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Authors: Col Buchanan

El Extraño (11 page)

BOOK: El Extraño
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—Ojalá sólo fuera comida lo que ansío —señaló en tono melancólico, lanzando otra mirada descarada a la esclava.

—Mi pobre pequeñín debilucho... Al final, todos los sacrificios habrán valido la pena. Ten fe en esta vieja que sólo te desea lo mejor.

La sacerdotisa posó unos instantes la mirada en el río y su gesto se relajó mientras rememoraba algún episodio lejano en el tiempo, quizá su propia iniciación como sacerdotisa. De pronto, sus facciones adquirieron un efímero aire juvenil, como tocadas por el encanto del recuerdo.

—Durante la noche de la Hecatombe Selectiva —dijo sin apartar la mirada del agua—, te sentirás tan colmado que, cuando des rienda suelta a tus apetitos, comprenderás por fin qué significa ser una figura divina. Te lo garantizo, querido mío.

«Otro sermón», se lamentó Kirkus para sus adentros. Sin embargo, se tragó su fastidio y asintió con un gruñido, aunque sólo fuera por que la anciana se callara, y la dejó recrearse en su inútil sabiduría. A fin de cuentas, la anciana sacerdotisa ya lo había perdido todo, empezando por la belleza, y ni siquiera ejercía un poder real en la corte de la madre de Kirkus.

Kirkus intentó pensar en otras cosas. Escudriñó el agua y la lejana ribera, en busca de algo interesante con lo que entretener su mirada errante; pero sólo veía pájaros, insectos zumbando en el aire y algún que otro zel de franjas blanquinegras bebiendo agua en la orilla. Ya estaba hastiado de todo aquello. Llevaba doce días recorriendo aquel río hediondo y aletargado del interior del Imperio, a los que debían sumarse los diez largos meses previos de viajes y visitas a lugares de interés, y en todo ese tiempo nunca se le había concedido un momento de libertad para hacer lo que se le antojara.

Sin embrago, ¿qué podía hacer? Después de todo, la vieja bruja era su abuela.

El Toin era uno de los grandes ríos que desembocaban en el Midéres. Discurría desde las tierras altas de las imponentes montañas de los Aradéres, primero como una red de torrentes impetuosos y luego como afluentes del Lago de las Aves, desde donde ya partía como un único cauce que iba ensanchándose y que en algunos tramos superaba el laq de anchura. El río era un elemento capital en el comercio de Nathal, y a lo largo de su cauce natural se encontraban todas las grandes ciudades de la nación.

Los nathaleses eran un pueblo orgulloso de su patria. Nunca habían sido conquistados por las naciones vecinas —Serta al oeste, Tilana y Pathia al este—. El esplendor cultural de Nathal se había desarrollado ininterrumpidamente durante mil años, con la filosofía, la educación y las artes a la cabeza. Cuando el daoísmo penetró sus fronteras, lo absorbieron como hacían con todas las corrientes de pensamiento novedosas y lo incorporaron a la larguísima lista de religiones que se practicaban y se cultivaban en su territorio.

Sin embargo, ya no tenían motivos para el orgullo. Hacía quince años que su preciada independencia había sucumbido bajo las botas de suelas tachonadas del Sacro Imperio de Mann. Se enzarzaron en una breve guerra de guerrillas contra las fuerzas de ocupación, pero al final incluso esos grupúsculos de la resistencia habían sido aniquilados. Las violentas represalias que habían padecido ciudades enteras de Nathal como pago por su rebeldía habían convencido a sus orgullosos habitantes de que era mejor someterse. Ahora, Nathal era una provincia más del Sacro Imperio y, como el resto de las naciones subyugadas, su administración recaía en la jerarquía sacerdotal de Mann. Se habían ilegalizado sus religiones tradicionales, y todos los preceptos y creencias que chocaban con la fe en la carne divina se habían censurado.

Cuando la inmensa gabarra imperial arribó a los muelles de Skara-Brae, el margen del río era idéntico al del resto de los asentamientos del interior del Imperio. En las fachadas de los edificios, tanto viejos como nuevos, había colgados carteles de dimensiones desproporcionadas donde se representaban mediante dibujos los productos y servicios ofrecidos para quienes desconocían la lengua franca. En el exterior de los almacenes se agolpaban corrillos de desempleados con la esperanza de conseguir un trabajo para aquel día, mientras patricios orondos rodeados por sus guardaespaldas supervisaban la carga y descarga de sus preciados cargamentos. Prostitutas y mendigos aguardaban en las bocacalles de los callejones, muchos de ellos con el aspecto enfermizo de quien no ha conseguido su dosis habitual de droga. Por todas partes se veían las tropas auxiliares desplegadas para el mantenimiento de la paz. La mayoría de los soldados, reclutados entre la población autóctona, iban uniformados con armaduras blancas de piel y lucían la expresión precavida de quienes se saben profundamente despreciados por su propio pueblo.

Por mucho que los nathaleses clamaran al cielo por su independencia, era innegable que la ocupación había tenido un efecto positivo en al menos un aspecto. Hacía quince años aquel puerto no era más que un emplazamiento donde se intercambiaban cuatro productos, aletargado como las aguas del río que lo bañaba. Ahora se había convertido en un hervidero de actividad comercial.

La gabarra se detuvo y se hizo el silencio en la orilla. De repente, sesenta remos se irguieron al unísono en el aire. Un destacamento del cuerpo de acólitos, armados con lanzas y espadas largas —y algún que otro rifle— enfilaron a la cabeza por el muelle. Iban ataviados con pesadas cotas de malla por debajo de las rodillas, una tortura con aquel calor, si bien los hombres y mujeres del cuerpo de sacerdotes guerreros no daban muestra alguna de incomodidad, con los rostros ocultos tras máscaras blancas sin otras facciones que los orificios imprescindibles para ver y respirar. Llevaban la cabeza oculta en la capucha de la túnica blanca propia de la orden, que vestían sobre las cotas. Estas túnicas estaban hechas de una tela vaporosa y tenían diagramas bordados en hilo de seda también blanco, por lo que desprendían sutiles reflejos a la luz del sol. De sus filas emergió raudo un emisario que se adentró en la ciudad con un mensaje para el sumo sacerdote y gobernador, quien aquella noche tendría invitados a cenar, le gustara o no la idea.

El destacamento de acólitos se desplegó entre la multitud con la confianza innata de los fanáticos nacidos y criados para un propósito, apartando a empellones a los ciudadanos para despejar una vasta superficie circular. Una vez logrado su objetivo, obligaron a las personas que tenían más próximas a ponerse de rodillas. Las tropas auxiliares locales siguieron el ejemplo de los acólitos y postraron a la fuerza a niños y ricos mercaderes sin distinción, hasta que sólo quedaron en pie los propios acólitos.

A continuación aparecieron dos sacerdotes recostados sobre un aparatoso palanquín portado por una docena de esclavos encadenados unos a otros con grilletes alrededor del cuello. El cuerpo de acólitos formó en filas. A su alrededor, centenares de rostros tenían la mirada diligentemente clavada en el suelo, o al menos lo intentaban, ya que con el rabillo del ojo echaban un vistazo a aquellos seres que proclamaban su naturaleza divina, si bien no veían mucho: sólo dos figuras recostadas en el palanquín con los rostros ocultos tras unas máscaras de oro y con las cabezas afeitadas y relucientes.

Un bramido puso en marcha la procesión por las calles de la ciudad, más tranquilas que el puerto. El silencio quedó roto por el estrépito de las botas de suelas tachonadas contra el suelo adoquinado y el alarido esporádico del capitán del cuerpo de acólitos para dar una orden. A la cabeza de la comitiva marchaba un joven que portaba el estandarte imperial con la mano roja de Mann estampada. Los soldados saltaban continuamente de la formación, de uno en uno o en parejas, para obligar de mala manera a los concurrentes a postrarse.

—Capitán —dijo con suavidad la anciana, de nombre Kira, dirigiéndose al comandante de la escolta—, déjelos tranquilos de momento. Si están con la panza pegada al suelo, no los vemos.

El capitán asintió y transmitió la orden.

Los sacerdotes recostados en el palanquín iban ataviados con las mismas túnicas blancas que el cuerpo de acólitos, cómodamente arrellanados y picoteando a su antojo frutos secos que se introducían en la boca a través de la estrecha rendija de sus máscaras y que suponían el único alimento que Kirkus estaba autorizado a comer por el momento. Sus miradas irradiaban entusiasmo, pues hacía dos días de su última incursión en una población de Nathal y ambos necesitaban las distracciones que ofrecía la ciudad.

Kirkus fue quien vio primero algo que le llamó la atención: una muchacha descalza y con los pies sucios que vendía los palitos de keesh que llevaba en una cesta.

La vieja sacerdotisa observaba a su joven protegido, advertida de su interés. Mantuvo pacientemente la mirada en él hasta que Kirkus se aclaró la garganta.

—Esa —aseveró, señalando con el dedo a la joven.

El comandante dio una orden y un pelotón de acólitos se escindió de la formación de vanguardia y rodeó rápidamente a la muchacha. Le tiraron la cesta al suelo y la arrastraron a pesar de su violenta oposición hasta la cola de la comitiva. Los ciudadanos que aún estaban de pie gritaron alarmados y algunos incluso hicieron el ademán de socorrer a la joven, sin embargo, varios compatriotas los contuvieron, tanto por su propio bien como por el de todos.

Todo lo que podían hacer se reducía a observar cómo la engrilletaban y la conducían detrás, chillando y lanzando miradas a diestro y siniestro en busca de ayuda. Los ojos de la gente diseminada por la calle adquirieron una descarada expresión de desafío: era la única forma de protesta que les quedaba. Pero ni siquiera esto les duraría demasiado.

Llegó el turno de la abuela Kira, que con un chasquido de sus dedos ordenó al destacamento de acólitos que cargara contra la hostil población. Al punto, la gente se dispersó en todas direcciones, espantada por la repentina acción violenta de los sacerdotes guerreros, que empezaron a extraer a rastras cuerpos de la refriega.

—Fantástico —observó Kirkus con desdén—. Ya has ahuyentado nuestro divertimento.

—La ciudad es grande. Hay muchas calles.

Kira tenía razón, por supuesto. Las calles de los barrios por los que prosiguió la comitiva estaban más tranquilas que las que dejaban en su estela. Seguramente ya había corrido la voz, pues había menos gente de lo que cabía esperar. Aun así se veía personas enfrascadas en sus quehaceres cotidianos, quizá convencidas de que los rumores eran exagerados o simplemente porque no se les pasaba por la cabeza que pudieran ser las elegidas. Para entonces ya nadie miraba directamente a la comitiva.

—¿Ves algo más de tu interés, querido?

Kirkus meneó la cabeza tras la máscara de contornos afilados. Sin embargo, observaba y examinaba con fascinación a todo el mundo, esperando a que algo atrapara su atención.

—A veces me pregunto —reflexionó en voz alta Kira, estudiando de arriba abajo a la muchacha que marchaba engrilletada en la cola de la procesión— si no habremos perdido algo a cambio de ganar un imperio. Por lo menos, a veces tengo esa impresión. Por cada conquista hay una pérdida. Y por cada pérdida una conquista. Hubo un tiempo en el que teníamos que hacer esto con sigilo y valiéndonos de artimañas, centrarnos en borrachos que regresaban tambaleantes a casa desde las tabernas, niños que correteaban de noche por las calles, viajeros incautos en las carreteras... Aunque de eso ya hace mucho tiempo, en mi memoria esos recuerdos perviven en cierta manera como una época dorada.

Kirkus apenas le prestaba atención y seguía ojo avizor, esperando... esperando...

El palanquín se detuvo finalmente en la bulliciosa plaza de un mercado. Kirkus adivinó que se encontraban en el centro de la ciudad porque, ¿en qué otro lugar podía esperar uno toparse con una aguja de acero herrumbroso que se eleva verticalmente treinta metros del suelo pavimentado? Contempló el enorme monumento que dominaba el mercado.

Su abuela se percató de su asombro.

—Fue idea de Mokabi. Cuando la ciudad cayó... —empezó a explicar Kira.

—Ya lo sé —la interrumpió Kirkus.

La población local no parecía prestar demasiada atención al monumento, abstraída en sus propios asuntos. Kirkus se fijó en las coronas de flores amontonadas en la base veteada del monumento cercado por los soldados que vigilaban la muchedumbre.

La ciudad de Skara-Brae había sido el último baluarte de los nathaleses durante la Tercera Conquista. Hano, la joven reina y cerebro militar de Nathal, después de sufrir la derrota definitiva en el campo de batalla, había huido en estampida con sus últimos ejércitos hasta Skara-Brae. El archigeneral Mokabi, comandante en jefe del IV Ejército, salió en su persecución y sitió la ciudad. Advirtió a la reina que si no abría las puertas, toda la gente refugiada en su interior sería asesinada. Se cuenta que al oír aquella amenaza la joven reina quiso entregarse, pero sus soldados y sus súbditos se lo impidieron. Al cabo, todos pagaron el precio de su desafío.

Cuando la ciudad finalmente cayó —a costa de cuantiosas bajas en el IV Ejército—, el general Mokabi decidió brindar a las tropas que habían participado en la conquista una fiesta a la altura de quienes tanto habían sacrificado durante la campaña. En primer lugar convirtió la ciudad en un gigantesco burdel en el que los soldados —cuando no mataban directamente a quienes no les interesaban— terminaban su desfogue asesinando a sus víctimas. Luego, en un momento de inspiración, el general ordenó que se forjara una aguja gigantesca fundiendo las armaduras de todos los hombres de su ejército que habían caído durante el asedio. Fijaron la aguja, de una longitud de treinta metros, a una base de hormigón, y luego la colocaron horizontalmente en la plaza de la ciudad, a la vista de todo el mundo.

Durante la quinta noche tras la caída de la ciudad, en medio de una orgía de excesos y alcohol, los hombres del archigeneral ensartaron uno a uno a los oficiales derrotados y a los miembros del gobierno de la ciudad y los fueron deslizando a lo largo de toda la aguja hasta el fondo; la mayoría moría antes de haber recorrido todo el trayecto. Cuando no quedó un hueco en toda la extensión del descomunal pincho, hincaron en la punta a la mismísima Hano.

El archigeneral hizo una señal y con un grito de saludo a la reina derrotada —al menos así lo narra Valores— trescientos prisioneros nativos de la ciudad irguieron la aguja repleta de cadáveres, que quedó instalada en la plaza como un monumento permanente que conmemoraba la conquista.

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