

Recorrió el piso de abajo para asegurarse de que estaba sola. Una vez comprobado, volvió al despacho y encendió el ordenador.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

3 de septiembre de 2009

—¿Has oído hablar de las excavaciones que se están haciendo en Cádiz, Gary? —preguntó Lourds.

—¿Donde están buscando la Atlántida?

Leslie tomó un sorbo de vino y observó a Lourds. Lo había echado de menos mientras había estado trabajando en el Instituto Max Planck.

«Olvídalo —se reprendió—. No es ni el momento ni el lugar».

—No sé si encontrarán la Atlántida allí. Han descubierto media docena de sitios donde podría haber estado. Grecia sostiene que está sumergida cerca de sus costas, al igual que Bi-mini. También hay quien dice que está próxima a las costas de Sudamérica.

—No sabía nada de eso último.

—Esa afirmación la hizo un hombre llamado J. M. Alien, que asegura que la Atlántida estaba en el Altiplano boliviano. Según sus investigaciones, esa zona se inundaba con frecuencia. De hecho, descubrió que se había inundado en el año 9000 a. C.

—¿Por qué estáis hablando de la Atlántida? ¿Has encontrado algo que indique en esa dirección? —preguntó Natashya.

«Bruja», pensó Leslie. Las cosas habían perdido su gracia desde que se había unido a ellos. Cuando Lourds y ella se habían puesto en camino hacia Moscú —incluso remolcando a Gary—, todo era potencialmente interesante. En ese momento resultaba difícil mantener cinco minutos de conversación con aquel atractivo catedrático sin que la poli rusa se metiera de por medio.

Leslie sentía la pérdida de la hermana de Natashya, por supuesto, pero no sabía por qué tenía que haberse invitado al viaje.

—Por extraño que parezca, mientras estaba investigando sí que apareció el tema de la Atlántida. Hay algunas teorías que indican que el pueblo yoruba podría haber sido atlante —confesó Lourds recostándose en la silla y estirándose.

—¡Nooo! —exclamó Gary.

—¡Sííí, tío!

Leslie sonrió. Sin duda, aquellas bromas de fumetas estaban prohibidas en Harvard, pero a Lourds no le importaba. Era lo que más le gustaba de él, que era auténtico.

—Ifé es una ciudad yoruba de Nigeria. Los documentos que he estado estudiando sostienen que existe desde, por lo menos, el 10000 a. C.

—Eso encaja con el marco temporal que se estableció para la Atlántida —dijo Gary.

—Algunas investigaciones condujeron a varios historiadores a creer que los yorubas fueron en tiempos una potencia marítima. Hay documentación que sugiere la existencia de una gran flota de barcos que quedaron destruidos tras un cataclismo oceánico que se internó tierra adentro.

—¿Como el hundimiento de una isla?

—Y el subsiguiente tsunami. Esa sociedad era famosa por sus comerciantes. Los habitantes de Aromire eran almirantes, y los de Oloko eran mercaderes que hacían viajes de hasta un año. Los expertos creen que llegaron a Asia, Australia, Norteamérica y Sudamérica.

—¿Qué tiene todo eso que ver con el címbalo por el que asesinaron a mi hermana? —preguntó Natashya.

Aquello puso serios a los dos hombres; Leslie se molestó por la facilidad con que Natashya se había apoderado de la conversación. Siempre parecía calmada, serena y controlándolo todo.

—Mientras investigaba descubrí algo muy interesante. Me aparté un poco del tema, pero en los primeros tiempos de Ifé muy poca gente podía leer y escribir su lengua. Los escribas yorubas mantenían ese tipo de conocimiento sólo al alcance de unos pocos.

—¿Crees que las inscripciones de la campana y del címbalo son yorubas?

—Es posible —dijo Lourds bostezando—. Tengo que estudiarlo mejor ahora que he encontrado ese dato. Según la leyenda yoruba, Oduduwa y su hermano Obatala, que también era hijo de Olorun, dios del cielo, crearon el mundo. Obatala creó a los hombres con arcilla y Olorun les insufló vida.

—Un mito de creación. Todas las culturas lo tienen —intervino Gary.

—Resulta fascinante comprobar cuánto tienen en común todos esos mitos —dijo Lourds.

—¿Vas a buscar inscripciones que coincidan con las de la campana y el címbalo en el instituto? —preguntó Natashya.

—Ése es el plan.

—¿Cuánto tardarás?

—No lo sé —contestó encogiéndose de hombros—. El problema es que prácticamente estoy acabando todo el material que tiene esta gente.

—¿Y qué pasará entonces?

—Entonces tendremos que pensar en estudiar el material original.

Aquello despertó el interés de Leslie.

—¿Te refieres a ir a África Occidental?

—Si es necesario, sí —contestó mirándola, y asintió con la cabeza.

Cambrigeport

Cambridge, Massachusetts

3 de septiembre de 2009

Bess seguía en el despacho cuando las cosas se estropearon. Había encendido el ordenador y estaba descargando todo lo que había en el disco duro. También había echado un vistazo a los ficheros en papel que tenía en el archivador, aunque la mayoría de ellos tenían relación con presentaciones académicas para las clases.

En ese momento, la puerta de la calle se abrió y entró alguien.

Bess se puso en movimiento instantáneamente. Fue hacia la puerta del despacho y se pegó a la pared. El corazón le latía a toda velocidad. No era la primera vez que le ocurría. Se haría pasar por empleada de la compañía del gas.

Sparrow no se lo montó igual de bien. Bajó las escaleras con los auriculares en los oídos y no vio al hombre hasta que fue demasiado tarde. Además, llevaba un saco a la espalda como si fuera un malvado Santa Claus. Al parecer había cogido la funda de un almohadón y había metido dentro todo lo que le había gustado.

Eso no formaba parte del plan.

Era poco profesional, y lo que era peor, no tenía excusa, ya que el dueño no tenía que enterarse de que habían entrado. Bess se juró que no volvería a trabajar con él.

El hombre que acababa de entrar tenía unos cuarenta años y algo de sobrepeso. Llevaba pantalones cortos de color caqui, camisa de golf y sandalias.

A juzgar por la ropa, imaginó que sería un vecino. Nadie sería tan estúpido como para ir muy lejos con esa pinta. Seguramente sólo estaba vigilando la casa de su amigo.

—¿Quién eres? —preguntó.

Bess salió de su escondite.

—Somos de la compañía del gas. Nos han informado de que había un escape en esta zona.

El hombre miró la funda de almohadón a la espalda de Sparrow.

—No te creo —dijo sacando un móvil de la cintura.

Prácticamente todo el mundo disfrutaba de aquel avance tecnológico, lo que hacía el trabajo de un ladrón profesional aún más difícil. En aquellos tiempos, cualquier idiota podía denunciar un robo inmediatamente.

Sparrow buscó en la parte de atrás del pantalón y sacó un revólver.

Bess no sabía de qué tipo era. Nunca había trabajado con armas ni tampoco las había robado. No había forma de saber si estaban marcadas o no, ni quién las había utilizado. No le apetecía nada que la pillaran por allanamiento de morada y la acusaran de un asesinato cometido por otra persona. Antes de poder detenerlo, disparó.

La detonación se oyó en toda la casa y en aquel reducido espacio fue atronadora.

El vecino se tambaleó, se llevó una mano al pecho, que apartó llena de sangre, y se desplomó.

Bess no perdió tiempo en comprobar si estaba vivo ni en maldecir a Sparrow. Simplemente lo miró.

—Sal de aquí ahora mismo —le ordenó.

Sparrow se quedó inmóvil.

—¡Sal de aquí! —gritó.

Sparrow empezó a moverse, pero sin apartar la vista del cuerpo que había en el suelo.

—Iba a llamar a la Policía. Tuve que…

Bess no le prestó atención y volvió al despacho. Desenchufó el disco duro externo que había llevado para descargar los ficheros. El programa había finalizado. Lo había copiado todo. Había hecho su trabajo.

Bordeó el cadáver, salió de la casa y cerró la puerta. Sparrow estaba en el asiento del pasajero.

Bess se puso al volante, encendió el motor y arrancó. Sacó un móvil desechable del mono. Antes de cada trabajo compraba uno con la esperanza de no tener que utilizarlo. Llamó al teléfono de emergencias, informó del disparo y colgó.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Sparrow.

—Puede que siga vivo. No debería morir por culpa de tu codicia. —Conducía de forma mecánica mientras serpenteaba entre las calles.

—¡Eh! Lo que he cogido no es para tanto. La pasta de este trabajo no…

—La pasta está bien. El hombre que nos contrató no quería complicaciones. Lo que has hecho, para que lo sepas, ha sido una complicación. Una complicación muy grande.

Sparrow se recostó en el asiento y cruzó los brazos sobre el pecho como un niño caprichoso.

—Dame la pistola —le pidió estirando su mano enguantada.

—¿Por qué?

—¡La pistola!

—Es mía.

—¡Dámela ahora mismo!

Se la entregó de mala gana.

Bess la limpió con una sola mano. Incluso abrió el tambor y limpió las balas. Por suerte era un revólver y sólo habían dejado atrás una bala.

Eligió con cuidado el recorrido que iba a realizar y fue hasta el puente Longfellow. Mientras lo cruzaba, un tren de la línea roja circulaba por las vías del medio. A mitad de camino, antes de entrar en Boston, le ordenó a Sparrow que bajara la ventanilla y tiró el arma al río Charles. Esperaba que aquello fuera el fin.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

3 de septiembre de 2009

El teléfono de Leslie sonó mientras ésta contemplaba Leipzig. Era su productor, que llamaba a las once y dieciocho minutos de la noche, no podía ser nada bueno.

Entre el segundo y tercer timbrazo dudó si contestar, pero finalmente bajó el volumen del televisor y respondió.

—Hola.

—Dime que tienes algo. —Philip Wynn-Jones no parecía contento.

—¿Qué quieres que te diga?

—No te pongas estupenda.

—No lo hago. Estamos en Leipzig.

—Me enteré en cuanto empezaron a llegar facturas del hotel a cargo de la tarjeta de crédito. Dime algo que no sepa.

Leslie contempló la línea del cielo sobre la ciudad e intentó pensar con calma.

—Todavía estamos siguiendo la pista de los instrumentos que desaparecieron.

—¿Habéis descubierto algo?

—Lourds cree que a lo mejor tenemos que ir a África Occidental.

Durante un momento sólo se oyó silencio al otro lado del teléfono.

—¿A la maldita África? ¿Los cuatro?

Leslie decidió no morderse la lengua. Gary era fijo y —aunque pasaba mucho de Natashya Safarov— aquella policía rusa tenía recursos y acceso a información que ella no podía conseguir. Todavía.

—Sí, los cuatro.

Wynn-Jones soltó una larga exhalación seguida de una retahila igual de larga de juramentos.

—¡Me estás empezando a tocar los huevos, Leslie! Lo sabes, ¿verdad?

—Tienes que darnos un poco más de tiempo.

—El tiempo es dinero en los negocios, cariño. Ya lo sabes.

—También sé que la publicidad lo es igualmente —dijo apartándose de la ventana; el tráfico la distraía. Miró hacia el televisor.

Había puesto el Discovery Channel, como de costumbre. Los programas que solían emitir podían darle ideas y ofrecer potenciales mercados para lo que quería hacer, además de ver contra lo que tenía que competir.

Por casualidad, después de la conversación que habían tenido durante la cena, repetían uno de los documentales sobre la Atlántida. Parecía que la gente no pensaba en otra cosa desde que habían empezado las excavaciones de Cádiz.

Espoleada por la desesperación, pues llegados a ese punto estaba segura de que Lourds seguiría sin ella, aquel programa le dio una idea.

—Los restos de un grupo de música prehistórico no valen nada —protestó Wynn-Jones.

—No era prehistórico —replicó automáticamente. Sabía que estaba canalizando mentalmente una de las charlas de Lourds de los últimos días. ¿Cuál era la palabra que había utilizado?

—¿Qué?

—Prehistoria se refiere a la época en la que todavía no había ningún testimonio escrito. La campana y el címbalo pertenecen, sin duda… —intentó encontrar el término—, al periodo histórico.

—Estupendo, ahora vas de culta. No era exactamente lo que imaginaba que harías cuando te fuiste pitando con el catedrático.

Los ojos de Leslie se concentraron en la pantalla. Mostraba imágenes de archivo de unas enormes torres de cristal de alguna película de ficción científica cutre. Al cabo de un momento, unas grandes olas barrieron la ciudad y la hicieron añicos.

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