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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (6 page)

BOOK: El espíritu de las leyes
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Contaba Montesquieu sesenta años cuando dio a luz Del espíritu de las leyes (1748). En los años anteriores, cuando no estaba en su mansión de la Bréde, vivía en París y frecuentaba los salones de la buena sociedad, particularmente el círculo de la duquesa de Aiguillón y el de madama de Deffand. "He tenido la suerte de alternar en los mismos círculos que él —dice Maupertuis— y he visto y compartido la impaciencia con que se lo esperaba en todos y la alegría con que se lo veía llegar." A su vez el caballero Aydie escribía a una dama: "¿Cómo no querer a ese hombre bueno, a ese grande hombre, original en sus obras, en su carácter, en sus modales y siempre digno de admiración?" Por su parte, el marqués de Argensón decía, hablando del propio Montesquieu: "Como tiene gran talento hace un uso discreto de lo que sabe; pero no es tan ingenioso en su conversación como en sus libros, porque ni tiene la pretensión de brillar ni se toma el trabajo de conseguirlo. Ha conservado el acento gascón de su país y considera inútil corregirse. No cuida nada su estilo, más nervioso que puro." Refiriéndose a la importante obra que Montesquieu preparaba desde hacía veinte años
[3]
, agregaba el marqués:

"Yo conozco algunos fragmentos que, de seguro, aumentarán la fama del autor; pero temo que el conjunto no sea tan acabado y que contenga más ideas ingeniosas que verdaderas enseñanzas útiles sobre la manera de elaborar e interpretar las leyes. Le concedo toda la instrucción posible; ha adquirido vastos conocimientos en sus viajes y con el estudio; pero predigo que no ha de darnos el libro que nos falta, aunque hallemos en el que está preparando pensamientos nuevos, ideas profundas, imágenes atrevidas…"

Aunque el marqués de Argensón no se engañaba en un sentido, se engañaba en otro: el libro de Montesquieu, con todos sus defectos, iba a disipar los temores y sobrepujar las esperanzas de sus íntimos. Hay obras que no deben ser miradas muy de cerca: son monumentos. La frase de madama Deffand: "Eso no es
l'esprit des lois
, sino
l'esprit sur les lois
", podía ser cierta en la sociedad particular de Montesquieu, pero dejaba de serlo desde el punto de vista del público y del mundo: el público ve las cosas más sintéticamente, más en globo; si una obra tiene inspiración superior, aliento poderoso y un sello de grandeza, desde luego supone que el autor tiene razón en todo y obedece al impulso que recibe. Del mismo Del espíritu de las leyes decía el estudioso Gibbón, hablando de sus lecturas: "Yo leía a Grocio y a Puffendorf, leía a Barbeyrac, leía a Locke… pero mi delicia era leer y releer a Montesquieu, cuyo vigor de estilo y atrevimiento en las hipótesis fueron bastante poderosos para despertar y estimular el genio del siglo". Y Horacio Walpole escribía también hablando de la obra: "La considero el mejor libro que se haya escrito jamás… Es tan rica en ingenio como en conocimientos positivos." Este último extremo lo tenemos por dudoso. Un crítico in-g es moderno ha dicho todo lo contrario: "Es un libro que hizo mucho por a raza humana en la época de su aparición, pero no hay ninguno que un lector de nuestros días pueda sacar menos ideas prácticas". Es el destino de casi todos los libros que han dado impulso al pensamiento humano.

A juzgar por su correspondencia, cuando Montesquieu estaba en vísperas de publicar su obra, se sentía dominado por el cansancio. Había pasado tres años seguidos en sus posesiones, desde 1742 a 1746, trabajando sin parar. Sus ojos no lo ayudaban; casi no veía. Un secretario y su propia hija le daban lectura de lo que él mismo no podía leer. "Estoy aniquilado, escribía en marzo de 1747, y pienso descansar el resto de mis días." La idea de agregar a su obra una digresión acerca del origen de las leyes de Francia, digresión que llena los cuatro últimos libros de
Del espíritu de las leyes
, no se le ocurrió hasta el fin. "He creído matarme en estos tres meses, decía el 28 de marzo de 1748, para acabar un fragmento que voy a añadir, acerca del origen y las revoluciones de nuestras leyes civiles. Esto dará tres horas de lectura, cuando más, pero a mí me ha costado tanto que mis cabellos han encanecido." Terminada la obra y publicada en Ginebra, exclamaba el fatigado autor: "Confieso que este libro ha estado a punto de matarme; necesito reposo; no trabajo más".

Algo se nota en el libro del esfuerzo que confesaba el autor. En la parte que trata de las leyes en general, tomadas en su acepción más extensa y en relación con todos los seres del universo, hay mucha vaguedad. Si me atreviera diría que se ve desde el principio la dificultad con que tropieza el autor, como al final se descubre su vacilación y su cansancio.

Al frente del segundo tomo (la primera edición, la de Ginebra, se hizo en dos volúmenes), puso Montesquieu una preciosa
Invocación a las musas
, a la moda antigua. Es una bella invocación, en la que se define la razón humana como el más exquisito, perfecto y noble de nuestros sentidos. El amigo de Ginebra a quien encargó de hacer imprimir la obra y de corregir las pruebas, le hizo alguna objeción contra el himno poético, por parecerle cosa demasiado antigua para darle cabida en un libro tan moderno. Accedió Montesquieu a suprimirlo, no sin alguna resistencia.

III

No abrigo la pretensión de hacer la crítica de
Del espíritu de las leyes
, que no cabe aquí; se necesitarían varios volúmenes y examinar la obra capítulo por capítulo. Conozco tres críticas de este género: la de Tracy, que a pesar de su título es una refutación lógica y una rectificación más bien que un
Comentario
; la de Dupin, que no es despreciable; y, por último, una tercera manuscrita por el cardenal de Boisgelin, antiguo obispo de Aix. A cada paso puede censurarse a Montesquieu por sus divisiones generales de gobierno, por el principio que a cada uno señala, por el grado de influencia que atribuye a los diferentes climas, por las citas de detalle que ha sembrado en su obra. Cita algunas veces con inexactitud y nada más que por producir efecto, como andando el tiempo había de hacer Chateaubriand; esto suele sucederles a los hombres de imaginación, que se sirven de su erudición sin ser dueños de ella, sin poderla dominar. Se toma, al leer, una nota ingeniosa; y luego, al escribir, cuesta inmenso trabajo llevar el camino real por donde encaje bien la nota que se ha tomado. Montesquieu abusa de las notas ligeras, de las historietas de la antigüedad, de los ejemplos equívocos que la misma antigüedad proporciona.

Pero todos los defectos del libro no bastan para deslucir la brillantez del genio. Capítulos como los de Alejandro y Carlomagno lo compensan todo. Los dedicados a la constitución, y principalmente el que trata de las costumbres políticas de Inglaterra (libro XIX, capítulo XXVII), son descubrimientos en el mundo de la historia. Se ve a cada instante, en Montesquieu, uno de esos espíritus rápidos y penetrantes que investigan, los primeros, toda una masa y la iluminan.

Ya he dicho cuál creo que es el defecto radical de la política de Montesquieu; pone el término medio de la humanidad, considerada en sus dotes naturales, un poco más alto de lo justo. No es malo que un legislador quiera llevar a los hombres, siquiera se valga de un tanto de ilusión, a todas sus facultades y a su máxima virtud; pero él debe saber en qué condiciones es esto posible y, en consecuencia, tomar sus precauciones. No sólo Montesquieu no advierte lo bastante a su lector, sino que él mismo tampoco se previene lo bastante. Pintando por el lado más hermoso el gobierno de los ingleses, que él sin embargo había visto de cerca con sus sombras, no parece haberse preguntado qué efecto harían sus cuadros en Francia. Él no quería, ciertamente, la caída de la monarquía de Luis XIV; la consideraba una monarquía templada por los parlamentos y reformable en sí misma: "Yo no tengo —decía— un espíritu desaprobador"; lejos estaba, pues, de tenerlo revolucionario. Distante en esto de Juan Jacobo Rousseau, quería que cada cual, después de haberlo leído, "tuviera nuevas razones para amar sus deberes, su príncipe, su patria y sus leyes", y, no obstante, parecía no inquietarse por el resultado de la comparación que presentaba a las imaginaciones de sus compatriotas. En
Del espíritu de las leyes
, Montesquieu parece echar en el olvido que los hombres, los franceses, continúan siendo como él los ha visto y pintado en sus
Cartas persas
; y aunque habla siempre con honrada convicción de gobierno moderado, no dice que la moderación no entra en el número de las cualidades que se trasplantan.

Cuando se ha leído mucho a Montesquieu se siente una tentación: "Parece enseñar el arte de hacer imperios, ha dicho de él un crítico sagaz
[4]
, y siempre que se lo lee se cae en la tentación de fundar uno". Montesquieu no repite bastante a sus lectores: "Por considerar la historia con tanta reflexión y discurrir con tanta desenvoltura y desde tan alto, ni ustedes son hombres de Estado ni lo soy yo mismo". La misma frase Del espíritu de las leyes, y la última, debiera ser ésta: "La política no se aprende en los libros".

Que nosotros, los que formamos la generalidad de las gentes, caigamos en errores y olvidos de que sólo nos saca la experiencia no tiene nada de particular; pero que el legislador, el genio que se levanta para guiarnos caiga lo mismo que nosotros o no sospeche dónde se puede tropezar, esto es más lastimoso. Juan Jacobo, que no teme una revolución, es atrevido y temerario; Montesquieu, que no la quiere, es mucho más: imprudente y desprovisto de toda previsión.

Tomemos
Del espíritu de las leyes
por lo que es, por una obra de pensamiento y de civilización. En Montesquieu, el hombre es mejor que el libro. No le pidamos al libro más método, más orden, más precisión en los detalles, más sobriedad de erudición y de fantasía, más consejos prácticos, de lo que contiene de todas estas cosas; no veamos en él sino el carácter de moderación, de patriotismo, de humanidad que el autor ha puesto en las mejores partes y que ha revestido con una forma elevada. Tiene frases que ilustran la materia. Con razón habla de la majestad de su tema y hace bien en añadir: "
Yo creo no haber carecido totalmente de genio
". En éstos y otros pasajes se revela el hombre que desea la libertad verdadera, la verdadera virtud del ciudadano, todas aquellas cosas cuya perfecta imagen no había visto en ninguna parte entre los modernos y de las que se había formado una idea en el estudio de su gabinete y ante los bustos de los antiguos.

Del espíritu de las leyes
es un libro sin más aplicación que la perpetua de elevar el espíritu a la alta esfera histórica, engendrando un sinnúmero de bellas discusiones. En el orden de los gobiernos libres, pero templados, se encontrarán en él inspiraciones generales y memorables textos. Los que gustan de oráculos pueden buscarlos allí. El círculo de las cosas humanas que tiene tantas vueltas y revueltas y del que nunca se puede decir que está cerrado, ha parecido darle o quitarle la razón a Montesquieu, no una vez, sino varias. Bien cándido será el que vea en esto la afirmación de cierto orden anunciado por él y no la eterna vicisitud.

Gran clamoreo levantó
Del espíritu de las leyes
, apenas publicado; aquellos clamoreos no eran sino la señal de la revolución que iba a producir en las ideas. El éxito no se decidió, por lo pronto, sino entre la flor y nata de la inteligencia. "Oigo —decía el autor del libro— algunos zánganos que zumban alrededor de mí; pero si las abejas recogen alguna miel, eso me basta."

Montesquieu vivió seis años más; había envejecido antes de tiempo. "Estoy acabado, decía; he quemado todos mis cartuchos y todas mis bujías se han consumido." Al mismo tiempo escribía este pensamiento de serena y noble melancolía: "Mi intención era dar más profundidad y más amplitud a algunos pasajes del Espíritu; pero me he puesto incapaz. Las lecturas han debilitado mi vista, y si aún me queda alguna luz es la aurora del día en que mis ojos han de cerrarse para siempre".

Se puede dar una idea de la conversación de Montesquieu; en una defensa que hizo de
Del espíritu de las leyes
para contestar a la Gaceta Jansenista (pues pocos han sido tan sensibles a la crítica como Montesquieu), hay una página muy animada que nos representa bastante bien, al decir de D'Alembert, lo que aquél era hablando. Su manera de conversar era viva, corriente y figurada. Marmontel ha dicho que esperaba la pelota para tomarla en el aire. Hablando de los críticos estrechos que reparan en minucias por escrúpulos de escuela o por manías de secta, dijo:

"Esta manera de criticar es la más a propósito para limitar la extensión y disminuir la suma del genio nacional… Nada ahoga tanto la doctrina como el ponerle a cada cosa una toga de doctor… No pueden decir bien cuándo los cohíbe el terror de decir mal… Nos ponen una chichonera para decirnos a cada paso: ¡Cuidado con caerse!… Van a tomar vuelo, y los sujetan por la manga; tienen fuerza viva y se la quitan a alfilerazos; cuando se elevan un poco hay gente que empuña la vara de medir y les grita que bajen para medirse… Siguen su camino y quieren que se detengan a mirar todas las piedras y todas las hormigas".

Si agregan el acento gascón, puesto que lo conservaba, creerán estar oyendo a Montesquieu. También recuerda a Montaigne este fuego graneado de símiles.

"Su manera libre aunque molesta —ha dicho de Montesquieu un contemporáneo suyo
[5]
— corría pareja con su conversación. Era de estatura bien proporcionada. Aunque había perdido enteramente un ojo, y con el otro nunca había visto bien, estos defectos no se conocían; en su semblante se reflejaban la sublimidad y la dulzura." Su rostro, largo y naco, tenía el tipo elegante del país en que nació, el tipo bordelés.

En sociedad, Montesquieu no se dejaba llevar por las camarillas. Madama Geoffrin lo pintaba como hombre distraído. La duquesa de Chaulnes decía de él: "No habla más que con los extranjeros, porque se figura que aprenderá de ellos alguna cosa útil". Y agregaba: "Yo no sé para qué sirve un genio".

Aquel talento superior que, sin quererlo, ha dado origen o pretexto a tantos imitadores, generalmente presumidos y ostentadores de una suficiencia falsa, era la modestia misma. "¡Hombres modestos —exclamaba en las Cartas persas— vengan, que yo los abrace! Son el encanto de la vida; creen no tener nada y yo les digo que lo tienen todo. Piensan no humillar a nadie y humillan a todo el mundo. Cuando los comparo con los hombres absolutos que veo por todas partes, los arrojo de su tribunal y los pongo a sus pies."

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