Authors: Col Buchanan
Anegado por la marea de recuerdos, Ché había tenido que bregar para mantenerse a flote, sin aliento, aferrado a una única resolución: abandonar Cheem y regresar a Q'os.
No había conocido los detalles de lo que habían hecho con él hasta que llegó a la capital. El Imperio lo había utilizado para sus propios propósitos. Según parecía, en el Imperio temía a los roshuns, así que habían juzgado prudente enviar a uno de sus novicios para que se formara como uno de esos herméticos asesinos, con la esperanza de recabar información sobre ellos, no sólo en lo referente a sus costumbres y métodos, sino algo que sería más importante aún en el caso de que tuvieran que combatirlos: su ubicación exacta.
Ché desconocía qué proceso de selección habían seguido para escogerlo precisamente a él. Quizá había sido algo totalmente aleatorio, o tal vez había demostrado alguna aptitud especial para la misión. Habían sometido a su yo de trece años a un intensivo régimen de manipulación mental que se había prolongado durante doce lunas y que había consistido en atiborrarlo de drogas mientras le hablaban con la intención de limpiar y reordenar su cerebro adolescente, de inhibir recuerdos cruciales e implantar y reafirmar otros.
Por supuesto, Ché se había quedado estupefacto al enterarse de todo esto. Todavía no había tenido tiempo para aclimatarse de nuevo a la ciudad —mucho menos para solventar la incertidumbre de su identidad—, cuando los reguladores imperiales lo sometieron durante toda una luna a un interrogatorio en el que utilizaron drogas de la verdad e hipnosis para sonsacarle hasta el más mínimo detalle. Satisfechos con la información que le extrajeron, ordenaron que le cortaran la punta de los dedos meñiques como parte del proceso de su iniciación en Mann y le hicieron saber lo encantados que estarían si decidía proseguir con su vocación como asesino, no como roshun, por supuesto, sino como uno de los suyos.
No le habían dejado elección.
—¿Quieres agua? —inquirió su madre, cruzando la habitación con el vaso en la mano.
Ché lo aceptó. Se bebió el agua de un trago y durante unos segundos permaneció sentado, sin moverse, saboreando el regusto del agua en la boca.
Sin embargo, en los momentos de quietud la esencia humana siempre nos importuna.
«Tengo que averiguar por qué me han enviado aquí para simular el asesinato de mi propia madre. ¡Por la dulce Eres! Pero vaya bruja cabeza hueca. Su devoción por ellos la hace creer que sólo están jugando con nosotros.»
Por un segundo deseó agarrarla por su talle esbelto y darle bofetadas para que despertara de todo aquello, de las vidas que ambos estaban viviendo. Por el contrario se aclaró la garganta y le preguntó:
—¿Cómo estás?
—¿Mmm? ¡Ah! Bien, gracias. —Se había sentado frente al espejo del tocador y estaba desenredándose los mechones rizados y dorados con un peine de finas cerdas hechas de hueso. Su cabellera era un lujo que le permitía su vocación como seguidora de Sentiate. Se interrumpió para contemplarse en el espejo—. En serio, estoy bien. Ha sido una buena temporada, con todo lo del festival y eso. —El peine se atoró con un nudo resistente y su madre separó un mechón de pelo y pasó el peine delicadamente para cardarlo—. ¡Me siento fenomenal! Como si fuera una jovenzuela otra vez. Me he convertido en el objeto del deseo de uno de los sumos sacerdotes de Sasheen. ¡Yo! ¿Te lo puedes creer?
—Sí, creo que he visto su culo hace un momento.
—¿Te refieres a Rainee? Oh, no, querido, ni por asomo. No. Él sólo es uno de mis visitantes habituales. Farando está hecho de un molde totalmente diferente. Lo cierto es que es un poco feo, pero es fuerte, poderoso, está bien posicionado y me agasaja con regalos y bonitas veladas por la ciudad. No podría pedir más... ¿Y tú?—inquirió, volviéndose a su hijo—. ¿Cómo estás?
Ché estaba rascándose el codo, y no de una manera distraída, sino con enjundia.
—Estoy bien —respondió. Y añadió para sus adentros: «Se ha olvidado de mi cumpleaños.»
—Tu piel tiene hoy mejor aspecto. ¿Te va bien la pomada?
Sí, le había dado otro ungüento para que probara, con la esperanza de que le calmara los sarpullidos escamosos que siempre lo habían acosado. Se encogió de hombros: un gesto medido, calculado, como todos sus movimientos.
—Ojalá recordara lo que te ponía cuando eras niño. —Sacudió la cabeza—. Lo he olvidado por completo. ¿Crees que estoy haciéndome vieja? ¿Mmm? —Examinó su reflejo en el espejo—. ¿Acaso mi rostro ha empezado a marchitarse... junto con mi memoria?
—Ya eres mayorcita para estos melodramas, sólo te diré eso. Me alegro de que estés bien, madre, pero ahora tengo que irme.
—¿Tan pronto?
—Están cronometrando el ejercicio. Y debo averiguar de qué va todo esto.
Ché se encaramó al alféizar de la ventana y se volvió para hacer una última observación:
—Hay algo raro en todo esto. Ten cuidado.
Cuando su madre abrió la boca para decirle unas palabras de despedida, Ché ya no estaba, y pronunció un simple «Oh». Se volvió hacia su reflejo, tarareando entre dientes mientras se peinaba los tirabuzones dorados, intentando no prestar atención a los crujidos rítmicos de la cama situada en el piso superior, justo encima de su cabeza.
—¿Has cumplido con la simulación del asalto según lo dispuesto?
—Sí —respondió Ché.
—Excelente. ¿Ha habido daños colaterales?
—Dos acólitos. Su muerte fue... necesaria.
—¿Dos? ¿No había algún medio de eludirlos?
—Me habría llevado más tiempo. Opté por el camino más corto.
—Siempre lo haces. Debe de ser el roshun que llevas dentro. Y dime, ¿cómo está tu madre?
Ché desvió un milímetro la mirada del panel de madera que tenía enfrente. Estaba sentado en una hornacina, en una cámara oscura en algún lugar del intrincado laberinto de las plantas inferiores del Templo de los Suspiros. La hornacina estaba recubierta de paneles barnizados de madera de teca; en su parte posterior, a la altura de la cabeza de una persona sentada, había una pequeña celosía con los huecos del enrejado sumidos en penumbra, de modo que no pudiera saberse quiénes y qué había al otro lado. Si bien a través de la celosía llegaba un aire fresco y aromatizado, la ausencia de ruidos sugería que el espacio era reducido y privado.
—Mi madre parecía estar bastante bien —respondió en un tono cansino al interrogador invisible.
—Me alegro. Es una buena mujer.
Aquella voz tenía un timbre irritante y estridente, y daba la impresión de que su interlocutor se hallaba permanentemente al borde de un ataque de histeria. Ché conocía cuatro voces a través de la celosía y recibía instrucciones de las cuatro, aunque no tenía ni idea de a quién pertenecían. Ni tampoco, por cierto, quiénes eran sus colegas asesinos, pues todos eran adiestrados por separado y casi nunca se les permitía encontrarse.
Ché se inclinó hacia la rejilla a la espera de que le dijeran algo más.
—¿No tienes ninguna pregunta para mí, Ché? Como, por ejemplo, ¿por qué te enviamos allí hoy?
—¿Me respondería?
Sonó un leve chasquido de lengua.
—No. Pero conozco a alguien que lo hará, a su modo, con unos cuantos circunloquios. Le gustaría hablar contigo ahora, joven diplomático.
—¿A quién se refiere? —mantuvo la voz firme, aunque en su interior su corazón se había disparado.
—Dirígete a la Cámara de las Tormentas inmediatamente. Está esperándote allí.
Ché iba montado en la ruidosa cabina del elevador flanqueado por dos acólitos enmascarados que aferraban sus dagas desenvainadas, embadurnadas en veneno, adivinó él, pues era inconfundible el olor que impregnaba aquel espacio cerrado. El cubículo crujió y arrancó de una manera alarmante cuando el contrapeso del mecanismo se puso en movimiento e inició su lenta ascensión hacia la última planta de la torre. Cuando se detuvo, con una sacudida que hizo tambalearse a sus tres ocupantes, otro centinela que esperaba arriba abrió las puertas.
Las cámaras allí arriba eran amplias, pero carecían de ventanas, y sus pisadas retumbaron según avanzaba bajo los techos bajos adornados con rostros de yeso que expresaban todas las emociones concebibles. El suelo resplandeciente era de madera pulimentada y estaba cubierto con pieles de animales exóticos que, todavía con sus cabezas feroces, proferían gruñidos mudos a quienes se les acercaban. El mobiliario, aunque escaso, destilaba un lujo primoroso y presentaba un magnífico acabado. El aire estaba cargado y la iluminación era débil.
Había acólitos apostados a las escasas puertas cerradas; desde el otro lado de ellas llegaban voces, lejanas y amortiguadas. Por todas partes flotaban nubes de humo, impregnadas del hedor de los narcóticos, que parecían congregarse alrededor de las esferas de luz de las lámparas de gas dispuestas a lo largo de los paneles que revestían las paredes.
La puerta de la Cámara de las Tormentas estaba precedida por un tramo ancho de escalinata de mármol con vetas de color rosa. En los extremos de cada escalón había un acólito con la hoja de acero desenfundada y posada con ceremonia sobre la parte interior del codo. En este punto, la pareja de escoltas de Ché se detuvo y le indicaron que continuara solo. Ché obedeció y subió la escalinata.
A pesar de sus máscaras, Ché advirtió que los guardias tenían los ojos vidriosos, como quien ha consumido narcóticos. Se mantenían inmóviles como estatuas, con una respiración tan superficial que no se percibía cómo se hinchaban sus pechos. Rezumaban aburrimiento por todos sus poros.
En la parte superior de la escalinata, una enorme puerta de hierro fundido le bloqueaba el paso. Una guardia apostada allí se dio la vuelta y la aporreó con un puño enguantado. Tras una breve dilación, la pesada puerta chirrió y se abrió hacia dentro. Una oleada de sonidos emergió de sopetón de la cámara: un gorjeo de pájaros, el rumor de una cascada, música y risas. Un sacerdote anciano apareció en la puerta e hizo una reverencia.
Ché entró, no muy seguro de lo que iba a encontrarse.
Las paredes de la cámara circular eran vidrieras del suelo hasta el techo; los cristales se levantaban ligeramente inclinados hacia dentro, de modo que proporcionaban una vista completa del cielo. Justo en ese momento, al otro lado de los ventanales se extendía el habitual manto de nubes blancas y chubascos de principios de otoño, y el agua resbalaba por la superficie transparente de cristal.
Ché paseó sus ojos titubeantes en derredor, reparando en todos los detalles de la Cámara de las Tormentas de una sola pasada, pues había sido entrenado para hacerlo así. La verdad era que había esperado encontrarse algo distinto, quizá algo más tenebroso, menos tentador. Más sagrado, en definitiva. Sin embargo, era un espacio diáfano y acogedor. El fuego crepitaba en una chimenea de piedra en el centro mismo de la estancia, bajo una campana metálica que atravesaba el suelo de una planta superior. Se trataba de una simple plataforma a la que se accedía por una escalera y se encontraba dividida por unas delgadas paredes de madera. Habitaciones de reposo, supuso, zonas privadas de relajación de donde todavía llegaba el canto de los pájaros.
A los pies del cálido hogar había varios sillones de felpa orientados hacia un caballete que mostraba un mapa del Imperio. Un grupo de sacerdotes estaba repantigado en los sillones, con los pies apoyados en reposapiés, bebiendo licores y fumando cigarrillos de hazii, o simplemente conversando entre ellos. Los camareros revoloteaban a su alrededor con fuentes con frutas o marisco, o cuencos con narcóticos; Ché sabía de ellos que les habían cortado la lengua y perforado los tímpanos. En cuanto a los sacerdotes reunidos alrededor del fuego, los reconoció a todos.
Ché era un diplomático, un asesino imperial. Un aspecto importante de sus «negociaciones» guardaba relación con los personajes poderosos e influyentes del Imperio. Era su obligación conocer a esas personas por si llegaba el día en que recibía la orden de matar a alguna de ellas.
La mayoría tenía el rango de general, así que llevaban el rostro limpio de los ornamentos comunes entre los sacerdotes de Mann. La única excepción era una aguja de forma cónica que les perforaba la ceja izquierda a la manera militar; el propio Ché también la llevaba. Su atavío consistía en la discreta túnica ceremonial de la orden de los Acólitos, lo único sencillo que había en esos hombres.
Escudriñó uno a uno sus semblantes. Estaban el archigeneral Sparus,
el Aguilucho
, pequeño, callado y apasionado; no hacía mucho que había regresado de sofocar la insurrección de Lagos, donde había perdido su ojo izquierdo, por lo que ahora lucía en el rostro un parche negro. El general Ricktus, quien tenía el rostro y las manos cubiertos de quemaduras que daba reparo mirar; el pelo negro, que sólo le nacía en algunas zonas del cuero cabelludo, le caía en mechones sobre las deformes orejas. A su lado estaba el general Romano, todavía joven, casi un adolescente, si bien era el hombre más peligroso de los congregados allí y el que más codiciaba el trono. Y por último, el general Alero, el viejo veterano de las campañas de Ghazni; sólo el archigeneral Mokabi había conquistado más territorios que él para el Imperio; por lo que lamentaba haber abandonado esa labor cuando lo hizo.
Todos esos hombres eran potenciales aspirantes al trono, piezas clave en el sutil pero letal juego de las maniobras políticas que constituía el telón de fondo de todo lo que sucedía dentro de las fronteras del Imperio. Cada uno poseía el control de alguna facción. En términos relativos, el Sacro Imperio de Mann todavía era joven, y había quedado demostrado que cualquiera con la determinación necesaria podía abrirse camino hasta el trono. La matriarca era una prueba viviente de ello.
Había otras tres personas en la cámara. Una era el joven Kirkus, único hijo de la matriarca, repantigado en su sillón y con los ojos entornados por efecto de los narcóticos, si bien, por alguna razón, recuperaban su viveza cuando miraban a Romano. La segunda persona era la abuela de Kirkus y madre de Sasheen, profundamente dormida en su sillón, o al menos eso parecía. En torno a sus pies enfundados en sandalias se paseaba un puñado de lagartos escamosos con cadenas de oro alrededor del cuello. Por último, también se encontraba allí la matriarca Sasheen, de pie frente al mapa. Sujetaba en la mano una copa con un líquido burbujeante e iba ataviada con un largo y holgado vestido de
chiffon
verde, abierto desde el cuello hasta los tobillos salvo en la cintura, donde un cinturón de la misma tela se lo ceñía al talle, de !modo que traslucía toda su desnudez. Según se movía, un atisbo de su vientre flácido, de su vello púbico o el bamboleo de sus senos atraía los ojos, y las miradas se desviaban de su rostro poco agraciado. Tenía los ojos oscuros demasiado juntos y la nariz aguileña demasiado larga; sin embargo, había algo atractivo en I aquella mujer. Quizá era la manera que tenía de exhibirse, como si el mundo le perteneciera y pudiera hacer con él lo que le viniera en gana. O tal vez se debía a su sonrisa, que aparecía con frecuencia en sus labios.