El Extraño (18 page)

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Authors: Col Buchanan

BOOK: El Extraño
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Ash soltó una larga bocanada de aire.

—Ahora debemos prepararnos —anunció, levantándose del suelo de la cubierta.

Nico siguió su ejemplo, haciendo un gesto de dolor al estirar las piernas entumecidas, y se reunió con Ash en la barandilla.

Los pájaros de guerra ya estaban lo suficientemente cerca como para que Nico distinguiera sus cascos suspendidos bajo las envolturas. Cada una de las naves era el doble de grande que el
Halcón
, con cada flanco recorrido por dos filas de portas. El primero seguía la estela del
Halcón
justo detrás de él. El otro todavía estaba delante, virando para interceptarle el paso, y podía apreciarse una gigantesca palma de mano roja estampada en un lado de su envoltura.

—¿Por qué no giramos? —exclamó Nico. Atisbaba a las tropas de la marina imperial desplegadas a lo largo de la cubierta de la segunda nave—. Deberíamos girar hacia el oeste con el viento y huir.

—El capitán es un hombre inteligente. Lo más probable es que haya otro pájaro de guerra en el oeste. Normalmente actúan en grupos de tres. Estos dos intentan empujarnos hacia el tercero.

—Entonces, ¿simplemente dejaremos que nos arrollen?

—Cada vez que giramos perdemos velocidad. La nave que tenemos detrás podría ganar ángulo de tiro. Es mejor adelantar a aquélla y cuando la rebasemos, alejarnos de ella mientras realiza las maniobras de giro.

—Eso para nada suena a un plan.

—Es la mejor opción que tenemos. Es lo que yo haría dadas las circunstancias. El capitán tiene la velocidad a su favor, pues el
Halcón
es una nave rápida. Intentará superar el escollo sin variar el rumbo.

En ese preciso instante, Trench rompió el silencio que se había instalado en las cubiertas.

—¡Preparados! —bramó cuando el pájaro de guerra que tenían delante se cruzaba en el rumbo del
Halcón
.

Los hombres se agacharon para ponerse a cubierto.

Los cañones imperiales abrieron fuego y resquebrajaron el cielo radiante con las columnas ondulantes de humo que salían escupidas a lo largo de su nave.

—¡Agáchate! —rugió Ash, tirando de Nico hacia el suelo de la cubierta justo cuando un tramo cercano de la barandilla saltaba por los aires hecho trizas.

Algo oscuro pasó dando vueltas a toda velocidad por encima de sus cabezas. Nico jadeaba. El ruido de los cañones le había taponado los oídos y se le había encogido el estómago. Se cubrió la cabeza con los brazos. Los gritos que destacaban del barullo general carecían por completo de sentido. Algo explotó sobre su cabeza, y a la explosión siguió un crujido de madera y finalmente un golpetazo sordo, y Nico se encontró sepultado bajo un gran peso.

—¡Muchacho!

Unas manos tiraban de su ropa. Levantó la mirada y vio a Ash sacándolo a rastras de debajo de las jarcias derrumbadas. Nico pataleó hasta que liberó los pies de los cascotes.

El anciano gritó algo.

—¡Mi espada! Tráeme la espada del camarote. ¡Rápido!

Ash lo ayudó a levantarse y lo empujó precipitadamente hacia la escalera. Nico resbaló y se deslizó por ella con la espalda. Cuando aterrizó abajo, descubrió que el duro suelo de la cubierta estaba embadurnado de sangre. Justo junto a su mano derecha yacía el cuerpo sin vida de un tripulante con la cabeza aplastada. Nico se alejó tambaleándose, pero seguía mirando fijamente la horrenda escena: entre jirones de piel había mechones de pelo apelmazado y fragmentos de huesos teñidos de carmesí. Aquello otro debía de ser materia gris... «Por la dulce Eres, debe de ser el cerebro.» Las piernas de Nico decidieron por él y echó a correr por la cubierta, saltando por encima de hombres que se habían tendido boca abajo para protegerse y esquivando a otros que se dirigían a toda velocidad hacia las jarcias caídas. Echó un vistazo por encima del hombro. El pájaro de guerra estaba girando para ponerse en paralelo a su flanco de babor.

—¡Cabrones asquerosos! —gritó Trench desde el alcázar, con las manos aferradas al barandal y con la mirada clavada en la nave que los flanqueaba.

El
Halcón
dio una sacudida bajo los pies de Nico y el humo ascendió denso de los cañones de la nave, que ahora se quedaban cortos y respondían al fuego manniano arrojando cadenas y chatarra hacia la envoltura y las jarcias del dirigible enemigo. Nico tosió y se frotó los ojos. Las descargas de la artillería crepitaban en medio de la barahúnda. Un hombre de la tripulación iba dando bandazos delante de él con una expresión de asombro en el rostro lívido; cayó por encima de la barandilla y se precipitó al vacío. Otro tripulante, un muchacho escuálido, sollozaba desconsoladamente.

El inicio de la escalera apareció ante sus ojos. Un objeto ardiente paso rozándole la cabeza y otro montón de astillas saltó de la barandilla. Se lanzó hacia la escalera, rodó por el suelo, cayó dando una voltereta por encima de los peldaños y dio con sus huesos en la sala común.

Sintió un dolor repentino en el costado y reprimió un grito. El comprimido espacio de la sala estaba tomado por las nubes de gases de la pólvora y a Nico le faltaba el aire. En esa misma sala había estado sentado, desayunando, en una tranquila atmósfera cargada con el humo de las pipas, pero ahora los hombres movían a pulso cañones y corrían sin descanso sorteando a sus cantaradas caídos e ignorando sus gritos de auxilio. Nico se quedó paralizado: durante unos instantes no pensó en nada, en su interior sólo había vacío. Le resultaba fácil alcanzar ese estado cuando no ponía su intención en ello. Miró como si lo hiciera a través de un angosto túnel; su propio yo había desaparecido de la escena que veía. Atisbo el pájaro de guerra surcando el cielo a la altura de las portas del
Halcón
. La nave manniana disparó otra descarga y el espacio que mediaba entre ambos dirigibles se volvió negro. La sala se oscureció. Estelas con fragmentos de munición cortaron el aire emponzoñado: los proyectiles perforaron el casco y por la sala empezaron a volar refulgentes astillas de madera que chocaban contra las vigas y los cañones antes de clavarse en la carne de los hombres.

Estar allí abajo no era más seguro que arriba. Nico se dejó caer, jadeando, y enfiló a gatas hacia su camarote, mascullando disparates.

Se cruzó con Berl. El chico ayudaba a un herido renqueante; bajó la mirada hacia Nico, pero no se detuvo.

Ya en el camarote, cerró la puerta tras de sí y permaneció unos instantes con la espalda apoyada contra ella, intentando serenarse. Temblaba como una hoja.

«Por la dulce Eres», musitó para sus adentros, agarrándose el estómago: un acceso de retortijones.

Fue dando tumbos hasta el retrete en el fondo del camarote y tiró de la tapa hacia arriba, dejando al descubierto un conducto sin fondo, con las paredes ennegrecidas de usos previos y por donde se divisaba el mar al final. Se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones y se agachó sobre el agujero, gimiendo aliviado.

No se había imaginado que iba a ser así. El estrépito de los cañonazos contra el casco le daba ganas de arrastrarse debajo de la litera y esconderse, como si volviera a ser un niño. Su padre le había advertido una vez que la batalla podía fundir a un hombre o paralizarlo y anular su capacidad de reacción. Entonces, por algún motivo, Nico había pensado que su padre se refería únicamente a los pusilánimes, a los hombres que no habían nacido para ser soldados.

«Quizá él lo era —pensó Nico ahora, y no le gustó el sabor de boca que le dejó reconocerlo; un amargor real, pegado a la lengua—, Quizá él fue un cobarde y yo también lo sea. Quizá los dos seamos unos cobardes, padre e hijo.»

Soltó un escupitajo y se pasó el dorso de la mano trémula por los labios. Se limpió apresuradamente con una hoja de graf y se subió los pantalones.

La espada de Ash estaba colgada sobre la litera del anciano. Nico habría olvidado qué hacía en el camarote si no la hubiera visto. La cogió, salió al fragor de la sala común y subió la escalera.

El segundo pájaro de guerra los había rebasado y ahora tenía el morro pegado a la cola del
Halcón
. El primero aún los seguía. Nico se reunió con Ash en el alcázar de popa, donde permanecía agachado, como si las endebles riostras que sujetaban la barandilla fueran a protegerlo de los próximos cañonazos.

—Su espada.

Ash bajó la mirada hacia la hoja que Nico le ofrecía, como si él también se hubiera olvidado de ella, hasta que finalmente cogió el arma.

—Aquí arriba no estamos seguros —señaló Ash.

—¡No hay un lugar seguro en toda la nave!

Una ráfaga de flechas pasó volando sobre sus cabezas. Nico se encogió aún más. El kemir estaba hecho un ovillo junto al timón. La criatura vio que Nico se plegaba exactamente igual que él, fue dando saltitos a tientas hacia el muchacho y se subió a sus brazos. Su aliento cálido apestaba a comida podrida.

En la parte trasera del alcázar, Dalas orientaba el cañón giratorio hacia el dirigible enemigo que los rebasaba por la popa. Apuntó cuidadosamente, aprovechando que la nave estaba de costado y giró el cañón siguiendo su envoltura. El capitán Trench estaba a su lado, tomando la demora por el tubo del cañón. De pronto dio una palmada a Dalas en la espalda.

Nico se tapó los oídos justo cuando el grandullón coriciano disparó. El kemir se estremeció entre sus brazos.

La envoltura de la nave manniana sufrió un desgarrón muy cerca del morro, pero de momento no ocurría nada y el trozo de seda ondeaba como otros desgarrones más pequeños que jalonaban el globo. Sin embargo, de repente la proa del dirigible se inclinó hacia abajo y la nave inició un descenso en picado.

—Buen tiro —comentó Ash.

Como llevada por un ataque de ira, en su caída la nave enemiga disparó toda su artillería. Fue como sufrir el azote de una ola cuya fuerza derribó a Nico de espaldas, tosiendo, intentando respirar; estaba sin aliento y había tragado mucho polvo. Tenía astillas clavadas en las piernas y las patas del kemir clavadas en el cuello. Aturdido, vio a Dalas boca abajo, despatarrado, rodeado por los cuerpos diseminados de otros tripulantes. La mitad del timón había desaparecido y no se veía a Stones por ningún lado. En medio del barullo, Trench caminaba dando tumbos de borracho.

Ash seguía en pie, junto a los restos de la barandilla, ligeramente encorvado, como resistiendo el empuje de un viento huracanado. Estaba mirando algo, y Nico siguió su mirada. Un objeto enorme había emergido de una nube de humo en la cubierta de proa del primer pájaro de guerra perseguidor, e iba arrastrando algo en su estela en la parábola abierta que trazaba en dirección al
Halcón
.

Un garfio pasó estrepitosamente por encima de Nico y aterrizó en la cubierta principal del
Halcón
. Tenía enganchada una cadena con pesados eslabones que se estrellaron contra la barandilla de popa, con el otro extremo firmemente anclado en la nave manniana.

—¡Rápido! ¡Hay que arrojarlo por la borda! —Era la voz profunda del capitán. Trench se enderezó.

Un puñado de hombres se abalanzó sobre el garfio, pero llegaron demasiado tarde. La cadena se tensó y Nico contempló horrorizado que el garfio se arrastraba por la cubierta, se aferraba al borde del alcázar y se hundía en los tablones de madera.

El
Halcó
n dio bandazos y perdió velocidad. Estaban atrapados como un pez en el anzuelo.

—¡Estamos perdidos! —chilló Nico aterrorizado. Le daba igual sonar como un actor viejo declarando su congoja al público. Aquello era una locura.

Ash se volvió a su aprendiz. La nave perseguidora se estaba acercando. La tripulación descargaba las hachas en los tablones alrededor del garfio con la intención de desprenderlo. Ash no decía nada, simplemente observaba a Nico mientras éste recuperaba la calma. Entonces rompió a reír y el viento arrastró el sonido de sus risas. Estaba mofándose de él, aunque sus carcajadas encerraban cierta simpatía.

—Vaya juventud —declaró—. Enseguida os desesperáis.

Nico apretó el cuerpo del kemir contra el suyo. Ambos temblaban.

—Capitán —espetó Ash, requiriendo la atención de Trench—, da media vuelta.

—¿Que dé media vuelta? ¿Estás loco?

«Sí —concluyó Nico para sus adentros—, ha perdido el juicio. Dulce Eres, no escuches nada de lo que diga este viejo.»

—Da media vuelta —repitió Ash.

Trench tomó el timón y giró lo que quedaba de él obedeciendo el consejo de Ash.

El
Halcón
rotó, perdiendo buena parte de las barandillas de babor arrancadas por la cadena que se deslizaba por la borda. El dirigible perseguidor giró con el
Halcón
, aunque no con tanta vehemencia y la tensión de la cadena se aflojó.

—¡Tirad, chicos! —gritó el capitán a sus hombres.

Para entonces, Dalas ya había vuelto en sí y tiró con todas sus fuerzas para arrancar el garfio. El y otros seis hombres salieron disparados hacia un lado. Tenían el hierro en las manos y lo arrobaron al aire.

Trench giró el timón en sentido contrario y recuperaron el rumbo anterior. Habían perdido altura durante el tiempo que habían permanecido apresados, pero el viento soplaba a su favor. Las alas crujieron al tensarse con el aire y el
Halcón
surcó raudo el cielo.

—¡Atended a los heridos!—gritó Trench—. ¡Y que los bordadores suban a la envoltura! ¡Estamos perdiendo el gas de las celdas!

La tripulación comprendió en ese momento que ya estaban a salvo. No hubo vítores, como sucedía con los héroes en las sagas; en cambio se instaló un silencio sepulcral en las cubiertas mientras las figuras de las naves imperiales se desvanecían a su espalda.

—Espero que no consideres esto otra deuda que deba pagarte —musitó Trench por encima del hombro en dirección a Ash.

El anciano roshun no respondió.

Nico lo miraba detenidamente. Todavía oía los alaridos de los heridos que no verían la noche.

«Soy demasiado joven para esto», pensó, con una repentina y aleccionadora clarividencia.

Capítulo 7

El gabinete de Ministros

Necesitamos esas naves, Phrades —declaró el primer ministro Chonas, incorporándose en su silla, como para añadir un énfasis necesario a sus palabras. Sostuvo un puño en el aire dirigido a la docena de ministros reunidos para el gabinete de guerra que lo rodeaba, y lo apretó hasta que los nudillos se le pusieron blancos—, ¡Nuestro pueblo necesita alimentos!

Phrades, ministro de Industria Naval, miró de soslayo a su hijo. Ambos estaban sentados juntos a la amplia mesa oval de la sala de juntas, mezclados con los demás ministros. La mayoría de los rostros que flanqueaban la mesa tenían la tez empolvada de blanco, un signo de distinción entre los miembros de la clase Michiné, si bien con notables excepciones. Phrades no podía hablar en voz alta debido, según se decía, a un cáncer de garganta, de modo que susurró su réplica con sequedad a su hijo, cuyo rostro juvenil, siguiendo la moda que se había extendido entre las nuevas generaciones de los Michiné y en marcado contraste con el de su padre, exhibía un bronceado limpio de maquillaje. El muchacho escuchó atentamente a su progenitor, asintiendo con la cabeza, y luego se aclaró la garganta y se levantó.

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