El enigma de la Atlántida (29 page)

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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

BOOK: El enigma de la Atlántida
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—Perdón por haberle despertado, jefe —se disculpó D'Azeglio—. Pero creía que le gustaría estar aquí para ver esto.

—Ya, sabía que llegaríais aquí más o menos a esta hora. Me fui a la cama enseguida. —Brancati observó la pared—. ¿Preparados?

—Sí, las cargas están colocadas. Estábamos esperando que nos diera luz verde.

—Ya la tenéis. Acabemos con esto.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

4 de septiembre de 2009

Lourds, vestido con una camiseta, pantalones cortos y zapatillas de deporte llamó a la puerta de Natashya. Se sentía incómodo, pero la conversación con Donna Bergstrom le había alterado por completo. No creyó ni por un momento que aquel allanamiento de morada hubiera sido una casualidad. Mientras esperaba se colocó bien la mochila a la espalda.

—¿Qué quieres? —preguntó Natashya desde el interior.

—Necesito hablar contigo.

—¿Por qué no sigues haciéndolo con la rubia de bote que está en tu habitación?

Aquello lo desconcertó. ¿La había visto?

—No creía que a tu edad siguieras vivo después de que ella te clavara las uñas.

Un hombre entrado en años pasó por el pasillo y lo miró con desdén.

Lourds sintió la necesidad de defenderse, pero sabía que era una locura. No conocía al hombre y no había hecho nada malo.

—Quizá no deberíamos tratar ese tema desde aquí afuera —propuso.

—No lo vamos a hacer en mi habitación.

No conseguía entender por qué estaba tan enfadada. No había estado persiguiendo a Leslie. Aunque la verdad era que tampoco la había rechazado. No eran nada más que dos adultos disfrutando de un poco de tiempo libre. No había nada más. Estaba seguro de que Leslie opinaba lo mismo.

Aunque tampoco habían hablado de ello y no era muy bueno leyendo mentes. Había tenido relaciones con mujeres que no habían entendido las reglas del juego. Su gran pasión sería siempre su trabajo. De momento, nunca le faltaban compañeras, pero tampoco iba a dejar que eso le cambiara la vida. Había tenido la impresión de que Leslie pensaba lo mismo respecto a esa cuestión.

—Deja esa historia ahora. Ha ocurrido algo más importante. Alguien ha asaltado mi casa. Han disparado a un amigo mío cuando fue a ver qué pasaba y ahora está en el hospital. Casi lo matan.

Por un momento pensó que Natashya no iba a hacerle caso ni aun después de contarle aquel incidente, pero, cuando estaba a punto de irse, la puerta se abrió.

—Entra. —Natashya se apartó para dejarle entrar, vestida únicamente con una camiseta muy grande que se pegaba a sus grandes pechos y le llegaba hasta la mitad de los muslos.

Lourds pensó que no debería de haberse fijado en los detalles. De hecho intentó no hacerlo. Había temporadas en las que podía pasar días enteros sin prestar atención a ese tipo de cosas. O, al menos, sin que tuvieran efecto en él. El problema era que cuando se le despertaba la libido, seguía desenfrenada hasta que se consumía por sí misma. Eso podía tardar un tiempo. En ese momento todavía tenía la sangre caliente.

Entró y cerró la puerta. La luz de la pantalla del televisor ofrecía una burbuja de iluminación gris azulada en el centro de la habitación. Evidentemente, Natashya no estaba durmiendo.

—¿Tienes problemas para dormir? —le preguntó en ruso.

Natashya estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Si tienes algo que contarme, hazlo —replicó en inglés.

—Han asaltado mi casa —repitió.

—¿Y?

Lourds no le hizo caso, a pesar de no saber por qué estaba así. Abrió la mochila y sacó el ordenador. Después de dejarlo en el escritorio, lo abrió y lo encendió.

—Tengo un programa que me permite acceder a la cámara de seguridad esté donde esté.

—Así que me vas a enseñar tu casa.

—Te voy a enseñar lo que me preocupa del asalto. —Abrió el programa y aparecieron una serie de ventanas que mostraban lo que registraban las cámaras—. También puedo ver lo que ha sucedido hace veinticuatro horas. Si quisiera ver más tendría que pedirlo a la empresa de seguridad.

—¿Tienes una imagen de los asaltantes de tu casa? —Parecía más interesada.

—Sí. Por supuesto, es posible que entraran por casualidad. Llevo unas tres semanas fuera, pero me parece demasiada coincidencia.

—Quizás estás paranoico.

—Después de todo lo que ha pasado, creo que es lo único que puedo estar —dijo mientras rebobinaba hasta llegar al momento en el que se veía a una figura con un mono de color naranja en su despacho, y a otra en el dormitorio cogiendo los artilugios con los que se entretenía en los ratos de ocio.

—Está copiando tu disco duro en uno externo —comentó Natashya.

—Sí. —Cada vez se sentía más incómodo al ver cómo se tensaba la tela de la camiseta sobre los pechos de Natashya. También desprendía un agradable olor. Tuvo que aclararse la voz para hablar—. ¿Te parece que es lo que haría un ladrón común y corriente?

—¿Guardas algo importante en tu ordenador?

—Notas, proyectos en los que estoy trabajando.

—¿Proyectos importantes?

—Trabajo en las mismas cosas que Yuliya. Nada de eso va a hacerme rico ni tiene gran valor para nadie.

—¿No? ¿Qué me dices de tus tarjetas de crédito y de cuestiones financieras? ¿Están en tu ordenador?

—No, me temo que soy demasiado desconfiado para esas cosas.

—Lo dice alguien que puede ver su dormitorio desde otro país.

—La verdad es que me pareció muy enrollado. No lo había mirado nunca, excepto cuando me lo instaló mi amigo; no lo habría comprobado si no hubieran disparado a Marcus Bergstrom.

Natashya se irguió y Lourds echó de menos las vistas.

—Eran profesionales. La mujer copió los datos de tu ordenador mientras el hombre que había arriba intentaba hacer que pareciera un robo. Eso quiere decir que Gallardo no se ha olvidado de nosotros.

—Pensaba que quizá se había dado por vencido después de lo de Odessa.

—Al parecer no. Siguen persiguiéndonos —aseguró Natashya mirando la pantalla del ordenador.

—¿Por qué?

—Seguiste la pista del címbalo hasta el pueblo yoruba. Me apuesto lo que quieras a que ellos no lo han hecho.

—¿Ellos?

—Un hombre como Gallardo trabaja según resultados. Comete un crimen y obtiene un beneficio inmediato.

—Robó la campana en Alejandría, así que debía de tener un comprador.

—Tendremos que averiguarlo. Mientras tanto, es mejor que te vayas.

—¿Sí? —Se sorprendió de lo rápidamente que quería quitárselo de encima.

—Sí, no quiero…

Se oyó un golpe en la puerta.

Sin hacer ruido, Natashya metió la mano debajo de un almohadón y sacó una pistola. Lourds iba a decir algo, pero no lo hizo al ver que se llevaba un dedo a los labios. En silencio, Natashya se acercó a la puerta y miró por la mirilla.

Entonces suspiró enfadada. Lourds tuvo que admitir que las mujeres rusas eran las campeonas a la hora de mostrarse enfadadas cuando así lo querían.

—Esto —dijo abriendo la puerta-era lo que no quería.

Al otro lado estaba Leslie completamente vestida. Tenía los brazos cruzados y parecía ligeramente desafiante.

—He venido a ver qué te retenía tanto tiempo. Me preguntaba si te habrían entretenido.

Por un momento, Lourds pensó que Natashya le iba a pegar un tiro, aunque no estaba seguro de por qué.

—Créeme —dijo Natashya volviendo a la cama—, cuando me acuesto con un hombre soy bastante más que un entretenimiento. —Sin decir nada más, volvió a meter la pistola debajo de la almohada—. Tenéis que iros, necesito dormir.

Lourds empezó a irse. Ya se sentía bastante incómodo tal y como estaban las cosas como para verse involucrado en una pelea entre mujeres que no acababa de entender. Pero cuando abrió la puerta vio a un hombre que reconoció y rápidamente volvió a cerrarla.

—No podemos irnos.

Las mujeres le lanzaron una mirada feroz.

—Patrizio Gallardo y sus hombres acaban de pasar por delante de la puerta.

Cueva 41

Excavaciones de la Atlántida

Cádiz, España

4 de septiembre de 2009

—¡Fuego!

Agachado detrás de uno de los grandes buldóceres, el padre Sebastian apenas oyó el grito de aviso del jefe de demoliciones por megafonía. El protector de oídos amortiguaba prácticamente todos los sonidos.

Al poco, los explosivos estallaron en una rápida serie de sonidos parecidos a los de las palomitas de maíz al explotar.

El polvo y los escombros llenaron la cueva. Una máscara con filtro tapaba toda la cara del padre Sebastian y protegía sus ojos y sus pulmones. Los temblores que recorrieron el suelo le recordaron a los de la cubierta de un barco. No era la primera vez que pensaba en el mar que esperaba al otro lado de los diques que habían construido para mantener secas las cuevas.

Permaneció agachado hasta queD'Azeglio le dio un golpecito en el casco.

—Ya está, padre. Todo ha salido bien —dijo el capataz levantando uno de los protectores para los oídos.

D'Azeglio parecía un extraño insecto con la máscara y el casco. Su voz sonaba amortiguada y cansada. Le ofreció una mano para que se levantase.

—Gracias a Dios, las explosiones siempre me ponen nervioso —dijo al levantarse y quitarse el protector.

—Llevo un año trabajando en ellas, padre. Cuando hay tanta roca, nunca es fácil.

—¡No hay agua! —gritó alguien—. ¡No hay agua! La cueva está seca.

Se oyeron gritos de júbilo. Las cuevas inundadas que habían encontrado hasta ese momento retrasaban su trabajo considerablemente. Se perdían muchos días bombeando el agua.

Un nuevo entusiasmo inundó a Sebastian. Desde que era niño e iba con su padre, arqueólogo, siempre había soñado con la idea de ver algo que llevara oculto cientos o miles de años.

Cuando entró en el clero pensó que esos días habían llegado a su fin. Pero dio las gracias a Dios, que en su infinita sabiduría le había permitido no sólo la Biblia y la cruz del sacerdote, sino el pico y la pala del arqueólogo.

Era una buena vida.

Unos potentes focos iluminaron el lugar en el que había estado la pared. De ella sólo quedaba un montón de rocas en la abertura de la siguiente cueva. El agujero de la parte superior tenía casi un metro y medio de diámetro.

Brancati ordenó a los sacerdotes que esperaran mientras inspeccionaban la zona. Sebastian observó a los cuatro hombres que alcanzaron la cima de la montaña de rocas. Llevaban cascos de minero con lámparas, además de linternas en la mano. Brancati permaneció continuamente en contacto con ellos por radio.

Al cabo de unos minutos, los hombres descendieron por el otro lado. Poco después, Brancati se acercó al padre Sebastian.

—Padre, ¿podrá subir?

A Sebastian le sorprendió la pregunta. Brancati se había asegurado de que no corrieraningún peligro.

—Creo que sí.

—Le ayudaremos. Es importanteque vea lo que hay en esa cueva.

—¿Qué es?

Brancati tenía una expresión muy seriay había hablado en voz baja.

—Creen que es un cementerio.

Aquel anuncio hizo que sintiera un escalofrío. No sería un cementerio tradicional. Cuando de joven viajaba con su padre había estado presente en muchos de sus descubrimientos. Los hombres sencillos siempre recibían una lección de humildad.

Y de temor.

—Vamos —dijo el padre Sebastian poniéndose en marcha, aunque su mente se centraba en las posibles implicaciones. ¿Iban, por fin, a encontrar atlantes?

16
Capítulo

Cueva 42

Catacumbas de la Atlántida, Cádiz, España

4 de septiembre de 2009

L
a empinada subida hizo que el padre Sebastian se quedara sin aliento y recordara que ya no era tan joven. A pesar de los paseos diarios que daba, pasaba mucho tiempo entre estanterías de bibliotecas en vez de en excavaciones. Leer no era una actividad muy gimnástica, pero logró subir. Llegó hasta la cima de la empinada montaña de rocas partidas y escombros, aunque no tan rápido como sus compañeros más jóvenes.

La luz halógena que uno de los hombres introdujo en el interior de la siguiente cueva iluminó las catacumbas. La cueva estaba tallada en roca viva y modelada para hacer sitio a los muertos. Unos pasillos recorrían las paredes, que parecían enormes estanterías, y le recordaron a un antiguo radiador de serpentines.

—Parece un complejo de apartamentos para muertos —dijo uno de los obreros en voz baja.

Los escombros habían caído en el interior de la cueva y algunas rocas habían rodado entre las paredes de las tumbas. La Atlántida.

Aquella palabra dio vueltas en su cabeza. La Atlántida era el más legendario de los mundos perdidos y tuvo la impresión de que, al menos, parte de su pasado se extendía ante su vista. Uno de los tópicos de sus dos campos de experiencia era que el alma de una cultura se muestra en la forma en que trata a sus muertos.

Sebastian se movió con tanta rapidez que casi se cayó al pisar una piedra suelta. Uno de los guardias suizos estiró la mano con un movimiento reflejo para sujetarlo.

—Tengo que bajar ahí. Necesito verlo, ayúdeme —pidió.

—Padre, el camino no parece seguro —le advirtió el guardia.

—Me temo que no podemos permitirle bajar —dijo uno de los obreros—. El jefe dijo que podíamos traerlo hasta aquí nada más.

—Entonces hablaré con Brancati. ¿Me deja su radio? —pidió a uno de los trabajadores.

—El señor Brancati es muy testarudo, pero puede intentarlo.

Después de enseñarle cómo funcionaba, el sacerdote apretó el botón del micrófono.

—¿Brancati? ¿Dario?

—Sí, padre.

Sebastian miró la oscuridad que envolvía la última morada de las personas que en su día habían hecho que la ciudad que había encima de ellos estuviera llena de vida. Calculó que, por lo bajo, habría unos mil cuerpos en la cripta.

—Necesito bajar ahí.

—Espere a que el equipo se asegure de que no hay peligro.

—Sólo un momento. —Se fijó en que su voz estaba teñida de cierta súplica y aquello lo avergonzó.

—No quiero que sufra ningún daño.

—No creía que nuestra excavación acabaría así —confesó—. Me siento como los hombres que desenterraron a Tutankamón. Necesito ver lo que hemos hallado.

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