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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

El enredo de la bolsa y la vida (8 page)

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
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—Sin embargo, el misterioso hombre del Peugeot 206 utilizó el teléfono del centro de yoga —dije.

—A lo mejor trabaja allí —dijo el Juli—, pero no de swami.

—Dará masajes —sugirió el Pollo Morgan.

—O dejará que se los den a él —apostilló el Juli.

—¡Estas procacidades no las tolero! —exclamó el Pollo Morgan.

Imbuido en su papel de reina santa, se había vuelto muy tiquismiquis. Por esta razón y tal vez por otras, él y el Juli siempre andaban a la greña. Mi autoridad puso fin a la pelea.

—Aquí estamos para hablar de lo nuestro —dije una vez serenados los ánimos—. Hoy ha ocurrido algo preocupante y por eso os he traído aquí. Puede ser ajeno al asunto que nos ocupa, pero desconfío de las coincidencias. ¿Conocéis a una subinspectora de policía llamada Victoria Arrozales?

Ni el nombre ni la descripción minuciosa de su aspecto externo evocaron una respuesta positiva por parte de mis oyentes, pese a tratarse de dos perdularios con un largo historial de contactos con la policía. Avivados con ello anteriores recelos, saqué del bolsillo la foto que ella me había entregado y se la mostré al Juli, quien dijo no sonarle aquel individuo. El Pollo Morgan dijo que a él sí le sonaba la cara de aquel tipo, pero no de la vida real, sino de la prensa o la televisión.

—Yo hablar, puede que no hable en todo el día, pero como el mítico búho de la diosa Minerva, me fijo mucho —añadió con pedantería.

Esto confirmó mis temores: ni los carteristas ni los lateros suelen aparecer en el telediario. Para no dejar en la ignorancia a mis compañeros, les conté la visita sin omitir el hecho de que la subinspectora pertenecía al cuerpo especial de seguridad del Estado.

—¿Policía científica? —exclamó el Juli alborozado—. ¿Como Grissom?

Dije que no sabía quién era Grissom. El Pollo Morgan me puso al corriente de quién era Grissom y todo su equipo de colaboradores. El señor Armengol, que había estado escuchando la conversación, intervino para decir que a él le gustaba más «Walker Texas Ranger». El debate duró una media hora, transcurrida la cual, el Pollo Morgan afirmó que el individuo de la foto debía de ser un terrorista si caía bajo la competencia de la subinspectora.

—¿Pero qué relación puedo tener yo con un terrorista? —objeté—. ¿Y por qué la policía habría de pensar una cosa semejante?

—No tengo la menor idea —dijo el Pollo Morgan—. Sembrar el desconcierto a escala internacional es parte de la estrategia de los terroristas.

—Grissom ha lidiado con casos parecidos —insistió el Juli—. Claro que Grissom tiene un microscopio de puta madre. No como yo.

—Sea como sea —dije yo— no debemos perder de vista nuestro objetivo primordial ni el cometido asignado a cada uno en particular. Llevamos dos días buscando pistas sobre la desaparición de Rómulo el Guapo y no hemos avanzado nada.

—Ah, no —protestó el Pollo Morgan—. Si el caso desarrolla facetas nuevas, como el ya mencionado desconcierto internacional, yo exijo tarifa doble o me retiro.

Me negué, discutimos, se soliviantaron los ánimos, terció el señor Armengol para que no llegáramos a las manos y finalmente cerramos un trato: yo les seguiría pagando lo mismo, pero añadiría una prima de cincuenta céntimos por cada información relevante. Aun después de convenida esta cláusula adicional, nos despedimos con frialdad. Esto me dejó un poco abatido y entrar en mi piso no me levantó el ánimo. Aunque por la noche soplaba en la calle una tenue brisa marina que aliviaba un poco los calores, la única ventana con que contaba mi escuálida vivienda atraía los malos olores y amplificaba los ruidos, pero cerraba el paso al aire con la peor de las intenciones. Una vez, años atrás, por aquella misma ventana había entrado un disparo cuyo blanco era yo. Por fortuna para mí, le dio a otro, pero desde entonces entre la ventana y yo había mal rollo. También por aquellas fechas, las del disparo, quiero decir, tenía una vecina que por razones de trabajo solía recibir frecuentes visitas nocturnas. A veces, en sus noches libres, llamaba a mi puerta y me invitaba a su piso a ver la televisión y a comer pan con tomate y un refresco, en parte para compensarme por los irreprimibles berridos con que su clientela alteraba mi descanso y en parte por aliviar su soledad con mi compañía. Entre nosotros nunca hubo nada. A fuer de sincero, yo la encontraba demasiado habladora y los perfumes que se echaba sin tasa me revolvían las tripas. Un buen día un militar de alta graduación, asiduo de sus servicios, se jubiló, enviudó, sufrió varias embolias, le ofreció matrimonio y ella aceptó y se fue y yo, de cuando en cuando, la echaba de menos.

Mal dormido y sin desayunar, a la mañana siguiente estaba de un humor de perros y abronqué injustamente a Quesito cuando ésta empezó a contarme el argumento de la película que había visto la víspera.

—No tengo tiempo de escuchar bobadas —le dije—, y la cháchara te la guardas para cuando la llamada la pagues tú. ¿Ha habido noticias de Rómulo el Guapo?

—Ni media palabra —repuso con la voz entrecortada por los sollozos.

—¿Y le has pedido dinero a tu madre?

—Todavía no.

—Bueno. Ahora voy a encomendarte otra misión. A ver si esto lo haces mejor. Pásate por la peluquería. Te daré una foto. Con la foto, te vas a donde tengan periódicos atrasados y buscas al sujeto de la foto entre las noticias sobre terrorismo internacional. Apuntas lo que encuentres y me traes un resumen. ¿Lo has entendido?

—Sí.

—Pues aquí te espero.

Colgué. No confiaba en que fuera a hacer nada de provecho, pero quería mantenerla ocupada. En cuanto a mí, sólo me quedaba esperar y estar alerta.

Llevaba un par de horas ensayando ante el espejo nuevas formas de hurgarme la nariz, cuando conforme al patrón establecido desde el principio de este relato singular, alguien entró en el local sin avisar y con llamativas muestras de sigilo. Al ver quién era, me dominaron la perplejidad y el enfado: de todas las mujeres del mundo, ella era la única que no quería tener cerca en aquel momento.

—He venido —empezó diciendo sin arredrarse ante mi hosco silencio— a pedirte disculpas y a darte una explicación. Hace tres días, cuando viniste a casa tan de improviso, te traté de un modo poco cordial, por no decir abiertamente rudo. Lo hice en contra de mis deseos y de mi natural expansivo. Te estoy tuteando en prueba de amistad y de confianza.

Seguí sin responder. Tan alterado estaba que sólo entonces me percaté de que no me había vestido, como suelo hacer cuando recibo, y, por añadidura, aún conservaba el dedo metido en la nariz. Mientras rectificaba ambos deslices, ella inspeccionaba la zona.

—Ya sabía lo de la peluquería —prosiguió en el mismo tono empalagoso—, pero no la imaginaba tan amplia y tan bien puesta. Un verdadero salón de belleza digno de París, London y New York. Vendré a menudo y se lo recomendaré a mis amigas. El local, además de elegante, es un poco caluroso. ¿Te importa si me pongo ligera de ropa?

Sin darme tiempo a responder se quedó en ropa interior. Mi situación, comprometida de entrada, se volvió insostenible. Era evidente que sólo trataba de usar su ascendiente sobre mí para obtener información y con el grado de firmeza de mi carácter, la habría obtenido de no haberme refrenado el saberla casada con Rómulo el Guapo. En ningún supuesto le habría traicionado, y menos aún sabiéndolo desaparecido, tal vez muerto. Para colmo de males, acababa de citar a Quesito en la peluquería y podía presentarse en cualquier momento.

—Si quiere —acerté a decir—, podemos ir a un bar.

—No, no, aquí estamos la mar de bien. Es más íntimo, ¿cómo te diría?, más adecuado al propósito de mi venida. ¿Me puedo poner en cueros?

—No, señora. El gremio de peluqueros es muy estricto y podrían retirarme la franquicia.

No sé si se creyó el pretexto, pero entendió mi disposición y se abstuvo de llevar a término la acción propuesta. Sin alterar, no obstante, su actitud y su tono, añadió:

—En casa hice como si no te conociera. No estaba preparada psicológicamente para el encuentro. Y delante de la asistenta no convenía… En realidad, sabía muy bien quién eras. Rómulo me ha hablado mucho de ti, siempre en términos tan exaltados que en muchas ocasiones su relato hizo florecer en mí ardientes fantasías. Cuando me contó lo del taburete…

—Lo del taburete fue hace décadas —dije dominando mis impulsos—, yo era más joven y estaba encerrado. Ahora ya no me subo a ningún mueble.

—Eso se verá —replicó ella. Y cambiando de súbito añadió—: Pero no hablemos de nuestras intimidades. En realidad, he venido a confiarte un problema y a recabar tu ayuda. No es culpa de nadie si al verte se han avivado las brasas, como si un litro de gasolina… o de diésel, que es más viril…

—Vayamos al grano, por favor —dije yo—. Si viene una clienta, y a esta peluquería vienen muchas, me veré obligado a interrumpir nuestro grato diálogo y atender a la llamada de mi profesión.

—Como ha de ser —dijo ella, y a renglón seguido—: Se trata de mi marido. Rómulo y yo siempre hemos tenido una magnífica relación. De vez en cuando, un problemilla pasajero, es lo normal. Al fin y al cabo, Rómulo siempre fue muy atractivo. Un gran seductor. Entre él y tú me tenéis sobre ascuas. Más aún, sobre un volcán en plena actividad. Porque yo también estuve de buen ver, e incluso ahora… juzga por ti mismo… Pero, volviendo al tema: Rómulo ha tenido alguna aventurilla. Lo sé y no se lo reprocho…

—¿Y cree que ahora puede estar metido en otra? En otra aventurilla, quiero decir.

—Es probable. Desde hace unas semanas lo noto alterado. Estas cosas a las mujeres nunca se nos escapan… O eso decimos para tener acogotados a los maridos. Si Rómulo anduviera tonteando…

—Usted le perdonaría, como ha hecho otras veces.

—Oh, por supuesto. No debes preocuparte por eso. Lo que me cuentes servirá para aumentar nuestra felicidad. Las aventurillas mantienen viva la relación de pareja. En los tiempos modernos, claro. En tiempos de Calderón era distinto. Por suerte hemos cambiado: sólo de pensar en la reconciliación se me alteran los pulsos. ¡Jesús mil veces! ¿Seguro que no puedo quitarme la ropa?

—No. Y si las aventurillas de Rómulo no le importan, ¿qué ha venido a consultarme?

—A veces —repuso pasando sin transición del talante libidinoso a otro de honda congoja— me asaltan temores no por infundados menos lacerantes. Hay mujeres muy malas. Zorras intrigantes, verdaderos Rasputines en la cama, no sé si captas el símil. A mí no me importa que Rómulo me la pegue, pero no soportaría que una lagartona le hiciera sufrir. Es muy sensible.

—¿Y éste puede ser el caso presente, señora?

—Llámame por mi nombre. Lavinia. En realidad no me llamo así. Me lo puse de chica, porque me pareció más incitante que el mío. Llámame Lavinia o ponme un apodo pícaro.

—¿Alguien puede estar engatusando a Rómulo el Guapo? —reconduje.

—De eso he venido a hablarte. Tu aspecto me ha desviado por unos instantes de la ruta marcada, pero ése era el objeto primordial de mi venida. Rómulo te considera su mejor amigo. Sé que hace poco estuvisteis tomando unas copas. Algo te debió de contar, estoy segura. Si no con pelos y señales, de un modo indirecto. A Rómulo le gusta hablar en metáforas, como a Góngora. Se parece mucho a don Luis de Góngora. Y también a Tony Curtis. Una mezcla irresistible de estos dos machos. ¿De qué hablasteis en vuestro último encuentro?

—¿A qué encuentro se refiere?

—Hace tiempo encontré una factura en el bolsillo de una americana de Rómulo. Jamás registro su ropa ni sus papeles. Pero era una americana de invierno y vacié los bolsillos para llenarlos de naftalina antes de guardarla. Me llamó la atención que el 4 de febrero hubiera estado en un bar con alguien que consumió boquerones en vinagre con Pepsi-Cola. ¿Quién haría una cosa semejante?

—Cualquier gourmet.

Su insistencia confirmó mis sospechas. Lo de la aventura extramatrimonial era una patraña. Rómulo el Guapo llevaba un tiempo desaparecido y ella quería conocer su paradero. En el curso de nuestra conversación, Rómulo el Guapo me había propuesto participar en un gran golpe, pero de lo dicho por Lavinia se desprendía que a ella no le había hablado de su proyecto, ni siquiera del encuentro casual que la había propiciado. Y si él había decidido guardar el secreto, yo no lo iba a revelar ahora.

—Oh —dije con ligereza—, hablamos de muchas cosas. En general, rememoramos viejos tiempos. Asuntos de faldas, ni mentarlos, como corresponde a dos hidalgos maduros e ilustrados.

—Veo que tus labios están sellados. Pero quizá los podrían desprecintar otros labios húmedos y carnosos —susurró.

Se me acercó tanto que si un paseante hubiera atisbado en aquel momento desde la puerta, habría podido pensar que en la penumbra del local jadeaba un gordinflón con cuatro piernas. Sus brazos ciñeron mi cintura, su mezcla de olores me envolvió por fuera y por dentro (las entrañas) y sentí sus labios acariciar mi cuello. Si rechazas esta oportunidad, me dije, igual no vuelves a tener otra en la vida. Mientras hacía esta reflexión, ya había sucumbido mentalmente y me disponía a cumplir con las obligaciones de quien sucumbe y a pagar con la traición sus amores meretricios, cuando me devolvió a la realidad una voz que decía:

—Hoy tenemos ensalada de algas y col china y langostinos picantes con nueces.

Sobresaltados por la aparición del obsequioso anciano, nos separamos bruscamente. Ella recuperó la ropa que se había quitado y yo recompuse la mía.

—Por mí no interrumpan tocamientos —se apresuró a añadir el recién llegado—. Sólo venía a cantar menú. Por supuesto, si honorable señora quiere venir, también está invitada a nuestra humilde mesa y casa. Vestida, por favor. Hay menores.

—Muchas gracias —dijo ella—, pero ya me iba. Tengo un compromiso. Pasaba por aquí y entré a saludar a un conocido. Luego he visto que se me había descosido el dobladillo y me he quitado el vestido para darle una puntada.

Se vistió, recogió una bolsa veraniega de tela estampada y salió contoneándose. Corrí a la puerta y la estuve observando oculto tras el quicio, pero dobló la esquina y no pude ver si seguía caminando, cogía un taxi o subía a un Peugeot 206. Volví adentro.

—Si no llego a intervenir —dijo el anciano— usted moja melindro.

—Sí, ha llegado en el momento oportuno. Supongo que debo estarle agradecido. Si hubiera cedido a sus malévolos encantos, me habría arrepentido luego. De no haber cedido me arrepiento ahora, pero así es mejor. Hace un par de días no me conocía y hoy no sólo está dispuesta a llevarme al huerto sino que sabe muchas cosas sobre mí. Me pregunto de dónde las habrá sacado y cómo ha dado conmigo. No por él, desde luego, puesto que también de su casa ha desaparecido sin dejar rastro ni mencionar paradero.

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