Authors: Col Buchanan
Se iba a celebrar un banquete en el Santuario Prohibido para conmemorar el cumpleaños de la querida preferida de la deidad. Únicamente se permitiría la entrada al evento de los discípulos que gozaban de una confianza absoluta. La noche del banquete, estos privilegiados invitados cenaron los platos más exóticos: mariposas de fuego horneadas y langostinos de las arenas en miel, extrañas aves no voladoras que no habían sido desplumadas, huevos de muala escalfados y grotescos ejemplares de pescado, tan grandes que no podían ser cocinados en las cocinas del Santuario Prohibido y tenían que ser preparados en otro lugar dentro del complejo palaciego y luego escoltados hasta el comedor donde se celebraba el banquete. Pero el plato estrella de aquella experiencia de descubrimientos culinarios era un gusano murmur. Cuarenta miembros del servicio de palacio entraron acarreando a la criatura y la extendieron en toda su longitud sobre una mesa que medía casi cinco metros de largo. El gusano tenía el grosor de un barril y era blanco como una larva, pues en su larga vida pasada entre grietas y cavernas en las profundidades del suelo nunca había estado expuesto a la luz del sol. Los invitados todavía no habían probado aquel manjar cuando el Rey Sol entró en el comedor flanqueado por sus siempre alerta
hitees
. Se hizo el silencio y los comensales se postraron en el suelo.
En primera instancia no se percataron de lo que brotaba del costado del gigantesco gusano. Parecía una más de las incisiones que los cocineros habían abierto en el cuerpo de la criatura para introducir el delicioso relleno. Pero entonces estalló un chillido —proferido ni más ni menos que por la querida homenajeada del Rey Sol—, seguido del susurro de las cabezas que cortaron en el aire al girar justo a tiempo para ver cómo del cuerpo del gusano emergía un brazo. Al brazo siguió una cabeza, luego otro brazo, y finalmente el cuerpo entero de un hombre que se dejó caer en el suelo, jadeando. El intruso se irguió sin que nadie tratara de impedírselo, con la ropa empapada en los jugos internos del gusano.
En el otro extremo del comedor refulgía la figura del Rey Sol, totalmente desnudo y bañado en oro de pies a cabeza, incluidas la cabellera y las pestañas. El desconocido, por el contrario, iba sin adornos y no llevaba nada en las manos.
El recién llegado enfiló hacia el Rey Sol y la masa de discípulos fue abriéndose a su paso; eran muchos los suspiros ahogados que provocaba su piel negra como el carbón. Era como si la Serpiente del Mundo hubiera regresado encarnada en un hombre.
Tan atónitos habían quedado los presentes con aquella negrísima aparición —incluso las
hitees
contemplaban con los ojos desorbitados la figura que se aproximaba al monarca— que no movieron un músculo cuando el intruso subió a la tarima sobre la que estaba el Rey Sol y se inclinó hacia él como si fuera a besarlo.
El cuchillo fue lo que al cabo rompió el hechizo cuando apareció como de la nada y presionó la garganta del dios con la piel de oro.
—¡Atrás! —bramó Ash, y su grito detuvo a los súbditos que habían arrancado a correr para acudir en ayuda de su señor.
Después de todo, según parecía, no consideraban invencible a su Rey Sol. Observaron la hoja apretada contra la garganta del rey y observaron el rostro del desconocido y sus deslumbrantes ojos blancos y sus dientes también blancos.
Ash ordenó que se liberara a su camarada y lo trajeran ante él. Cuando vio que no se movía nadie, repitió la orden, esta vez dirigiéndose al Rey Sol:
—Hazlo —le apremió—, y no te mataré.
Lo creyera o no, el Rey Sol hizo un gesto tembloroso a sus acólitos.
Los convidados permanecieron inmóviles unos largos minutos mientras esperaban a que sacaran a Baracha de su agujero y lo llevaran allí y pasó el tiempo suficiente para que empezaran a revolverse con inquietud y a susurrar entre sí. Del cuerpo del Rey Sol emanaba un hedor a transpiración. La situación habría podido tornarse ridícula si no hubiera sido porque las
hitees
empezaban a impacientarse, y Ash era completamente consciente de que a pesar del riesgo que correría su dios, alguna de ellas podía decidir abalanzarse sobre él en cualquier momento.
Por fin se abrieron violentamente las puertas y Ash apenas fue capaz de reconocer a Baracha cuando lo introdujeron a rastras en el comedor. Cuando el prisionero levantó la mirada y vio con su ojo sano al viejo extranjero de tierras remotas allí en medio, barruntó que debía haber acudido para cumplir la
vendetta
y después morir junto a él, pues una vez que asesinara al Rey Sol no tendrían escapatoria.
—Ahora dime —dijo Ash, dirigiéndose al dios—, ¿Quién eres en realidad?
El Rey Sol parecía a punto de desmayarse; le caía el sudor a chorros. Incluso se había formado un charco de sudor alrededor de sus pies descalzos.
Con el primer burbujeo de sangre en la punta del cuchillo el farsante rompió a farfullar aterrado. Explicó a todos quién era en realidad; contó que había nacido en el seno de un clan de bribones errantes que se ganaba la vida con pequeños timos. Divagó sobre cómo se habían enterado de la ancestral profecía de la montaña y cómo se le había ocurrido la idea de hacerse pasar por un dios con su familia de oportunistas representando el papel de sus primeros discípulos. Bajó la voz hasta casi un susurro y confesó los asesinatos y los actos de traición cometidos durante los siguientes años: había dejado de confiar en ellos cuando se asentó su posición de preeminencia y los había ido eliminando de una u otra manera hasta que sólo quedó él.
Llegados a ese punto de su relato, las miradas alarmadas en torno a Ash y el Rey Sol se habían convertido en miradas iracundas tras un paso intermedio por la incredulidad.
—Por favor —suplicó—. No hay duda de que la mano de un dios real me guió hasta aquí. ¿Quién podría haber hecho lo que hice yo sin una pizca de ayuda divina, os pregunto yo? Si no soy un dios, entonces pensad por lo menos que soy el intermediario escogido por un dios.
—Entonces reúnete con tu dios —replicó Ash, y se alejó de él.
La multitud congregada no trató de detener al viejo roshun. Por el contrario, se volvieron al hombre desnudo, bañado en oro y tembloroso, plantado delante de ellos... y se abalanzaron sobre él como una jauría de animales salvajes se abalanza sobre su presa.
—¿Y todo esto te lo han contado Baracha y Ash? ¿Ese par de parlanchines? —inquirió Nico, entornando los párpados deslumbrado por la luz que entraba en la cuadra.
—Bueno, puede que haya adornado un poco algunos pasajes. Lo confieso. Y he oído otras versiones de la historia. Pero lo que importa aquí es que mi maestro nunca agradeció al tuyo su intervención. De hecho, la sintió como una ofensa, y desde entonces no ha desaprovechado una oportunidad para medirse con su salvador o para cuchichear comentarios despectivos al oído de la gente. Lo que más desea en el mundo es un enfrentamiento cara a cara con Ash para demostrar que después de todo no está por debajo de él.
—Pero ¿tú crees que Ash ganaría ese duelo?
—¡Claro que lo ganaría! ¿Acaso no has estado escuchándome?
Aléas se hurgaba en el interior de su túnica, sacó dos prins secos y arrojó uno a Nico.
—Te diré otra cosa —continuó—. De cada cien
vendettas
que ejecuta cada miembro de la orden, noventa y nueve implican el asesinato de mercaderes avariciosos y amantes celosos. En el caso de Ash no es así; los roshuns tienen un nombre para él. Lo llaman
Inshasha
, que significa «el asesino de reyes».
Nico dio un mordisco al fruto seco y se recreó en el intenso sabor ahumado que le inundaba la boca. Tragó un trozo mientras meditaba sobre lo que acababa de oír.
—¿Y cómo llaman a Baracha? —inquirió al cabo.
Antes de que Aléas pudiera responderle una sombra cayó sobre sus regazos. Olson estaba plantado en la puerta con los brazos en jarras.
—¿Qué significa esta holgazanería? —gruñó, dirigiéndose a los dos aprendices repantigados en el suelo de la caballeriza. Y añadió, haciendo un gesto hacia el labio sangrante de Aléas—: ¡Y encima os habéis peleado! —Se precipitó hacia ellos, agarró a ambos de las orejas y tirando a la vez para levantarlos espetó—: ¡Arriba! ¡Vamos!
La repentina punzada de dolor bastó para que a Nico se le nublara la vista.
—¿Cómo llaman a Baracha? —balbuceó de todas maneras, contorsionándose con la oreja apresada entre los dedos de Olson.
Aléas, atragantado con una mezcla de risas y gemidos, se las arregló para farfullar:
—El Alhazií.
—¿Qué ocurre aquí? —rugió una voz desde el otro lado del patio interior cuando Olson apareció tirando de los aprendices, que caminaban a trompicones, procedente de la cuadra. Era Baracha, que interrumpió los ejercicios que realizaba con un enorme sable.
Los muchachos se enderezaron en cuanto Olson los soltó.
—Los he pillado haraganeando y comiendo comida robada. Y es evidente que se han peleado.
—¿Es cierto eso, Aléas?—interrogó el Alhazií a su aprendiz—. ¿Ahora te dedicas a las peleas de patio de colegio, como un niño?
—En absoluto —respondió Aléas, limpiándose los restos de sangre de la barbilla—. Sólo estábamos practicando nuestra destreza en las distancias cortas. Me temo que mi defensa fue un poco lenta.
—¿Sólo practicando? —El hombretón agarró a Aléas por la barbilla y le examinó la herida. Lo soltó, disgustado por lo que veía—. Te dije que te mantuvieras alejado de ése y ahora ya ves el porqué. Recuerda que estás formándote para ser un roshun. Nosotros no dirimimos nuestras diferencias como perros en una pelea callejera. Si tenéis un problema, tenéis que solventarlo de la manera adecuada.
Aléas y Nico se miraron con aprensión.
—Pero no hay ningún problema entre nosotros —repuso Aléas en un tono cauto.
—¿Cómo? ¡Pero si estás sangrando, muchacho!
—Sí... pero ha sido un accidente.
—¡Sigue siendo un agravio!
—Maestro —insistió Aléas—, no he sido agraviado. Sólo estábamos bromeando.
—¡Cállate, Aléas!
Abatido, el aprendiz clavó la mirada en el suelo.
—Tenemos que zanjar esto como es debido —repitió Baracha, intercambiando una mirada de complicidad con Olson—. Y lo haremos a la vieja usanza... ¿Os ha quedado claro a ambos?
«Oh, no», se lamentó Nico para sus adentros. No le gustaba nada como sonaba aquello.
—Buena idea —convino Olson, con un brillo renovado en los ojos—. Iré a buscar todo lo que necesitamos. —Y salió disparado hacia el ala norte.
—Vamos a pescar —dijo Aléas, suspirando, todavía con la mirada fija en el suelo.
«¿A pescar?», se preguntó Nico con incredulidad. Sabía que era mejor no abrir la boca y barruntó con un espanto creciente qué terrible experiencia se escondería detrás de una actividad tan inocente.
La pesca
—Mantienes las distancias con él. Me he dado cuenta —señaló Kosh en su honshu nativo.
—Mantengo las distancias con todos —repuso Ash, pasando a su viejo amigo la vasija de calabaza con fuego de Cheem.
Kosh le dio un trago y se la devolvió.
—Ya. Pero me refiero a que lo haces especialmente con el muchacho.
—Así es mejor para él.
—¿En serio? ¿Mejor para él o para ti?
Ash apoyó la espalda contra el árbol bajo junto al que se habían sentado en el borde de la arboleda de malis. Tomó otro trago y sintió como el líquido le abrasaba la garganta en su viaje hasta las profundidades de su estómago. El día era excepcionalmente caluroso para las montañas de Cheem, de modo que la sombra bajo las frondas de los malis proporcionaba un refugio agradable a los dos compatriotas llegados de su remota tierra. Los ruidos cotidianos del cercano monasterio se perdían en el silencio del fondo del valle que se extendía frente a ellos. El valle en sí se reducía a una minúscula y hermosa área delimitada por las escabrosas montañas que lo rodeaban: en la distancia se alzaban picos nevados, y más cerca, cumbres más bajas moteadas por las cabras monteses; encima, el azul intenso del cielo, surcado por nubes más delgadas que el papel.
Kosh eructó.
—Ya sabes que me encargué de enviar la carta que escribió a su madre —dijo con voz firme.
—¿La leíste?
Kosh meneó la cabeza.
—Ese muchacho parece poseer un alma sensible. He oído que a menudo busca la soledad.
—Quizá le gusta.
—Ya, como a su maestro. Sin embargo, me preguntaba... me preguntaba si estará preparado para todo esto.
Ash resopló.
—¿Y quién está preparado para esto?
—Nosotros lo estábamos —replicó Kosh.
—Nosotros éramos soldados. Ya habíamos matado antes.
—Soldados o no, ambos estábamos predestinados para esta vida. Sin embargo, cuando miro a tu muchacho no le veo eso en los ojos. Puede ser un luchador, sí, pero... ¿un cazador, un asesino?
—No dices más que tonterías. Llevas toda la vida diciendo tonterías. En este trabajo, e incluso en el mundo normal, sólo cuenta una cosa. Y eso es precisamente lo que sobresale en él.
—¿Tener una madre necesitada de diversión?
Ash alzó la barbilla.
—Tiene corazón —contestó.
Permanecieron un rato sentados, contemplando el valle luminoso en silencio. El sol reverberaba en la superficie encrespada del agua, convirtiendo el riachuelo en una ondulante y larguísima cinta plateada con visos dorados. Ash notaba que a Kosh todavía le rondaban algunas preguntas por la cabeza, unas preguntas que se reprimía formular desde el regreso de Ash al monasterio de Sato acompañado de un aprendiz.
—Es sólo que estoy sorprendido. Nada más —dijo por fin Kosh—. Después de todo este tiempo nunca creí que te vería con un aprendiz. Y se comenta que serías incapaz de enseñar trucos nuevos a un perro. —Su tono cambió, se suavizó un poco—, Al final el tiempo te ha curado, ¿eh?
Ash lo miró de soslayo con su respuesta en los ojos.
Kosh asintió y se volvió, con los párpados entrecerrados mirando al horizonte, quizá evocando sus propios recuerdos de ese día del que ninguno de los dos deseaba hablar.
Hacía tiempo que Ash había descubierto que no era capaz de perfilar el rostro de su hijo si no era rememorándolo en los instantes finales de la vida del muchacho. Ironías de la memoria, se decía: sólo recordar con todo detalle los momentos más dolorosos.
Ahora se le aparecían con claridad las facciones de su hijo, que tenía más de su madre que de él mismo. El muchacho, su escudero en el campo de batalla con sólo catorce años, incómodo enfundado en el coselete de cuero, cargado con las lanzas de repuesto y con los odres con agua colgados de los hombros. El muchacho, caminando hacia él a trompicones entre los cuerpos agonizantes y los cadáveres esparcidos por su posición en una loma en el extremo izquierdo de la línea de batalla principal, tropezando y cayendo cegado por el terror. Las palabras de Ash se perdían en el fragor de la lucha que se libraba a su alrededor. El rostro de su hijo se puso lívido de repente, cuando se volvió hacia la caballería envuelta en la neblina formada por el vaho que despedían los bufidos de las monturas que acababan de irrumpir por la retaguardia desmantelada de sus tropas. Los hombres del general Tu, sus propios camaradas del Ejército Popular, se habían pasado al bando de los tiranos a cambio de una fortuna en oro.