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Authors: Col Buchanan

El Extraño (22 page)

BOOK: El Extraño
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—¡Estamos perdidos! —gritaron a coro hacia el cielo nocturno.

Capítulo 9

Una mente desatada

—¿Qué ocurre?

—El arbusto.

—Eso ya lo veo. Pero ¿qué tiene de especial?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ¿por qué estamos aquí de pie, parados, mirándolo?

Y así estaban: de pie, parados, mirando el pequeño arbusto verde que crecía junto a un turbulento arroyo montañoso. Eran las primeras horas de las mañana y el sol refulgía reflejado en sus ojos. Nico tenía la cabeza a punto de estallar por la resaca de la noche anterior.

—¿Habías visto alguna vez un arbusto como éste, Nico?

—No estoy seguro.

—Entonces fíjate en él. Mira sus bayas.

Nico las miró detenidamente. Eran pequeñas y de un color negro oleoso. Estaban salpicadas por unas curiosas manchitas blancas que recordaban ligeramente a calaveras.

—No, creo que no lo había visto nunca.

—En efecto, nunca lo habías visto. Hay muy pocos arbustos como éste en toda la isla de Cheem. Fueron traídos aquí desde Zanzahar, y allí llegaron desde las Islas del Cielo.

Nico le escuchaba con cierta impaciencia. Tenía el estómago peligrosamente revuelto esa mañana y lo único que quería era tumbarse y pasar hecho un ovillo lo que quedaba de día. Si éstos eran los efectos que tenía beber fuego de Cheem a la mañana siguiente, juraba que nunca más tomaría el repugnante brebaje.

—Son mi memoria, Nico —dijo Ash, arrodillándose delante de la mata. Arrancó dos bayas de una misma rama y las dejó caer en su taza de hojalata. Nico lo miró expectante, el anciano suspiró e interrumpió su labor por un instante.

—Cuando vinimos a Cheem por primera vez para fundar nuestra orden —le explicó Ash—, lo hicimos porque ya había muchas sectas más antiguas instaladas en estas montañas. Órdenes religiosas en lugares remotos adonde acudían las personas interesadas en sus enseñanzas para retirarse del mundo de los hombres. Apenas si la habitaba otro tipo de gente. Al fin y al cabo, esto no deja de ser una jungla y es fácil perderse. Pero eso no bastaba para mantener oculta nuestra orden. Temíamos que si alguna vez un roshun era capturado, revelara la ubicación del monasterio y nos pusiera a todos en peligro. De modo que el recuerdo que teníamos de su localización fue... alterado. Sepultado. El Vidente de Sato conoce las técnicas para lograrlo.

Ash empezó a machacar las bayas con una ramita rota, muy lentamente y con extrema delicadeza, poniendo toda su atención en la tarea.

—Con el jugo de estas bayas desbloquearé los recuerdos que se me han mantenido ocultos y se me mostrará el camino.

Lanzó un escupitajo al interior de la taza de hojalata y alargó el brazo que la sujetaba para que Nico hiciera lo mismo. El muchacho frunció el ceño, se inclinó hacia delante y escupió. Ash siguió removiendo la pasta.

—Si no lo preparo como es debido —confesó sonriente—, podría ser letal.

Hizo un gesto a Nico para que se arrodillara a su lado. Nico vaciló un momento, preguntándose qué nueva sorpresa estaría preparándole el anciano. La punta de la ramita emergió de la taza y Ash la levantó hacia la frente de Nico, que dio un respingo hacia atrás.

—No te muevas, muchacho.

—¿Por qué tengo que ponérmelo yo?

—Porque así no recordarás el camino.

Ash dio unos golpecitos en la frente de Nico con la ramita embadurnada del mejunje mientras musitaba algo entre dientes. Luego se aplicó el mismo ungüento.

—¿Y ahora qué? —preguntó Nico.

El anciano limpiaba la taza. La mancha azul de su frente se había secado y había adquirido un tono rojizo.

—Relájate. Tranquilo. Es un proceso lento.

Así que Nico se relajó. De hecho, se tumbó en el suelo hecho un ovillo y rápidamente cayó dormido.

Los sueños llegaron hasta Nico como un flujo de alquitrán que manara del suelo; lo envolvieron lenta pero irremediablemente, se filtraron por sus poros y se deslizaron hacia su cabeza, hasta que también de su cerebro empezó a manar alquitrán.

En estos sueños a veces tenía la sensación estar completamente despierto. Atardecía y su maestro marchaba ante él. Avanzaban muy despacio y con pesadez a lomos de las mulas por las selvas plateadas, donde ni siquiera la brisa era capaz de provocar un sonido o un movimiento. El cielo tenía un tono grisáceo y apagado sobre sus cabezas; parecía más bajo de lo normal y daba la impresión de que iba a aplastarlos de un momento a otro. Las nubes se deslizaban raudas, matizadas de azul por las lunas hermanas que oscilaban en el cielo, mucho más altas y con movimientos más rápidos de lo acostumbrado. Nico las contempló por un momento, escondidas tras las nubes, una blanca y la otra azul, mientras en su interior latía algo así como una noción del tiempo, infinito, eterno y circular. Y antes de que se diera cuenta, las nubes y las lunas habían desaparecido y volvía a ser de día, aunque un día con una luz tenue y velada en el que todavía rondaba la noche. Conducían las mulas por un valle escarpado y rocoso. Ash cantaba a pleno pulmón y en una lengua extraña una canción sencilla; el eco volvía a ellos rebotado en las paredes de esquisto del valle, produciendo una armonía distinta a todas las que Nico hubiera oído antes.

Por algún motivo, Nico estaba llorando. Estaban acurrucados alrededor de una minúscula hoguera que ardía con ramitas raquíticas, en el interior de una cueva que olía a excrementos de murciélago y algas. Ash también estaba llorando, y hablaba entre sollozos sobre la familia que había perdido muchos años atrás, sobre su amada esposa y su hijito; y al tomar conciencia de la escena, Nico no pudo contenerse y sus sollozos se convirtieron de repente en carcajadas, y Ash estaba cada vez más furioso con él y le gritaba otra vez en esa lengua extraña lo que parecían más gruñidos que palabras. Sin embargo, la reacción de su maestro tuvo el efecto contrario en Nico, que señalaba al anciano extranjero encolerizado y le gritaba: «¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos!» Ash lo agarró, pero el anciano se precipitó hacia delante y cayó rodando en el fuego, de modo que las llamas se ahogaron definitivamente.

Pero no, no era así, pues estaba lloviendo e iban a pie tirando de las mulas por las riendas. Resbalaban en el barro mientras ascendían por una ladera surcada de arroyos de aguas heladas, y las nubes estaban tan bajas y eran tan negras que resultaba imposible adivinar qué momento del día era. Delante de ellos tronaba una formidable cascada envuelta en bruma, y ellos estaban calados hasta los huesos por las diminutas gotas de agua pulverizada que les alcanzaban. El terrible sendero que discurría por el borde del barranco de trescientos metros de altura los acercaba a la estrepitosa cascada. Atravesaron directamente la cortina de agua y aparecieron en un túnel con una extraña e inquietante luz verde y con las paredes forradas de liquen. El anciano le gritó algo para tranquilizarlo; su voz se elevó por encima del fragor del agua y Nico lo oyó. El estruendo constante de la cascada le revolvía el estómago, y también la cabeza.

Y entonces no hubo ninguna duda de que estaba soñando, pues ya no se encontraba en las montañas de Cheem, sino en unas llanuras verdes que parecían no tener fin, bajo un sol pálido que trazaba una parábola abierta sobre su cabeza. Un pájaro solitario dibujaba círculos en el cielo y nubes de moscas revoloteaban encima de la hierba; sin embargo, en el suelo no se veía animales ni llegaba ruido alguno de vida. En un abrir y cerrar de ojos cayó la noche. Las lunas gemelas refulgían de nuevo en lo alto. Nico estaba mirando a un hombre encogido bajo un árbol achaparrado y envuelto en pieles de animales; parecía dormido. El hombre no estaba solo. Unas figuras avanzaban silenciosamente hacia él. Por lo poco que Nico vislumbraba eran unos seres monstruosos, pues parecían insectos, arañas u hormigas quizá, aunque de un tamaño descomunal. Cada una era tan grande como una mula y galopaba más que corría.

Nico sabía que era un sueño, aunque muy distinto de cualquiera que hubiera tenido antes. Sin embargo, él no parecía estar dentro de ese sueño, más bien asistía a él transmutado en una forma incorpórea, como si presenciara la pesadilla de otra persona. Pero eso no era lo único extraño de la experiencia, pues tenía la impresión de que conocía a aquel hombre, a pesar de que en la penumbra apenas si distinguía las facciones de su rostro.

De repente, Nico se encontraba gritando a aquel extraño hombre que despertara, que cogiera sus armas y se defendiera; pero era inútil, ya que no salía ningún sonido de su boca. Gritó más alto aún, desgañitándose, mientras las sombras convergían en la figura dormida. Pero lo único que consiguió con el aire que brotaba de su boca fue que una suave brisa sacudiera un puñado de hojas del árbol bajo el que dormía el hombre. Una vaina de semillas se desprendió de una rama pelada. Posiblemente eran las últimas semillas del árbol. Impulsada por el aire, la vaina cayó girando lentamente y aterrizó en la mejilla del hombre dormido.

En el acto el hombre estaba en pie, luchando por su vida.

—¡Muchacho!

Nico despertó sobresaltado, jadeando.

Ash estaba sacudiéndolo suavemente, con una taza humeante de chee en la mano. Lo miró con los párpados entornados, en silencio. Tardó aún algunos segundos en poder moverse; luego, con un esfuerzo descomunal, se incorporó.

Ya sentado, paseó la mirada en derredor, tratando de averiguar dónde se encontraban, y al parecer estaban en otro valle montañoso.

—Tranquilo, muchacho —dijo el anciano, apretando la mano de Nico alrededor de la taza. Su mirada tenía algo de salvaje aquella mañana.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó Nico.

—Casi. ¿Cómo te sientes?

Nico le respondió con un gruñido. Se sentía especialmente débil y tenía un dolor leve pero persistente en los ojos. Su ropa también estaba hecha un guiñapo, raída y llena de tierra y hojas. Ash no tenía mejor aspecto, con la túnica hecha jirones y la cara sucia y cubierta por el rastrojo incipiente de su barba gris.

—¿Cuánto tiempo...? —empezó a decir Nico, no muy seguro de cómo terminar la pregunta.

—Cinco días, creo... quizá más. Lo has hecho muy bien. Has aguantado firme.

Nico dio un sorbo al chee caliente y apenas apreció su sabor. Necesitaba urgentemente lavarse los dientes. Ya con una mirada completamente liberada de la rémora del sueño, examinó con mayor detenimiento el paisaje que se desplegaba en torno a él. Las aguas tranquilas de un arroyo ancho y tortuoso discurrían por el fondo del valle, partiéndolo en dos, detrás de las mulas que pastaban a unos metros del lugar donde habían acampado. Nico siguió con la mirada el cauce del arroyo y la llevó más allá de los juncales que poblaban las riberas de sus meandros, hacia la pradera amarillenta que se extendía por todo el fondo del valle, con la hierba mecida por la brisa matinal que arrastraba el olor a chee caliente y ajo frito y el rumor esporádico de risas lejanas. En el borde mismo del valle se asentaba un enorme edificio de ladrillo rojo con una torre que partía de una de sus esquinas, rodeado por un bosquecillo de árboles bajos y dorados.

Se tomaron aquella mañana con calma y no se apresuraron a levantar el campamento. Nico permanecía sentado tranquilamente y dejaba que el chee le aliviara el estómago vacío mientras contemplaba despreocupadamente el paisaje; su diminuta hoguera mantenía alejadas las moscas. Ash se afeitaba y se lavaba desnudo en el arroyo, sumergido hasta la cintura, y de vez en cuando se le escapaba un alarido provocado por el contacto de su cuerpo con el agua gélida. Nico intentaba unir las piezas de lo poco que recordaba de los últimos cinco días: meros fragmentos de recuerdos, escenas vividas enmarcadas en la nada y, aún más enigmático, el extraño sueño de un hombre que de algún modo había reconocido... Nada tenía sentido.

Al final decidió que él también necesitaba un baño y lavarse los dientes, así que dejó a un lado su vano intento de recordar junto con su ropa, sacó una pastilla de jabón y un pequeño cepillo de dientes de la mochila y se reunió con Ash en las pacíficas y heladas aguas del arroyo montañoso. En algunos tramos tenía la profundidad suficiente para nadar y así pasó Nico buena parte de la mañana, nadando y flotando boca arriba; los rayos del sol rebotaban en su cuerpo y alguna que otra tímida trucha arco iris se deslizaba entre sus pies. Sus músculos entumecidos y agarrotados fueron relajándose poco a poco, y sus numerosos cortes y arañazos daban la bienvenida con un escozor renovado al agua fresca y vigorizante.

Mientras se secaba con su túnica, tiritando por la brisa fresca, fijó la mirada distraída en un pequeño arbusto que crecía junto al arroyo. Era de la misma especie que el que los había embarcado en el extraño viaje por las montañas durante los últimos cuatro o cinco días, con sus bayas negras y oleosas con puntos blancos. Nico llamó la atención de Ash sobre su descubrimiento.

—En efecto, volvemos a utilizar las bayas cuando partimos —explicó el anciano—. No te preocupes —añadió, percatándose de la evidente zozobra que se apoderaba de Nico—, pasarán muchas lunas antes de que nos vayamos de aquí.

Nico presentía que los observaban mientras ascendían a lomos de sus mulas desde el fondo del valle. Ash se dio cuenta de la mirada nerviosa con la que su pupilo examinaba los afloramientos rocosos de los alrededores.

—Pierdes el tiempo —fue todo lo que Ash tenía que decir, y espoleó su mula.

El ascenso hasta el monasterio les llevó más tiempo del que Nico había previsto. El humo se elevaba perezosamente desde las numerosas chimeneas del edificio y los postigos de las ventanas sin cristales permanecían abiertos al día. A medida que se acercaban al bosquecillo que rodeaba el monasterio, fueron pasando por jardines cercados que labraban unas figuras con túnicas negras: hombres de diversas razas que sudaban al sol cálido de las cumbres. Algunos trabajaban entre risas; otros, solos, lo hacían concentrados únicamente en sus tareas.

Muchos saludaron a Ash levantando un puño a su paso; otros le dedicaban una reverencia con las palmas de las manos pegadas, un gesto tradicional de la orden, el
sami
, con una tenue sonrisa dibujada en los labios.

—¡Ash! —bramó, mostrando su sonrisa desdentada un anciano, oriundo de las mismas tierras remotas de su maestro, que iba brincando hacia ellos descalzo y agarrándose el dobladillo roñoso de su túnica. De una edad similar a la de Ash, también compartía sus peculiares facciones, si bien era más bajito y fornido y llevaba la entrecana cabellera negra recogida en un moño—. ¡Por Dao, ya te creía muerto y sepultado en el hielo! —exclamó entre jadeos.

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