Read El Extraño Online

Authors: Col Buchanan

El Extraño (34 page)

BOOK: El Extraño
6.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En ese momento, Ash se había dado cuenta de que la batalla estaba perdida. También había sabido que su hijo estaba muerto antes de que el jinete se reclinara sobre la silla, descargara la hoja contra su cuello y lo decapitara de un tajo... de forma que en un abrir y cerrar de ojos su hijo había pasado de estar allí a convertirse en un recuerdo atroz contra el que Ash tendría que luchar el resto de su vida, un cuerpo que se derrumbaba y se confundía entre el resto de los cadáveres que sembraban el campo de batalla.

Ash habría cometido una locura si Kosh y el escudero de éste no lo hubieran golpeado hasta dejarlo inconsciente y se lo hubieran llevado a rastras lejos del cuerpo del muchacho y de la refriega; todo el flanco izquierdo ya se dispersaba como polen arrastrado por el viento. Pese a que la derrota estaba siendo aplastante, en la posición del general Osho no hicieron caso de la orden de retirada y durante el repliegue por uno de los desfiladeros que atravesaban el campo de batalla, el general y su escolta interceptaron el paso del escuadrón de caballería principal que se había lanzado en su persecución y se enzarzaron en una lucha sin cuartel mientras el resto de sus hombres, unos tres mil, corrían sin pensar en nada más que en salvar el pellejo.

La mayoría se sintieron afortunados de haber escapado vivos ese día. Sin embargo, Ash nunca había compartido ese sentimiento.

Sonó una campana. Debía llevar sonando unos minutos cuando ambos repararon en el ruido.

Ash y Kosh se revolvieron y dirigieron la mirada hacia el monasterio.

—¿Es la hora del desayuno?

—Hace dos horas que desayunamos.

—¿Qué será entonces?

Ash ya se había puesto en pie e hizo un gesto con la cabeza a Kosh para que se levantara.

Nico escuchaba con una timidez creciente el clamor de las campanas mientras iban apareciendo en el patio los moradores del monasterio y se congregaban alrededor de ellos. Nadie, tampoco Baracaha ni Olson, había pedido que se tocara la campana, pero otro roshun —de nombre desconocido para Nico—, al ver lo que estaba cociéndose, se había sonreído y se había arrogado la tarea de invitar a todo el mundo a asistir al divertimiento vespertino.

Daba la impresión de que todos los roshuns del monasterio habían acudido al patio. Como era el día del Necio, por tanto su día libre, charlaban y reían ociosos, y la temperatura tibia de finales de verano les arrancaba fácilmente una sonrisa.

A una decena de pasos de Nico aguardaba Aléas, con Baracha a su lado hablándole al oído; su colega aprendiz no parecía más feliz que Nico por las circunstancias que los envolvían.

En ese preciso momento apareció Ash a trancos por la puerta, acompañado de Kosh, ambos con los andares exageradamente prudentes de quien ya está algo achispado. «Genial —se dijo Nico—, Ahora voy a quedar en ridículo también delante del viejo.»

Ash se detuvo y examinó la escena que se desplegaba ante sus ojos; reparó en el labio inflamado de Aléas y su barbilla todavía manchada de sangre; en Baracha revoloteando alrededor del muchacho; en el gesto serio aunque con una expresión jocosa en los ojos de Olson y en el espacio despejado entre los dos aprendices sobre el que yacía una serie de objetos: dos rollos de hilo de pesca con un anzuelo y una lámina plateada retorcida en el extremo de cada uno junto con dos grandes redes lastradas.

Ash se acercó a su aprendiz, pero no dijo nada. Nico resolvió no dirigirse a su maestro si éste no le hablaba primero, de modo que permanecieron el uno pegado al otro como un par de mudos rodeados por los murmullos de los roshuns congregados en el patio. Aléas meneó la cabeza, pero Baracha torció el gesto y lo reprendió en voz baja, tiró de su aprendiz hacia el equipo desparramado en el suelo. La barbilla de Aléas volvía a sangrar.

—¡Esto es un disparate! —espetó Nico por fin a su maestro, y vio de reojo que el anciano asentía con la cabeza.

—Ya sé de qué va todo esto —repuso Ash.

Olson levantó los brazos para acallar al público reunido.

—Acercaos —dijo, dirigiéndose a los aprendices.

Los muchachos se aproximaron a los aparejos de pesca. Aléas los miró fijamente, o quizá lo que miraba era el suelo que se extendía debajo de ellos. Nico, por su parte, tenía la vista clavada en Aléas, sin embargo, éste no levantó los ojos.

—En Sato tenemos una forma de resolver las enemistades —anunció Olson—, Solucionaréis vuestras diferencias a la manera tradicional, pues ésta nació inspirada por la sabiduría. —Y continuó, señalando los aparejos—: Cada uno de vosotros elegirá uno de estos objetos. Una vez equipados, os dirigiréis a las charcas de la cima del valle, donde permaneceréis pescando hasta el mediodía; todas las capturas cuentan, da igual el tamaño. Regresaréis sin demora. Tenéis tres horas. Si no estáis aquí cuando suene la campana, seréis descalificados. Quien traiga el mayor número de peces al patio será declarado ganador y vuestra disputa habrá quedado zanjada. ¿Lo habéis entendido?

Aléas asintió de mala gana. Nico lo secundó inmediatamente.

—Perfecto. Ahora, escoged.

Nico se volvió al anciano buscando alguna indicación. Ash pestañeó, con el gesto impertérrito.

«¿Pescar? —pensó—. Quizá realmente sólo se trata de pescar.»

Pero, al mismo tiempo, sabía que tenía que haber gato encerrado; el interés del resto de los roshuns era una prueba evidente. El aprendiz era el reflejo del maestro, de modo que una competición entre ellos dos en el fondo era una competición pública entre Baracha y Ash.

Nico lamentó no poder decir en voz alta todo esto y pedir a los dos veteranos roshuns que resolvieran sus diferencias entre ellos y que a él lo dejaran al margen. Tuvo que morderse la lengua. «Después de todo —pensó—, quizá tengo una oportunidad de derrotar a Aléas.»

Con una concentración renovada, Nico paseó la mirada por los elementos dispuestos desordenadamente a sus pies. «¿Hilo y anzuelo o red?», ponderó. Capturaría más peces de una vez con la red, pero tenía aspecto de ser más pesada con todas las piedras ensartadas en los bordes para lastrarla. Primero tenía que ascender a la cima del valle cargado con ella a la espalda y luego emprender el regreso al monasterio antes para llegar sin demora. No, él no tenía tanta fuerza y perdería demasiado tiempo. Además, él entendía de pesca y sabía que una red de esas características ahuyentaría a los peces la primera vez que la arrojara al agua. Por tanto, se agachó y cogió el carrete de hilo.

Lanzó otra ojeada a Ash, quien le hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible con la cabeza.

Aléas también se decidió por fin, y Nico experimentó una sensación fugaz de alivio al ver que su contrincante elegía la pesada red.

—Recordad —dijo Olson—, Quien regrese a la hora convenida con el mayor número de capturas será el ganador. Ya podéis partir.

Los roshuns prorrumpieron en un coro de rechiflas y gritos. Aléas se echó la red por los hombros y salió disparado hacia la puerta. Tras un momento de vacilación, Nico salió tras él.

El calor incrementaba la dureza de la ascensión. Nico mantuvo el ritmo y siguió corriendo pese al dolor de piernas, animado porque enseguida adelantó a Aléas por el camino pedregoso; su compañero ya había aminorado el paso bajo el peso de la red que acarreaba a la espalda.

—¡Te guardaré algunos peces! —le gritó por encima del hombro, pero Aléas no le respondió y continuó con la cabeza gacha; le palpitaban las piernas.

Nico se quitó sobre la marcha su pesada túnica. Se quedó sólo con la ropa interior gris que llevaba, y arrojó la túnica lejos, entre la hierba alta, para que Aléas no le copiara la idea.

Concentrado en el tramo de suelo que antecedía cada zancada, imprimió a su marcha un ritmo que confiaba poder mantener. Por su derecha discurría el cauce serpenteante del arroyo que descendía de las montañas, pero Nico se mantuvo alejado de él para evitar sus márgenes pantanosos. El sol seguía escalando por el cielo, aunque hasta el valle se deslizaban desde cotas más altas nubes densas que impedían el paso de los rayos cálidos del sol, a las que siguió un viento que le azotaba la cabellera y peinaba con su fuerza constante la hierba del valle.

Nico rebasó la cabaña del Vidente, quien en ese momento se hallaba sentado fuera, pintando en un trozo cuadrado de pergamino; le saludó con un breve movimiento de la cabeza que el anciano monje le correspondió.

Se detuvo un instante para beber un trago de agua del arroyo cada vez más estrecho; echó un vistazo atrás y distinguió la figura de Aléas avanzando penosamente por el mismo sendero. Fue una imagen gratificante.

Media hora después ya había alcanzado la cima del valle y viró de nuevo hacia el arroyo y una serie de manantiales de los que manaba el agua a borbotones. Vio truchas deslizándose por las charcas formadas por las fuentes y rápidamente eligió el lugar que le pareció más propicio: una vasta laguna sobre la que se extendía una exuberante bóveda de vegetación y a la que se acercó en cuclillas.

Se apresuró a desenrollar el cordel mientras examinaba la laguna y los peces que nadaban en sus aguas cristalinas; luego sacudió el anzuelo y la fina lámina del cebo para asegurarse de que no estuvieran enredados. Se dio cuenta de que iba a necesitar un flotador, así que arrancó una ramita de un arbusto doblegado por el viento y lo ató al hilo de pesca. Exhaló un último suspiro profundo, lanzó el anzuelo al agua y esperó sentado en cuclillas.

Los peces estaban hambrientos y tan pronto como el cebo plateado destelló en el agua, una trucha se lanzó como una flecha hacia él y se tragó la lámina y el anzuelo de un bocado. Nico soltó un gañido de entusiasmo y rápidamente tiró del hilo. Era pequeño, pero el tamaño no importaba. Notó en los brazos el peso ligero de la captura mientras la sacaba con sumo cuidado del agua; el pez se sacudía en el extremo del cordel. Por fin lo tuvo entre sus manos, mojado, resbaladizo y real, pugnando por escapar de sus garras. Con la maña que había cultivado en su niñez, le extrajo el anzuelo y lo aporreó contra una roca hasta matarlo.

Inmediatamente arrojó de nuevo el anzuelo al agua, con el corazón martilleándole el pecho. No podía creer lo fácil que se le presentaba la jornada de pesca, y una sonrisa de felicidad le iluminó el rostro. «Por una vez, amiguitos —dijo, dirigiéndose a los peces que todavía no había pescado—, la fortuna se atreve a son— reírme.»

El tiempo pasaba lentamente. Nico andaba atareado con el anzuelo y el hilo de pescar. Había decidido seguir en la laguna hasta que le pareciera que le había sacado el rendimiento suficiente y luego trasladarse a probar suerte a una charca más baja.

La tarea era pura y placentera. Nico se sentía embargado por una tranquilidad reconfortante y sosegada como la de los ardientes rayos de sol que le acariciaban los brazos. Por el cauce que el curso de la corriente había excavado en la tierra se deslizaba una brisa tan fresca que resultaba vigorizante. De vez en cuando se oía el reclamo de un pájaro que nunca se veía; el agua borboteaba y las moscas zumbaban trazando arcos en el aire, a veces tan cerca de él que le barritaban al oído.

No había vuelto a atisbar a Aléas, cosa que le pareció extraña. En un principio lo inquietó la posibilidad de que su amigo estuviera tramando alguna artimaña. Pero según pasaba el tiempo y el sol alcanzaba la altura del mediodía, se dejó llevar por el convencimiento de que Aléas había sufrido algún contratiempo; quizá una torcedura de tobillo, o quizá simplemente se había cansado de cargar con su pesada red y había decidido quedarse pescando más abajo.

Ya tenía veintidós truchas de pequeño tamaño desparramadas en la hierba, atadas a un trozo de cordel. Por el ángulo del sol en el cielo calculó que todavía debía de disponer de media hora antes de tener que emprender el camino de regreso. No quería salir con el tiempo justo.

Estaba tan absorto en sus cálculos que no se apercibió del ruido sutil que se acercaba por su espalda.

Un pájaro interrumpió bruscamente su canto y sonó el crujido de lo que parecía una mata aplastada por pisadas. Pero Nico tampoco se percató de ello. Sin embargo, se produjo un efímero cambio en la dirección del viento y un olor se introdujo por sus fosas nasales. Olfateó el aire casi de un modo inconsciente y el rincón de su cerebro donde residían la alerta y la cautela intentó identificar el repentino aroma arrastrado por la brisa, hasta que finalmente llegó a una conclusión: era el hedor a sudor humano.

Nico se dio la vuelta alarmado.

Demasiado tarde.

—Odio hacerte esto. Te lo aseguro. Pero en esta materia mi maestro no me deja elección. Así que ya ves.

«Una declaración fabulosa», pensó Nico, aunque sólo fuera por la firmeza de su voz, como si Aléas estuviera paseando, disfrutando del aire fresco, cuando en realidad descendía por la falda del valle cargado con el pescado de Nico ensartado en un largo trozo de hilo de pescar sobre un hombro y su colega aprendiz aprisionado en la red de pesca sobre el otro.

Nico parpadeó para limpiarse el sudor del ojo izquierdo. El otro ya lo tenía cerrado por la hinchazón de un puñetazo que había olvidado. Lo último que recordaba era darse la vuelta y vislumbrar un repentino movimiento delante de sus ojos. Lo siguiente que sabía era que allí estaba: en la situación más humillante que jamás había imaginado.

—Tus palabras —masculló Nico con los dientes apretados y sufriendo la fuerte presión que ejercía la red contra su rostro—, no son de ningún consuelo ahora mismo, Aléas.

Aléas gruñó, como confirmando que en efecto les había tocado vivir en un mundo ingrato y que él, más que nadie, tenía que padecer sus consecuencias.

—¿Por qué lo haces?—inquirió Nico, con la red metida entre los dientes—. ¿Tanto temes a tu maestro?

Aléas se detuvo un momento y se dio la vuelta para dirigirse a Nico como si éste viniera caminando detrás de él.

—No es miedo, Nico. Podría derrotarlo con cualquier arma que Baracha eligiera para un duelo, aunque eso sólo lo sabe él.

—Ah —exclamó Nico, ganando tiempo.

—Le debo la vida, Nico. ¿Qué alternativa hay cuando la deuda contraída con alguien es tan alta?

Aléas reemprendió la marcha. Nico iba botando al ritmo de las zancadas de su rival y cada paso de éste le provocaba una estremecedora punzada de dolor en sus apretujados miembros. Tenía todo el cuerpo entumecido salvo el brazo que había conseguido sacar de la red.

—Te resarciré de ésta —añadió Aléas, en un tono más relajado que el empleado anteriormente—. Te lo prometo.

BOOK: El Extraño
6.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Taji's Syndrome by Chelsea Quinn Yarbro
El asno de oro by Apuleyo
Carousel of Hearts by Mary Jo Putney
The Hero’s Sin by Darlene Gardner
His Christmas Wish by Andi Anderson
Because of You by Rochelle Alers
Brontës by Juliet Barker
Soul Dreams by Desiree Holt