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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

El enredo de la bolsa y la vida (4 page)

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
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4. El vigía

Me desperté sediento, inquieto y sudoroso. Había pasado poco tiempo. Salí a la calle por si el calor remitía, pero todo seguía igual. En la acera de enfrente, el señor Siau hacía ejercicios de tai-chi a la puerta del bazar. Por distraerme estuve imitando sus movimientos hasta que reparé en que iba desnudo y que algunos vecinos se asomaban a los balcones a contemplar el espectáculo. Volví a entrar y reanudé la espera. Si en aquel momento hubiera entrado una señora a hacerse una mise-en-plis o un crepado o incluso un sin-techo a despiojarse, no habría pasado nada de lo que pasó después. Pero como no vino nadie, me puse a pensar para aliviar el tedio en lo que me había dicho y mostrado Quesito. Desde luego, había algo extraño en aquella carta. Su autenticidad no ofrecía duda: el hecho mismo de haber sido escrita a mano denotaba un claro deseo de dejar bien clara la identidad de su autor. Pero, ¿se trataba realmente de una despedida o contenía alguna clave para quien supiera entenderla? ¿Y por qué se la había enviado a Quesito? ¿Pensaba Rómulo el Guapo que ella vendría a pedir mi ayuda y la carta, bajo su tierna apariencia, ocultaba un mensaje para mí? Si el peligro era tan grave e inminente, ¿por qué no acudía Rómulo el Guapo a la policía? ¿En qué lío andaría metido? Recordé nuestra conversación en el bar, a raíz de nuestro encuentro casual, su confidencia acerca de un golpe aparentemente sencillo y lucrativo para el que me había pedido colaboración. ¿Habría intentado llevarlo a cabo y las cosas se habían torcido? ¿Se habrían torcido si yo no me hubiera negado rotundamente a colaborar?

A eso de las siete me vestí, fui a la cabina telefónica y marqué el número que había dejado anotado Quesito. De inmediato respondió alborozada.

—¡Ya sabía yo que llamaría!

—Mira qué listilla.

—Oh, no. Rómulo me contaba que usted siempre empieza diciendo a todo que no y acaba pasando por el aro.

—¿También te dijo Rómulo el Guapo cuál era su domicilio legal?

—No de un modo expreso. Pero en algún momento lo averigüé. ¿Para qué quiere saberlo?

—Tú dame las señas. Si tengo un rato libre y ganas, igual hago una visita a la casa. En el pasado tuve algún contacto con la mujer de Rómulo el Guapo. No creo que ella me recuerde, pero yo a ella sí, porque nos traía embutidos y galletas.

Anoté la calle y el número y me ahorré prometer que la mantendría al corriente del resultado de mis pesquisas porque se acabó el dinero y se cortó la comunicación. Antes metía un alambre y hablaba gratis hasta quedarme afónico, pero la molicie me había enmohecido el ingenio y la habilidad y la última vez que lo intenté por poco me saco un ojo con el alambre. Por lo demás, no es difícil encontrar calderilla si uno camina a cuatro patas, al menos para mantener una conversación expeditiva, y yo me he vuelto de lo más lacónico.

Llegó la hora de cerrar y hacer arqueo. Como la cuenta de pérdidas y ganancias del día no me ocupó mucho rato, aún lucía el sol cuando llegué frente a la casa de Rómulo el Guapo. Era un inmueble vulgar, ni nuevo ni antiguo, sito en una confluencia de la calle del Olvido con un ensanchamiento de la calzada que, en vísperas de unas elecciones municipales, había sido sucesiva y solemnemente inaugurado por todos los candidatos tras haberlo dotado de tres escuálidos arbolitos, un banco y un parterre donde los perros hacían concursos de excrementos y los niños gateaban y se pinchaban con jeringas desechadas. Al otro lado de esta placita recoleta, en diagonal con el edificio donde Rómulo el Guapo tenía su domicilio, había un bar abierto con este sugestivo reclamo:

EL RINCÓN DEL GORDO SOPLAGAITAS

Di dos vueltas a la manzana a paso cansino para reconocer el terreno, volví al edificio en cuestión y pulsé un timbre cualquiera del interfono. No contestó nadie y pulsé otro. Al cuarto intento se oyó una voz cascada.

—Un certificado para Rómulo el Guapo —dije.

—No es este piso.

—Aquí dice tercero quinta.

—Pues está equivocado. El que usted dice vive en el sexto primera.

—Disculpe la molestia.

En el sexto primera contestó una voz femenina algo rasposa.

—¿Quién es?

—¿Está Rómulo?

—¿Rómulo?

—El Guapo.

—No está.

—¿Y la señora?

—¿Qué señora?

—La de Rómulo el Guapo.

—¿Quién la llama?

—Un amigo.

—¿Un qué?

—¿Es usted la mucama?

—¿La qué?

—Da igual. Abra. Traigo un certificado.

—¿No era un amigo?

—Antes sí. Ahora traigo un certificado. Ha de firmar el señor. O la señora. O usted. Alguien ha de firmar, ¿me entiende?

—No.

—Pues abra y se lo explicaré cara a cara.

Con el chasquido áspero y petulante propio de estos mecanismos, se abrió un resquicio y me colé en la portería. Era exigua y sombría y olía a puchero rancio. En la etiqueta adherida al buzón del sexto primera constaba el nombre de los miembros del hogar: Rómulo el Guapo y Lavinia Torrada. Subí en un ascensor pequeño y desconchado. Llamé.

De inmediato abrió una mujer joven, fornida, de brazos rollizos, mandíbula cuadrada y ojos azules.

—¿Dónde firmo? —preguntó apuntándome con un bolígrafo.

Ni siquiera se me había ocurrido improvisar un simulacro de documento oficial y me vi en un apuro.

—Antes de mostrar el espécimen he de ver su documentación —dije para salir del paso.

Al oír la palabra documentación torció el gesto. La tranquilicé con una sonrisa displicente.

—No temer. Yo no policía. Yo servicio postal: rápido, solícito, cumplidor. ¿Está la señora?

—¿La señora?

—Papeles en regla. Ella puede firmar.

Era una mujer dura pero se dejaba liar con facilidad. Se fue dejando la puerta abierta y yo me metí en el recibidor y cerré la puerta a mis espaldas. La pieza era minúscula y de ella salían en ángulo recto dos corredores cortos y oscuros. En ninguno de ellos se apreciaba presencia humana o animal. Colgado de la pared, a la altura de la vista, había un armarito que ocultaba el contador de la luz. Lo abrí. A veces la gente deja ahí las llaves, no en este caso. De uno de los pasillos llegaba el ruido monótono de una lavadora cumpliendo su cometido. Transcurrieron lentamente unos minutos. Con los nervios y la espera me dio pis. El sonido de unos pasos firmes me sorprendió saltando ora sobre un pie ora sobre el otro.

—¿Qué lío es éste de un certificado? —dijo una voz femenina y, pese a lo prosaico de lo dicho, cantarina y sensual.

Lavinia Torrada era en mi recuerdo una mujer de belleza provocativa, sinuosa de formas, grande de ojos, larga de pestañas. El propio Rómulo el Guapo me había contado que en los tiempos felices, cuando iban por la calle cogiditos del brazo se paraba el tráfico rodado y los peatones trastabillaban. Luego a él lo encerraron donde yo estaba y ella nunca dejó de visitarlo con regularidad. En tales ocasiones, cuando corría la voz de que venía, no era yo el único interno que se jugaba el físico para verla avanzar contoneándose por el sendero de grava, con una blusa sutil o un suéter ceñido según la estación del año, una falda ora estrecha ora vaporosa y siempre breve para realce de unas piernas estilizadas por unos tacones altos cuyo uso, especialmente en la grava, la obligaba a mantener el equilibrio mediante un vaivén incesante de las caderas, hasta la puerta del edificio principal, donde el doctor Sugrañes, relamido y rijoso, acudía en persona a recibirla para darle cuenta del estado de salud de su marido y ofrecerle consuelo en su congoja. Y otro tanto al irse. Cuántas veces no entrecerré los ojos al verla y, llevado por la emoción, no solté los barrotes de la ventana y no me caí del taburete que había colocado sobre la mesilla de noche para atisbar por la angosta abertura aquella fugaz visión, con la consiguiente rotura del taburete y de la mesilla, por no hablar de mis magulladuras y de las represalias que de lo antedicho se seguían, todo lo cual conseguía calmar momentáneamente mis ardores pero no disuadirme de seguir practicando mi deleznable escrutinio a la siguiente ocasión.

Ahora al verla no pude evitar ruborizarme.

—No hay tal lío —balbucí— ni hay certificado. Soy amigo de Rómulo el Guapo, como dije al principio. Y como esta condición no me franqueaba el paso, me inventé lo otro. Lamento la argucia y la intrusión. Pero como he llegado hasta aquí, le daré razón de mi presencia. No creo que usted me viera entonces ni que su esposo le haya hablado de mí, pero Rómulo el Guapo y un servidor compartimos un lugar y una etapa de nuestras vidas que a ninguno de los dos nos gusta rememorar. De eso hace ya muchos años. Años que en usted no han hecho mella, si no le ofende mi atrevimiento.

Me miró de hito en hito, con los mismos ojos de entonces. Lo que le acababa de decir era exacto: sus formas se habían redondeado y tal vez expandido, su cutis había perdido la tersura, en sus labios carnosos se advertía un rictus y era innegable que se teñía las canas. Pero si hubiera tenido a mano un taburete y una mesilla de noche no habría dudado un solo instante en practicar allí mismo las lujuriosas acrobacias de antaño.

—Si ha venido a ver a mi marido —dijo ella, algo alarmada por mi conducta, pues el rubor se había acentuado hasta dar a mis facciones un color carmesí, y las ganas de orinar me obligaban a danzar como un masái—, no está.

—No importa —dije—, le esperaré.

—Rómulo suele venir tarde —se apresuró a objetar—. A menudo el trabajo lo retiene hasta altas horas de la noche.

—¡Ah, Rómulo el Guapo siempre fue un ejemplo de laboriosidad! —exclamé.

Reinó un instante de silencio hasta que la lavadora emprendió un frenético centrifugado. Al mismo tiempo reapareció la mujer de antes con una escoba en la mano. La cosa se ponía mal.

—Claro que, si no puede ser hoy, será en otra oportunidad —dije tratando de dar aspecto de reverencias a mis brincos—. No la quiero importunar más. Sólo le ruego que le diga a su marido, cuando le vea, que ya tengo la información que me pidió el otro día. Dígale que no haga nada sin haber hablado antes conmigo. Le dejaré mi número de móvil, si tiene la bondad de anotarlo.

Lavinia Torrada me dirigió una mirada de suspicacia y extrañeza. Luego hizo un ademán con la cabeza a la mujer de la escoba. Se fue ésta por un pasillo y regresó habiendo sustituido la escoba por un bloc y un bolígrafo. Como símbolo de paz, cesaron los estertores de la lavadora. Yo saqué del bolsillo la hojita de papel y recité el número de teléfono de Quesito, vi cómo lo anotaba, reiteré mi versallesco saludo, me di un coscorrón con el armarito de los contadores, abrí la puerta y salí.

Para tranquilizar mi conturbado espíritu bajé corriendo las escaleras y no me detuve hasta el segundo piso. Oriné en un felpudo, acabé de bajar, salí a la calle y me alejé caminando con aire tranquilo por si me vigilaban desde la ventana. Al doblar la esquina busqué una cabina telefónica y llamé a Quesito.

—¿Ha resuelto el misterio? —preguntó apenas oyó mi voz.

—No seas tonta. Acabo de hacer una visita a la mujer de Rómulo el Guapo. Él no está en la casa ni se le espera. Antes de irme le he tendido una burda trampa. No creo que pique, pero te llamo por si acaso. Le he dado tu teléfono. Si llama alguien y pregunta por mí, di que eres una empleada de la peluquería. Mejor una aprendiza, no vayas a meter la pata con la terminología propia del oficio. Toma el recado y no hagas preguntas. Las preguntas despiertan recelo. Deja hablar y ofrece mucha información sobre cualquier cosa que no venga a cuento. A veces hablando mucho el otro se anima. Anota todo lo que te digan, sin saltarte una coma. Yo te llamaré mañana. ¿Lo has entendido bien?

—Sí, señor. ¿Y usted qué hará mientras tanto?

—Montar guardia hasta que me canse.

—Puedo ir a reemplazarle —se ofreció—, o a hacerle compañía.

—No. Quédate en casa y haz los deberes.

—No tengo deberes, es verano, estamos de vacaciones.

—Pues repasa.

Colgué y volví sobre mis pasos hasta situarme a prudencial distancia de la casa de Rómulo el Guapo. De una papelera saqué un periódico para taparme la cara, me apoyé en la pared y estuve haciendo como que leía durante un rato. A eso de las ocho y veinte salió del edificio la mujer de la escoba, anduvo hasta la esquina, la dobló y la perdí de vista. No me pareció imprescindible seguirla. Aún esperé media hora más, a sabiendas de que ya no pasaría nada de interés hasta el día siguiente. Finalmente busqué una parada de autobús, me subí al que me convenía y me dejé llevar disfrutando de las delicias del aire acondicionado y planeando el paso siguiente del incierto recorrido que acababa de iniciar contra los dictados de la prudencia más elemental.

Al día siguiente madrugué, salí de casa, esperé el autobús, subí cuando se dignó pasar y al llegar a mi destino era tan temprano que habría cantado el gallo de haber habido alguno fuera del supermercado. A esa hora, las Ramblas estaban vacías de viandantes, cerradas de bares y comercios y transitadas sólo por los empleados municipales que restituían a su forma habitual esta emblemática arteria tras el bullicio de la noche barcelonesa, unos retirando con pulcritud los residuos orgánicos y sus envases, otros; unos, sin miramientos, los beodos, y otros, con el debido respeto, los difuntos. Para no interferir bajé por la acera lateral, arrimado a la pared. Al llegar a la calle de la Portaferrisa, a la sazón desierta, me metí en ella, y a escasos metros, en un oscuro zaguán, donde di con el objeto de mi búsqueda, que en aquel preciso momento se acababa de despojar de su ropa de diario y procedía a revestirse de hopalandas. Le saludé, me reconoció de inmediato y se alegró de verme, porque, pese a no habernos unido nunca una estrecha amistad, era propenso a la nostalgia y acogía con una mezcla de agrado y de tristeza cuanto le recordara tiempos mejores. Durante varias décadas se había ganado la vida holgadamente merced a un variado surtido de timos, que practicaba con una maestría y elegancia que le habían hecho acreedor del sobrenombre que aún ahora conservaba: el Pollo Morgan. A una cierta edad, cuando ya preparaba un tranquilo retiro y hacía planes para abrir una academia de timadores, las cosas cambiaron de forma rápida e inesperada. Para empezar, la afluencia de visitantes extranjeros empezó a plantear problemas lingüísticos irresolubles para un arte que se basa exclusivamente en la verborrea.

—Con todo, lo peor no fue eso —se lamentaba el Pollo Morgan—, sino la nueva mentalidad. Por culpa de los trileros y los carteristas la gente se acostumbró a perder dinero deprisa y sin esfuerzo. Antes, para ser timado, se necesitaba perspicacia, codicia, decisión e inmoralidad. Ahora hasta el más obtuso se deja desplumar sin tener ni idea de lo que está haciendo. A un joven de hoy en día le propones el tocomocho o las misas o la guitarra y te mira como si vinieras de la Luna.

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