El Extraño (15 page)

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Authors: Col Buchanan

BOOK: El Extraño
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Vació el contenido del balde en el retrete para acabar con el hedor que se había instalado en el camarote y se despojó de su ropa mugrienta. Ash le había comprado una mochila con enseres para el viaje antes de partir; sacó de su interior una pastilla de jabón y se frotó con ella el cuerpo de la cabeza a los pies, empapando de agua el suelo de madera. Luego extrajo un cepillo de dientes, le quitó el envoltorio de papel parafinado y se limpió los dientes a conciencia.

Mientras se ponía la ropa limpia —una camiseta interior de algodón, una túnica y unos pantalones de lona resistentes, botas de piel y un cinturón con la hebilla de madera noble—, se dio cuenta de lo famélico que estaba.

Salió del camarote con pasos cortos y medidos y enfiló por el pasillo, siguiendo el aroma a chee, que lo condujo hasta una sala común, amplia y de techo bajo. Había miembros de la tripulación repartidos por las mesas, charlando plácidamente mientras desayunaban. La atmósfera penumbrosa de la primera hora de la mañana ya estaba cargada con el humo de las pipas. Unos cuantos se quedaron mirando con suspicacia a Nico mientras éste se dirigía hacia el otro extremo del salón, donde la ventana que comunicaba con la cocina permanecía abierta. Al otro lado del hueco, el cocinero, un hombre escuálido y calvo, con los bigotes arremolinados tatuados en la cara, servía tazones de chee y fuentes con queso y galletas. También Berl estaba trabajando en la cocina, y andaba atareado echando leña al fuego que ardía en un horno de ladrillo. El chico le saludó con un gesto de la cabeza sin interrumpir su tarea. Nico se llenó una fuente con comida y el cocinero le dejó una taza con chee antes de retomar su faena en la cocina, que parecía consistir en golpear ollas, arrojar trapos húmedos por doquier, sudar y despotricar contra sí mismo. Nico se sentó a una mesa vacía y se puso a comer con cautela, poniendo a prueba el estado de su estómago. Echó un vistazo a los cañones situados junto a las portas repartidas a lo largo de la acogedora sala común, e intentó no hacer caso de las miradas que se cruzaba dirigidas a él con disimulo. Se preguntó si el resto de la tripulación sería siempre tan simpática.

Cuando acabó de comer dio las gracias al cocinero y se dirigió a la escalera que conducía a la cubierta superior. Subió los escalones de uno en uno y muy despacio, agarrado a la barandilla. Justo antes de alcanzar la parte superior de la escalera se detuvo un momento para serenarse.

Emergió en la cubierta superior del dirigible e intentó convencerse de que se encontraban en un vulgar navío, navegando por aguas profundas en vez de flotando en el aire. A fin de cuentas, la cubierta del
Halcón
no difería demasiado de las de los barcos que había visto en el puerto: en la parte posterior se levantaba un alcázar y en la parte delantera una cubierta de proa. Cerca de él, un puñado de tripulantes conversaban sentados mientras trenzaban tramos de cuerda. Otro grupo en el extremo opuesto de la cubierta se entretenía con un juego de huesos; estaban discutiendo y uno de ellos sujetaba a otro, que parecía dispuesto a empezar una pelea. En general, a Nico le pareció que los miembros de la tripulación eran muy jóvenes y pocos debían llegar a los treinta años. Llamaban la atención la delgadez y la barba y el pelo alborotados que exhibían todos.

Reinaba un silencio extraño sólo roto por las sacudidas de la tela. Nico levantó los ojos y vio la gigantesca bolsa de gas de seda blanca que fluctuaba con el viento, envuelta por una ligera red de cuerdas y riostras de madera. La sombra del voluminoso globo sumía en la penumbra toda la cubierta. Del morro de la envoltura partía una serie de velas desplegadas y tensas entre palos de madera de tiq, dos palas extensísimas del mismo material se desplegaban como alas en sus flancos. Los hombres se movían por allí arriba, trepando por el entramado de las jarcias que determinaban la curvatura de seda. Iban descalzos, y las plantas mugrientas y sonrosadas de sus pies se deslizaban por unas cuerdas que parecían demasiado gastadas como para merecer la confianza que demostraban los tripulantes con sus movimientos. «Están locos —pensó Nico—, Como una maldita cabra.»

A aquella altitud el aire era frío. La ropa que llevaba no lo protegía de la brisa cortante y notó que se le ponía la carne de gallina. Se le pasó por la cabeza regresar al camarote y coger la capa de viaje, pero entonces divisó a Ash sentado con las piernas cruzadas en la cubierta elevada de proa. Iba ataviado con su habitual túnica negra y parecía enfrascado en una profunda meditación.

Nico se convenció de que podría aguantar en la cubierta siempre y cuando no se asomara por la borda y dejara de pensar que estaba a bordo de un barco. Sin apartar los ojos de los aparejos repartidos por la cubierta, llegó hasta la escalera de la cubierta de proa y subió para reunirse con el anciano extranjero.

Los ojos de Ash parecían cerrados, aunque se advertía un atisbo de sus pupilas entre las pestañas. Tenía la mirada entornada clavada en un punto que tanto podría haber estado cerca como lejos, y permanecía inmóvil como una piedra, ni siquiera su pecho se hinchaba y deshinchaba con su respiración.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Ash sin mover un músculo.

Nico se abrazó el cuerpo tratando de darse un poco de calor.

—Mejor —respondió—, Gracias por su interés, viejo.

Ash soltó una carcajada seca.

—No estoy aquí para cuidarte, muchacho. —Abrió por fin los ojos por completo, levantó la mirada hacia Nico y alargó una mano.

Nico la contempló unos segundos; sus uñas resplandecían en contraste con la oscura piel rosada que las rodeaba. Luego la agarró con firmeza, áspera como la corteza de un árbol, y ayudó al anciano a ponerse en pie.

—Si andas paseándote, significa que estás bien —declaró Ash—, De modo que ha llegado el momento de empezar con tu entrenamiento. Primera lección: eres mi aprendiz. Por lo tanto me llamarás maestro, o maestro Ash, nunca viejo.

Nico notó cómo le subía la sangre a la cabeza. No le gustaba el tono que estaba utilizando.

—Lo que usted mande.

—No me pongas a prueba, muchacho. Te daré una buena zurra como seas insolente.

Hablaba como le había hablado en alguna ocasión su padre después de ingresar en el Cuerpo Especial, o como alguno de los imbéciles que su madre había llevado a casa.

—Entonces deme una zurra —replicó Nico—, Esa lección ya la tengo más que aprendida.

La expresión de Ash se mantenía inalterable, pero Nico vio por el rabillo del ojo que el anciano apretaba el puño derecho y se puso tenso.

Sin embargo, en vez de golpearle, Ash respiró hondo y le dijo:

—Vamos, sentémonos juntos.

Se arrodilló de nuevo sobre la cubierta, esta vez de cara a Nico. Tras unos momentos de vacilación, Nico siguió su ejemplo.

—Respira hondo —le indicó Ash—, Bien. Otra vez.

Nico hizo lo que le pidió y notó cómo se aplacaba su ira.

—Veamos —dijo Ash—. Eres merciano. Tu pueblo sigue los preceptos de Dao o lo que a veces denominan destino. Por lo tanto, debes conocer la liturgia del Gran Necio, ¿verdad?

A Nico la pregunta lo pilló por sorpresa.

—Por supuesto —respondió el joven con cierta cautela. El anciano simplemente hizo un gesto afirmativo con la cabeza: era evidente que sólo era un apunte invitándole a continuar—. He estado en templos varias veces y he escuchado cómo recitaban sus palabras, y todos los días del Gran Necio mi madre solía llevarme con ella cuando iba a realizar sus ruegos.

Ash alzó las cejas, como dando a entender que aquello no le impresionaba.

—Y dime, ¿sabes dónde nació el Gran Necio?

—Me contaron que nació en una de las lunas y que cayó a Eres montado sobre una roca de fuego.

El anciano meneó la cabeza.

—Nació en mi tierra, Honshu, hace seiscientos cuarenta y nueve años. Honshu es la cuna del daoísmo. El Gran Necio nunca puso un pie fuera de las fronteras de Honshu, en contra de lo que se cuenta en vuestras leyendas. Fue su Gran Discípula quien llevó el daoísmo al Midéres, y gracias a ella y a sus propios discípulos se extendió en sus diversas formas por las tierras meridionales, incluida tu patria. Y dime, ¿sueles meditar?

—¿Cómo los monjes?

—Sí, como los monjes.

Nico meneó la cabeza.

—¡Guau! Entonces no sabes nada sobre la religión. No esperaba menos. En mi orden también somos daoístas, pero seguimos las enseñanzas del Gran Necio despojadas de todas las patrañas que han proliferado alrededor de su palabra. Si vas a seguir su camino, como tendrás que hacer si te conviertes en un verdadero roshun, debes olvidar todas esas tonterías y concentrarte en una única cosa. Debes aprender a alcanzar la quietud.

Nico asintió lentamente.

—Entiendo.

—No, no lo entiendes, pero empezarás a hacerlo. Ahora haz lo que te diga. Pon la mano izquierda sobre la derecha. Sí, así. La espalda recta. Un poco más, todavía estás encorvado. Muy bien. Mantén los ojos ligeramente abiertos, elige un punto frente a ti y concéntrate en él. Ahora respira. Relájate.

Nico respiró, perplejo. No veía qué tenía que ver todo aquello con el trabajo de un roshun.

—Presta atención al aire que entra por tus fosas nasales, fluye por tu interior y finalmente sale. Respira hondo, que el aire llegue al vientre. Eso es, muy bien.

—¿Ahora, qué? —Empezaban a dolerle las rodillas.

—Simplemente permanece arrodillado. Deja que el discurrir de tus pensamientos cese, que tu mente se vacíe.

—¿Cuál es el objetivo de todo esto?

Un breve bufido salió expelido de la nariz de Ash, pero su mirada se mantuvo firme.

—Una mente en continuo funcionamiento es una mente enferma. Una mente en quietud fluye con el Dao. Cuando fluyes con el Dao actúas en armonía con todas las cosas. Esto es lo que el Gran Necio nos enseña.

Nico intentó seguir las instrucciones del anciano, pero era como intentar hacer malabares con tres objetos a la vez: prestar atención al recorrido de su respiración, mantener la espalda erguida y concentrarse en una astilla de madera de la barandilla que se extendía delante de él. Al final siempre se le escapa alguna de las tres y la frustración empezaba a apoderarse de él. El tiempo se estiró de tal forma que perdió la noción de él, y no podía decir si llevaba sentado unos segundos u horas.

Tenía la impresión de que cuanto más empeño ponía en calmar su mente, más ansiaba ésta entablar una conversación consigo misma. Le picaba la cara y le dolía la columna erguida, y sentía un dolor punzante en las rodillas. Aquello podría haber pasado perfectamente por ser una técnica de tortura. Después de un rato, dejó de preocuparse por sus pensamientos y le dio vueltas al destino del dirigible y a lo que servirían de cena por la noche... cualquier cosa valía con tal de no pensar en los dolores y la incomodidad.

Parecía que había pasado una eternidad cuando sonó la campana anunciando una nueva hora.

Ash se levantó y el roce de los pliegues de su túnica produjo un leve susurro. Esta vez fue el anciano quien ayudó a Nico a ponerse en pie.

—¿Cómo te sientes?

Nico prefirió no decir lo primero que se le ocurrió.

—Relajado —mintió, asintiendo con la cabeza—. Muy relajado.

Los ojos del viejo extranjero llegado de tierras remotas brillaron con regocijo.

Ese mismo día un poco más tarde, el dirigible descendió varias decenas de metros con la esperanza de encontrar un viento más favorable, y la verdad es que se topó con unas fuertes rachas que soplaban hacia el noroeste. Sobre el alcázar de la cubierta de popa, el capitán, con su grasienta cabellera azabache azotándole un lado del rostro, bramaba órdenes para que se orientaran las alas de cola y se desplegaran las vastas alas principales de la envoltura, y su voz profunda conseguía que los hombres se lanzaran corriendo hacia las jarcias antes incluso de que acabara de pronunciar las instrucciones. El capitán Trench era un hombre de gran estatura, de unos treinta años, con la tez afeitada y delgado en extremo. Sus huesudas manos blancas permanecían escondidas en los bolsillos de un abrigo gris azulado de la Armada sin galones de rango, lo cual podía responder a una especie de afectación o quizá hacer referencia a una carrera anterior en la Armada, pues ahora estaba al mando de una nave mercante, aunque había que admitir que el
Halcón
no era una de tantas. Con su ojo bueno escudriñó la envoltura de gas que los mantenía en el aire, que fluctuaba por barlovento de una manera incesante; entretanto, posado sobre su hombro, su kemir domesticado le susurraba al oído como si conversara con él y levantaba una pata para mantener el equilibro igual que el capitán levantaba su pierna. Como pez en el agua, el Halcón viró y se escurrió hacia la corriente, con el casco cabeceando, dando bandazos y todavía perdiendo altura.

Nico se aferró al barandal con los dedos lívidos. Escuchaba con inquietud el crujido de las riostras de madera que conectaban la envoltura con el casco. Las vastas alas principales curvilíneas a ambos lados de la envoltura recibían el viento de lleno; junto al timón, un miembro de la tripulación que examinaba un instrumento giratorio informaba a pleno pulmón de la velocidad mientras la nave avanzaba imparable.

Por fin dejaban atrás los Puertos Libres.

Esa noche cenaron con el capitán en su majestuoso camarote, situado bajo el alcázar de popa, una estancia con el techo bajo y la amplitud de la planta de la nave. Las paredes tenían ventanas en toda su longitud, con gruesos vidrios translúcidos divididos en rombos por cruces de plomo. Algunos cristales estaban tintados de verde o amarillo. Al otro lado de las ventanas se divisaba la línea difuminada del horizonte, recorrida por nubes incendiadas por el sol poniente.

La cena consistía en un saludable menú compuesto por sopa de arroz, patatas asadas, verdura, carne de caza ahumada y vino. La comida se servía en una vajilla de fina cerámica de color marfil que tenía aspecto de ser cara. Cada pieza estaba decorada con un halcón en vuelo. Nico supuso que había sido un regalo que alguien habría hecho al capitán.

La conversación decayó cuando los comensales se lanzaron sobre sus platos humeantes. Ash y el capitán comían con la concentración de quien quiere disfrutar al máximo cada momento mientras la placidez de la travesía se lo permita. Dalas, el segundo de a bordo del capitán, era un coriciano grandote y con rastas en el pelo. Vestía una chaqueta sin mangas de piel, que llevaba desabrochada, y un cuerno de caza enroscado colgaba de su cuello. Al parecer, era mudo de nacimiento. Incluso el kemir amaestrado del capitán, inquieto al principio con la aparición de los dos invitados, permanecía ahora tranquilamente en la mesa, enfrente del plato de su amo, haciendo suaves ruiditos con el pico y babeando mientras observaba con atención cómo comía el capitán. El animal despertó en Nico el recuerdo de
Boon
, cuando en la granja familiar se sentaba a comer lo que fuera que de mala gana su madre hubiera cocinado y le pasaba comida por debajo de la mesa. Nunca antes había visto un kemir, aunque había oído hablar de ellos en las representaciones callejeras de
Los relatos del pez
, que recogía historias de mercaderes que se habían aventurado por los bosques oasis de la llanura desértica y habían encontrado la locura y la muerte.
Los relatos
siempre describían el kemir como una criatura despiadada pese a su reducido tamaño. Ahora que estaba sentado delante de uno —con su dura piel multicolor que evocaba la imagen de una vegetación exuberante envuelta en sombras, sus movimientos furtivos y sus saltos repentinos de depredador—, Nico se hacía una idea del porqué. Nunca habría imaginado que fuera posible domesticarlos.

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