Authors: Col Buchanan
—¿Cómo estás, viejo amigo? —le preguntó Ash.
—Mejor ahora que has regresado sano y salvo con nosotros. Y por lo que veo, no lo haces solo.
—Mi aprendiz —repuso Ash, señalando a Nico con el pulgar por encima del hombro—. Nico, saluda a este viejo loco que se hace llamar Kosh.
Los ojos del hombre se abrieron aún más cuando Nico le ofreció una tímida sonrisa.
—Un muchacho tranquilo —observó Kosh con regocijo.
—Para nada. Lo que pasa es que sólo habla en los momentos más inoportunos.
—Bueno —dijo Kosh—, dejaré que os instaléis. Pero esta noche tomaremos algo juntos y me contarás tu viaje.
Kosh palmeó en la grupa a la mula de Ash para que reemprendiera la marcha. Nico siguió a su maestro, girado sobre la silla, observando al roshun que se erguía y hacía una reverencia respetuosa ya a la espalda de Ash.
—Estos árboles... —empezó a decir Nico acompañado por el crujido de las pezuñas de las mulas en la grava de un sendero que atravesaba el bosquecillo.
Los árboles eran bajos, recubiertos por una corteza de un marrón dorado, con el follaje de color cobre y flores rojizas con forma de estrella. Nunca había visto nada parecido.
—Son malis. También proceden de las islas. Con ellos fabricamos los sellos.
—¿Con sus semillas?
—Sí.
—¿Las semillas dan sellos?
Ash suspiró.
—Las semillas ya son los sellos, Nico. Aunque precisamente todos estos árboles que ves a tu alrededor son... estériles, y no dan frutos. —Se dio unos golpecitos en el sello que todavía llevaba colgado del cuello—. Buscaré un lugar apropiado en los límites del bosque y lo enterraré. Transcurrido un tiempo, mucho menos del que creerías, crecerá como cualquiera de estos árboles, pero, también como ellos, no producirá otros nuevos, pues proviene de un sello que ya no respira.
—Entonces este bosque... todos estos árboles... —Nico contemplaba boquiabierto el bosque que lo envolvía y que se sumió en el silencio por un arrullo momentáneo del viento—, ¿Todos estos árboles han crecido de los sellos de la gente que ha muerto?
—Sí... Absolutamente todos.
Delante del monasterio había un grupo de hombres practicando con el arco, en una vasta alfombra de hierba que un puñado de cabras de las colinas que deambulaban por allí —y que parecían imperturbables a las flechas que cortaban el aire justo por encima de sus cabezas— se encargaban de no dejar crecer en exceso.
En ese momento llegaba el turno del mayor de los arqueros, el único oriundo de las lejanas tierras de Ash entre ellos, y Nico lo observó. El roshun podría haber estado sonriendo, pero era difícil afirmarlo sin riesgo a equivocarse, pues su tez estaba tan arrugada y tenía la espalda tan encorvada que su cabeza parecía colgar de su cuello como si estuviera a punto de precipitarse al suelo. Los hombres que lo acompañaban guardaron silencio mientras asestaba su arco. Sin levantar la mirada, inspiró hondo y mantuvo el aire en los pulmones, y mientras espiraba enderezó la espalda; tensó la cuerda y disparó el proyectil en un único movimiento fluido, y ya no varió su postura hasta que la flecha descendió del cielo y se hundió en el centro de la lejana diana.
—¡Ajá! —exclamó Ash en un tono elogioso.
Las mulas no se habían detenido y enfilaron con pesadez por una estrecha entrada lateral que los condujo hasta una plaza con un polvoriento suelo de tierra y flanqueada por los cuatro costados por el edificio del monasterio. En el centro del patio interior había otro grupo de malis —siete árboles en total— cercado por una valla pintada de blanco. En el reducido espacio del patio reinaba un extraño silencio que giraba en torno a la docena de figuras con túnicas sentadas en el suelo, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra los árboles. Permanecían enfrascados en profundas meditaciones y no prestaron ninguna atención a los recién llegados salvo uno, un hombretón alhazií con barba y ataviado con una túnica sin mangas que bostezó en cuanto reparó en los recién llegados; se levantó y se dirigió hacia ellos con paso enérgico, bañado por la luz matinal.
—Has vuelto —dijo el grandullón.
Ash y Nico desmontaban de las mulas.
—Baracha —repuso Ash a modo de saludo, y el alhazií inclinó ligeramente la cabeza.
—Tienes buen aspecto para ser un hombre que se suponía muerto.
La mula tiraba con impaciencia de las riendas que sujetaba Ash.
—He estado cerca de la muerte —admitió, tranquilizando a su inquieta montura—. ¿Alguna novedad por aquí desde mi partida?
—Nada interesante. —Baracha encogió sus descomunales hombros—. Todos hemos rezado por tu regreso, por supuesto. —Posó una mano en el hocico de la mula de Ash mientras hablaba y la miró fijamente a los ojos hasta que el animal se calmó y se quedó quieto—, ¿Y quién es él? —preguntó, atrayendo la atención de Nico, que se había quedado mirando a los roshuns sumidos en sus meditaciones en el centro del patio.
La distancia que los separaba permitía a Nico distinguir con nitidez el sinfín de tatuajes garabateados en la piel oscura de Baracha. Los diminutos y fluidos caracteres alhaziís le cubrían casi todo el cuerpo, incluida la cara barbada. Versículos, sin duda, tal como había oído contar sobre los gustos de aquellos hombres del desierto. Los oscuros ojos del alhazií se deslizaron lentamente por Nico antes de regresar a Ash.
—Mi aprendiz —respondió Ash.
Nico se percató del sutil cambio que experimentó la expresión de Baracha, cuyos músculos faciales se tensaron fugazmente por la sorpresa. Baracha sonrió y de nuevo posó la mirada en Nico.
—Entonces tiene el listón muy alto.
A Nico le pareció que esa sonrisa no era franca, y llegó a la conclusión de que estaba burlándose de él. Sintió crecer la cólera en ebullición en su interior y deseó demostrar su valía de algún modo. Nico apuntó al conjunto de malis en el centro del patio.
—¿Por qué están esos árboles separados de los demás?
—¿Separados? —inquirió Baracha, volviéndose.
—El maestro Ash me ha explicado que se plantan los sellos muertos en el bosque que hay fuera. Me preguntaba por qué están aquí estos siete árboles.
—¿No te lo imaginas? —le retó el alhazií.
Pero Nico ya se había aventurado a conjeturar una respuesta; de ahí que se hubiera animado a preguntar.
—Imagino que estos árboles han crecido de sellos que todavía... respiran. Eso significaría que todavía producen semillas.
Baracha ladeó la cabeza.
—No soy capaz de identificar tu acento, muchacho. ¿De dónde eres?
—De Bar-Khos —respondió Nico, sorprendido por el tono de orgullo que advirtió en su voz.
—Merciano, ¿eh? Debí haberlo supuesto al verte tan canijo y desnutrido. —El alhazií volvió a sonreír como mofándose de él.
—Los mercianos nos las hemos arreglado para mantener a los mannianos a raya durante diez años —replicó Nico.
—Cierto —reconoció Baracha, posando la mano en el cuello de la mula de Nico. El animal se estremeció—, Pero deberías evitar hablar de esa manera durante tu estancia aquí. Quizá tu maestro ha olvidado explicártelo, pero acogemos gente procedente de todos los rincones del Midéres. Aquí no se habla de política.
—Entonces te sugiero que no provoques tú esas conversaciones —repuso Ash con suavidad.
El alhazií clavó los ojos en el viejo maestro. Ash le aguantó la mirada.
Baracha soltó un resoplido, dio media vuelta y, sin añadir nada más, se alejó a trancos.
—Un hombre duro —musitó Nico, observando a Baracha mientras éste se alejaba.
—El desierto curte a los hombres —replicó Ash—. Y su inmenso vacío los dota de una gran imaginación. Te recomiendo que evites provocar a nadie durante tu estancia aquí, Nico, sobre todo a él. Ahora vamos. Tenemos mucho que hacer antes de comer.
Comieron keesh y estofado que había sobrado del mediodía, ya que se les había pasado la hora de la comida almohazando las mulas y procurándose ropa limpia. Después de comer Ash mostró a Nico la puerta del cuarto que compartiría con el resto de los aprendices y dejó que se instalara.
El anciano se marchó rápidamente y Nico experimentó un repentino sentimiento de soledad cuando se vio solo en el pasillo, frente a la puerta. La nueva túnica negra todavía rígida y pesada sobre sus hombros desprendía un leve aroma a pino. Antes de abrir la puerta se tomó un momento para centrarse, tal como le había enseñado su maestro.
La sala era amplia, con el suelo enlosado y vigas de madera barnizada en el techo. A un lado se extendía una hilera de ventanas que daban al patio, y en el opuesto, las camas. En ese momento en toda la estancia únicamente había otros dos aprendices en sus catres. Uno andaba atareado remendando un roto en su túnica, con el gesto reconcentrado; no parecía tener más de quince años, y la prenda interior blanca le caía con holgura sobre el cuerpo enclenque. El otro aprendiz, de una edad similar a la de Nico, estaba tumbado leyendo un libro, y su larga cabellera refulgía como la paja bañada por la luz que se desparramaba desde las ventanas. Ambos levantaron la mirada cuando Nico se adentró sigilosamente en la habitación.
Nico inclinó la cabeza hacia ellos a modo de saludo, buscó con la mirada una cama disponible y se detuvo frente a un catre a cuyo pie había un baúl vacío.
—Hola —le saludó el muchacho con el cabello pajizo, que dejó el libro, se levantó y cruzó con toda tranquilidad la estancia.
Cuando le ofreció la mano, Nico se quedó mirándola unos segundos antes de estrecharla.
—Tú debes de ser el aprendiz del maestro Ash —dijo, arrastrando las palabras, y añadió cuando se percató del gesto de desconcierto de Nico—: Aquí las noticias vuelan. Tu llegada fue el tema de conversación durante la comida.
—Entiendo —dijo Nico.
—Me llamo Aléas, y ése de ahí es Florés. No es que sea un maleducado, es que no tiene lengua.
El joven Florés abrió completamente la boca para mostrarles la cavidad vacía. Nico esbozó una sonrisa incómoda y apartó la mirada quizá demasiado pronto.
—Yo soy Nico —dijo a ambos mientras pasaba sus escasas pertenencias de la mochila al baúl.
—Lo sabemos —repuso Aléas—, Mi maestro ya me ha advertido que me mantenga alejado de ti.
—¿Tu maestro? —Nico levantó bruscamente la mirada.
—Sí, Baracha. Supongo que ya lo has conocido.
—Al parecer tu maestro enseguida se forma un juicio de la gente.
—Cree que acabaríamos peleándonos, ya que tu eres merciano y yo del Imperio —repuso Aléas, observándolo con ojos perezosos e inteligentes y pensando: «¿Del Imperio? Es extraño. Estoy cara a cara con el enemigo y no parece un tipo tan terrible»—. ¿Y bien? ¿Qué se siente?
—¿Perdona?
—¿Cómo te sientes charlando con un vil manniano?
Nico meditó su respuesta.
—Me siento bien —contestó finalmente—. Aunque la verdad es que ahora mismo tengo un poco de resaca, así que si me sintiera incómodo, tampoco creo que fuera capaz de apreciarlo.
Aléas sonrió con franqueza.
—Entonces, ¡dichosos los ojos!
Una sensación de abandono
Nico intentó acostumbrase a su nuevo entorno, aunque al principio no le resultó sencillo.
En el monasterio residían otros nueve aprendices, todos ellos chicos. No era que las mujeres estuvieran vetadas en la orden; según decían los demás aprendices, la cuestión se debía simplemente a que nunca se reclutaban mujeres ni ellas tampoco se ofrecían para ser reclutadas.
Como era de esperar, todos estos jóvenes hablaban en lengua franca, si bien condimentaban sus frases con palabras y expresiones en la lengua —más antigua y en algunos casos todavía materna— de su lugar de procedencia. Nico se complacía de que prácticamente lo primero que había aprendido en el monasterio fueran palabrotas que nunca antes había oído.
Todas las mañanas, los jóvenes se levantaban antes de que despuntara el alba y se aseaban en el baño común junto con el resto de los silenciosos miembros de la orden Roshun. Luego, cuando el sol todavía no se había asomado por las cumbres de las montañas orientales, se sentaban en el comedor alumbrado con velas y desayunaban unas sencillas gachas con frutos secos, acompañadas —esto ya a elección de cada uno— de chee o agua. Los aprendices tenían que aprovechar el desayuno, pues ya no comían nada en todo el día hasta la cena. A veces, las exigencias a las que se veían sometidos agotaban sus energías y se quedaban dormidos de pura hambre. Era como si los roshuns pretendieran promover entre ellos el hurto de comida; una actividad, por cierto, que no estaba condenada por la orden y por la que sólo se amonestaba al aprendiz cuando era tan torpe como para dejarse atrapar con las manos en la masa.
Justo después del desayuno daba comienzo la clase que estuviera programada en primer lugar según el día. La tez de los muchachos se encendía con la luz del amanecer. Para Nico el resto del día transcurría en un embrollo de instrucciones que rápidamente olvidaba y clases cuya utilidad práctica se le escapaba.
La hora de la cena —cuando por fin llegaba— suponía un momento de alivio absoluto. Nico se sentaba atontado por el agotamiento y comía con una sola idea en la cabeza: su cama.
Los aprendices procedían de diversos rincones del Imperio, y era chocante la falta de tensión entre ellos, pese a las numerosas diferencias culturales. Aun así, Nico se preparó para lo peor, pues ya desde pequeño había adolecido de un carácter huraño. De niño había asistido al colegio local, y ya había experimentado el desprecio que producían entre sus compañeros su naturaleza solitaria y el ingenio de sus respuestas cuando le provocaban.
Pero al parecer no podía decir lo mismo de aquel lugar. El par de muchachos que tenían todos los números para convertirse en su pesadilla —el grandullón Sanse, con la fuerza física de su parte, y el pequeño y violento Arados, quien más tenía que demostrar a los demás— no se acercaban a él. En un principio, Nico había creído que se debía a la estricta disciplina del monasterio, pero después de una semana más o menos se dio cuenta de que había otro motivo para ello: se sentían intimidados por Ash. Y Nico —el primer aprendiz que Ash tomaba a su cargo en toda su vida— se contagiaba de parte de ese respeto que profesaban por su maestro.
Las primeras semanas de entrenamiento resultaron ser las más difíciles. En cierta manera, el carisma que parecía envolver a Ash y, por consiguiente, aunque en menor medida, a Nico, se volvió contra él, pues se sentía como si tuviera que conservar una reputación que no se había labrado él y que sólo obedecía a que el resto de los aprendices consideraban que si Ash lo había elegido a él, tenía que ser por fuerza alguien especial. Sin embargo, Nico no se consideraba una persona especial. Ni tampoco sabía siquiera por qué Ash lo había escogido, aunque sospechaba que sus habilidades habían tenido algo que ver.