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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (5 page)

BOOK: El espíritu de las leyes
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Como un relámpago brilla una especie de adivinación en la siguiente frase que predice la emancipación de la América inglesa: "Yo no sé lo que sucederá con tantas gentes de Europa y de África trasplantadas a las Indias de Occidente; pero creo que la nación británica será la primera que pierda allí sus colonias".

Lo confieso con la mayor humildad, aunque mi sentimiento del ideal padezca: si pudiera leer completo el Diario de Viaje de Montesquieu, con todas sus notas sencillas, naturales, espontáneas, lo haría con más placer y lo creería más útil que
Del espíritu de las leyes
.

En efecto, en la obra magna de Montesquieu entra por mucho el artista; dice allí bastantes cosas que están sujetas a duda. El autor artista se encuentra allí delante de su tema; quiere una ley y la busca, en ocasiones la crea. En medio de los textos y notas que acumula ante sí y que a veces lo aturden, se levanta y se decide; hace brotar su pensamiento, abre audazmente su perspectiva y la modela a su antojo. Es él quien ha dicho en la soledad del gabinete: "Las historias son hechos falsos compuestos sobre hechos ciertos o con motivo de los hechos ciertos".

Y ¿no es él también quien ha dicho "que los hombres aparecen en la historia embellecidos y no como se los ve"? ¿Qué importa eso cuando lo que se busca es el genio de la historia? En ella se ve a los hombres desde lejos.

Montesquieu agregaba a lo útil una idea de lo bello; tenía en sí mismo un ejemplo divino: elevó un templo y a él acudió la multitud. ¿Pero no introdujo algunos ídolos?

Dejemos las censuras y aceptemos con respeto aquella forma soberana y única, propiamente suya; aquella forma neta que conservaba el molde de un espíritu elevado.

De vuelta en Francia, Montesquieu se retiró a su castillo de Bréde, lejos de las agitaciones de París, a fin de ordenar sus pensamientos. Allí pasó dos años entre árboles y libros. Estaba impregnado de Inglaterra; pero desechó la idea que lo tentaba de publicar un libro acerca de un gobierno tan original y tan distinto del nuestro. Dio la preferencia a sus Consideraciones sobre las causas de la grandeza y la decadencia de los romanos (1734), consideraciones que constituyen la más clásica y la más perfecta de sus obras.

II

Las obras de Montesquieu no son más que el resumen filosófico y la repetición ideal de sus lecturas. Nadie discurre mejor que él acerca de la historia, cuando ha cerrado el libro en que la estudia. Emite su pensamiento con orden, encadenamiento y claridad, siendo lo mejor de su discurso la manera espontánea con que brota. Avanza con paso firme por una serie de reflexiones concisas en las que hay grandeza; su laconismo tiene mucho alcance.

La manera que tiene de ver y de decir puede aplicarse maravillosamente a los romanos. Para leer el libro que les ha consagrado, conviene examinar todo lo que han dicho sobre el mismo asunto, y antes que él, Maquiavelo, Saint-Evremont, Saint-Real, para darle a cada uno lo que le corresponde. En cuanto a la forma, la de Montesquieu en lo histórico tiene semejanza con la de Bossuet.

La índole del espíritu de Montesquieu es tan inclinada a discurrir sobre historia, que lo hace nuestro autor donde no ha lugar o con base insuficiente. Sería bueno saber si los historiadores dicen la verdad, antes de hacer reflexiones sobre lo que dicen. Montesquieu no hace lo que falta: una crítica de los textos y de las tradiciones semifabulosas. De que Rómulo, según se dice, adoptara el escudo de los sabinos, que era ancho, en lugar del pequeño que había usado hasta entonces, deduce Montesquieu cierta costumbre y cierta política de los romanos: la de tomar lo mejor de los vencidos.

El pensamiento de Montesquieu encuentra amplia materia y se desenvuelve en toda libertad desde Aníbal y las guerras púnicas. El capítulo vi sobre la política de los romanos y sobre su conducta en la sumisión de los pueblos es una obra maestra en la que se combinan la prudencia y la majestad; empieza allí la gran manera, que desde ese capítulo ya no se interrumpe. Al hablar de los romanos, la lengua de Montesquieu se asemeja a la latina; su carácter de concisión y firmeza nos recuerda el lenguaje de Tácito o de Salustio. Montesquieu les da a los términos su acepción más propia, como cuando dice que los ejércitos consternaban todo. Sobresale en el arte de purificar las expresiones dándoles toda su fuerza primitiva, lo que le permite el empleo de un estilo cortado, vigoroso y al mismo tiempo sencillo. También dice: "Nada sirvió tanto a Roma como el respeto que impuso. Redujo a los reyes al silencio y los dejó estúpidos". El vocablo
estúpidos
está aquí empleado en su sentido latino y primitivo para significar el
estupor
. Y dice también: "Reyes que vivían en las delicias y el fausto no osaban dirigir miradas fijas al pueblo romano". Podría multiplicar estas citas para demostrar que Montesquieu se esmera, hasta con afectación, en dar a las expresiones su sentido exacto y que duplica su efecto aplicándolas a grandes cosas. Para indicar que los guerreros a medida que se alejaban de Roma se sentían menos ciudadanos, dice: "Los soldados empezaron a no reconocer más que a su propio caudillo, a fundar en él todas sus esperanzas y
a ver la ciudad desde más lejos
". La ciudad por excelencia es Roma; y no se puede decir nada más fuerte con una apariencia más sencilla. Si dijéramos que Montesquieu no lo hacía deliberadamente no se nos creería; lo hacía adrede, y en esto es inferior a Bossuet, pues tiene una manera premeditada y constante. En Bossuet no había premeditación; era su elocuencia natural, irresistible, y así derramaba a chorros audacias y negligencias. En Montesquieu hay estudio, combinación, esfuerzo como en Salustio para lograr una propiedad expresiva en los términos y una ejemplar concisión, o, como en Tácito, para encontrar la imagen y hacerla a un tiempo breve y magnífica, imprimiendo a su dicción un no sé qué de
augusto
.

Lo consigue, teniendo a cada instante expresiones magníficas y estáticas, a lo Bossuet y a lo Corneille. Para mostrar la habilidad de los romanos en aislar a los reyes, quitarles sus aliados y hacerse amigos en torno del poderoso enemigo a quien querían vencer, se dice: "Parece que sólo conquistan para dar; pero de tal manera son los amos, que cuando guerrean con cualquier príncipe lo abruman, por decirlo así, con el peso de todo el universo".

Nadie ha penetrado mejor que Montesquieu en el ideal del genio romano; es por inclinación favorable al Senado y algo patricio de la antigua república. Digno es de notarse que él, después de hablar tan admirablemente de Alejandro, de Carlomagno, de Trajano, de Marco Aurelio, sea con César menos generoso. No le perdona el haber sido instrumento de la transformación del mundo romano. Montesquieu (excepto en las
Cartas persas
) ha tenido siempre buenas palabras para el cristianismo en lo que tuvo de humano y civilizador, pero no oculta su predilección por la naturaleza romana pura, estoica y anterior a la influencia cristiana. Los suicidios de Catón y de Bruto le inspiran reflexiones en las que hay tal vez idolatría clásica: "Es cierto, exclama, que los hombres se hicieron menos libres, menos animosos, menos capaces de grandes empresas, desde que perdieron el poder o renunciaron que antes tenían sobre sí mismos de escapar a todo otro poder". Y esto lo repite en
Del espíritu de las leyes
a propósito de lo que se llamaba
virtud
de los antiguos: "Cuando estaba esta virtud en toda su fuerza, se realizaban cosas que ya no se ven y que apenas conciben nuestras mezquinas almas".

Montesquieu ha adivinado muchas cosas antiguas o modernas y de que en su tiempo menos había visto, ya en lo referente a los gobiernos libres, ya en lo tocante a las guerras civiles y a los poderes imperiales. Se podría hacer un extracto muy notable de las predicciones o alusiones que sus obras contienen. Pero en medio de todo lo que Montesquieu ha adivinado y previsto, se echa de ver que le faltó una cosa para completar la educación de su genio: le faltó haber visto una revolución. Él no creía posibles ya las proscripciones en masa ni las expoliaciones: "Debemos a la medianía de nuestras fortunas, dice, el que sean más seguras; no valemos la pena de un despojo". Ni sospechaba que en una fecha próxima sería despojado el clero, desposeída en parte la nobleza, y que las primeras cabezas del Parlamento caerían en el cadalso: un 1793 no se adivina.

A la par de Montesquieu he querido leer a Maquiavelo; en éste se halla, si no la refutación, a lo menos la corrección de aquél, una verdadera corrección. Con Maquiavelo siempre se anda cerca de la corrupción y de la concupiscencia; Maquiavelo desconfía; Montesquieu no, Maquiavelo es quien ha dicho que siempre hay en los hombres una predisposición viciosa, más o menos oculta, esperando una ocasión de salir, y que para reprimirla son necesarias las leyes civiles armadas de la fuerza. Los hombres, según él, sólo hacen el bien cuando no pueden evitarlo: "Pero dueños de elegir y en libertad de cometer el mal impunemente, nunca dejan de llevar a todas partes la confusión y el desorden". Maquiavelo está bien persuadido de que si los hombres en apariencia cambian al cambiar los regímenes, en el fondo no cambian jamás, y de que si se reproducen las mismas ocasiones se les encontrará siempre los mismos. De esta verdad no está convencido Montesquieu. Al comenzar su
Del espíritu de las leyes
llega a decir que los primeros hombres, tenidos por salvajes, son ante todo tímidos y necesitan paz; como si las necesidades físicas, el hambre, el sentimiento de su fuerza que posee toda juventud o ese "afán de dominación innato en los hombres", no debieran engendrar desde el principio los choques y la guerra. Esta crítica es fundamental y alcanza, en mi sentir, a todo el
Del espíritu de las leyes
. Montesquieu concede demasiado, no ya exterior-mente, sino en secreto y en lo más hondo de su pensamiento, al
decorum
de la naturaleza humana. Este defecto de Montesquieu es honroso para él, sin duda, pero no deja de ser un defecto. Admirable ordenador y comentador de lo pasado, puede inducir en error a los que lo tomen como autoridad en cuanto a lo porvenir. Habiendo nacido en una sociedad ilustrada que había perdido el recuerdo de las facciones y en la que el despotismo que las había reprimido, aunque subsistente, era ya poco sensible, amoldó la humanidad a su deseo, olvidando lo que habían hecho Richelieu y Luis XIV. Hubiera necesitado, repito, presenciar una revolución (a lo menos una Fronda como la que vio Pascal) para tener idea de la realidad humana, idea que se encubre fácilmente en los tiempos tranquilos y civilizados.

Maquiavelo, al contrario (no debemos olvidarlo al comparar los dos genios), vivía en una época y en un país donde había diariamente, para los individuos y para las ciudades, más de treinta modos de ser destruidos y de perecer. En tal estado social bien se comprende que se viva prevenido y se adquiera una prudencia extremada.

Pero vuelvo al libro de las
Consideraciones
, del que me había apartado.

Estudiando Montesquieu a los antiguos romanos y al primero en pasar el Rubicón, no comprende a César en el mismo grado que a los demás grandes hombres; no lo sigue sino de mala gana. Tanto ha vivido Montesquieu con el pensamiento en los romanos, que tiene de ellos una impresión directa, personal, que se produce a veces de una manera ingenua. Hablando del triunviro Lépido sacrificado por Octavio, "se queda satisfecho, dice, al ver la humillación de aquel Lépido, el ciudadano más perverso de la república".
Se queda satisfecho
… Al escribir espontáneamente ésta y otras expresiones familiares, revela Montesquieu su intimidad con las cosas que describe; hay en estos capítulos algo de lo brusco e imprevisto de su conversación. Así dice, refiriéndose a Alejandro: "Hablemos con franqueza" y "Ruego que se preste un poco de atención." Como otras muchas frases que podría citar. Se me figura estar viendo los gestos de un hombre viviente que, poseído de su asunto, no quiere callar nada y agarra por el brazo al que lo escucha. Tal era Montesquieu.

El gesto, en ocasiones, es más noble, menos familiar; aparece el orador: "Aquí es donde podemos ofrecernos el espectáculo de las cosas humanas". Y relata, en un movimiento digno de Bossuet, la obra del pueblo romano y del Senado, las guerras emprendidas, la sangre derramada, tanto valor, tanta prudencia, tantos triunfos, todo "para satisfacer los deseos de cinco o seis monstruos". Este pasaje es Bossuet puro.

Hay, sin embargo, un punto capital en que Montesquieu se aparta de Bossuet. Los dos creen que existe un consejo soberano de las cosas humanas; pero Bossuet lo pone en Dios y Montesquieu lo pone en otra parte. "No es el azar —escribe— quien domina el mundo; que se les pregunte a los romanos, que tuvieron una sucesión continua de prosperidades cuando se gobernaron siguiendo cierto plan y una serie no interrumpida de reveses cuando se condujeron según otro. Hay causas generales, ya morales, ya físicas, las cuales obran en cada monarquía, la elevan, la mantienen o la hunden; todos los accidentes se hallan sometidos a estas causas, y si la suerte de una batalla, esto es, una causa particular cualquiera, ha sido alguna vez la pérdida de un Estado, es porque había una causa general para que el Estado pereciera en una sola batalla. En una palabra, la corriente general arrastra consigo los particulares accidentes."

En estas frases está encerrada toda la filosofía de la historia de Montesquieu, y es justo convenir en que, respecto de los romanos, vistas las cosas a posteriori parece tener razón. Los romanos, en efecto, se prestan maravillosamente a la aplicación de este sistema tan encadenado; podría decirse, en verdad, que vinieron al mundo expresamente para que Montesquieu apoyara sus consideraciones.

Y, no obstante, si no se fija directamente, como Bossuet lo hace, la ley del mundo histórico en el seno de la Providencia, parece difícil y aun peligroso encontrar la serie y el encadenamiento que Montesquieu pretende descubrir. En este punto me parece Maquiavelo más prudente y acertado que Montesquieu, recordándonos siempre por cuanto entra el azar, esto es, las causas desconocidas, en el origen y cumplimiento de los hechos históricos y en la vida de los imperios. También en esto se echa de ver que a Montesquieu le faltó el vivir fuera de su gabinete y ver por sí mismo el curso de la historia. A no ser así, hubiera dicho más frecuentemente: "¡De qué poco han dependido las grandes cosas!"

En 1745 publicó Montesquieu su
Diálogo de Sisla y Eucrates
, que no difiere mucho de las
Consideraciones sobre los romanos
. Lo compuso para una especie de Academia de ciencias morales y políticas en germen, que se reunía en un entresuelo de la plaza de Vendôme, habitación de Alary. El
Diálogo
es hermoso; pero no es así como hablan familiarmente los héroes y los hombres de Estado, aunque hablen como filósofos. El Sila de Montesquieu es un Sila de tragedia.

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