Authors: Col Buchanan
—Veinte años llevo con esta pata de palo y sigo rascándome unos picores imaginarios como si fueran reales.
Sin embargo, Ash apenas pudo oírlo. El leve dolor de cabeza estaba empeorando y se llevó la mano a la frente.
—¿Te encuentras bien, viejo amigo?
Osho se levantó en vistas de que no recibía respuesta, se ajustó la pierna de madera y cruzó renqueante la habitación hasta el hondo sofá arrimado a la ventana y alcanzado por el sol, en cuyo borde estaba sentado Ash.
—Sí —contestó Ash, aunque le temblaba la voz. Se apretó las sienes como intentando exprimir el dolor de su cabeza.
—¿Otra vez los dolores de cabeza? —inquirió Osho, posando una mano en el hombro de su amigo. —Sí.
—Cada vez más fuertes, ¿no?
Ash se hurgó en el interior de la túnica y sacó su bolsa. La abrió con manos trémulas y extrajo una hoja de stevia, se la metió en la boca, entre la lengua y la pared interior de la mejilla.
—Últimamente son tan fuertes que a veces pierdo por completo la vista.
Osho apretó la mano alrededor del hombro de Ash. No era muy hábil a la hora de ofrecer un gesto reconfortante.
Ash sacó otra hoja y se la llevó a la boca, esta vez la colocó en la otra mejilla.
—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Quieres que vaya a buscar a Ch'eng?
—No, maestro. Él no puede ayudarme.
—Por favor, deja de llamarme maestro. Dejaste de ser mi aprendiz hace mucho, mucho tiempo.
El dolor fue mitigándose poco a poco, por lo menos lo suficiente para que Ash esbozara una sonrisa a su maestro, si bien evitó mirarle a los ojos, que de repente se le habían humedecido y ensombrecido.
—Envejecemos más rápido de lo que pensamos —dijo en un intento de rebajar la gravedad del momento.
—No —replicó Osho, regresando a su butaca arrastrando los pies—. Eres tú quien envejece más rápido de lo que piensas. Yo soy consciente de mi decrepitud, y planeo jubilarme lo antes posible y con la poca dignidad que me quede. —Yo también he estado planteándomelo —reconoció Ash.
El viejo general se dejó caer en la butaca y le clavó una mirada que ya le resultaba familiar después de tantos años: con la barbilla alzada, sus afiladas facciones fruncidas en un gesto de concentración y sus ojos de párpados caídos sondeando a quienquiera que tuviera delante.
—Siempre había tenido la esperanza... Es decir, cuando te vi con un aprendiz después de tantos años... ¿Qué te hizo cambiar de opinión?
—No he cambiado de opinión. Pero tuvimos una conversación, tú y yo, hace algunos meses. Dentro de mi cabeza.
—¿Cuando estabas en el hielo?
Ash asintió.
—En ese caso quizá fue algo más que una conversación. Hace unos meses tuve un sueño. Hacía mucho frío. Tú creías que no lo conseguirías.
—Eso creía. Pero me ofreciste un trato, y a cambio me prometiste que regresaría vivo a casa. De modo que lo acepté.
—Entiendo. ¿Y cuál era el trato?
—Que no me apartarías de mi trabajo mientras aleccionara a un discípulo.
Osho rió entre dientes.
—¡Ah! Eso lo explica todo. Sí, un trato justísimo... Y lo mantengo.
—Muy bien.
—Entonces, dime. ¿Cómo elegiste a tu aprendiz?
Ash no sabía muy bien cómo responderle. Se retrotrajo fugazmente a Bar-Khos, al momento en el que se hallaba sumido en sus sueños durante la siesta que echó en las horas de calor, cuando un muchacho se coló en su habitación para robarle el monedero. En esos sueños se había trasladado a su hogar: la pequeña aldea de Asa, agazapada en un recoveco del elevado valle, desde donde se dominaban los arrozales en los bancales que descendían abruptamente por la ladera y, más allá, un mar azul que se extendía hasta el horizonte.
Butai, su joven esposa, también estaba allí, de pie en el umbral de la puerta de la casita, con una cesta llena de flores silvestres en los brazos. Tenía un don para convertirlas en delicados perfumes y siempre lo sorprendía con nuevas fragancias. Butai contempló un instante a su hijo, que cortaba leña con la soltura de quien tiene práctica; un muchacho de unos catorce años. Ash les había saludado con la mano, pero ellos no lo veían y se reían de algo que había dicho el muchacho. Su esposa estaba hermosa cuando reía, y conservaba su aspecto juvenil, que nunca la había abandonado.
Y entonces, Ash se había despertado en una habitación extraña, en una ciudad extraña, en una tierra extraña, en una vida extraña que no tenía nada que ver con la suya... Una profunda tristeza le había humedecido los ojos y la sensación de pérdida palpitaba fresca en su interior, como si todo lo que acontecía en el sueño hubiera ocurrido el día anterior. La punzada de dolor que le atravesó la cabeza fue tan intensa que lo dejó ciego. Había llamado a alguien que andaba por ahí creyendo por un momento que era su hijo... Sin embargo, ya antes de acabar de decir su nombre sabía que era imposible que fuera su hijo. En ese preciso instante había sentido una soledad tan devastadora que no había podido moverse. «Moriré solo —había pensado—. Así, ciego, sin nadie a mi lado.»
—Es como si él me hubiera elegido a mí —se oyó decir a Osho.
Osho aceptó su respuesta, al menos parcialmente.
—¿Con qué fin? ¿Te lo has preguntado alguna vez?
—No lo sé, pero en cierta manera podría decirse que ambos nos necesitamos. Aunque no sabría aclararte en qué sentido.
Osho asintió y esbozó una sonrisa de complicidad. Sin embargo, lo que quiera que fuera que barruntaba prefirió no compartirlo.
—De modo que no has cambiado de opinión en lo referente a sucederme, ¿verdad? No sé por qué pensé que quizá te lo replantearías si te provocaba mencionándote a Baracha.
Ash tuvo que desviar la mirada de los ojos de su maestro.
—¿Qué sentido tendría? Mi enfermedad está empeorando y no creo que me quede demasiado tiempo. Ya sabes qué le ocurrió a mi padre, y antes a su padre. Una vez vencidos por la ceguera rápidamente les llegó el final.
Un gesto de gravedad borró la sonrisa de los labios de Osho, que respiró hondo.
—Albergaba ese temor —reconoció el prior—, pero esperaba que no fuera así. Lo siento mucho, Ash. Eres uno de los pocos verdaderos amigos que me quedan.
Del patio interior llegaba el canto de un carraco. Ash puso su atención en él, desviándola de la atípica demostración de afecto de su amigo.
El Osho joven nunca habría sido tan abierto a la hora de mostrar sus sentimientos... al menos no el Osho que en su vieja patria se había formado como roshun a la antigua usanza, una experiencia terrible a la que muy pocos sobrevivían; el mismo Osho que había abandonado la orden original de los roshun cuando ésta apoyó a los tiranos; que se había hecho soldado y había luchado tanto en Hakk como en Aga-sa, de donde había salido milagrosamente vivo; que había ganado honores tras honores en la larga guerra contra los tiranos; que se había labrado un nombre y había ido ascendiendo hasta convertirse en uno de los comandantes del, en última instancia aniquilado, Ejército Popular. Tiempo atrás hubiera sido inimaginable oír al general lamentándose tan abiertamente del destino de un camarada. Osho fue el estratega que luego los lideró en su huida hacia el exilio; el único general que consiguió abrirse paso y escapar con el grueso de sus hombres intacto tras sobrevivir a la fatídica trampa final que acabó para siempre con la Revolución Popular.
En esa época, Osho era un hombre seco, fuerte, duro, un auténtico cabrón inflexible. La firmeza de su mando los había mantenido unidos en su larga travesía hasta el Midéres, cuando la mayoría de los hombres, incluido un Ash profundamente acongojado, sólo anhelaba la muerte tras la derrota; después de haber perdido a sus seres queridos en la batalla o de sentir que los abandonaba en la tierra que dejaban atrás. Cuando por fin llegaron al Midéres y otros componentes de la flota fugitiva tomaron el camino de las armas para servir como mercenarios para el Imperio de Mann o contra él, Osho optó por una senda distinta y mucho más incierta. La senda del roshun.
Ahora, sin embargo, era un hombre ajado sentado en una butaca ajada. A ambos —a la silla y a él— les asomaban mechones de pelo por todos sus orificios y los dos crujían cada vez que sus viejos cuerpos se movían. Ahora Osho permitía que sus penas fluyeran libremente de su corazón mientras contemplaba el cercano final de sus días.
Ash se volvió a la ventana de la alta torre y fijó la vista en el grupo de malis apiñados en el centro del patio interior, donde el plumaje azul celeste del carraco cantarín resaltaba entre las hojas de color bronce.
—La tristeza en la muerte implica una vida triste —bromeó Ash.
—Lo sé —dijo el viejo general, meneando la cabeza.
Los dos veteranos continuaron sentados en silencio bajo la luz brumosa del sol, escuchando el canto breve y lozano del pájaro migratorio de finales de verano. «Reclamando a su pareja», pensó Ash. Su pareja extraviada.
—Ojalá... —empezó Osho, pero balbuceó y dejó que el resto de su frase quedara suspendido en el aire sin pronunciarlo.
—Pueda ver otra vez la Montaña del Diamante —completó Ash, recitando el viejo poema—, Y posar mis labios en los labios que amo.
—Sí —masculló Osho.
—Lo sé, viejo amigo.
Serése
Tras el anuncio de la
vendetta
por boca de Osho, el monasterio se sumergió en un extraño silencio preñado de una resolución inédita hasta entonces, inspirada por la partida de los tres roshuns. Incluso los más ancianos del lugar, que habían dedicado más tiempo al cultivo de los jardines que a las prácticas, retomaron la puesta a punto de sus habilidades. Los roshuns formaban corrillos y conversaban con circunspección; las risas se hicieron cada vez menos frecuentes.
Los aprendices se mantenían en su mayor parte ajenos a la seriedad que flotaba en el ambiente. Todavía eran demasiado inconscientes para valorar la gravedad de la situación, y el extenuante régimen de los entrenamientos ya era suficiente para mantener sus bisoñas cabezas ocupadas en sus propios contratiempos cotidianos.
Nico nunca había tenido facilidad para hacer nuevos amigos, y tuvo la oportunidad de comprobar que eso no había cambiado durante su estancia en aquel monasterio aislado en las montañas. La compañía continuada de gente solía agotarlo hasta el punto de que se retraía para eludirla. A veces, y Nico lo sabía, eso le hacía parecer una persona distante.
En el pasado esa reserva le había acarreado un buen puñado de problemas, sin embargo, aquí le ocurría justo lo contrario. El resto de los aprendices parecían apreciar a Nico y no tenían inconveniente en bromear y conversar con él. Aun así, también notaban su actitud distante, y cuando lo conocieron un poco mejor, comprendieron que no era un síntoma de arrogancia sino simplemente un deseo franco de soledad. Y ellos respetaban ese deseo, lo que a menudo comportaba que lo excluyeran de los momentos de auténtica camaradería que compartían entre sí, de modo que cuando Nico buscaba de corazón su compañía tenía dificultades para romper el muro que se había levantado entre él y los otros.
Por lo tanto, le resultó irónico descubrir que había otro aprendiz aquejado del mismo mal y que no era otro que Aléas.
También Aléas gozaba de la estima de sus compañeros, pero era el aprendiz de Baracha, por quien todos los aprendices profesaban un desprecio rotundo. Sin embargo, eso no pesaba tanto en su relación con él como el comportamiento del propio Aléas. El muchacho era humilde, por naturaleza, a pesar de que a nadie se le escapaba su brillantez. Eso desconcertaba a sus compañeros. La combinación de tanto talento y modestia había instalado en lo más recóndito de sus cabezas la idea de que Aléas era en cierta manera superior a ellos y eso, por tanto, les obligaba a asumir su inferioridad respecto a él. Estos complejos íntimos no ofrecían una base sólida sobre la que edificar una amistad.
El hecho de que Nico y Aléas compartieran la condición de inadaptados hizo que acabasen por aproximarse. Los chicos parecían poseer una personalidad similar. A veces, ambos rompían a reír por algo que sólo ellos consideraban gracioso, o uno de ellos apoyaba con sus palabras la posición del otro en algún debate acalorado con los demás aprendices. A menudo se encontraban emparejados juntos por falta de alternativas. Aun así, la distancia que los separaba de los demás también existía entre ellos: en cierto modo a Nico le intimidaba la confianza que rezumaba Aléas, mientras que éste se sentía coartado por el deseo de su maestro de que se mantuviera alejado de Nico.
Para Nico, solitario por naturaleza, la vida en el monasterio no se asemejaba en nada a lo que había imaginado, aunque en ningún momento había tenido una noción muy clara de lo que se encontraría a su llegada. No obstante, por muy vagas que fueran las expectativas que había albergado sobre ese extraño lugar en el que se formaban asesinos, no tenían nada que ver con lo que resultó ser.
Todos los días se pasaba horas lanzando tajos al aire en la plaza de armas, apuñalaba y agarrotaba muñecos rellenos de paja, se ocultaba de enemigos imaginarios, disparaba flechas contra lejanas dianas con figuras antropomórficas pintadas. Aun así, estaba tan absorto en intentar hacerlo bien, en mantener su reputación, en superar los desafíos que se le presentaban cada día, que rara era la vez que se detenía a pensar en el vínculo que unía aquellas actividades con la realidad que representaban o en el camino que había emprendido, pues lo entrenaban a conciencia para que fuera capaz de cruzar un umbral sin pensar ni vacilar: se esperaba de él que algún día cometiera un asesinato a sangre fría.
De todos modos, ese día todavía quedaba lejos y entretanto el entrenamiento acabaría por anular cualquier emoción ante esa perspectiva, y el duro esfuerzo difuminaría el fin último al que estaba encauzado todo. Transcurrido un tiempo, Nico dejaría de darle vueltas en la cabeza.
Le sorprendió agradablemente percatarse de la ilusión con la que esperaba las dos sesiones de una hora de meditación diarias. Algunos aprendices asistían rezongando a ellas, la mayoría todavía abrazaban credos distintos del daoísmo, lo cual resultaba chocante para Nico, pues todo lo que se exigía a los aprendices era su compromiso con las prácticas daoístas de la quietud.
Nico tampoco es que fuera un creyente ferviente; rara vez había conectado con las ceremonias —celebradas por monjes de voces monótonas en templos abarrotados de humo— que su madre le había obligado a soportar cuando había tenido la mala suerte de ser arrastrado hasta ellas. Sin embargo, ahora empezaba a esperar con ilusión esas sesiones de una hora que tenían lugar en los tranquilos confines del suave entarimado de la sala de chachen, o en el patio cuando la meteorología lo permitía. A Nico le parecía que apenas había en ellas un ingrediente religioso; los roshuns no prestaban demasiada atención a las doctrinas y lo único que hacían era sentarse de rodillas con las manos en el regazo y concentrarse en su respiración hasta que una campanada anunciaba el final de la sesión.