Authors: Col Buchanan
—¡Pero miradlo! —La vieja sacerdotisa clavó un dedo en su nieto. Aunque medio en broma, a su anfitrión Belias también le dolió—. Saciado de vino y con la barriga a punto de reventar y encima se queja de que se aburre. ¿Me creeríais si os dijera que ha visto desfilar ante sus ojos todo un imperio durante las últimas doce lunas, espectáculo que sólo un puñado de privilegiados están predestinados a ver? No, se limita a lloriquear exigiendo más, como el niñato malcriado que es.
Kirkus soltó un eructo atronador.
«No hay más señor que uno mismo», recitó Belias para sus adentros, como si de pronto se hubiera convertido en un fiel devoto de Mann, mientras contemplaba disimuladamente el estado de ebriedad del joven sacerdote repantigado en la silla. ¿De verdad podía ser ése el próximo líder político y religioso de un imperio que se extendía por dos continentes con súbditos de por lo menos cuarenta razas?
A diferencia de muchos compatriotas que preferirían morir en la lucha por la independencia, Belias se tenía por un hombre realista. Era éste un rasgo que consideraba infinitamente superior a todos los demás que pudiera atesorar y del que, lamentablemente, carecían sus paisanos nathaleses, con la excepción, quizá, de la clase mercantil, que era capaz de reconocer al instante la oportunidad de negocio en cuanto les tiraban la puerta abajo de una patada.
Muchos años atrás, cuando el ejército imperial se desplegó hasta las fronteras de Nathal y, casi inmediatamente, las cruzó, Belias había valorado la futura ocupación imperial en su justa medida: como un hecho inevitable. Así pues, tras la última batalla de la reina Hano y su ejército, justo allí, en su infortunada ciudad, de la que había tenido la suerte de estar muy lejos entonces —pues se hallaba en la finca familiar con su mujer y su hija—, y dado que era un joven político ambicioso, Belias había cambiado de bando, según los vientos que soplaban. Se convirtió ni más ni menos que en sacerdote de Mann, consciente de que ése era el único camino para progresar en la vida política del nuevo orden establecido. Había sido muy sencillo. Únicamente había tenido que invertir tres años estudiando en el recién inaugurado complejo de templos en Serat —adonde todo tipo de pueblerinos acudía con el propósito común de tomar el hábito de la orden— y después superar la Hecatombe Selectiva, un misterioso ritual que ponía el punto final a su período de iniciación en el credo de Mann.
No le había ido mal al cambiar de bando... y le gustaba recordárselo en las noches aciagas en que sufría el acoso de su conciencia. A fin de cuentas, ahora era el gobernador de su ciudad.
No obstante, y pese a todo este pragmatismo —o quizá precisamente gracias a él—, Belias conocía perfectamente el alma menos sofisticada de sus compatriotas. Un episodio como el vivido ese mismo día, una violenta cacería de esclavos pública por toda la ciudad, podía suponer la mecha que hiciera explotar una revuelta, a pesar de que a nadie se le escapaban las brutales represalias que acarrearía. Si ese levantamiento se producía, el sumo sacerdote Belias sería irremediablemente hombre muerto. Sería el primero en caer ajusticiado por su pueblo, que lo veía como una mera figura decorativa renegada. Y aunque milagrosamente consiguiera escapar del linchamiento público, el mismo estamento sacerdotal se desharía de él por haber permitido que se desencadenara la revuelta. Lo acusarían de débil y de no ser un verdadero sacerdote de Mann y lo despojarían de su túnica mediante el método más popular para despojar de la túnica a un miembro de la orden: empalándolo sobre una pira.
Y todo eso gracias a los fanáticos de Q'os sentados a su mesa, en su propia casa, en su ciudad, dándose un atracón a su costa, mientras sus apestosos esclavos permanecían hacinados en el camino de entrada a su mansión. Si los ciudadanos se sublevaban, la culpa sería de sus invitados, y puede que sus propios cuellos acompañaran al suyo en la horca. Pero eso no era ningún consuelo. Después de todo, la muerte es la muerte.
«Mann», concluyó el sumo sacerdote con amargura. La carne divina. Belias había puesto mucho interés en aprenderlo todo sobre la devastadora religión que había abrazado, y creía haber comprendido su verdadera esencia.
La santa orden de Mann no siempre había sido tan santa. En un tiempo muy remoto no había sido más que una oscura secta urbana, un rumor que se propagaba por las ciudades—estado de Lanstrada y que las madres utilizaban para asustar a sus hijos cuando las desobedecían. Eso había sido antes de que esa misma secta clandestina consiguiera la supremacía en la próspera ciudad—estado de Q'os —con una población subyugada por el miedo y la superstición tras años de epidemias y cosechas arruinadas—, donde el culto se hizo inesperadamente con el poder en una jornada conocida como «La noche más larga».
Espoleada por la victoria cosechada y por su ambición por consolidar el poder con la máxima celeridad, cuando tuvo la ciudad bajo su control, la secta invirtió las copiosas reservas de dinero de la ciudad en reformar el ejército y convertirlo en una maquinaría engrasada para las campañas de conquista. Su sueño: expandir el credo de Mann por todo el orbe. Las empresas militares iniciales se saldaron con fracasos; pero finalmente, dotadas con cañones de novedoso diseño —más certeros, menos propensos a explotar de manera inesperada y con un consumo menor de pólvora—, su suerte en el campo de batalla dio un giro de ciento ochenta grados. Este avance dio paso a una época de invasiones y conquistas que fue testigo de la forja atroz de un imperio en menos de medio siglo, tiempo en que cambió radicalmente la manera de hacer la guerra.
Durante esas cinco décadas de poder, la secta se había preocupado con toda la intención del mundo de dotarse de una esencia divina. En un relativamente breve período de tiempo había prosperado hasta asentarse como religión, y muchas de sus costumbres primigenias se habían afianzado como elementos tradicionales de la liturgia. La Hecatombe Selectiva era un ejemplo de esa transformación. Para los sacerdotes neófitos era un ritual de iniciación durante el cual perdían las puntas de los meñiques y debían sacrificar a un inocente con sus propias manos. Este acto de ruptura de los tabúes se realizaba con la intención de extraer de una manera definitiva la esencia primigenia del iniciado.
O ésa era la creencia, si bien al acabar el día de su iniciación Belias juzgó que no era más que una pifia. Él sólo había sentido náuseas durante la larga noche de su ceremonia. Los sacerdotes más devotos la repetían en numerosas ocasiones a lo largo de sus vidas, supuestamente para alcanzar un grado mayor de divinidad de la carne. Sin embargo, Belias nunca había repetido la experiencia, e intentaba con todas sus fuerzas no pensar demasiado en su única participación en la ceremonia. Nunca en la vida había contado a su familia lo que había hecho para conseguir la túnica blanca que indicaba su posición.
Hasta entonces no le había parecido importante no creer las tonterías fundamentales de Mann. Era un ambicioso sacerdote renegado de una religión que no loaba el desinterés ni el sacrificio, sino el poder y la divinidad autoproclamada. Por tanto, Belias, un hombre de una egolatría suprema en sus años mozos, nunca se había sentido un impostor.
No obstante, era curioso que, sentado a su mesa con esos dos indiscutibles fanáticos llegados de Q'os —auténticos sacerdotes en toda la extensión de la palabra, con sus cabezas cuidadosamente afeitadas y la tez perforada por abundantes ornamentos—, se sintiera por primera vez el charlatán que en realidad era. Esa idea le rondaba la cabeza mientras observaba la escena que se desarrollaba delante de él, con un mal presentimiento cada vez más intenso. Se preguntó de qué serían capaces sus invitados si alguna vez llegaban a sospechar de él.
Kirkus estaba irritado. El vino era pasable y la comida por lo menos llenaba. Sin embargo, las conversaciones más nimias eran tan forzadas y discurrían con tanta formalidad que se sentía como si hubiera pasado las últimas horas cenando con un puñado de cadáveres. No era la primera vez en los últimos seis meses que ansiaba estar de regreso en el Templo de los Suspiros, en compañía de sus amigos.
Un grito estridente procedente del exterior le hizo perder el hilo de sus furibundos pensamientos. Probablemente estaban persuadiendo de que se callara a uno de sus nuevos esclavos a base de azotes.
—Ya era hora —comentó el joven sacerdote, rellenando torpemente su copa por enésima vez. La arrogancia que exhibía se debía en parte a sus ganas de diversión. Kirkus no era de ningún modo el patán malcriado que quería aparentar, simplemente se entretenía dando esa impresión en ocasiones como aquélla.
Nadie respondió a su observación, en la mesa sólo seguía oyéndose el tintineo de la cubertería y las bocas masticando.
Kirkus enderezó las piezas de cubertería delante de él y las colocó de nuevo con sumo cuidado en su disposición inicial. Le rechinaron los dientes. Si no hacía algo pronto para paliar su aburrimiento, iba a enloquecer.
Kira y el sumo sacerdote habían entablado una conversación en voz queda, algo sobre el río y la distancia que debía de haber hasta el Lago de las Aves. Belias había empezado a sudar abundantemente, más aún que antes.
—¡Me aburro! —espetó Kirkus de nuevo, esta vez más alto, aunque todavía no tanto como para desterrar por completo de la mesa la conversación que mantenían en tono cortés el sumo sacerdote y su abuela.
Sin embargo, sí atrajo la atención de la hija, que desvió la mirada del salmón fresco de su plato, se volvió hacia él y lo fulminó con una mirada enardecida y cargada de indignación. Era la primera vez que sus ojos se cruzaban desde que se habían sentado a la mesa a cenar. Kirkus a su vez la miró con lascivia, exagerando la expresión de su cara, y luego dirigió la misma mirada a su prometido, ese especulador charlatán que levantó brevemente la mirada hacia él. Al unísono, la pareja devolvió la vista a sus platos. Kirkus siguió observándolos mientras ellos intercambiaban miradas fugaces. Esos dos compartían algo, había una conexión íntima entre ellos.
«Probablemente se monte a horcajadas sobre él cuando los padres no están», pensó de manera perturbadora Kirkus. Y, sin venir a cuento, le asaltó un recuerdo: Lara y la última vez que se había montado a horcajadas encima de él. La viciosa avidez de sexo de la muchacha bajo los efectos de él hasta entonces.
El recuerdo cayó como una esfera de plomo en su estómago y sacó a la superficie otros episodios, como, por ejemplo, la noche que su abuela lo llevó a su cámara privada, una estancia fría y penumbrosa, y el rechinamiento constante de los dientes de la anciana mientras le hablaba de cosas que él ni siquiera se había planteado en una época en la que sólo pensaba en revolcarse con Lara. Lo único que le importaba era la fragancia de su piel, suave y fina, cuando la acariciaba o la mordía; el sonido de su risa, claro y melódico, provocada por algo que Kirkus sólo podía imaginar; su rostro de facciones perfectas, ardiente debajo de él o sobre él; su don para la espontaneidad y la alegría.
«La pequeña Lara nunca podrá ser tu glammari, Kirkus», le había dicho su abuela sin rodeos, tras una hora explicándole una y otra vez que sólo las mujeres de Mann transmitían el poder y la riqueza de sus familias, pues sólo ellas podían garantizar la antigüedad de su sangre.
«Debes tener presente este tipo de cosas y no únicamente lo que da placer a tu polla —le había reprendido—. Recuerda, la familia de Lara ya es nuestra aliada. Así que, querido mío, debes escoger una consorte conveniente a tu posición, de una familia poderosa cuyo apoyo nos convenga. Para ti, Lara no puede significar más que lo que ya es, y debes conformarte con eso, ambos debéis conformaros.»
Kirkus había imprecado a la anciana y le había dicho que se ocupara de sus asuntos. No contó nada de la conversación a Lara —tampoco hubiera sabido cómo hacerlo—. Aun así, de alguna manera había llegado hasta sus oídos.
Lara se comportó de un modo antojadizo la noche que resultó ser la última que pasaban juntos, aunque entonces sólo ella sabía que no volverían a repetir sus encuentros. Después de horas de juegos amatorios se habían enzarzado en una discusión sobre una menudencia, un ligero malentendido que ahora ni siquiera recordaba. Lara se había marchado furiosa, gritando que no quería volver a verlo, y él se había reído de su dramatismo, pues no pensó que fuera más que una de sus habituales riñas. No sabía que la había perdido.
Unos días después, durante el Baile da Pierce, Lara apareció con un nuevo amante, el imbécil de Da-Ran, quien se pavoneaba enfundado en su uniforme con galones y su última cicatriz en la mejilla, y que acababa de regresar esa misma semana de aplastar unas cuantas tribus del norte.
Aquella noche, Lara no le dirigió ni una mirada. Ni una.
La chica sentada a la mesa, Rianna, tenía una manera de mirar a su prometido que incomodaba a Kirkus; si hubiera tenido una mínima inclinación por el autoanálisis habría concluido que la causa era la envidia. Sin embargo, se limitó a seguir observando con sus lúgubres ojos, cada vez más sulfurado.
Se fijó en que Rianna comía con una mano oculta bajo la mesa. Kirkus observó con mayor detenimiento y reparó en que el brazo de esa mano se movía a un ritmo constante, si bien tan suave que prácticamente era imperceptible. Kirkus soltó un resoplido y, con la sutileza desproporcionada de un borracho, dejó caer al suelo su servilleta, que hasta entonces no había utilizado; se agachó y echó un vistazo por debajo de la mesa. Ahí estaba ella: acariciando la entrepierna de su prometido con las yemas de los dedos de su delicada mano pálida enfundada en un guante de encaje.
Kirkus recuperó la servilleta y se puso derecho en la silla. Se le había dibujado una sonrisita en los labios. Se volvió de nuevo a la muchacha y le pareció que de repente estaba mirando a otra persona. Su atención se entretuvo en su cuerpo estilizado embutido en el vestido verde, en sus turgentes pechos juveniles y en su largo cuello de cisne que se arqueaba para desembocar en un rostro de tez tersa y gesto orgulloso, blanqueado y coloreado por el maquillaje y enmarcado en una tumultuosa cabellera pelirroja.
—La quiero a ella —declaró Kirkus, y su petición formulada en voz queda y firme atrajo la atención de los comensales.
—¿Cómo dices, querido? —inquirió su abuela desde el otro extremo de la mesa, haciéndose la sorda.
Kirkus señaló a Rianna.
—La quiero a ella —repitió.