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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

El enredo de la bolsa y la vida (13 page)

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
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—Está bien. Salgan todos ahora mismo de este despacho.

—Antes retire lo de los acémilas —dijo el hombre de las bermudas—, o, como dice el señor productor, armaremos la marimorena.

—Está bien. Lo retiro y les presento mis excusas.

Salimos los cuatro al hall y allí nos dimos palmadas en la espalda y pusimos verde al señor Rebollo a voz en cuello. Los encargados de la seguridad me invitaron a una cerveza, pero decliné: por el momento no había nada más que hacer allí y prolongar mi presencia en el hotel era un riesgo innecesario. Me despedí de todos y anduve hacia la puerta de salida. Antes de alcanzarla se puso a mi lado el camarero y me tiró con suavidad de la manga.

—No me mire ni responda —susurró—. Mi turno acaba a las tres. Vuelva a esa hora, entre sin que le vean y espéreme en la pineda que hay al fondo del jardín.

Hice un movimiento afirmativo con la cabeza y proseguí mi camino. La playa había reducido un poco su tasa de ocupación por ser la hora de la comida y la siesta. Con gusto habría aprovechado el intervalo para darme un baño si hubiera tenido un bañador y un lugar seguro donde dejar la ropa de calle. Pero carecía de ambas cosas y no quería arriesgarme ni llamar la atención por si me vigilaban. Con el mismo gusto me habría zampado una ración de sardinas, pero también a eso hube de renunciar porque gastar dinero no entraba en mi presupuesto. De modo que busqué un círculo de sombra bajo un pino esbelto y desocupado y me senté a esperar. Con la imaginación volé al bazar de la familia Siau, donde en aquel mismo instante debía de estar concluyendo el ágape sin mi presencia. Para distraerme me puse a observar los coches que entraban y salían por la verja del hotel. Si uno de aquellos vehículos hubiera sido un Peugeot 206 de color rojo, habría dado el gasto, el viaje, el calor, la espera y el hambre por bien empleados, pero ningún vehículo de cuantos contabilicé correspondía a la marca ni al color mencionados. Un golpe de brisa me trajo varias páginas sueltas de un periódico. A juzgar por el olor, había servido para envolver crustáceos, pero durante un rato me distraje con los acontecimientos buenos y malos que habían ocurrido y probablemente seguían ocurriendo en el mundo mientras yo me escaldaba debajo de un pino. También fue divertido cuando otra ráfaga se llevó el sombrero, cuidadosamente depositado a mi vera, y hube de ir a sacarlo de debajo de una Zodiac. El resto fue monótono. De tanto en tanto me asaltaba la tentación de abandonar y volverme a casa. Y no por aburrimiento. La experiencia me ha enseñado que, en una investigación como la que yo estaba llevando a cabo, poco se consigue con la fuerza o con la audacia y mucho con la perseverancia. Lo que me impulsaba a irme era la convicción de no estar haciendo nada de provecho, ni para mí, ni para el caso, ni para ninguno de los implicados en él. A lo largo de mi existencia me he visto obligado a resolver algunos misterios, siempre forzado por las circunstancias y sobre todo por las personas, cuando en manos de éstas estaban aquéllas. Pero vocación de investigador nunca tuve, y menos aún de aventurero. Siempre anhelé y busqué un trabajo regular con el que vivir sin apreturas y sin sobresaltos. Pero ahí estaba yo, a mi edad, sudando la gota gorda por la remota posibilidad de obtener una información nimia que, unida a otras de similar calibre, me permitiera extraer una conclusión a la que probablemente habría preferido no llegar.

Sí llegó, en cambio, la hora convenida para la cita con Jesusero. Me levanté con grandes dificultades, primero porque se me habían entumecido músculos y articulaciones y segundo porque la resina que rezumaba el maldito pino había pegado con fuerza la ropa al tronco y yo no estaba dispuesto a regalarle mi único traje a un árbol. Conseguí despegarme a delicados tirones, pero la parte trasera del traje se quedó de lo más adhesiva, de resultas de lo cual llegué al hotel arrastrando una cola de papeles, hojas secas, mariposas y otros artículos volátiles. Aun así, atravesé la verja sin ser detenido ni especialmente observado, rodeé el edificio por el lado contrario a la piscina y me refugié en una espesa pineda, procurando evitar el contacto con los perversos congéneres del que me había fastidiado el ajuar.

Era un lugar umbrío, reseco y solitario. No entendí cuál podía ser la utilidad de aquel paraje, salvo que el peligro de un incendio forestal constituyera uno de los alicientes del hotel. A la espera de esta eventualidad, la pineda no ofrecía otro pasatiempo que la contemplación de muchas y muy grandes telarañas, ni otra ventaja que su aislamiento.

Esperé un rato. Llegaban voces de niños procedentes de la piscina y de adultos procedentes del comedor y el bar al aire libre. También me llegaba un hipnótico olor a carne a la brasa. Era admirable ver cómo aquellos potentados, tan duramente golpeados por la crisis financiera como acababa de saber leyendo un trozo de periódico, seguían manteniendo la apariencia de derroche y jolgorio con el único fin de no sembrar el desaliento en los mercados bursátiles. Apartando ramas, tallos, vástagos y bejucos, obtuve una visión oblicua y parcial pero amparada de un sector de la piscina. Mujeres juncales y bronceadas se asolaban o deambulaban con elegante insolencia en ceñidos bañadores y grandes gafas de sol. Todas hablaban animadamente a sus respectivos móviles. Observándolas sin ser visto y recreándome en la parte de su anatomía que más me interesaba (el peinado), perdí la noción del tiempo, la percepción del lugar y la conciencia de hallarme en una situación incierta, por no decir peligrosa, y de resultas de lo cual no me percaté de la presencia de un hombre a mis espaldas hasta que su voz dijo:

—¡Arriba las manos!

Hice como se me ordenaba maldiciendo para mis adentros mi negligencia y mi imprevisión. Me había metido yo solo en una trampa y, para mayor escarnio, para meterme en ella había esperado varias horas bajo un pino. Por necio no había notificado a nadie las particularidades de mi viaje, salvo al señor Siau, y aun a éste de modo vago, mencionando sólo la Costa Brava, un dato irrelevante para quien, proveniente de muy remotas tierras, se pasa por el forro la toponimia local. Debería haber llamado a la subinspectora o al Pollo Morgan o a Quesito antes de abordar el autocar de línea. Pero no lo había hecho y ahora estaba a merced de alguien a quien por lo visto mi actitud provocaba una ruidosa hilaridad.

—Pero, ¿qué hace usted, hombre? —le oí decir cuando cesó el ataque de risa y pudo articular palabra.

—Lo que me ha dicho: levantar los brazos.

—¡No, hombre! En mi país arriba las manos equivale a: ¡chócala, cuate!, o a ¡venga esos cinco!, o incluso a ¡con un abrazo amical celebremos el encuentro! Y disculpe el retraso: el malnacido de Rebollo me retuvo para abroncarme.

Bajé los brazos, di media vuelta y me encontré cara a cara con Jesusero. Ya no llevaba el uniforme de camarero sino un chándal sucio y roto y había dejado de llamarse Jesusero, como él mismo aclaró.

—Mi verdadero nombre —dijo— es Juan Nepomuceno. Y no soy de Cochabamba. Un tal Jesusero, que sí es oriundo de Cochabamba, me subarrendó el trabajo por un tercio del salario que le habrían pagado a él de haber sido el primer asalariado y no el segundo o el tercero, como era en realidad. La dirección del hotel quería un desgraciado para poder putearlo y tanto le da si viene el uno como el otro. Pagan lo convenido y no preguntan. A usted se lo cuento porque es un amigo. Soy de un pueblo cercano a Cochabamba. A sólo tres días de camino si uno no se cae por el barranco abajo. Mi pueblo está en la cumbre de los Andes. Tan alto que mires hacia donde mires no ves nada. Sólo somos cuatro indios muertos de hambre y un rebaño de llamas. Las llamas comen hierbajos y no sirven para una mierda. Flojas y feas a más no poder. Con lana tienen un pasar, pero las esquilas y parecen un feto de cordero. Escupir es el único talento que Dios les dio y lo ejercitan con el primero que se les cruza. Cuando menos te lo esperas, recibes un escupitajo en el cogote. Eso las divierte. De chicos, viéndolas escupir, los de mi pueblo aprendimos la técnica. Por falta de escolarización no aprendimos otra cosa, pero ésa la aprendimos bien. ¿Ve aquel señor de la camisa azul, junto a la barbacoa? Pues desde aquí podría meterle un lapo en el mojito. Ahora bien, ¿sirve eso para algo, dígame usted?

No sabía cómo responder a su pregunta ni si me había citado para contarme sus penas y alardear de sus habilidades.

—El placer de una cosa bien hecha es su mejor recompensa —dije para no desairarle.

—Eso si uno tiene plata —repuso Juan Nepomuceno—. Pero no me lamento, señor. Tengo un trabajo provisional y mal pagado. Allá no tenía ni eso. Sólo hambre y frío. Un día me harté y me fui, caminando, sin mirar atrás. La ventaja de vivir en la cima de la cordillera es que siempre vas cuesta abajo. Con tal de que no se te ocurra volver, claro. Usted vive en Hollywood, ¿verdad?

Esta muestra de credulidad me devolvió la confianza en el ser humano. Hice un ademán ambiguo y dije:

—Paso mucho tiempo en Barcelona. Negocios.

—Lógico, lógico —asintió Juan Nepomuceno frotándose las manos. Por su expresión se notaba que había llegado a donde quería llegar. Sonrió mostrando una dentadura grande y blanca y prosiguió—: A mí el cine me entusiasma. De niño nunca vi una película. En mi pueblo no había cine. Ni siquiera habíamos oído hablar de tal cosa. ¿Cómo iba a haber cine si no teníamos electricidad? Ya era adolescente cuando vi mi primera película. En un pueblecito cercano, por las fiestas patronales. Tampoco tenían electricidad, pero habían llevado un grupo autógeno, ya sabe, y habían puesto una sábana entre dos postes para hacer una proyección al aire libre. Los demás compañeros iban al baile, a conocer mozas. Uno se cansa de las llamas. Yo fui con el resto de la muchachada, pero mientras ellos se dedicaban a escupir a las chicas, yo sentí curiosidad y me metí al cine. Recuerdo la experiencia como si la estuviera viviendo en este mismo momento. Proyectaron ¿
Dónde vas, Alfonso XII
? ¡Ay, compadre, qué escenarios palaciegos, qué carrozas reales, qué asuntos de corte y qué gracia madrileña! Luego he visto muchas películas, pero mientras viva, nunca olvidaré a Vicente Parra…

—Comparto plenamente sus gustos —dije para cortar el flujo de sus recuerdos y ver de sacar algún provecho a la reunión—, pero usted no me ha citado aquí para llorar juntos a María de las Mercedes.

—Oh, no. Disculpe el desahogo —dijo Juan Nepomuceno abandonando su actitud apasionada y recobrando la humilde pose—. Usted quería saber de la entrevista de hace dos semanas. Yo estuve presente, como dije en el despacho del malnacido Rebollo. Y no me pasó por alto la identidad del caballero. No faltaría más.

—¿Reconoció a Alí Aarón Pilila? —pregunté sorprendido—, ¿y no lo denunció?

—No, señor. Yo ése no sabía quién era. Y de haberlo sabido, tampoco le habría denunciado. Trataba bien al personal, era dadivoso y si es tan peligroso como dicen, mejor tenerlo de amigo que de enemigo, ¿no le parece? Yo al que reconocí de inmediato fue a Tony Curtis. Está un poco cambiado desde que hizo
Trapecio
; es natural. Pero una cara así no se olvida. Y sabiendo que el otro señor es un terrorista muy buscado, todo concuerda: van a llevar la vida del señor Pilila a la pantalla. Con todos los atentados y las cosas que ha hecho, saldría una película bien buena. Mejor que con la vida de Alfonso XII. Y el señor Curtis hará de jefe de la CIA, a que sí.

—¿Me ha hecho venir para contarme chismorreos?

—No, señor. Le cité a escondidas porque mientras el señor Pilila, el señor Curtis y la señora que acompañaba al señor Curtis estaban reunidos en el bar del hotel les hice una foto sin que se dieran cuenta. Y he pensado que si le interesa una copia, yo se la podría dar a cambio de algo.

—El presupuesto de una película no incluye chantajes.

—No quiero dinero. Me vendría bien, como a todo el mundo, pero no quiero dinero. Si de repente consiguiera un montón de plata me lo gastaría en comprar devedés. Pero yo voy más allá, señor. Al futuro, a ver si me entiende. Y mi futuro está en el cine. Como actor secundario, si fuese posible. No soy muy agraciado, pero puedo hacer de malo. Si me han de matar en el último rollo, no me importa. O de amigo del chico. Soy muy gracioso cuando me lo propongo. Para cantar y bailar no valgo, eso soy el primero en reconocerlo; pero gracioso, sí. Y muy trabajador: en un par de días me aprendo el papel; un día más si es en catalán. Ahora, si ya tienen el reparto completo, puedo entrar en el equipo técnico. En cada rodaje interviene un batallón. Al final de la película salen todos en fila, con su nombre y apellidos. La lista dura media hora. A nadie le importa un carajo, pero ahí están: inmortalizados. Aunque hayan contribuido a un bodrio, se les reconoce el trabajo. Yo quiero estar en esa lista, señor, ¡la lista de los elegidos!

La ilimitada fe de Juan Nepomuceno me irritaba: engañar formaba parte de mi empeño, pero las tragaderas de aquel tontaina convertían la maniobra en un cargo de conciencia. Sin embargo, no podía dejarme llevar por el sentimentalismo. Además, tal vez era yo el ingenuo y él un hábil embaucador.

—Preferiría darle dinero —dije—. No se puede meter a uno de fuera en el mundo del cine. Los sindicatos lo controlan todo. Si hacemos como usted dice, nos boicotearán. Lo hacen por sistema. Así salen muchas películas. ¿Cincuenta euros?

—La foto vale más —repuso el cinéfilo venal—. Del señor Curtis las hay a miles, pero del señor Curtis con el señor Pilila, muy pocas.

—A mí no me interesan, ni el uno ni el otro.

—Si no le interesan, ¿a qué vino? Oiga, a veces contratan actores no profesionales —dijo—. Pasolini lo hacía. A lo mejor lo mataron por eso, ahora que caigo.

—Está bien, le pagaré los cincuenta euros. Déjeme ver la foto.

—No puedo. La hice con mi móvil. Para hacer una copia en papel necesito tiempo. En el pueblo hay una casa de revelado. Mañana tengo el día libre. Por la mañana iré a que me hagan la copia. Luego tenía pensado bajar a Barcelona para ir al cine. Cuando acabe la sesión de las ocho me dice dónde y le llevo la mercancía. Sesenta euros es mi última palabra.

Nos dimos la mano y le anoté la dirección del restaurante
Se vende perro
. Si tramaba algo, allí contaba con el apoyo de mi banda. A continuación le hice anotar el teléfono de Quesito, por si surgía algún contratiempo de última hora. De este modo nos despedimos.

Había pasado tanto calor durante el día que en el viaje de vuelta, con el aire acondicionado del autocar a tope, me resfrié. Estornudando, tosiendo, con la voz tomada y el estómago vacío, pensé en irme a casa directamente y meterme en la cama, pero pudo más la conciencia profesional y pasé antes por la peluquería. Encontrarla tal y como la había dejado me deprimió. No esperaba otra cosa, pero enfrentarse con la realidad no levanta el ánimo. Antes de retirarme definitivamente, advertí que había una hoja de papel doblada y sujeta a la puerta con un trozo de celo reciclado. Desplegado el papel, leí este lacónico mensaje: Busca caja oculta entre puerta y puerta. No me costó dar con una caja de cartón oculta en un resquicio entre el marco de la puerta de cristal y el carril de la puerta de hierro. Busqué un banco público, me senté, abrí la caja y devoré el contenido con voracidad: cortezas de gambas y dados de cerdo con salsa agridulce, un manjar frío y aglutinado que me pareció exquisito.

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