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Authors: Col Buchanan

El Extraño (30 page)

BOOK: El Extraño
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«No he hecho nada malo —se dijo Nico para sus adentros—. Sólo charlamos un momento.»

Pero eso no lo tranquilizaba, y las cuentas de sudor empezaron a brotar en su frente.

—Acércate, muchacho.

Nico tragó saliva, nervioso. En un absurdo delirio fantasioso se lamentó por no llevar un arma encima.

En la despensa reinaba un silencio sepulcral. Baracha aguardaba con los brazos cruzados y la espalda apoyada contra algún sitio. Cuando Nico se aproximó, vio que era el brocal de piedra de un pozo de algo menos de dos metros de diámetro y con la boca cubierta por una rejilla herrumbrosa. Se oía el eco del agua que fluía turbulentamente en sus profundidades.

Sin abrir la boca, Baracha dio media vuelta, puso las manos sobre la rejilla y la levantó acompañado por el ruido de bisagras y un gruñido de esfuerzo.

Nico escudriñó el fondo oscuro. El agua corría estruendosamente, de una manera aterradora a pesar de que no se veía. Una ráfaga de aire impregnada de su frescor le acarició el rostro. Era un canal subterráneo que se extendía por debajo del monasterio.

Instintivamente, Nico dio un paso atrás.

—¿Qué quiere de mí? —inquirió.

Baracha se agachó para coger algo del suelo. Era un balde, verde de las algas adheridas y atado a una cuerda podrida. El otro extremo de la cuerda estaba anudado a la rejilla.

El alhazií bajó el balde al abismo tenebroso del pozo.

—Es posible que a mi hija se le cayera algo ayer —explicó—. Quiero que bajes a buscarlo.

Nico retrocedió otro paso alejándose del pozo.

—Creo que mejor no lo haré.

A punto estuvo la cuerda de escaparse de la mano de Baracha, impelida repentinamente por la corriente. El maestro la asió con más fuerza. Nico oía el balde dando sacudidas contra la piedra y el rumor del agua, que corría con más fuerza cuando superaba el obstáculo del cubo.

—Lo harás —dijo Baracha—. Por las buenas o por las malas, bajarás.

Nico se quedó mirando atónito el semblante adusto del alhazií. No lograba discernir si estaba hablando en serio.

«Si lo que pretende es asustarme, ¡vaya si lo está consiguiendo!»

Nico quería echar a correr, pero era como si sus pies hubieran echado raíces en el suelo enlosado. Baracha dio un paso hacia él, arrastrando la cuerda consigo. Ni aun así Nico fue capaz de moverse.

El joven aprendiz abrió la boca —para pedir ayuda, para proclamar su inocencia—, cuando de pronto una mano descomunal aterrizó en su hombro. Baracha cerró el puño alrededor de la túnica de Nico y la tela le oprimió la garganta. Sin un esfuerzo aparente, el grandullón alhazií tiró de él y lo arrimó al pozo.

—¡Suélteme! —gritó Nico, arrastrando los pies por el suelo. Forcejeó tratando de liberarse de las garras del alhazií—, ¡No! —chilló enfurecido cuando la boca del pozo apareció frente a él.

Intentó levantar una mano hacia el rostro del maestro y sus dedos buscaron a tientas los ojos de Baracha, que inclinó la cabeza fuera del alcance de Nico. El alhazií exhibió una fuerza asombrosa volcando la cabeza de Nico en el pozo y luego intentando meterle el resto del cuerpo. Nico sacudía las manos buscando un lugar donde aferrarse en las paredes viscosas mientras las aguas gélidas fluían con estrépito en las tinieblas debajo de él.

Pero entonces, gracias a Dios, Baracha aflojó la mano y en una de sus sacudidas Nico quedó libre. El muchacho se alejó renqueante de su torturador reparando en su semblante jocoso.

—¡Cabrón! —espetó Nico, retirándose rápidamente, apartando a manotazos los obstáculos colgados del techo que se cruzaban a su paso mientras las carcajadas preñadas de mofa de Baracha retumbaban a su espalda.

Nico no se detuvo hasta que salió del edificio y pudo respirar una bocanada de aire fresco, con los ojos entornados, deslumbrado por el sol y maldiciéndose por su estupidez.

Serése, Nico se enteró después, había recibido la orden de partir ese mismo día.

Capítulo 14

Garantías divinas

En la antecámara sin ventanas del circo Shay Madi, Kirkus observaba a su madre mientras ésta recibía a la corte rodeada de una miríada de sacerdotes.

Sus dos años como Santa Matriarca del Imperio habían empezado a hacer mella en su físico, a pesar de que pagaba generosamente para poder tomar todas las mañanas Leche Real. Las líneas que le surcaban visiblemente la frente sólo podían tener su origen en los gestos de preocupación, aunque hoy, en público, su madre prefería sonreír, y lo hacía continuamente.

El evidente envejecimiento de su madre fue lo primero que le llamó la atención a su regreso del viaje por el Imperio con su abuela, cuando de nuevo posó la vista en ella tras muchos meses. También a él había dedicado su primer comentario, que había arrancado una sonrisa de los labios de su madre y un tierno beso en la frente.

De no ser por las delicadas cadenitas de oro sacerdotales que colgaban desde los lóbulos de sus orejas hasta las aletas de su nariz y su reluciente cabeza rasurada, su madre podría haber pasado por la madame de un burdel cualquiera de ciudad en el momento álgido de una noche concurrida aunque llevadera. Sasheen tenía las mejillas de su rostro poco agraciado arreboladas a causa del sofoco. El calor se debía a la aglomeración de tanta gente y al gran número de lámparas de gas que arrojaban su luz desde las hornacinas tiznadas que recorrían de lado a lado las paredes, sin que ninguna brisa penetrara por el vano inundado de sol de la puerta que conducía al palco imperial. La matriarca permanecía de pie, con una cadera inclinada y con la muñeca doblada apoyada sobre la pelvis. Bajo su barbilla alzada, la tela blanca de su túnica se ceñía a sus senos turgentes.

«Seductora pero peligrosa», era lo primero que pensaba la mayoría de los hombres. Ella era, tal vez, lo único que Kirkus sabía de su padre: sus gustos en lo referente a sus compañeras de cama.

Los sacerdotes y sacerdotisas que abarrotaban la estancia conversaban entre sí, excepto los más próximos a la Santa Matriarca. Estos escuchaban respetuosamente a Sasheen, aunque cuando tomaban la palabra, hablaban con la informalidad acostumbrada entre los sumos sacerdotes de Q'os y que tanto había sorprendido a Kirkus la primera vez que había asistido a la corte del anterior líder, el Santo Patriarca Nihilis, pues esperaba una pomposidad y una solemnidad mayores, como las que se exhibían durante las ceremonias de Estado oficiales. Por el contrario, los sacerdotes de Q'os se comportaban como los correligionarios inquietos de una conspiración extremadamente ambiciosa y de dimensiones desproporcionadas: el dominio del orbe conocido, nada menos. La deferencia que mostraban hacia su Santa Matriarca no surgía simplemente del respeto que le profesaban por la posición que ocupaba —había alcanzado el liderazgo de Mann prácticamente desde la nada—, sino por su disposición para sofocar el menor atisbo de deslealtad, de la que daba buena muestra la muerte de tantos de sus antiguos colegas.

Una amenaza que tenían presente incluso ahora en la figura de los dos fornidos guardaespaldas, con los ojos ocultos tras unas gafas de vidrios ahumados que impedían a cualquiera saber el objetivo de sus miradas y con las manos enfundadas en unas intimidantes manoplas.

Kirkus escuchaba sólo por encima la conversación entre su madre y los sacerdotes. Aquélla no era una sesión oficial de la corte, únicamente una tarde ociosa en el Shay Madi que los miembros de las castas más altas aprovechaban para hacer vida social mientras se entretenían con los espectáculos que se ofrecían en el circo. Aun así, eran hombres y mujeres de la clase alta y no podían evitar seguir intrigando en beneficio propio.

Kirkus dejó que esas inquietudes mezquinas le resbalaran de la mente mientras masticaba la pulpa tierna de un parmadio, estremeciéndose bajo sus agradables efectos narcóticos cada vez que ronchaba alguna de las pepitas amargas de la fruta. De vez en cuando recorría la sala con la mirada y estudiaba a sus ocupantes mientras éstos inhalaban los vapores de cuencos humeantes o bebían licores refrescantes. En todas las ocasiones, sus ojos acababan fijos en la puerta de doble hoja del otro extremo de la sala.

Sospechaba que Lara no aparecería. De hecho, su amante de turno, el general Romano, ya estaba allí, y andaba enfrascado en una discusión con el general Alero. Kirkus examinó al joven general, que giró la cabeza y sus miradas se fundieron, separados por toda la extensión de la antecámara.

Algo cercano al odio viajó por sus miradas.

Romano era sobrino del anterior patriarca y estaba considerado como el mayor prodigio de una de las familias más antiguas y poderosas de la orden. El joven Romano era el opositor más destacado a Sasheen, aunque se daba por sentado que esperaría a que finalizara su reinado para acometer el asalto al poder. También se esperaba que llegado ese momento Kirkus sucediera a su madre en el cargo; a su manera, Lara no podría haber elegido a un nuevo amante con una posición contraria a Kirkus más firme que el general.

Desde el otro lado de la estancia, Romano inclinó respetuosamente la cabeza en dirección a Kirkus, que le correspondió con los ojos cautelosos.

En el caso de que Lara hubiera tenido previsto acudir a la palestra lo habría hecho acompañando a Romano. Era evidente que seguía evitando a Kirkus. Su último encuentro en público, en los baños superiores del Templo de los Suspiros el día siguiente al regreso de él, había sido un episodio bochornoso para ambos.

Kirkus había vuelto con la esperanza de que cuando se reencontrara con Lara sería capaz de afrontar con calma y lucidez su situación. Sentía que había madurado, al menos en ese aspecto, durante su viaje por el extranjero. Sin embargo, en cuanto sus ojos se toparon con la muchacha, la impresión fue tan grande que le provocó una reacción incontrolable. De modo que cuando se cruzó con Lara y ella no le dirigió la más distraída de las miradas, Kirkus, plantado en su torre, atónito, se había desgañitado llamando a la muchacha. Sin embargo, cuanto más alterada sonaba su voz por la rabia, más veía alejarse la espalda de Lara.

—Os pediré vuestro consentimiento pronto, matriarca —susurró la sacerdotisa Sool a Sasheen—, Queda menos de un mes para el aniversario del Augere el Mann.

A Kirkus se le hizo un nudo en la garganta. Desvió la mirada de las puertas cerradas del otro extremo de la antecámara y devolvió la atención a las conversaciones que discurrían en torno a él.

La sacerdotisa Sool estaba con la cabeza gacha, representando su papel de súbdita leal y servil, como siempre, aunque Kirkus a veces sospechaba de ella.

—Tendré que informarme de si nuestros planes para la conmemoración son los adecuados —prosiguió la sacerdotisa Sool—. Después de todo, este año precisamente se celebra el quincuagésimo aniversario del dominio de Mann. Quizá queráis aportar vuestras propias ideas.

—¡Oh, ni hablar! —replicó su madre, haciendo un ademán con una mano y sujetándose con la otra la túnica por encima de su largo muslo para airearlo—. Delego todas esas decisiones en ti y en tu gente, ya lo sabes. Créeme, ahora mismo tengo otras preocupaciones de las que encargarme.

—De acuerdo —respondió sumisamente Sool, inclinando un poco más la cabeza—. Me temo que he oído algo al respecto. Sobre la nueva petición de Mokabi, el nuevo plan de invasión de los Puertos Libres. Sin duda, el viejo guerrero se retuerce de impaciencia en su retiro.

—Como siempre tus oídos no oyen más que los chismes a los que da alas el aburrimiento. —El tono empleado por su madre denotaba impaciencia, y una fatiga que Kirkus advertía cada vez más a menudo últimamente.

—Sin embargo, aun así... —continuó Sool antes de detenerse abruptamente. Kirkus estaba riéndose de ella.

—Menos mal que tú y mi madre sois amigas íntimas —dijo bromeando el joven sacerdote—. No sé quién más soportaría escuchar vuestras lamentaciones.

Sool sonrió, aunque su gesto bien podía pasar por una mueca de asco.

—Tu madre te ha dado la vida —repuso Sool—. Deberías mostrar un poco más de respeto.

Por toda respuesta, Kirkus hizo crujir otra pepita aplastándola entre los dientes.

Kirkus había seguido con interés aquella conversación. A su manera sutil, Sool había sido para él como una tía que lo había tratado con un afecto maternal desde que era un niño, al menos con el grado de afecto maternal que cabía esperar de una mujer miembro de la orden, donde ese tipo de vínculos se nutrían de lealtades y necesidades, en ningún caso de amor y difícilmente de amabilidad. De niño, Kirkus había vivido en el Templo de los Suspiros, en los amplios apartamentos de su madre y de su abuela. La una era por entonces la última
glammari
—consorte electa— del patriarca Ansian; la otra, una consejera de lealtad incuestionable sobre asuntos de fe. Sool había visitado a ambas a menudo en los apartamentos, a veces acompañada de su hija Lara. En las noches de verano, Sool les contaba historias del pasado que Lara y él escuchaban arrellanados juntos en la terraza de la cámara privada del niño, rodeados por los numerosos animales que él había recogido a lo largo de los años y que graznaban y correteaban en sus jaulas, con la luz nocturna desplegada como una mortaja sobre la ciudad de Q'os que se extendía a sus pies.

Desde ese mirador privilegiado que pendía de la fachada del Templo de los Suspiros se tenía al alcance de la vista toda la extensión de la ciudad isla. En la costa oriental, un montículo de tierra natural se zambullía en diagonal en el mar; en el norte aparecían cuatro lenguas de tierra ganadas al mar por el hombre, tan próximas entre sí que semejaban los dedos de una mano: las Cinco Ciudades, como se las conocía, todas preñadas de edificios hasta el borde del mar. De niño, Kirkus había recorrido con la vista el paisaje de este a oeste: era posible ver el contorno de la isla como una mano, con la palma mirando al cielo y el extremo de su último dedo de tierra truncado para representar el dedo meñique seccionado de los seguidores de Mann.

En esas remotas noches cálidas de verano, Sool narraba sus historias en un áspero susurro, como si sus palabras fueran valiosos tesoros que debían mantenerse en secreto. Les había contado que, cuando eran jóvenes, durante la época de hambruna y epidemias conocida como el Gran Juicio, la madre de Sool y la abuela de Kirkus habían trabajado en secreto para la secta. Ambas eran almas gemelas y un poco alocadas, y habían sido reclutadas por la orden a través de un amante que compartían gustosamente.

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